Historias de la Tierra Incontable. Círculo Primero. El despertar.
Házael González.
Coincidiendo con la celebración
del festival Celsius 232 en Avilés, donde Házael González estará firmando
ejemplares, publicamos un extracto de su obra: Historias de la Tierra Incontable.
Círculo Primero. El despertar.
1. Los gatos
Lo primero que notó, aquello
que sintió en su cuerpo antes que ninguna otra cosa, fueron estímulos: chispas
diminutas detrás de sus ojos, el olor de la arena, el tacto de los colores, el
sabor del viento, rápidas sucesiones de imágenes y sonidos que percibía en
remotas zonas de su mente como si pequeñas piedras rebotasen sin control alguno
en las paredes de una gran caverna. Se sentía...
¿Podía sentir? Sí, podía
hacerlo. Sus sentidos eran extraños, pero al mismo tiempo estaban ahí. Era como
haber despertado de un largo sueño, un sueño que... ¿Dormir? ¿Había estado
dormida todo aquel tiempo? ¿Cuánto tiempo?
Sus sentidos se fueron
ajustando lentamente. De pronto, ya no sentía todos los granos de arena bajo su
cuerpo, que se estaban volviendo una masa húmeda y firme, al igual que el sabor
que tenía en la boca, que pudo identificar como salado. Y por encima de todo,
un chirrido metálico que rezumaba entre los demás estímulos, algo que era
imposible de concretar pero que existía, sin ninguna duda.
Con infinita lentitud y
dificultad, abrió los ojos. El sol estaba alto. Al menos se acordaba de lo que
era el sol, eso sí lo sabía, pero... ¿qué más? ¿Dónde estaba? ¿Dónde había
estado antes? Y sobre todo, ¿quién era? Sus ojos percibían vagas formas,
nebulosas de distintos tonos que más bien parecían resplandores. Ante ella
había algo que tenía una forma familiar, un destello que le resultaba menos
desconocido que los demás. Estiró el brazo hasta tocarlo; primero con la punta
de los dedos, luego con la mano entera, sintiendo lo rugoso y áspero que
resultaba, pero también lo conocido, lo confortable. Apoyándose en su firmeza,
empuñando aquel objeto clavado en el suelo, se sintió más segura.
Se incorporó ligeramente
gracias a aquel apoyo, y la claridad del sol ya no le hizo tanto daño. No como
aquella vibración del aire, que seguía chirriando y que poco a poco empezó a
identificar como un sonido. Las formas se fueron concretando más y más, primero
en su mente y luego ante sus ojos. Lo primero que distinguió fue su mano
apoyada en el objeto, pero al principio le costó identificarla como una parte
de su cuerpo, era como si no le perteneciese...
Se aferraba a lo que estaba
clavado en la arena porque aquella sensación le resultaba familiar, la sujetaba
a un recuerdo del que no quería prescindir en ese momento, pero, aun así, el
interés que le provocaba su propia mano la obligó a soltarlo para poder
observarla mejor: era una mano blanca, delicada, y sus dedos eran suaves y
estilizados; una mano que su mente identificó como usual, bonita pero no
extraña. Y sin embargo, al darle la vuelta y examinar la palma, dio un
respingo. Estaba sangrando.
Recordaba la sangre, chorreante
y escarlata, como una alucinación desgastada por el paso del tiempo. Se asustó,
y con desespero enterró la mano en la arena sin pensarlo, apartando la vista,
hasta que lentamente recordó que la sangre siempre estaba acompañada por el
dolor; los estímulos de dolor estaban asociados a la sangre. ¿Dolía la mano?
No, no dolía. Muy despacio, la sacó de la arena y la examinó de nuevo, y con
sus ojos aún borrosos pudo ver que el líquido rojo casi había desaparecido. No
había herida; la sangre no era suya, la sangre estaba en el objeto que había
tocado.
¿Qué objeto era ese? Estaba
allí, ante ella: una larga vara de metal clavada en la arena. En algún rincón
de su mente, algo le dijo que aquello era una espada, y aquel pensamiento le
dio seguridad. Pero ¿por qué una espada? ¿Había llevado antes una espada?
¿Antes de qué? Solo el sonido que rasgaba el aire impidió que su mente entrase
de nuevo en una vorágine confusa. Aquel sonido era algo natural, algo que
llegaba desde muy cerca y estaba lleno de dolor.
Con suma dificultad, se apoyó
en sus brazos y trató de incorporarse. Descubrió que estaba justo al borde del
mar, medio enterrada en la arena y con el agua lamiéndole las piernas, como si
fuera un pedazo de madera que el océano hubiese arrojado a la costa. El pelo se
le enredaba sobre la cara y necesitaba apartarlo para poder ver bien. Se sentó
sobre la arena y examinó de nuevo sus manos. Aún dudaba que le perteneciesen
realmente, era como si fueran de otra persona. Movió los dedos con lentitud y
desconfianza para asegurarse de que eran realmente suyos. Y sí, sin lugar a
dudas lo eran, y eso le provocaba tanta alegría... Porque tenía manos, y eso le
parecía extraordinario. ¿Acaso no había tenido nunca manos? Sí, las había
tenido, algo se lo decía, pero hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Ni siquiera se
preocupó, solo sabía que ahora las tenía, que las había echado de menos pero
que volvían a ser suyas.
Examinó después sus brazos,
acariciándolos, sorprendiéndose del tacto de su piel, de la suavidad y la
blancura. Pasó los dedos por su largo cabello y se atascaron en la maraña, y al
sentir el ligero tirón, evocó un nuevo recuerdo lejano. Hacía mucho que no
sentía aquello. Sostuvo sus senos entre las manos, acarició su vientre, sus
caderas, y un escalofrío la recorrió de pies a cabeza cuando rozó con los dedos
el valle que formaba la unión entre sus piernas.
Poco a poco todo volvió a tener
sentido. Su cuerpo volvía a ser suyo, y eso la ponía tan contenta... Aunque
seguía sin saber por qué, cuál era la razón de que estuviese tan feliz. Al
momento, quiso incorporarse. Sabía que las piernas eran las encargadas de
sostenerla, pero eso sí que resultaba un recuerdo lejano, más lejano todavía.
¿Cómo levantarse? Apoyando las manos de nuevo en la arena, gateó con dificultad
unos cuantos pasos, pero inmediatamente quiso ponerse de pie. Quería usar las
piernas con un deseo casi desesperado, no sabía por qué, pero sentía que debía
ser así.
Al primer intento, se cayó otra
vez. Pensó en ayudarse con la espada, pero la visión de la sangre la había
incomodado tanto que hasta se había dado la vuelta para no verla, por lo que
decidió no recurrir a ella. Al segundo intento, con mucha lentitud y
tambaleándose al principio, consiguió finalmente ponerse en pie, guardando un
equilibrio que no era todo lo bueno que hubiera deseado, pero que le permitía
mantenerse más o menos firme. Su campo de visión cambió. Las cosas se veían de
otro modo así, y también más lejanas, con la línea del horizonte tan elevada y
a la vez tan distante... Sus ojos por fin estaban abriéndose y adaptándose
totalmente a aquella nueva y a la vez antigua realidad. Era como si ellos
también fuesen diferentes. Había tenido ojos, recordaba lo que era ver, pero...
¿veía de la misma manera que antes? ¿Antes de qué? ¿Qué era lo que...?
Y entonces, al darse la vuelta
y contemplar la playa por primera vez, se dio cuenta.
Sobre la arena, frente a ella,
estaban lo que parecían los restos de una respetable batalla. Había por lo
menos unos cincuenta cuerpos de humanos, todos vestidos con armaduras, que
yacían sin vida entre armas destrozadas y charcos de sangre. A sus pies, justo
a su lado, había un cuerpo decapitado cuya espada, clavada en la arena y teñida
de sangre, era el objeto en el que se había sostenido antes. Lo miró con un
gesto de fastidio. Los humanos no le gustaban, porque...
¿No le gustaban? ¿Por qué? Examinó
con la mirada el cuerpo caído y luego el suyo propio, comprobando que eran
bastante similares. Y sin embargo había algo que le decía que ella no era
humana y que, a pesar de todo, nunca lo había sido. Y aún más, que odiaba a los
humanos, las únicas criaturas capaces de provocar una masacre como la que
estaba viendo. De todos modos, en su mente había recuerdos de batallas, de
espadas... ¿Había provocado ella aquella batalla o había luchado allí? No, de
eso estaba segura; ella no tenía nada que ver con aquello, ella acababa de
despertar de otro lugar, de un lugar tan lejano...
En ese momento, el sonido que
rasgaba el aire aumentó de intensidad y la sacó de sus cavilaciones. Había sido
tan monótono que casi lo había olvidado, pero ahora resonaba con toda claridad:
era como un grito de angustia, como el aullido de dolor de un animal, y esta
vez venía de un lugar localizable que estaba cerca de ella. Sin pensar
demasiado, y sin saber muy bien por qué, dirigió sus pasos hacia ese lugar,
caminando con delicada y torpe lentitud.
Desde la posición en la que
estaba no habría sido necesario moverse para ver de dónde surgía aquel sonido,
pero sus ojos y sus sentidos necesitaban ajustarse de nuevo a los parámetros de
la mente, y por eso caminaba como sumida en un sueño en el cual los límites del
mundo no estaban totalmente definidos. Cada vez que quería centrar su atención
en algo debía emplear todos sus recursos, por lo que no fue consciente de quién
emitía los sonidos hasta que estuvo casi a su lado.
Era una criatura extraña, pero
a la vez conocida. Estaba sentada sobre sus patas traseras y mantenía las
delanteras estiradas, en una postura erguida que le daba una presencia
mayestática, casi sagrada, a pesar de estar llorando gruesas lágrimas que caían
por sus mejillas y se estrellaban contra la arena. En esa postura, la criatura
era alta, ella apenas le llegaba al cuello, y su cabeza, provista de enormes
orejas puntiagudas y cubierta de un pelo negro y marrón en tonos más claros que
conformaba una curiosa máscara, sobresalía poderosamente del resto del robusto
cuerpo. Tenía también una larga cola que balanceaba con movimientos rápidos y
calculados, y de tanto en cuanto emitía aquel sonido sostenido. Primero en un
tono más grave, para convertirse inmediatamente en agudo, profundo, largo y
lastimero; una suerte de aullido que rezumaba una infinita tristeza. Ella se
acercó caminando porque aquella criatura no solo le resultaba familiar, sino
que estaba segura de que era amistosa y podía fiarse de ella, aunque no sabía la
razón. Pero había algo extraño. Aquellas lágrimas. Esas criaturas no lloraban
nunca.
La criatura, concentrada en su
propio dolor, aún no se había dado cuenta de su presencia, así que hasta que la
muchacha no estuvo a pocos pasos de ella no sintió nada extraño en su entorno.
Sin embargo, sí se sobresaltó cuando la recién llegada a la vida extendió el
brazo y, señalándola, pronunció con dificultad su primera palabra:
—Gato.
—¿¡Qué!? —rugió la criatura con
fuerza, levantándose de un salto y arqueando el lomo, haciendo que su pelo se
erizase. En aquella postura parecía incluso más alta que antes, a pesar de
haberse puesto a cuatro patas.
La muchacha la miró con
extrañeza. El movimiento de la criatura había sido demasiado rápido para sus
ojos y necesitaba volver a enfocarla... Y ¿por qué estaba enfadado el gato? Los
gatos eran amables, eran...
Mientras las ideas seguidas de
los estímulos se agolpaban en su mente y los recuerdos se organizaban, el gato
tuvo tiempo de sobra para examinar a aquella muchacha desnuda que le había
hablado y que parecía muy confundida. Sin abandonar su postura defensiva, la
miró con la curiosidad que siempre sienten los gatos, preguntándose si
realmente estaría tan perdida como aparentaba. Estaba pensando en darse la
vuelta y marcharse sin más, cuando una nueva palabra pronunciada por aquella
extraña muchacha obligó al gato a tomar otra decisión.
—Lágrimas.
—Lágrimas —suspiró entonces el
gato, relajando el lomo pero sin abandonar la postura—. ¿Qué se supone que
tengo que añadir a eso?
—Gato.
—¿¡Sabes decir algo más!?
Y en ese momento, la confusa
mente de la muchacha, que funcionaba más con sensaciones que con pensamientos,
dio con la palabra exacta que expresaba lo que quería decir y a la vez
transmitir a la criatura que tenía ante ella.
—Amor.
—Vaya, estamos un poco
confusos, ¿verdad? —dijo entonces la gata, pues en realidad era una hembra,
abandonando la postura y sentándose de nuevo en la arena, mientras se limpiaba
las lágrimas con su pata y le sonreía—. No eres humana, eso ya lo veo. Me
habías asustado. Los humanos son los responsables de esto, por eso estoy
llorando. Ese gato es mi hijo.
Con un movimiento de cabeza,
señaló un cuerpo en la arena en el que la muchacha no se había fijado. De
tamaño más pequeño, comparado con su madre, y con un pelaje parecido, yacía
ensangrentado y muerto. La muchacha lo miró con tristeza.
—Hijo. Amor... lágrimas... gato
—murmuró.
—Nunca había visto nada como tú
—siguió la gata—. Parece que no sabes hablar, pero expresas muchos sentimientos
con lo poco que dices. ¿Conoces a los elfos?, ¿eres pariente suyo?
Mientras la gata la observaba
con curiosidad, olvidándose por un momento de su dolor, ella meditaba las
palabras con lentitud, como si tuviese que ir colocándolas en distintos huecos
para que adquiriesen un sentido completo y poder comprender el mensaje.
Expresar sentimientos era algo que encajaba, que tenía sentido, pero no lo de
los elfos. No sabía qué eran los elfos, y si lo había sabido alguna vez, no lo
recordaba con claridad, por lo que descartó esa última parte. No servía, había
algo para designar ese sentimiento de forma rápida y contundente, una sola
palabra:
—No.
—No a lo de los elfos, ¿verdad?
Aún no sé qué eres, y me parece que tú tampoco estás muy segura, pero
llegaremos a averiguarlo. Me llamo Philian, ¿cómo te llamas tú?
Aquellas palabras causaron un
efecto inmediato en la muchacha, que abrió mucho los ojos y puso cara de
extrañeza. Había algo allí que no encajaba, que faltaba en el esquema y que de
algún modo era una pieza importante; una pieza que daría sentido a todas las
demás. En algún rincón de su mente se dio cuenta de que eso era lo que
necesitaba para comprenderlo todo. Sabiendo eso, todo tendría sentido.
No, no sabía cuál era esa
pieza, pero sí conocía su importancia.
—Nombre.
—Sí, eso es. No sabes tu
nombre, ¿verdad? Bueno, qué más da, a fin de cuentas...
—Nombre —insistió ella,
interrumpiéndola con gesto de urgencia—. Importante.
—Así que a fin de cuentas es
importante. Bueno, no pasa nada, ya te pondremos uno.
—No —contestó de nuevo, con
brusca rotundidad—. Mi nombre.
—Quiero decir que hasta que
sepamos tu nombre te pondremos otro para poder llamarte de algún modo...
—¡No! —repitió con más fuerza.
—De acuerdo, señorita
misteriosa, no te pondremos ningún nombre. —La gata se rascó detrás de una
oreja con la ayuda de su pata trasera, y cuando acabó miró al cielo con gesto
serio—. El sol empieza a estar alto, será mejor que nos vayamos hacia el
bosque, los humanos pueden volver.
—Humanos... no... amor.
—No demasiado, desde luego.
La muchacha se arrodilló junto
al pequeño gato muerto y le cerró con la mano uno de sus ojos, que aún
permanecía abierto. Acarició con delicadeza las vibrisas, mientras Philian se
agachaba, cortaba una de ellas con sus dientes y la colocaba entre sus propios
bigotes. Se unió a una de las suyas de forma misteriosa, hasta quedar fija y
formar parte de las demás, aunque aquel nuevo pelo, completamente blanco,
destacaba poderosamente sobre el resto, de color más oscuro.
La muchacha seguía acariciando
el cuerpo muerto, hasta que, de improviso, se levantó de un salto y corrió
hacia el mar para sumergirse. Se había manchado las manos de sangre. Philian la
observó con gesto curioso, y más aún al ver que mientras salía del agua varias
estrellas de mar se le iban pegando a la piel, enganchándose unas a otras. La
joven caminó despacio, como si ya lo esperase, dejando que las estrellas se
agrupasen y cubriesen su cuerpo colocándose unas sobre otras hasta formar una
especie de vestido. La gata se limitó a sonreír. Su instinto, que se perdía en
la noche de los tiempos, le decía que con aquella criatura las sorpresas no
habían hecho más que empezar.
—Vaya, es bonito, aunque no
creo que puedan resistir mucho lejos del agua.
Pero la muchacha, casi sin
oírla, había empezado a caminar por entre los restos de la batalla en una
dirección determinada. Sus impulsos continuaban siendo confusos. Por una parte,
estaba siendo guiada de algún modo por las estrellas de mar, que la empujaban
hacia un lugar tal y como antes le habían dicho de alguna forma que no se
preocupase; y por otro, una gran fuente de energía brillaba con tal resplandor
en su mente que no dudaba en dirigirse hacia ella con determinación. La gata la
siguió con la vista hasta que decidió ir tras ella para evitar que se lastimase
o se perdiese, aunque parecía que sabía muy bien adónde se dirigía.
Caminó entre restos humanos y
de otros seres, todos iguales pero que no supo identificar, en la dirección en
la que sus tambaleantes piernas la llevaban, mientras Philian la seguía de cerca
sin importunarla. La gata cada vez tenía más claro que, aunque aquel ser
parecía confundido y no sabía aún manejarse del todo, guardaba todo un mundo
dentro de su cabeza por el que se movía con bastante precisión, lo cual quedó
demostrado cuando se agachó frente a una criatura muerta, parecida a las otras
pero al mismo tiempo muy distinta, cuyas crines llenas de pegajosa sangre
yacían enmarañadas junto a su cuerpo muerto.
—Unicornio —dijo.
—Sí, así es. Por eso empezó
esta batalla, pero no fue por su culpa.
El animal, parecido a los
caballos diseminados a su alrededor pero con un pelaje azulado, tenía un
aspecto horrible. Estaba tendido en la arena, con las crines chamuscadas y
varios trozos de piel arrancados. La muchacha le cerró los ojos con la mano y después
le acarició el morro con ternura. No lloró, pero dijo:
—Lágrimas.
—Así es —asintió la gata,
comprendiendo—. Lágrimas.
Con la punta de los dedos,
acarició el ensortijado cuerno, tan largo como su propio antebrazo y al mismo
tiempo fino y delicado, aparentando una fragilidad que no era tal. Sin saber
cómo ni por qué, la muchacha lo cogió por la base y, al momento, el cuerno
pareció desprenderse del cuerpo del unicornio muerto sin ninguna dificultad.
Ella sintió chisporrotear una corriente de energía a través de su piel. Estaba
claro que aquello era algo poderoso, algo que le hizo recordar una sensación
que la confundió, algo tan grande que se le escapaba de las manos y que sin
embargo se podía resumir en una única palabra:
—Magia.
—Eso es. Es lo que buscaban
quienes lo capturaron. Anda, vamos hacia las montañas, es tiempo de dejar atrás
este lugar. No me extrañaría que viniesen más humanos.
Con un hábil movimiento, y
antes de que la muchacha pudiera darse cuenta de lo que sucedía, la gata la
subió sobre su lomo con toda delicadeza y empezó a caminar hacia el límite de
la arena. Cuando su visión volvió a aclararse y a ajustarse al entorno, la
muchacha pudo ver que la playa en forma de media luna rodeaba una pequeña bahía
y terminaba en una pared escalonada por la que se diseminaban distintos grupos
de árboles y arbustos. Tal vez ella no hubiese podido franquear aquel obstáculo
con tanta facilidad, pero a la gata no le resultó complicado. Pronto llegaron a
una zona más llana, tan alta en la pared rocosa que desde allí podía verse toda
la extensión de arena amarilla sobre la que estaban esparcidos los cuerpos sin
vida. La muchacha comprendió entonces que Philian la estaba ayudando. Sin la
gata, ella nunca habría salido de allí por aquel camino, que sin duda era el
más seguro.
—Philian...
—¡Vaya!, sabes decir mi nombre.
¿Qué?
Quiso decirle algo, pero se dio
cuenta de que era mucho más sencillo hacérselo entender de otro modo, así que
le dedicó una gran sonrisa y la acarició entre las orejas. La gata, por su parte,
le devolvió la sonrisa y emitió un ligero ronroneo que primero sorprendió a la
muchacha, pero que al poco rato logró imitar con su boca de un modo bastante
convincente.
—¿Sabes ronronear? Tú eres una
caja de sorpresas —dijo la gata—. De nada, tranquila. ¡Espera! Alguien viene,
por allí, y es un grupo numeroso.
La playa quedaba ya bastante
debajo de donde ellas estaban, y los árboles impedían que cualquiera que
pudiese aparecer las viese desde la arena, por lo que se quedaron quietas y
expectantes hasta que, al cabo de poco tiempo, aparecieron por el lado sur de
la bahía varios jinetes que tenían todo el aspecto de ser humanos montados
sobre caballos, aunque era bastante difícil saberlo debido a las armaduras que
cubrían tanto los cuerpos de los jinetes como las monturas: unas armaduras de
color negro brillante que tenían el aspecto de ser pesadas e incómodas. A la
cabeza del grupo iba una figura más destacada con un estandarte negro en la
mano. Fue el primero en desmontar y empezar a dar órdenes enérgicas a los
demás, que se pusieron de inmediato a rebuscar entre los restos. La muchacha
miró a Philian con gesto de extrañeza.
—No, tú no puedes oírles, pero
yo sí. Están buscando algo, y me parece que no van a encontrarlo. Los humanos
son tan idiotas que no podrían distinguir a un unicornio de un caballo si no
fuese por el cuerno.
La muchacha comprendió el
significado de aquellas palabras, pero de nuevo había un punto oscuro, y es que
no podía oír a aquellos humanos que, sin embargo, no estaban tan lejos. ¿O sí
lo estaban? Parecía que sí, pero alguna de las piezas de su mente le indicaba
que era extraño no poder escucharlos, tal vez antes podía. ¿Antes de qué?
Volvió a mirar sus manos y, de nuevo y sin saber muy bien por qué, se alegró de
que estuviesen allí.
La voz de Philian interrumpió
sus pensamientos, forzándola otra vez a centrar la atención en lo que decía. En
ese momento solo captó una pequeña parte de lo que estaba diciendo, pero le
bastó para comprender lo que ocurría.
—...el poder es lo único que
los preocupa, aunque a veces peleen entre ellos para defender a otras criaturas
como ese unicornio. Quieren encontrarlo para quedarse con su poder...
La muchacha volvió a contemplar
el cuerno y fue de nuevo consciente de su presencia: brillaba con un resplandor
delicado y su tacto era suave y hermoso. Las estrellas de mar que le cubrían el
pecho acercaron los brazos hacia él con lentitud, y ella comprendió entonces
que aquello era también lo que ellas buscaban para sobrevivir. De alguna
manera, el cuerno era lo que necesitaban. Lo puso sobre aquellas extremidades
ondulantes, que lo absorbieron y lo hicieron desaparecer, y entonces ella lo
sintió contra su piel, bien sujeto debajo de su vestido viviente. La mano con
la que lo había sujetado hasta ese momento brillaba con ligeras chispas
azuladas.
—Poder.
—Exacto, poder —afirmó la gata,
pensando que le hablaba a ella—. Los humanos solo quieren poder, aunque tengan
que robarlo para conseguirlo. Bestias despreciables... Mira, ahora están
enfadados porque no lo encuentran. Su capitán les está gritando con una furia
de mil demonios.
En efecto, desde la altura de
aquel risco, los humanos parecían hormigas frenéticas moviéndose por entre los
restos, y se les veía enfadados. Estuvieron rebuscando durante un buen rato,
hasta que al final, desencantados, montaron de nuevo en los caballos y se
alejaron por donde habían llegado. Philian negó con la cabeza, con gesto
preocupado.
—No lo comprendo. Han dicho que
cazarían a otro, y los humanos nunca se habían atrevido a tanto. No nos
quedemos aquí, vamos a las montañas. ¡Ay!
La muchacha le estaba tirando
de una oreja y señalaba con insistencia un punto en la lejanía del mar, un
punto que apenas era visible para la gata, por lo que esta se sorprendió más de
que ella pudiese verlo que de lo que veía.
—Ya veo, una barca. Y muy
pequeña. No creo que llegue muy lejos, y eso que se dirige mar adentro. ¿Cómo
has podido verla? Está muy lejos para tus ojos.
En realidad no habían sido sus
ojos los que la habían visto, era la energía que la barca desprendía más allá
del horizonte lo que la muchacha había percibido. Pero no sabía cómo
explicárselo a Philian, así que, por toda respuesta, se encogió de hombros con
una sonrisa. Después de devolvérsela, la gata comenzó a caminar lentamente
hacia la cima, en dirección a las montañas.
Házael González.
Continúa en: Historias de la Tierra Incontable. Círculo
Primero. El despertar.
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