
En 1817
Samuel
Taylor Coleridge, un poeta inglés,
acuñó a la frase “
suspensión de la
incredulidad” (en inglés: willing
suspension of disbelief) para referirse a la voluntad de una persona (un lector
o un espectador) para dejar de lado (“suspender”) el sentido agudo y crítico,
ignorando incoherencias de la obra en la que se encuentra inmerso, para poder
disfrutar plenamente del universo de ficción que creó el autor.
Si no tuviéramos la voluntad de dejar “pasar
ciertas cosas”, sería imposible para nosotros disfrutar del cine, la
literatura, la televisión o los videojuegos. Si no nos dejáramos convencer,
aunque sea mientras leemos, de que la magia de Hogwarts es posible, nunca
podríamos entretenernos verdaderamente con la obra de J.K. Rowling, por ejemplo.
El escritor tiene que esforzarse por
hacer realista lo irreal, lo imposible. Así lo hizo Miguel de Cervantes, quien narró una obra realista que parodia a
las clásicas historias de caballeros, dragones y damiselas en peligro.
La suspensión de la incredulidad también es un
componente esencial del teatro. Al
leer
una historia de William Shakespeare debemos aceptar las limitaciones
en la historia, sacrificando realismo y, en ocasiones, credibilidad y lógica, en pos de la diversión.
En la vida real, esto es elemental para poder disfrutar el
show de un mago. Por supuesto que sabemos que el tipo no está cortando a la
mujer en dos, pero elegimos
sorprendernos, elegimos creerlo por
un momento. Nos dejamos seducir por la remota posibilidad de que sea cierto.
Aristóteles
planteó este concepto de verosimilitud (
junto
a muchos otros sobre la literatura) en su fascinante
Poética, aunque no le dio
un nombre preciso. Ahí postula que para convencer a alguien (a lectores y
espectadores, por ejemplo) es preferible una mentira creíble que una verdad
increíble.
Ciertamente, se trata de un ingrediente esencial en
cualquier tipo de narrativa. En el cine, los espectadores tienen que ignorar la
realidad de que están viendo una pantalla de dos dimensiones. Aceptan,
temporalmente, que los Avengers están deteniendo a una invasión extraterrestre
para poder disfrutar la historia. Algo similar sucede con las películas de
acción, donde los héroes le pegan a todo mientras corren y nunca se quedan sin
municiones, y con todos los efectos especiales y piruetas.
Personalmente, muchas veces mido una película -especialmente aquellas que buscan el escapismo- en “cuánto me
permitió abstraerme del mundo real”. Generalmente, este indicador es
directamente proporcional con la medida en la que disfruto el cine.
Me pasó
este año con Mad Max: Fury Road, un
delirio absoluto que, aunque imposible, te hace perderte completamente en la
historia.
Un ejemplo contemporáneo sobre la suspensión de la
incredulidad es la aceptación masiva que tiene el hecho de que Superman pueda ocultar su identidad
simplemente con un par de anteojos. Por supuesto que es ridículo.
En algunas
adaptaciones –por ejemplo, en la película de 1978– se jugó con el hecho de que Clark Kent actúa lo suficientemente diferente a Superman (en formas
de hablar, de mirar, de dirigirse, de caminar, de vestirse) para que la
semejanza “no se note”.

Podemos aceptar que una esponja
viva en el fondo del mar, hable inglés, use ropa y vaya a trabajar, pero
no
que
Dr. Hank Pym (en la película
Ant-Man) pueda tener un tanque
miniatura en su bolsillo. Si la partícula Pym que inventó lo que hace es
reducir la distancia entre átomos para encoger un objeto, manteniendo la misma
masa, ¡el mini-tanque debería pesar 60 tn!
Mentime que me gusta. Se le puede pedir a la audiencia
que crea lo imposible, pero no lo improbable. Demasiadas coincidencias perjudican. Podemos aceptar que un Gran Mago
puede teletransportarse alrededor del mundo, pero no que el Hacker
descubrió la clave en el primer intento.
El nivel de “suspensión de incredulidad” que
tenemos es un indicador de cuánto podemos disfrutar una obra creada para el
entretenimiento. Si somos cerrados, críticos e hilamos demasiado fino,
seguramente nos vamos a perder de recrearnos con historias fascinantes (aunque,
a lo mejor, agarradas de los pelos).
Un niño tiene este nivel en su punto máximo. Cree
todo lo que digan, cree todo lo que ve. Para él no existe el sarcasmo, no lo
llega a percibir. A medida que crecemos, la vida nos va golpeando con batacazos de realidad, nos ahoga con razonamientos, críticas, ciencia y lógica. Y debido
a ello, dejamos de creer en la magia.
Comenzamos a ver los cables que levantan la máquina, la postproducción que tuvo
la película, los agujeros de guión que presenta la historia. Una lástima.
La cuestión es que un buen autor sabe que no es
necesario ser realista al escribir: sólo creíble e internamente consistente (eso sí es clave). Un empresario de
la creatividad debe lograr que su audiencia suspenda voluntariamente la
incredulidad a medida que leen, escuchan o miran. El escritor provee una buena
historia y, como recompensa, recibe la aceptación de la realidad como él la
presenta.
Cuando el autor empuja a la audiencia más allá de
lo que está dispuesta a aceptar (léase: la serie Lost o el final de How I Met
Your Mother como ejemplos personales) el producto falla como obra de
ficción.
Pero usualmente el realismo puro genera historias
soporíferas, imposibles y aburridas. Está bien tomarse unos recreos de la
realidad y crear historias que sean internamente consistentes pero que tengan
sus licencias artísticas, coloquen
algunas coincidencias sorprendentes, rompan la cuarta pared o incorporen
elementos ajenos a nuestra propia realidad.
Siempre, por supuesto, con mesura.
«If
you're looking at the wires you're ignoring the story.
If
you go to a puppet show you can see the wires.
But
it's about the puppets, it's not about the string.»
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