Sefeide tamborileó con sus afilados
dedos contra el reposabrazos de la silla de madera. El repiqueteo de sus
mermadas uñas contra la superficie invadía la sala. Sus dientes, algo
puntiagudos, rechinaban y chasqueaban cuando movía la mandíbula hacia delante y
hacia atrás. Su impaciencia era evidente, pero él luchaba por ocultarla a pesar
de que se encontraba solo en la estancia. Era un hombre irascible, propenso a
la exageración y las rápidas decisiones. Por eso, en momentos como aquel, sus
sirvientes preferían mantenerse ocupados en cosas que no implicaran permanecer
en su presencia o bajo su mirada furibunda.
Maltés entró en la amplia estancia con
el paso más firme que pudo. Lo cierto es que nunca tuvo un buen porte; eso su
padre debía admitirlo mientras lo veía caminar hacia él. Observó que el
muchacho llevaba en sus manos un grueso sobre que envolvía una carta. Una
misiva sin duda procedente del gobernante, puesto que llevaba el sello de la
realeza, lacrado de rojo oscuro y rematado con un tinte verde que formaba la
marca de la familia real. El sello estaba, no obstante, roto; la carta ya había
sido leída por su hijo y, aunque eso no le importunaba, ansiaba conocer la
respuesta de inmediato. Sin embargo, a decir verdad, en su interior ya suponía cuál
sería.
—Señor. —Su hijo se inclinó levemente
para saludarlo.
—¿Traes buenas nuevas? —preguntó su
padre, tenso, sintiendo cómo se erguía sobre su asiento de forma inconsciente.
«No, padre, no he tenido incidentes
durante el viaje, agradezco vuestra preocupación», pensó el joven Maltés,
suspirando para sí. Su padre interpretó este suspiro como una mala señal en
respuesta a su pregunta.
—¿Se han negado? —insistió en saber.
—De nuevo —corroboró el muchacho, y se
acercó unos pasos más para entregarle la misiva, subiendo el pequeño escalón
sobre el que descansaba la ostentosa aunque anticuada silla de madera noble.
Sefeide le arrebató de las manos la
carta y comenzó a leer con avidez. Su cara iba perdiendo o ganando color según
sus ojos recorrían las palabras en ella escritas. Maltés regresó a su posición
anterior, bajando el peldaño, en espera del permiso para retirarse y regresar
al jardín que hacía tanto tiempo que no podía cuidar. Su viaje le había costado
perder de vista las plantas que cultivaba con admiración, y temía que se
hubieran marchitado; no obstante, sospechaba que ahora tendría que soportar la
decepción de su padre, que caería como rocío sobre él, calándole hasta los
huesos.
—¡Es increíble! ¡Increíble! —exclamó
Sefeide, indignado. Se habría levantado airadamente de no ser porque la edad
empezaba a jugarle malas pasadas—. ¿Te han dejado siquiera ver a la joven
Aremís?
—No, me temo que no han permitido que
nos conociéramos.
—¡Son unos déspotas, eso son!
Aliándose con familias de segunda con tal de no ofrecernos una oportunidad, y
todas ellas dándonos la espalda para esperar como buitres la elección de su
señor. ¡No seguiré jugando a su juego! Las excusas suenan ya vacuas a mis oídos
tras tanto tiempo tratando de llegar a ellos de forma cordial. Todos sabemos lo
que los retiene a la hora de ligar a su familia con la mía.
Maltés escuchó todo aquello como lo
había escuchado tantas otras veces desde que nació. El conocimiento implícito
de esas palabras era algo arraigado en su consciencia desde que era un infante,
quizá por eso no le embargaba la indignación que, en cambio, parecía despertar
en su padre. Ellos, los Aivanek, nunca alcanzarían el trono, pero su progenitor
parecía incapaz de asumirlo.
—Es un sinsentido. ¡Un sinsentido, te
digo! Pero, ah..., haré que sean ellos quienes vengan a suplicar. Les daré una
razón a sus rechazos. Oye lo que te digo. —Y remarcó—: suplicarán la
conmiseración de mi familia. ¿Has traído el halcón?
El muchacho asintió.
—Bien, si hiciste lo que te dije no
debería haber problemas. Los bárbaros aceptarán, por la cuenta que les trae.
Esta afrenta no será nuevamente ignorada, quiero ver a uno de mis hijos en el
trono antes de morir. —Miró a Maltés con rabia. No era su predilecto, pero
podría haber servido a sus propósitos—. No has permanecido demasiado tiempo
allí. ¿Fuiste insistente?
—Lo fui, señor.
—No lo suficiente, sin duda.
El muchacho guardó silencio, aunque no
comprendía por qué su padre insistía en culparlo de un fracaso que venía de una
cadena de previos e iguales fracasos, en los que él no había llegado a tener
participación alguna y que se remontaban generaciones atrás. Su propio padre
había tenido que soportarlos.
Ante su negativa a rebatir la
acusación, Sefeide desvió de nuevo el objetivo de sus críticas hacia su gobernante.
—Si el pueblo supiera todo lo que el
rey hace, se rebelaría. Es fácil mantener el velo cuando ostentas el poder e
impedir que otros alcancen tu nivel de riqueza atacándolos y castigándolos por
delitos que tú mismo superas con creces. Tanto le preocupa que sus hijas sean
bien casadas y tener contentos a los miembros de las familias que le sirven y a
los grandes comerciantes, que se olvida de que el pueblo tiene hambre y ha
pasado mucha más. Ellos no lo olvidarán y terminarán aliándose conmigo, ya lo verás.
Yo convertiré este desolado territorio en un imperio inconmensurable. Puede que
mis arcas no estén tan llenas como las suyas, pero poco falta, y una vez
consiga aliados, precipitaré los ataques contra el gobierno... ¡Maltés! ¿Me
estás escuchando?
El zagal se giró de nuevo hacia su
padre, parpadeando en la penumbra; le había deslumbrado el sol que entraba por
la ventana por la cual había estado mirando ensimismado, sumergido en sus
propios pensamientos, mucho más de su interés que el discurso egocentrista de
su padre.
—Disculpad, señor. Sí, os escucho.
—Ya no eres un niño, Maltés, y si no
aprendes a ascender y a mantenerte en el nivel de los adultos vas a caer en
alguna de las trampas de las otras familias. Apenas te dedicas a entrenar, no
escuchas los consejos de tu tutor, no aprendes las lecciones de historia, no
participas en los ritos familiares, caminas por ahí con la vista perdida como
un alma en pena... ¡No me extraña que te rechazaran!
—También rechazaron a Taisham —entró
en su juego el muchacho, mostrándose a la defensiva pero hablando con calma y
educación—. ¿No es cierto, padre?
Sefeide se levantó y se enderezó
cuanto fue capaz, aunque tuvo que apoyarse en su bastón de cuerno para hacerlo.
—¡No te atrevas ni a pronunciar su
nombre, insolente! Nunca llegarás a ser ni la décima parte del hombre que es
él.
Maltés le lanzó una mirada afilada con
los labios apretados. Pero la afirmación, lejos de enfurecerlo, hizo que su
despecho diera paso rápidamente a la tristeza. Bajó sus ojos color perla, dejando
la mirada perdida en una grieta del suelo.
—Retírate de mi presencia... solo me
recuerdas la deshonra que es tenerte por hijo.
El muchacho hizo una leve inclinación
y abandonó la sala.
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