sábado, 29 de septiembre de 2012
MATTHEW DEAR
viernes, 28 de septiembre de 2012
EL LENGUAJE PERDIDO DE LAS GRÚAS
El pasado verano leí bastante menos de lo habitual. Analizando cómo fue transcurriendo, con una vida social mucho más intensa a lo que tengo
acostumbrado, considero que ese detonante fue el culpable de mi falta de
ganas para leer y también para concentrarme adecuadamente. No obstante, no me
pesa, a partir de ahora tengo mucho tiempo para dedicarme a la sana costumbre
de tener un libro entre las manos.
He leído periódicos y revistas especializadas pero tan sólo un
libro. Ciertamente no encontraba, entre mi amplia biblioteca de más de cinco
mil libros, el adecuado a ese tiempo estival
que transcurría entre viaje y viaje, o bien, tomando el sol al lado del
mar. Sin embargo, tuve la suerte de dar con “El lenguaje perdido de las grúas”
del autor norteamericano David Leavitt. El libro lo leí nada más editarse en
España a finales de 1987 y me impactó entonces. Ahora ha vuelto a ocurrir lo
mismo debido a esos personajes tan lejanos (y a la vez cercanos en sentimientos) que acaban ganándose al lector de manera que con el paso de las páginas te atrapan con sus
conflictos y pasiones que transcurren mucho más deprisa de lo que parece, haciendo balance de la vida trascurrida y de la dificultad de la comunicación. Emotivo
y duro pero lleno de ternura, soledad y amor.
El
libro trata de las relaciones personales, teniendo como protagonistas a algunos
homosexuales que van contándonos su experiencia vital. El título, que tiene
doble lectura, se basa en un caso de psiquiatría, posiblemente verídico, que
es la triste historia de un niño que nació de la violación de una adolescente,
probablemente discapacitada psíquica.
“Inspeccionaba el índice, un poco harta ya
y pensando en la comida, cuando descubrió el resumen de un caso que la intrigó.
Estaba incluido en una colección de artículos de psicoanálisis guardados en
unos estantes perdidos. Siguió la pista de la signatura y cogió el libro del
anaquel. Leyó el artículo una vez, rápidamente y con un poco de ansiedad,
saltándose frases para encontrar la tesis sostenida por el autor, tal como
había aprendido hacía tiempo. Luego, volvió a leerlo más despacio. Cuando terminó
respiraba ruidosa e irregularmente, su pie golpeaba el oscuro suelo metálico de
las estanterías y el corazón le latía con fuerza.
Era
la historia de un niño, llamado Michel en el artículo, nacido de la violación
de una adolescente posiblemente retrasada.
Hasta
la edad de dos años vivió con su madre en un piso junto a un solar en
construcción. La madre se pasaba el día entrando y saliendo del apartamento,
perdida en su propia locura. Apenas era consciente de la presencia del niño ni
sabía cómo alimentarlo o cuidarlo. Los vecinos estaban alarmados por los lloros
de Michel y muchas veces, cuando llamaban a la puerta para pedir a la madre que
lo calmara, descubrían que el niño estaba solo. Salía a todas horas y
abandonaba al niño sin nadie que lo vigilara. Pero, de pronto, un día el niño
dejó de llorar. Al día siguiente, el silencio continuó. Y así, durante varios
días en los que apenas se oyó un ruido. Los vecinos llamaron a los bomberos y a
los asistentes sociales, quienes encontraron al niño echado en su cama junto a
la ventana.
Estaba
vivo y presentaba un aspecto notable, a juzgar por la severidad con la que
había sido descuidado. Jugaba pacíficamente en su mugrienta cama y se detenía
cada pocos minutos para mirar por la ventana. Su juego no se parecía a nada de
lo que pudieran haber visto antes. Miraba por la ventana y levantaba los
brazos.
Los
movía dando sacudidas y se paraba. Se ponía de pie sobre sus flacas piernas y
se caía, pero volvía a incorporarse. Emitía ruidos extraños con la garganta,
una especie de chirrido. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntaron los asistentes
sociales. ¿A qué clase de juego está jugando?
Entonces
miraron por la ventana y descubrieron varias grúas que levantaban vigas y
agitaban con sus brazos únicos barras de hierro para su demolición. Cuando la
grúa se levantaba, Michel se levantaba; cuando se inclinaba, él se inclinaba.
Cuando los frenos chirriaban y el motor zumbaba, él chirriaba con los dientes o
zumbaba con la lengua.
Lo
cogieron y se lo llevaron. Entonces, empezó a llorar de modo histérico. Era
imposible calmarlo, completamente desconsolado al verse separado de su amada
grúa. Años más tarde, siendo un adolescente, lo llevaron a un hospital
psiquiátrico.
Se
movía como una grúa, hacía ruidos como una grúa y, aunque los médicos le
enseñaron muchos dibujos y juguetes, sólo respondió a los dibujos de grúas y
sólo jugaba con los juguetes de grúas. Sólo las grúas lo hacían feliz. Por ello
recibió el nombre de«el niño grúa»”.
lunes, 24 de septiembre de 2012
COCINA CÁNTABRA
Compartir
fogón con un cocinero profesional siempre es una satisfacción. Edu es mexicano y lleva más de ocho años en
España. Es discípulo del gran maestro Koldo Royo, chef vasco afincado en
Mallorca. Edu trabajó en Mandarina-Peñíscola y en la actualidad es el cocinero
jefe de Rojo Picota, local que depende de la misma dirección empresarial que
Mandarina.
Con
motivo de unas jornadas gastronómicas que cada mes, fuera de temporada, realiza
el restaurante-vinoteca Rojo Picota, he sido encargado de dirigir las
correspondientes a mi querida tierruca, Cantabria. Aunque mi madre ha tenido
mucha relación con la gastronomía de la tierra, fue directora de la Escuela de
Hostelería de Santander durante varios años, no he querido tener ninguna dependencia
y por mi cuenta me he “tirado al ruedo”.
Tras varias reuniones con los responsables del restaurante para
consensuar lo relativo a los platos del menú, su maridaje y los precios para
adaptarlos al coste de la jornada gastronómica por comensal, llegamos al
acuerdo de que conste de una entrada, pimientos asados con anchoas de Santoña y
ventresca de bonito de Cantabria, regado con cerveza de barril. De primer plato,
Pastel de Cabracho con un cava catalán y como plato principal, Sorropotún al
estilo de San Vicente de la Barquera y vino tinto suave. El postre será quesada
de Alceda-Ontaneda con “leche de Sultán” (helado de limón con vodka). Días antes, Edu preparó el Pastel de Cabracho
con una textura inmejorable aunque detectamos que tiene que contener algo más
de pescado. Ayer, preparamos de manera conjunta el Sorropotún, denominado en
Cantabria marmita. Realizamos el trabajo de manera conjunta, yo seleccioné el
contenido y las cantidades y Edu, sin querer inmiscuirse en el proceso
“técnico”, iba dando instrucciones para que el resultado final fuese más
profesional. Una vez terminada la cocción de las patatas, pimientos, tomates…
añadimos el bonito, recién pescado en aguas baleares por nuestro amigo común
Raúl y, después de probarlo, decidimos que reposara un par de horas. Más tarde, con unos amigos,
catamos la marmita, resultando por decisión colectiva que el plato tenía una
nota cercana al sobresaliente. Realmente quedó de lujo.
El
día 15 de noviembre será la cena degustación y tendré el honor de dirigirme al
respetable colectivo del buen comer para intentar hacer honores a la comida de
mis ancestros. Espero que todo vaya por buen camino, el primer paso ya lo hemos
dado seduciendo a personas ajenas a nuestra cocina. Intentaré dejar el pabellón
cántabro como se merece. Con ayuda de Edu estoy seguro que será todo un éxito.
Seguiremos informando…
miércoles, 19 de septiembre de 2012
GRAN BUFFET EN EL DELTA DEL EBRO
Nunca
me han gustado esas películas del tipo Torrente, ¡faltaría más!. Sin embargo,
hay que reconocer que hay muchas circunstancias en nuestra cotidianidad que nos
recuerdan a esas escenas que parecen tan disparatadas. Hace un par de días, un
amigo barcelonés que con su
catamarán entrena en aguas de Castellón, me invitó a comer,
aprovechando su regreso a tierras catalanas, en el cercano Sant Carles de la
Rápita, en tierras del Delta del Ebro. Me desplacé ex profeso para ello. Seguí su coche hasta llegar a un amplio
aparcamiento junto a una nave que decía: “Gran Buffet La Rápita (marisc, peix i
carn)”. Entramos y mi amigo recogió una tarjeta tipo a las de crédito, pasamos por un torno y
nos introducimos en un gran comedor con sillas y mesas de plástico, al menos
así me pareció. Llegamos a las 13,30, hora perfecta para que la amplia variedad
de paellas no estuvieran estropeadas por los comensales. Nunca había visto tal
variedad de arroces (paella ya tiene una cierta denominación de origen y tan
sólo admite ingredientes de toda la vida), había ocho o nueve paellas (las
paelleras que siempre hemos denominado se llaman, curiosamente, “paellas”) con
diversos arroces y fideuás, así que empezamos por ahí, realmente estaban sin
“estrenar” y fue una delicia comer en el mismo plato tanta variedad de arroz. Aparte
del torno, al atravesarlo, me llamaron mucho la atención las camareras. No es
mi intención desacreditarlas, pero por su manera de vestir, con una camisa
excesivamente apretada y una falda muy ceñida, parecían más propias de un lugar menos “virtuoso” que un restaurante.
Cuando nos sentamos a la mesa ya nos habían puesto una
botella de agua de litro y medio, otra de vino de mesa tinto y otra de vino de
mesa blanco. También se podía pedir gaseosa y sifón Geiser. Tras los arroces
-iba a decir paellas- me dirigí a la zona de ensaladas, había un montón pero no
me apetecían en ese momento de tanto atiborramiento de comidas diversas. El restaurante se iba llenando de
comensales y comencé a analizar el tipo de clientes que había, un poco de todo,
pero llamó mi atención el gran número de personas obesas que con lentitud
recorrían los amplios mostradores en busca de alivio gástrico. Mi plato,
entonces, contenía una nécora que al abrirla estaba famélica, cuatro rabucas
tiernas y gula que se había quedado un poco seca. Comparé mi estomago con el de
los obesos y tomé un respiro para zamparme un filetuco de ternera que me frió
en el acto un cocinero ecuatoriano. Los platos usados se dejaban en una cinta
que los desplazaba a la zona de fregado. En los postres empezamos a charlar. Mi
amigo y yo casi no habíamos coincido hasta ese momento en la mesa que
compartíamos ya que nos levantábamos constantemente para recorrer los amplios
estantes repletos de comida para volver a llenar el plato. En ese preciso
momento, yo daba cuenta de una rodaja
de piña en su punto y él comía leche frita y un flan. Hablamos del lugar y del
precio. Costaba trece euros por persona, algo que me pareció muy barato en
relación a la oferta gastronómica. Cuando nos íbamos aquello estaba abarrotado.
Tomamos un café y charlamos de gastronomía y de una cadena montañosa que
teníamos de frente. A nuestra espalda el paisaje era especialmente bello, el
día era soleado y contemplar el Delta fue, sin duda, lo mejor de la
jornada. Nos marcamos dos retos cuando volviéramos a
estar juntos, desplazarnos en barco a un restaurante que estaba entre San
Carles y la isla que formaba el Delta y subir a la “Foradada”, una abertura
inmensa que se encontraba en lo más alto de la montaña. Tras despedirme,
regresé a Peñíscola con intención de descansar de una comida mucho más calórica
de lo que hubiera deseado pero la experiencia había merecido la pena.
sábado, 15 de septiembre de 2012
DESAYUNO CON DIAMANTES
Venía de una comida con amigos tras una mañana de
playa. Una de esas jornadas que recuerdan a las de mi infancia en Santander.
Mar alborotado, olas que te hacen sentir pequeño y percibir, a la salida del
baño, un calor reconfortante que evocaba, entonces, la calidez poco habitual de los veranos en
Cantabria. Sin embargo, se trataba del
Mediterráneo, tan cercano ahora y para siempre inolvidable. Era una hora tardía y el cielo, inigualable
en colores a esas horas del atardecer, fue el detonante para quedarme en casa.
Luego anocheció de repente pero el mar seguía con una simetría sonora intensa.
Conté los días pasados y las jornadas que me quedaban en este remanso de paz y
la operación matemática resultó negativa. Los días pasados ya dominaban a los
días restantes de vacaciones pero no importaba, ciertamente habían resultado
trayectos memorables y, por suerte, todavía quedaban muchos atardeceres por disfrutar al lado del,
ahora, proceloso mar.
Se hizo de noche y se apagaron las ideas. Sin embargo,
un resplandor despejó mi mente. Recordé
que una de mis mejores películas de todos los tiempos esperaba en el Mac para
ser saboreada. Audrey Hepburn, mi diva, aguardaba en un “Desayuno con
diamantes” espectacular en todos los aspectos.
Música, fotografía, artistas, dirección… todo, con el mar alborotado de
fondo, hicieron de ese rápido oscurecer de septiembre una noche gloriosa. Había olvidado fases de la película, algunas
veces paraba la reproducción para contemplar alguna escena o alguna toma peculiar
y, siempre, disfrutaba con la protagonista, mi artista más adorada. Cuando
acabó el metraje, con intensa lluvia en Nueva York y un gatito estelar, quedé
prendado, una vez más, de la película. Cerré el Mac y me asomé a contemplar el
mar que seguía llamando la atención. Un enigmático Chow Chow vecino atrajo rápidamente mi curiosidad. Le
he seguido durante los diez días que lleva en un apartamento cercano y le he tomado
mucho cariño. Es una especie de gato, similar al de Audrey en comportamiento, así
que seguí admirándolo mientras recordaba las escenas de Desayuno…
Ahora me voy a la cama reconfortado con la visión de
una película de 1961 que siempre estará entre mis favoritas. Buenas noches,
mundo.
jueves, 13 de septiembre de 2012
ISLAS COLUMBRETES
Llevo
la friolera de diez años intentando visitar las islas Columbretes. Aprovechando
unos días de vacaciones en Peñíscola, antes de ir, busqué el teléfono en Internet de
la empresa que organiza viajes al Parque Natural y reservé para el domingo día
10, anotando mi nombre y un teléfono de contacto. Estando ya en Peñíscola me llamaron para
decirme que el viaje lo adelantaban un día y me solicitaron estuviera en el
puerto a las 7,45 del día 9, sábado. Valentín, vecino y amigo, me dejó unas
aletas y unas gafas para hacer snorkel en L´Illa Grossa. Dos días antes de la
fecha de embarque estuve practicando con el material para ir un poco
adiestrado. El día de la fecha de
embarque me levanté una hora antes, a las 6,45, preparé un par de bocatas y
metí en mi mochila todo lo necesario para
pasar el día en las islas sin olvidar mis prismáticos y bastante agua, las
islas Columbretes están despobladas. A las 7,30 me desplacé en bicicleta hasta
el puerto y esperé que llegara la hora. A las 8 allí no había nadie ni estaba
abierta la cabina expendedora de billetes. Esperé un cuarto de hora y como todo
seguía igual regresé por donde había ido con el consiguiente malestar. Pensaba,
si han tenido que suspender el viaje por las razón que haya sido tenían mi
teléfono para avisarme. Todo era muy raro. Al llegar a casa telefoneé a la
compañía explicando lo que había pasado y la persona que me atendió perjuraba
que a las 8 había salido el barco y que todo había trascurrido con normalidad.
Cambiamos impresiones hasta que de repente me preguntó: ¿Desde dónde me llama?
Desde Peñíscola, respondí. Ahora entiendo, me dijo, está hablando usted con
Castellón y el barco ha salido de allí.
La empresa gestiona todos los viajes de la provincia a Columbretes,
tengo entendido que además de Peñíscola salen de Alcocebre, Castellón y algún
otro puerto. Cometí la equivocación de pensar que hablaba directamente con el
puerto de Peñíscola y mi interlocutor daba por hecho que pensaba salir de
Castellón.
Ahora espero
que no pasen otros diez años para conocer Columbretes.
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