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Realizaba un viaje desde Peñíscola a la capital, Castellón. Pasado Benicasim, una cola interminable de vehículos permanecían parados en la carretera. Desde mi ventanilla comprobaba que las cunetas iban anegándose de agua color chocolate claro. Pronto me di cuenta que la carretera estaba cortada debido a que las aguas caudalosas de alguna riera la inundaría en ambos sentidos. La “gota fría” se hacía más visible a medida que me dirigía al sur. Los únicos coches que venían en dirección contraria eran los que daban vuelta en busca de alguna alternativa. Hice lo mismo. Regresé a Benicasim intentando ir a Castellón por la carretera de la costa. Los accesos también estaban anegados. Decidí regresar a Peñíscola, aunque antes tomaría un café en el Hotel Voramar.
El Voramar es uno de los pocos hoteles que conserva el sabor de las antiguas villas coloniales que salpicaban la Comunidad Valenciana a principios del siglo pasado. Construido en 1930 y retratado en la última novela de Manuel Vicent León de ojos verdes (Alfaguara), ambientada en el verano del 53. La cafetería está situada en la planta baja y mantiene cierto encanto. En el exterior se encuentran dos terrazas, una más interior, exclusiva para los clientes alojados en el hotel y otra, con sillas de plástico, ¡horror!, para el resto de usuarios. En todas las terrazas de las habitaciones con vistas al mar cuelgan hamacas blancas. Las vistas a la playa, desde la cafetería, producen una relajación inmediata. Se encontraban sentadas tan sólo cinco personas, todas ellas leyendo libros o periódicos. La música y su volumen eran los adecuados. Desde mi sillón de mimbre, contemplaba las olas con la sensación de qué en cualquier instante chocarían contra las amplias cristaleras. En ese momento recordé a los protagonistas del libro de Vicent que veraneaban en el hotel. A mi derecha, en el muro que divide la playa con la carretera que conduce a Oropesa por la costa, bajaban violentamente miles de litros de agua de lluvia recogida y canalizada libremente desde las montañas cercanas del Desert de Les Palmes hasta desembocar en el mar, al lado del Voramar.
Cuando me iba, me llamaron la atención varias hormigas forjadas en hierro, pintadas en el suelo, escalando un muro, en pegatinas en los coches. Entré en la recepción del hotel para interesarme por el tema de las hormigas. La simpática recepcionista me informó que la hormiga era la imagen de identidad del municipio desde que en los años 80 hubo un incendio en las montañas próximas del interior y todas las hormigas descendieron a la costa. Una vez en casa, diluviando considerablemente, busqué en Internet información sobre Benicasim y sus hormigas y encontré otra información distinta. El porqué de las hormigas tiene tantas interpretaciones como amigos su creador, el artista Capi Trillo –ya fallecido-, que vivió muchos años en el municipio castellonense. Algunas informaciones dicen que "marcan una especie de expedición de un mensaje ideal lleno de ternura y solidaridad". Otros, identifican a las hormigas como reflejo de la intensidad de las cosas cotidianas y sencillas. Seguiré investigando sobre el tema. Mientras tanto, esperaré el día para entregar un par de esas pegatinas de hormigas amarillas a mi amigo Alberto, cuyo local de jazz se llama precisamente así: La Hormiga. Lugar donde se intensifica la realidad de lo cotidiano y lo sencillo aderezado con importantes dosis de buena música y gran amistad.