Acto I. El trono de las águilas
Y desterrado Adán, colocó Dios ante las puertas del Paraíso un ángel con espada de fuego, el cual andaba alrededor para guardar el camino que conducía al Árbol de la Vida.
Génesis 3, 24.
Escena única (Uriel)
El gemido de las ruedas de aquella Harley-Davidson resonó en la estrecha y maloliente callejuela, acompañando a la oscura suela de mi bota, acariciando ambas al compás la sucia epidermis del ébano urbano. El potente motor cesó de rugir despidiendo argentados destellos y, pasándola lentamente sobre el asiento, mi pierna diestra se reunió con su contraria. Me quité el casco, me ceñí las gafas de vidrio ahumado y me encaminé hacia el objetivo. Era más allá de la esquina donde las sombras de la ignorada vía fornicaban con los neones de la gran avenida, fundiéndose en una incestuosa orgía de eróticos contrastes. Un aullido ancestral emanaba de las grietas de los muros y fluía entre las aristas de los rincones. Estaba en el aire... Esa noche, mientras los ángeles lloraban, las calles susurraron mi nombre.
El fétido afluente desembocaba en el bullicioso y cosmopolita distrito de Áureus, el centro financiero de Neo-Babylon, la arteria principal de la ciudad, jalonada por titánicas babeles de hormigón cuyos pulidos cristales devolvían el eco mortecino de las luces de los escaparates. Pero a estas horas de la madrugada nada se vislumbraba del delirante ajetreo vespertino ni de su impetuoso caudal de vida. Solo el centelleo de los faros de un lejano taxi se atrevió a quebrantar la omnipresente soledad de la escena... Por todo lo demás, el hosco corazón de la urbe permanecía sumido en su letargo cotidiano.
Mientras me dirigía hacia la impresionante mole de 500 000 toneladas que coronaba el final de la rambla, el colosal rascacielos Warmann, con mucha diferencia el más formidable de Neo-Babylon —cuyo séquito de edificios colindantes semejaba dos filas de centinelas colocados a su lado solo para realzar más si cabe su imponente majestad—, acudieron a mi mente las imágenes de la semana anterior.
Mis servicios fueron solicitados por un cincuentón de mediana estatura, más bien enjuto de cuerpo y rostro pálido y ojeroso que se hacía llamar Sebastian, aunque en mi profesión el nombre de los clientes resulta del todo irrelevante y la mayoría de ellos adopta una identidad falsa o un seudónimo para comunicarse conmigo. Yo lo emplacé para que acudiese al punto de encuentro habitual, mudable según las circunstancias.
Esta vez me decanté por el encanto de lo antiguo: la capilla de una vieja ermita abandonada y semiderruida de las afueras, lugar de reunión ocasional de aquellos que rinden culto a la siempre anhelada diosa de los sueños, la blanca valquiria intravenosa que transporta el alma de los guerreros caídos en combate al Valhalla onírico, al Nirvana redentor. Allí, abrazados al maternal seno de su divina anfitriona, olvidarán por un corto espacio de tiempo la dura lucha contra un mundo que no les pertenece, que no les satisface, contra una realidad implacable que aniquila toda ilusión, permitiéndose una breve tregua en su derrota diaria, quizás incubando en su pecho la secreta esperanza de que el próximo armisticio sea por fin el definitivo. Sí, a pesar de los siglos transcurridos, aquellas maltrechas paredes, cubiertas de cicatrices, seguían cumpliendo fielmente la función para la que fueron engendradas, y una misma fe las sustentaba.
Me hallaba sentado sobre el altar, de espaldas al crucifijo, con los miembros cruzados y la mirada clavada en el suelo, observando fijamente los bermejos restos del último espectáculo —tenuemente iluminados por un exiguo foco de luz de luna que se colaba, irreverente, por una de las brechas de la techumbre—, cuando escuché el latido de unos pasos que pugnaban con el manto de hierba y barro que alfombraba la parte externa del pequeño recinto. La jornada anterior había llovido y la tierra todavía estaba húmeda. El sonido de las pisadas fue ganando consistencia progresivamente, hasta que unos pies enfundados en pieles se posaron vacilantes sobre el atrio inmediato al extinto portón, y un individuo vestido con un selecto traje, que sostenía entre las temblorosas yemas de sus dedos un maletín que no cesaba de manosear nerviosamente, pronunció con tono hueco y apagado unas palabras que azotaron los consagrados muros del centenario templete.
—¿Existe vida después de la muerte?
—¿Acaso puede haber muerte después de la vida? —contesté.
Era la contraseña que había elegido para la ocasión. El hombre rebajó la mirada hacia sus extremidades inferiores, restregó con una mueca de repugnancia la suela de sus caros zapatos sobre el umbral y avanzó titubeante unos metros sin levantar la vista ni por asomo, hasta que quedó a un par de estocadas de mí.
—¿Cómo me ha localizado? —le interrogué con ceño.
—Su fama lo precede, señor Cerberus —dijo con forzada cortesía.
—¡Ahórrese sus lisonjas! —respondí ásperamente—. Es evidente que a usted todo esto le viene demasiado grande, que no es de su agrado ni se siente cómodo con lo que va a hacer... Y a mí no me gustan los clientes que no tienen las cosas claras... ¿Me comprende?
El cuerpo del hombre se estremeció por un instante y se le nublaron los ojos, pero rápidamente recobró la compostura y, apretando fuertemente el maletín contra su vientre, sin atreverse todavía a mirarme, replicó:
—Señor Cerberus, debe usted saber que no soy yo el que le encomienda esta tarea. De hecho, no soy más que un simple mensajero de los deseos de mi amo, su cliente, que merced a sus poderosas influencias ha logrado hacerse con su número.
—Contratar a un tercero como intermediario, una práctica muy común... ¿Conoce su patrono a cuánto ascienden mis honorarios? —insistí, altivo.
—Sí, señor —recitó monótono el otro, en tono conciliador—. Le pagaré ahora mismo la mitad, tal y como acordamos. Los otros tres mil se los entregará mi amo personalmente, al concluir su trabajo, en el sitio y la hora convenidos.
—Eso está mucho mejor... Por cierto, ¿sabe su jefe qué le ocurrirá si incumple su parte del trato?
Mi interlocutor se permitió una leve sonrisa no exenta de cierto grado de amargura. Levantó por primera vez su frente y miró directamente al brillo de mis lentes con unos ojos inundados de tristeza y pesadumbre. Tras ello, con toda la entereza que supo sonsacar de su alma, respondió:
—Le puedo garantizar que es plenamente consciente de ello.
—Pues basta de cháchara —dije grave, incorporándome de un salto y acercándome a él. Introdujo la clave y abrió el maletín, repleto de billetes.
—Puede contarlo si quiere —invitó en voz queda.
Negué dos veces con la cabeza.
—No lo considero necesario.
—El código es 06191-91567.
—Está bien... —Cerré el maletín, inserté la combinación, comprobé que debajo de los fajos no hubiese ningún artefacto explosivo y volví a cerrarlo con suavidad calculada—. Todo en orden... Ahora es cuando debería usted precisar los detalles de mi cometido.
—¡Oh, sí! Por supuesto... Disculpe mi torpeza —contestó con acento taciturno—. Pero... —titubeó unos instantes—. No sé si me atrevo a sugerirle que me haga una pequeña concesión.
—Hable sin tapujos.
—Verá... —dijo, receloso—. Me preguntaba si usted me haría el favor de dejarme solo unos minutos.
—De acuerdo... —convine, un tanto curioso—. Pero lo que tenga que hacer, hágalo rápido.
—No le causaré una gran demora... Se lo agradezco...
—No hay de qué —resumí, glacial—. Espero fuera sus instrucciones.
Con el dinero en mi poder, me encaminé hacia el exterior flanqueando al intermediario y, justo cuando pisaba el umbral, este me interrogó sin llegar a girarse:
—¿Alguna vez ha dudado en el desempeño de su deber?
Me detuve y, también de espaldas, le respondí con firmeza:
—Si he de serle sincero, el beneficio de la duda es algo que no puedo permitirme. En un trabajo como el mío, toda emoción o lazo afectivo son un obstáculo, un estorbo inútil. Pero apresúrese. Detesto que me hagan perder el tiempo.
—Lo sé —contestó y, postrando sus rodillas sobre las deterioradas baldosas, se abrazó al altar y comenzó a sollozar en silencio.
—Debilidad humana —musité entre dientes con desprecio, antes de salir al porticado.
Absorto en dichas cavilaciones, me hallé al fin frente a frente con la enorme escalinata que daba acceso a la entrada principal de la torre Warmann, una sede de hoteles y oficinas cuyas entrañas se transformaban cada mañana en un gigantesco hormiguero en el que se agitaban, frenéticas y alteradas, miles de personas, razón por la cual también se le apodaba La Colmena. En su planta más elevada, a 818 metros del suelo, se ubicaba el suntuoso despacho de la abeja reina que daba nombre al edificio, el magnate financiero Fénix Warmann, que había hecho fortuna con sus explotaciones petrolíferas, el hombre más rico de Neo-Babylon y uno de los más acaudalados del planeta.
Ascendí poco a poco, mientras contemplaba la descomunal estatua de bronce que representaba al titán Atlas sosteniendo sobre sus hombros la bóveda celeste, símbolo de su imperio.
Al llegar frente a la puerta, las cámaras de seguridad laterales que la custodiaban se apagaron, y la doble hoja de cristal blindado se abrió ante mi presencia. En el interior del marmóreo y opulento vestíbulo no vi tampoco a ningún vigilante nocturno, a los cuales se les había dado oportunamente el día libre, y huelga decir que los detectores de metal tampoco funcionaron. Esta vez no tendría que esforzarme demasiado, y todo ello era indicio de que mi cliente estaba cumpliendo a rajatabla lo acordado, facilitándome mi labor hasta el punto en que empecé a sospechar que todo aquello era una maniobra expresamente diseñada para eliminarme, pues muchos había que deseaban verme muerto. Otros, en mi situación, hubiesen eludido riesgos innecesarios, optando por subir por su propio pie los 162 pisos que los separaban de la cúspide, ya que el único elevador que conducía hasta la cima, de uso exclusivo para el señor Warmann y unos pocos privilegiados, era una manzana demasiado tentadora como para no preparar con ella una compota mortal. A mí, en cambio, eso no me importaba. Así que introduje la llave que Sebastian me había proporcionado y entré sin más en la cabina del ascensor.
Mientras ascendía alimenté a Gevodán, mi pistola, insertándole un cargador. Le puse el silenciador y verifiqué que mi espada de metal negro, Alma de Lobo, se deslizase con fluidez en su vaina. La inmensa luna llena refulgía ostentosa, envuelta entre cárdenas sedas de sensual transparencia. Las luces de la gran ciudad competían con las estrellas del firmamento. Las había de todos los colores. Así, Neo-Babylon parecía un fascinante árbol navideño.
Me pregunté quién me había hecho tal encargo y, sobre todo, por qué. Envidia, ambición, soberbia, egoísmo, codicia, odio, venganza, despecho... Cuesta tanto complacer a los sombríos demonios que anidan en los recónditos parajes de la mente y el alma humanas. Y por legiones se cuentan sus insaciables demandas; nunca satisfechas plenamente. Yo, por mi parte, me hallaba al margen de todo ello, más allá del bien y del mal, de todo conflicto moral, libre de cualquier dilema ético, sin ataduras impuestas por la mala conciencia o el sentimiento de culpa. Las motivaciones de mis clientes me resultaban del todo ajenas e indiferentes. No eran de mi incumbencia, y no me correspondía juzgarlas.
Arribé por fin a puerto, sonó un timbre y las láminas del ascensor se abrieron de par en par. Ante mi vista se presentó una amplia escalera de excepcional factura, que daba acceso a un estrecho corredor horizontal con barandilla en cuya zona central se erigía la puerta del despacho, escoltada por dos copias a tamaño reducido del David de Miguel Ángel y de la Venus de Milo, situadas en cada extremo del angosto pasillo. Se trataba de una magnífica escalinata realizada en madera noble que ocupaba gran parte del zaguán, y cuyos pasamanos, bellamente recubiertos con incrustaciones doradas, se hallaban rematados en su parte inferior por dos «Victorias» con las alas desplegadas que sostenían en alto, entre las palmas de sus manos, sendas coronas de laurel; y en la superior por un par de gráciles «Mercurios», que parecían querer desafiar a la gravedad con su danza. La vestía un exquisito tapiz de terciopelo carmesí decorado con áureas estampaciones, que llegaba hasta su base, donde un extraordinario mosaico de un águila que sostenía entre sus garras una cornucopia, o cuerno de la abundancia, se derramaba cual cascada impetuosa, conquistando la parte baja del salón. El resto de la estancia se repartía del siguiente modo: en la esquina de mi izquierda, el troyano Laoconte, acompañado de sus hijos, se retorcía desesperadamente para tratar de escapar de la serpiente Pitón que los atenazaba inmisericorde; a mi derecha, el emperador Carlos domeñaba tenazmente al furor. Las paredes de los laterales estaban decoradas con cuadros clásicos de temática histórica, mitológica, y costumbrista. Reconocí varios. La primavera y El nacimiento de Venus, de Botticelli; La rendición de Breda, de Velázquez; El rey de la fiesta, de Jordaens, La escuela de Atenas, de Rafael, El rapto de las sabinas, de David; La muerte de Sardanápalo, de Delacroix, por citar algunos de los más destacados. Debajo de dichas obras había repartidas una serie de cómodas poltronas destinadas al deleite y el pasmo de los futuros inversores, que esperaban ansiosos su turno en aquel espléndido vestíbulo antes de cerrar multimillonarios tratados comerciales. Todavía tuve tiempo, mientras trepaba por la añeja escalera que gruñía ante mi peso, de echar un vistazo a la cúpula de la sala, donde un sublime fresco con decenas de personajes parecía estallar en un apoteósico orgasmo de colorido. Sin duda, el señor Warmann tenía un gusto excelente y apreciaba las verdaderas obras de arte, y no las párvulas mamarrachadas, y no toda esa basura repelente y chabacana que se exhibe en los museos contemporáneos, veraz testigo de la decadencia humana, del triunfo de la estética sobre la profundidad y la técnica.
Finalmente, llegué frente a la entrada del gabinete, reproducción exacta de la Puerta del Paraíso de Ghiberti, dividida en diez cuarteles con relieves que representaban escenas del Nuevo Testamento. Tras ella se percibía una melancólica melodía de jazz. El pomo no obedeció a mis designios, así que abrí fuego contra la cerradura, que cedió al primer impacto. Empujé la puerta de una patada y apunté hacia el interior del despacho, mate espacio iluminado por una luz difusa. Una rápida ojeada me sirvió para cerciorarme de que allí no había nadie excepto un individuo situado de espaldas a mí, sentado en una confortable butaca acolchada ubicada al otro lado de una ancha mesa de caoba.
—Adelante. Pase, por favor. Le aguardaba con impaciencia —pronunció con voz grave.
—¿Me esperaba? —inquirí con incredulidad—. ¿Es usted el señor Warmann?
—Yo soy —contestó el otro con firmeza.
—¿Y es consciente de por qué estoy aquí?
—¡Ju! —me espetó con aires de suficiencia—. Por supuesto que lo sé... —afirmó mientras giraba su trono y se ponía frente a mí, posando los codos sobre la mesa y el mentón sobre sus dedos entrelazados. Acto seguido alzó la vista y, mirando directamente al espejo de mis gafas con unos ojos saturados de tedio y aflicción, no carentes de cierta dosis de ironía, agregó—: Yo mismo lo he contratado.
Continúa en El ocaso de los ángeles, de Vael Zanón
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