Abrió los ojos con pereza, tenía la boca pastosa y el
pitido de la nada seguía zumbando en su cabeza como una cascabel rayada, lo
primero que vio fue el rostro de Lucrecia opacado por la luz parpadeante de un
fluorescente. Cerró los ojos con nervio, los apretó por unos segundos y volvió
a abrir. Su corazón se detuvo, al menos eso creyó. La siguiente andanada de
aire que entró por su nariz fue helada, enfriando cruelmente las fosas nasales,
laringe, estómago, pulmones. Un manto de petróleo de la Antártida.
El rostro de José Luis estaba a un
lado del de Lucrecia, sonreía por sobre la tablilla que sostenía mientras
anotaba algo, luego sus ojos se volvieron para verlo directamente.
–Puedo darme cuenta – le dijo
abriendo apenas la boca. – A mi no me podes mentir.
Se removió en el lugar.
–Tus voces, son tus demonios y tus
talismanes. Las oís, puedo darme cuenta.