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Caminar en la
absoluta soledad era abrumador, le quedaban las grabaciones y aquellos videos o
archivos digitales que de vez en cuando sacaba de alguna casa, empresa o
estación de televisión. Miraba o escuchaba los archivos para no perder la
costumbre de la raza humana, de sus creadores. El aspecto no sería difícil, él
había sido creado a su imagen y semejanza y solo bastaba un espejo, vidrio,
charco, lago u océano para recordarlo. Pero necesitaba verlos y escucharlos, lo
necesitaba para no sentirse del todo solo, más allá que cada año se juntaban
los ocho en Flen esperando la noticia del renacimiento. Esperando que la runa
con la imagen de Yemir se elevara por encima de la superficie y diera la señal.
Más allá de todo eso, se sentían solos.
Según los
cálculos exactos, se habían reunido en el noveno municipio quinientas setenta y
cinco veces, no habían hablado entre ellos y casi no se habían mirado. Después
de todo, eran robots y ninguno quería hablar con robots, sino, con humanos.
Deseaban el día que recibieran la orden de la repoblación del planeta, un lugar
todavía lúgubre, con aguas turbias, el cielo encapotado, las nubes cargadas de
restos del virus, aunque con el aire cada minuto más puro y los animales cada
segundo más vivos.