Nadie quiere ser quien es.
Nadie puede ser quien no es.
Nadie es quien dice ser.
Nadie es como todos creen que es.
Nadie cree poder ser quien diga:
Todos, nadie, nada, yo.
Hay noches en las que mi habitación se llena de duendes. Entre el sueño y la melancolía los miro mientras nacen de los rincones, arrastrados, chatos y oscuros como sombras. Mientras más fijo la vista ellos cobran cuerpo. Algunos van vestidos igual a como me vestía en años anteriores, como cuando era niño, otros con trajes que nunca he visto, parecían disfrazarse como burla. Me hacen señas absurdas con risas asquerosas y agudas, o lloran un llanto amargo y contagioso, ellos no son como yo.
Usan los latidos de mi corazón como los ritmos de un bombo mientras cantan. Mueven mi cama como si fuese un bote en un río torrentoso y turbio, en él soy llevado hacia escenarios de mi recuerdo, paredes de ladrillo, té con leche, la radio en el rincón.
Luego de un rato me sumergen hacia el abismo donde ellos duermen. He caído varias veces ahí y he sido uno de ellos cada vez que mi cuerpo se revuelca en la cama.
Me río o sollozo, según la noche, porque se que aquél soy yo, pero no me reconozco, y cuando escapo del abismo sin ellos entonces sueño.
De pie contra la sombra del rincón. Intentaba leer en las viejas manchas de humedad nuevas figuras, se sentía un niño ignorante, ladeaba la cabeza, resoplaba.
Había olvidado sus sueños de bombero, veterinario o astronauta, solo las manchas de humedad de toda la vida y su mente.
Al final el sol da a sus espaldas, hace que su sombra sea aún más grande y el enigma quede disuelto poco más tarde en una sola oscuridad.
Mañana amanecerá otra vez.
He trabajado como entomólogo forense hasta mi jubilación, lo sabes bien. He visto gente aún viva hospedar fauna cadavérica. El descuido, la muerte y el olvido incuban podredumbre, y la podredumbre insectos. Cada occiso es un ecosistema. Siempre me he mostrado agradecido con larvas y, gracias a sus mensajes del más allá, recorrí toda mi carrera comunicándome con los muertos. Luego nace la mosca gris y más tarde da paso a la cobriza, como las que ahora beben de mis labios la verdad que mi cuerpo grita, para que esta noche susurre ante tus ojos que no hay olvido, y que volveré por ti.
“Ciudadanía”
Albert cruzó el arroyo Maldonado hacia la ciudad de La Plata o lo que quedaba de ella. Aún quedaba escalar los escombros de la loma que se interponía entre él y la libertad. Giró hacia atrás un segundo, al chaperío de los ranchos y ruinas desde la orilla hasta el horizonte, las columnas de humo, el olor a carne y pelos quemados, los gritos de animales y niños.
“Adiós”, se dijo sin suspirar.
“Adiós”, repitió. Intentó justificar el sacrificio que podría representar su aventura. Habían pasado doce años desde que se hizo evidente la invasión, primero una sombra de medidas gigantescas y de forma humanoide eclipsó de manera parcial al Sol. Giraba lenta en la estratósfera en un baile que hizo llover satélites, con todo lo que eso representaba. En los pasquines la llamaban La Dama, aunque por los suburbios se la conocía como La Señora.
Los invasores trajeron tecnología que hacía crecer vegetación donde no la había, que curaba enfermedades terminales y que simplificaba trámites y desacuerdos. Detectaban ese ADN único desde sus receptores e influían en el campo electromagnético de cada humano en particular. Pero para Ciudadanos y Basuras ellos eran una voz en la radio, un identikit difuso, accedían a reportajes breves y guionados. Dividieron a la Humanidad en Ciudadanos útiles y Basura inútil. Sin rodeos identificaron las ocupaciones de descarte.
“¿Quiénes sobran en esta sociedad?”, preguntaba el periodista, la gente respondía vía telefónica.
Administrativos, políticos y banqueros fueron desterrados de las ciudades y con ellos todo aquél que quisiera acompañarlos. Siguieron los servidores públicos y los albañiles, ya que la robotización de sus puestos los hacía prescindibles. No era una expulsión, lo llamaban “El Éxodo”, darle el lugar que corresponde a cada Ciudadano y Albert formó parte de la tercera ola, y no la última, del Éxodo, la de los comerciantes. “Hubieras estudiado”, le dijo un amigo y le hizo entender que la Humanidad se había extinguido.
“¿Quiénes sobran en esta sociedad?”, preguntaba el periodista, y un día la gente respondió: “Los periodistas”. Fue terrible lo que les ocurrió luego a esos hombres y mujeres.
Así se conformaron ciudades y basureros con límites claros, si una basura quería entrar a la ciudad era señalado y castigado, si un ciudadano ingresaba al basurero se lo consideraba desplazado y no podría volver a la ciudad. El alimento básico se enviaba a través de una vía y el agua seguía fluyendo a través de ductos protegidos por autómatas.
Con esas reglas claras los ciudadanos con poder se debatían formas de atormentar a aquellos a quienes consideraban un cáncer, y teniendo todo tipo de artilugios a su alcance sugerían a los invasores una u otra manera de dispensar horror y dolor. Al principio fueron hologramas de grotescas figuras, arañas gigantes, fantasmas, muertos vivos, luego ácido lisérgico a través de los ductos de agua y ratas en la vía de alimentos y las combinaciones posibles hasta el aburrimiento de un lado y del otro.
En el cielo el movimiento nocturno indicaba que algunos satélites habían vuelto a funcionar, también se solían ver hermosos remolinos de algún tipo de gas que quedaba brillando en la noche por largas horas. Como broma, quizás, por las noches dejaba de sonar la cumbia en la radio para pasar viejos relatos de fútbol de los años ’90, pero no cualquier partido, eran partidos terminados en 0 a 0, la mayoría de Ferro, Español o Platense.
Año tras año la interacción se vio menguada, algunos valientes se lanzaron a cruzar hacia la ciudad, pero no volvían. Cada tanto, con el viento Norte, llegaba el chasquido de un disparo.
Albert se sacudió, algún pibe le gritaba al otro lado del arroyo, “… me voy solo”. A unos kilómetros se levantaba la única torre intacta de la Catedral. Subió la loma sin precauciones y no se sorprendió al ver que toda la Ciudad de La Plata era ahora un inmenso loteo de ruinas.
El motor de un coche a lo lejos
Ahoga sus quejidos de repente
Las vacas sueñan por ahora
A la sombra de los carteles
De viejos políticos ya sin banca
A los que el abandono
Les oscureció la sonrisa
Y arrugó la piel de las caras.
A lo lejos una luz fúnebre y más acá
De poste a poste, una figura traza
Su rumbo sin retorno, como
Una bandera mustia arrastrada por el viento.
Los caranchos y los teros vigilan entre el pasto
Y los faroles dispersan otra sombra.
Por el lecho del arroyo se arrastran los suicidas
Pero sus botellas flotan descorchadas
siguiendo la corriente hacia la nada.
Ahhh, viajar, ver la ciudad pasar a los costados del camino, pensar, imaginar qué será del dinero de los narcos ahora que ya no hay más? Cómo me gustaría rimar, saber música y tocar, y así como pienso cantar…
Con la plata de los narcos
Bingos, casinos, quiniela,
Sería feliz mi abuela
Por la plata de los narcos.
Con la plata de los narcos
Periodistas compraría
Y de verdad nos dirían
Dónde se esconden los narcos.
Con la plata de los narcos
No habría más traficantes
En los jardines de infantes
De territorio de narcos.
Por la plata de los narcos
Te quiero drogado, pibe,
Mientras el comi decide
Qué plata le pide al narco.
Con la plata de los narcos
La cana está relojeando
Pero para en otro lado
Cuando el tranza asoma el paco.
Con la plata de los narcos
Liberaría a los galgos
A los pitbull y a los gallos
Con los que juegan los narcos.
En las villas con los narcos
Evitaría estos males
Los movimientos sociales
Que subvencionan los narcos.
Con la plata de los narcos
Mil putas yo besaría
Donde esconden a tu tía
Los tratantes de los narcos.
Con la plata de los narcos
La política del Infierno
No hay narcos en el Gobierno
Pero gobiernan los narcos.
Por la plata de los narcos
Nadie quiere más fronteras
Para que entre la DEA
Y combatan a los narcos.
Denunciemos a los narcos
Siete veces siete veces
Que nos atiendan los jueces
Que liberan a los narcos.
Por la plata de los narcos
Barones del Conurbano
En Julio se dieron la mano
Los aplaudían los narcos.
Con la plata de los narcos
Panfletos y pasacalles
Vigilantes, militantes,
Que te niegan a los narcos.
Con la plata de los narcos
No habría inundaciones
Evacuados, donaciones
A los barrios de los narcos.
Con la plata de los narcos
Un incendio por hogar
Que se atreva a molestar
La bonanza de los narcos.
Por la plata de los narcos
Alguno fue presidente
No sé qué haría otra gente
Con la plata de los narcos
Con la plata de los narcos
Habría más democracia
Al presi tres tiros de gracia
Por aguantar a los narcos.
Con la plata de los narcos,
Chevron, Barrick, Monsanto
Soros y Gates son santos
La culpa es de los narcos!
Movido por el deseo de reencontrarme con mi padre empeñé tres cuartas partes de mi existencia entre estudios, ensayos y errores. Me quemé las manos para iluminarme. Esquivé miradas y besos para no trascender fuera de mis propios laberintos y, una vez prescindible, viajé al pasado.
Los arcos crepitaron hasta la casa donde tantos juguetes y muebles había desarmado. Entré por la puerta de chapa siempre abierta del frente, mientras intentaba sosegar mis temblores.
El niño que yo fui levantó la vista, me señaló y dijo: “¡Papá, volviste!”
Lo abracé.
Lloramos: yo, niño, por sentir la presencia de un ser amado que había vuelto de la muerte, y yo también.
Quiero aclarar antes que nada, que no odio a los animales, exceptuando aquellos que invaden mi humilde morada. Aquél viernes yo debí haber viajado a Torrevieja por negocios inmobiliarios pero el presunto inquilino rechazó mi oferta en pleno viaje, así que di la vuelta con el coche y me encaminé a casa.
Era tal mi enojo por lo que había sido el alquiler frustrado que terminé lastimándome la muñeca de tanto golpear el volante, no me gusta gastar gasolina ni tiempo en caprichos ajenos.
Tenía ganas de llegar a mi casa y dormir, sin comer ni ver el maldito partido de los viernes a la noche comiendo porquerías con mi señora esposa. Así que al llegar guardé el coche, abrí la puerta y me fui sin escalas a la cama, con la sorpresa de que mi mujer ya estaba durmiendo. No hice más que quitarme el revólver de la cintura para dejarlo en la cómoda que escuché un golpe en la puerta del guardarropa. Miré a mi mujer, estaba sudando: “tendrá pesadillas”, pensé. Cargué el revólver y entonces lo escuché, un maullido grave, alzado, cargado de malignidad. El gato de mi vecino ronda mi casa cada noche, hace de mi techo su campo de batallas y orgías, abre la alacena, rompe mis vasos, revuelve mi comida, se come las sobras y mea en lugares que no he descubierto aún. Y fui gatillado por la vena del rencor, y mientras disparaba era un espectador de un sueño, me debatía si era la mejor manera de terminar el día, una bala, una blasfemia, si se justificaba todo este daño. Mi mujer gritó con voz ahogada y recién entonces recordé que estaba allí, y me detuve.
El gato se había convertido en mi vecino y ahora yacía a mis pies, todo parecía un sueño, incluso llevé el arma a mi corazón aunque supiera que ya no estaba cargada, además ¿quién puede quitarse la vida por un miserable gato ajeno?