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viernes, 22 de septiembre de 2017

Intolerancia (el retorno): Aussie Bites (bocaditos de vuelta al cole)

Hace ya muchos años que me quedé con el título este de «aspirante a escritora». Tener aspiraciones no tiene nada de malo en sí, el problema es cuando una se queda... aspirando. Más que escribiendo. Cuando cada vez que piensas en lo que harías si tuvieras tiempo (y no dinero, porque si tuviera dinero, me largaría de viaje y comería en restaurantes ridículamente caros, y que os den a todos), y lo que piensas es «escribir», y no lo haces, empieza a ser difícil encontrar excusas para seguir llevando dignamente el título de aspirante. Bueno, en mi caso excusas no faltan, en los últimos años ha habido un cierto número de catástrofes que se han abatido sobre mí. He estado ocupada en cosas de la más alta importancia. Pero aún así, he sacado tiempo para compartir un sinfín de memes idiotas en Facebook, para verme todas las temporadas de «Juego de Tronos» y para teñirme yo misma mechas de -varios- colores absurdos en el pelo. 

Así que he estado meditando largamente con qué texto trascendente volver a ensillar el caballo de la escritura y partir al galope. O al trote, consultando abundantemente la RAE y varios diccionarios de sinónimos, que la escritura es una cosa que se oxida rápido cuando no se practica. Algo lúcido, brillante, revelador. Al final he decidido que si espero a que se me ocurra algo lúcido y brillante, iba a ser como lo de la tesina que iba a revolucionar el mundo de la lingüística (bueno, esa, la terminé) y voy a tirarme otro año sin publicar nada, así que he optado por escribir sobre macarrones sin gluten, que total, va a a cambiar tanto el mundo como ese texto brillante y trascendente que probablemente nunca llegará.

Yo soy de probarlo todo al menos una vez. Bueno, casi todo. Ciertas prácticas eróticas que impliquen una cabra viva y un guante de béisbol, por ejemplo, no necesito probarlas para saber que no me gustan. Con la invasión de la moda "el gluten es el origen de todo mal" que ha arrasado Norteamérica, han llegado al mercado un montón de productos que me intrigan. Mi única experiencia previa con la pasta sin gluten antes de que demonizar a esta pobre proteína estuviera de moda, fueron unos macarrones a base de arroz que fueron lo más triste que he comido nunca. Y el pan sin gluten... masticar cartón sería una experiencia organoléptica más satisfactoria. Pero voy paseando por el súper y veo algo nuevo. Pasta a base de guisantes. 

Hasta ahora, he probado pasta a base de harina de garbanzos, de lentejas y de alubias. Todas ellas malísimas. Que no se diga que no lo intento. Pero veo el contenido proteínico de estos rotini, y como he vuelto en serio al ejercicio por primera vez después del cáncer, y tengo como objetivo levantar a Monsieur M. en press de banca, los compro. Y los cocino, respetando escrupulosamente el tiempo de cocción (al dente). Y los pruebo y concluyo que son como el resto de la pasta sin gluten que he probado: una puta mierda chiclosa e insípida. Y que si uno no es celíaco, no hay ningún motivo para infligirse ese castigo (lean mi próximo post: "No, no eres intolerante al gluten, idiota, solo quieres llamar la atención"). Así que el resto se lo va a comer la Chica, que la legumbre es buena para ella y las propiedades organolépticas de la comida se la sudan totalmente, a juzgar por la velocidad a la que la traga.

Esto me lleva a lo de la intolerancia (tranquilos, ya llego). No sé si ya ha llegado a España este furor anti gluten, esta caza de brujas al pobre trigo. O a los lácteos. Aquí es una epidemia. La gente va por ahí proclamándose «intolerante» al gluten, y contando a cualquiera que quiera oírlo (y a cualquiera que no) cómo eliminar esta malvada proteína de la dieta ha hecho que su sistema digestivo funcione mejor (manera sutil de decir que expelen menos flatulencias), su piel brille más, tengan menos migrañas y su pene haya alargado dos centímetros. Sí, sí, porque ya hasta los productos «enlarge your penis» se anuncian como «gluten free» en Canadá.  Ayer, sin ir más lejos, en Costco una de esas amables señoras que te dan a probar muestras de productos me ofreció un pedazo de loncha de tocino precocinada afirmando que era sin gluten. Lo único que me hizo contenerme para no arrebatarle la loncha y darle con ella de bofetadas en la cara fue que la pobre era una mandada y probablemente repetía las sandeces que le habían obligado a decir para promocionar el producto.   

En mi modesta y poco fundada opinión, esta intolerancia es un claro síntoma de los males que nos aquejan en estos tiempos. Si os fijáis, en cuestiones de comida (que son las más importantes de todas las cuestiones), hemos llegado a un punto en el que la gente se define más por lo que NO come que por lo que come.«Yo soy vegetariano, no como carne ni pescado». Vale. Puedo entenderlo. Por una gran cantidad de razones medioambientales, y éticas, entre otras. «Yo soy vegano. No consumo ningún producto de origen animal, ni miel, porque es un producto de la explotación apícola». Vaaale. «Yo como paleo, limito al máximo los cereales y todos los glúcidos, y solo como la carne ecológica que he cazado yo mismo golpeándola con una quijada de tigre. Ajem. «Yo soy crudivegano (porque calentar las verduras altera su aura), locavoro (solo como productos de la agricultura local), intolerante al gluten y solo compro cosas de agricultura orgánica». Aarrgh. La lista de lo que puedes comer empieza a ser angustiosamente corta, e inversamente proporcional a la lista de la gente a la que puedes irritar cuando te invita a cenar a su casa. 

La cosa ha llegado a un punto que una buena amiga que da cursos de cocina de vez en cuando, me comenta que empieza a ser imposible, con toda la gente que se matricula con restricciones alimentarias a cual más variopinta. En plan... «quiero aprender a hacer una paella sin sal, sin alimentos de origen animal -es posible-, sin cebolla, sin ajo, sin tomates, sin arroz...». Un día supe que la decadencia de Occidente está llegando a su apogeo cuando en la sección de cocina de mi librería favorita de Montreal, vi un libro de cocina paleo... para perros. No me lo invento. Si pongo más los ojos en blanco me dan dos vueltas completas dentro de las órbitas. Sabes que el mundo se va a la mierda cuando la gente decide aplicar a su perro la misma dieta absurda que siguen ellos, y cuando Trump gana las elecciones. Lo cual me lleva al tema central de este post (sí, tiene un tema central, aunque no lo parezca, concentraos, coño): la intolerancia. Y el retorno. No el mío, el mío da igual. El retorno de la intolerancia, si es que alguna vez se fue de verdad. 

Si lo que comemos (o lo que no) es sintomático de los tiempos que vivimos, entonces estamos claramente jodidos. Porque en Canadá comemos (bueno, yo muy poca) carne clorada, en todo Occidente hacemos necedades con aguacates (que me encantan) solo porque están de moda aunque no sean un cultivo sostenible a gran escala, nos ponemos malos con dietas absurdas (yo es ver un hashtag #cleaneating o #detox y poner pies en polvorosa), y mientras, en otra dimensión, 795 millones de personas no pierden el tiempo en esas chorradas, porque, bueno, solo poder comer, lo que sea, ya molaría. Nosotros aquí, compitiendo por ver quién come menos cosas, y una buena parte de la humanidad muriéndose (literalmente) por comer algo. Eso sí que es inmoral, y no los vestidos de la Pedroche (esos son solo ilógicos) y creedme, no soy muy dada a usar esa palabra.

El hecho de que cada vez más gente que sigue estas modas se declare «intolerante» al alimento maligno en cuestión (el trigo, los cereales en general, los carbohidratos, los lácteos, qué sé yo) para legitimar su restricción autoimpuesta, es un riesgo añadido para la gente que tiene que vivir con alergias e intolerancias alimentarias no imaginarias, ya que produce un efecto de cansancio que hace que por ejemplo, en los restaurantes, se tome menos en serio a una persona que necesita una información precisa sobre lo que contiene su comida. Porque puede terminar en el hospital. 

No me sorprende, en esta época en la que pasearte por la sección de comentarios de cualquier artículo de periódico hace que pienses que solo un Armagedón de fuego y meteoritos explosivos podrá enderezar esto. En esta época de intolerancia generalizada, en la que los racistas, fascistas, xenófobos, misóginos, homófobos y fundamentalistas religiosos se están desacomplejando y salen a la luz correteando afanados por todas partes como las cucarachas a las que sorprendes en la cocina al darle al interruptor. Intolerancia a los musulmanes (y a los inmigrantes en general), a las feministas (y a cualquier mujer que decida afirmarse), a la gente que piensa que un niño no siempre tiene pene y una niña no siempre tiene vagina, a los que creen que nuestros representantes políticos deberían servirnos a nosotros y al bien común y no servirse ellos y apilar privadamente bienes comunes. Y mira que detesto la palabra «intolerancia», porque, ¿cuál es la alternativa? ¿La tolerancia? La tolerancia no es suficiente. Yo tolero, arrugando mucho la nariz, cosas que me cuesta soportar pero que tienen derecho a existir: el olor de la Chica cuando ha tenido un encontronazo con una mofeta, los nacionalismos (aunque ahora mismo a los catalanes los entiendo bastante), la comida que cocina mi cuñada quebequesa. Pero tolerar no es suficiente. Lo difícil es dar un paso más, e intentar la aceptación. Ese músculo también se desarrolla, basta con exponerse a la diferencia a menudo.  Ya veréis, no duele. Salvo si es uno de los pasteles de carne de mi cuñada. Entonces sí. Pero para eso están los antiácidos. Si tan solo existieran las pastillas antifacha...


********************

Si habéis llegado leyendo hasta aquí, merecéis una receta. No insistiré mucho en lo que no tiene (no lleva harina de trigo, ni huevos, qué coincidencia ;-), sino en lo que sí contiene, un montón de cosas ricas. Es una receta para la vuelta al cole, para remplazar esas barritas de cereales llenas de azúcar que les dan a los críos por algo más consistente e infinitamente más rico. La receta no es un invento mío, es una versión casera y menos malvada de un producto que se vende en Costco y que me encanta: los Aussie Bites (bocaditos australianos, vaya). Como imitación, me han quedado de superar el original. Vamos, que están de probar uno y dejar de creer en dios (atención, estos bocaditos no son aptos para los intolerantes al ateísmo). Porque quién quiere ser modesto cuando en el fondo sigue siendo un poco de Bilbao. 
























BOCADITOS DE VUELTA AL COLE (AUSSIE BITES)

INGREDIENTES

  • 1 taza de avena instantánea para gachas
  • 3/4 de taza de harina de avena integral (o utilizar la avena ya mencionada molida)
  • 1/4 de taza de semillas de chia molidas (al primero que hable de súper alimentos en los comentarios, lo acogoto con una barra de pan sin gluten) mezcladas con 2 cucharadas soperas de agua (sirve de sustituto al huevo)
  • 1/4 de taza de azúcar
  • 1/4 de taza de albaricoques secos
  • 1/4 de taza de pasas (de Corinto mejor)
  • 1/4 de taza de semillas de girasol (sin tostar y sin sal, preferible)
  • 1/4 de taza de coco rallado
  • 1/4 de taza de quinoa (cocida previamente, y lo mismo que con la chia, si créeis que de verdad existen los súper alimentos, los Reyes Magos y los políticos honrados, no vengáis a dar la tabarra con ello)
  • 2 cucharadas soperas de semillas de chia enteras
  • 1/4 de taza de miel
  • 1/4 de cucharada de té de bicarbonato 
  • 1/4 de cucharada de té de sal
  • 1/4 de taza de mantequilla fundida (remplazar por más aceite si queréis una receta vegana, pero recordad que no estáis obligados a decírselo a todo el mundo)
  • 1/4 de taza de aceite de colza o de girasol
  • 1/2 cucharada de té de extracto natural de vainilla


ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 185º. Aceitar (yo uso aceite de coco, le da un toque de sabor particular) dos bandejas de moldes de mini muffins (da para unos 24 bocaditos mini, una docena en tamaño madalena grande). 

Triturar en pedacitos en el robot de cocina los albaricoques secos. Reservar. Moler en el robot 1 taza de la avena para gachas. Pulsar hasta que la avena esté bastante pulverizada, con consistencia de harina gruesa.

Añadir los 3/4 de harina de avena o el resto de la avena para gachas, el azúcar, los albaricoques triturados, las pasas, las semillas de girasol, el coco rallado, las semillas de chia, la sal y el bicarbonato. Darle unos viajes hasta que las pasas estén picadas en pedacitos. 

Incorporar el aceite de colza, la mantequilla fundida, la miel (más fácil de verter si el medidor está pringado del aceite medido previamente), la quinoa cocida y el extracto de vainilla. Darle al robot un poco más hasta que todo esté mezclado, pero no demasiado. La idea no es hacer un puré liso. 

Llenar los moldes hasta la mitad, presionando la masa con dedos untados de aceite. Estos bocaditos no son de textura esponjosa, no esperéis que «suban» como un bizcocho. La consistencia es realmente de barra de cereales, compacta pero jugosa. 

Hornear a 180º unos 12 o 13 minutos, hasta que los bordes estén dorados. sacar del horno y dejar enfriar en los moldes. Esperar a que hayan enfriado del todo antes de desmoldar. Se conservan en un recipiente herético :-) fuera del frigo, unos diez días dependiendo del calor que haga. Los hacéis con vuestros hijos como excusa, que lo sé. No os los comáis todos. Pillines.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 7): Fudge fatal de las hermanas Redpath

Cuando ya había llenado casi por completo el envase de plástico de arándanos y algunas moras tardías, escuché el ruido, familiar para una urbanita, de maquinaria pesada.  Nathan levantó bruscamente la cabeza en dirección al sonido, lanzó al suelo las tijeras de podar que estaba utilizando para cortar las ramas más grandes que cegaban el camino, y salió disparado como una flecha. La actitud cambiante y extraña del jardinero normalmente me habría provocado cierta prevención, pero al verlo coger el azadón sin prácticamente ralentizar el paso, con un aire decidido y ceñudo, la inquietud y la curiosidad me pudieron. Dejé el recipiente en el suelo y lo seguí al paso más rápido que me permitían las piernas.

Seguimos el sendero que marcaba el linde de la propiedad del profesor Lesage con la de su vecino. El sendero ascendía suavemente, y el ruido se hacía más fuerte a medida que avanzábamos. Sonaba como una excavadora. Nathan murmuraba algo ininteligible entre dientes, con un tono claramente furioso. Distinguí alguna sílaba suelta, que me permitió identificar lo que estaba mascullando como una retahíla de injurias. Algunas, las más sonoras, me eran totalmente desconocidas. Tomé nota mentalmente de preguntarle a Monsieur M. su significado. El profesor no era la persona adecuada para ese tipo de investigación lingüística.   

Llegamos a un claro en el que estaba trabajando una excavadora, observada con atención por dos hombres que se mantenían a distancia segura: el más joven tenía unos sesenta años y gozaba de una evidente buena forma f­isica. Tan sólo un atisbo de barriga delataba una afición por la buena mesa. Llevaba el pelo, aún abundante, más bien largo y repeinado hacia atrás cuidadosamente, poniendo de relieve la diferencia de color entre las sienes, gris acero, y el centro del tupé, de un moreno casi negro. La barba, bastante tupida, mostraba las mismas diferencias de color. Una boca casi exageradamente carnosa y de gesto cruel con marcada tendencia a la sensualidad. Las gafas, sobre la nariz aquilina, eran de montura de pasta negra, de un diseño reciente y probablemente caro. Su ropa (un jersey negro de cuello alto y una chaqueta deportiva) aunque informal, revelaba la vida profesional pasada de este hombre, hoy probablemente jubilado: era un abogado o un médico. "El doctor Bergeron, supongo", pensé, a juzgar por la mirada de franco odio que le estaba dirigiendo Nathan, las manos apretando el azadón con una fuerza que hacía que los nudillos le palidecieran.

Bergeron, ajeno a la furia de mi acompañante, estaba enfrascado en una conversación con otro hombre mucho más mayor y mucho más alto: claramente en los ochenta y bastantes, con el pelo ralo y muy corto, casi rapado, de un blanco ceniza amarillento, un cuerpo casi filiforme, flaco, apenas encorvado a pesar de su edad, del que colgaba informe la ropa, los pómulos sobresalían de forma aguda de su rostro descarnado. El anciano tenía la tez muy pálida y salpicada de manchas de vejez, la boca curiosamente ancha y de labios finos, los ojos de un azul glacial, rematados con pestañas y coronados de cejas de la misma palidez albina que el escaso pelo que le quedaba. No daba la impresión de ser uno de esos dulces abuelitos que dan conversación a los desconocidos en las paradas de autobús. El hombre alto señalaba con determinación la zona en la que estaba trabajando la excavadora. Bergeron (ahora estaba segura de que era él, uno de los numerosos insultos que aún escupía Nathan entre dientes llevaba su nombre) le escuchaba, concentrado, y de vez en cuando parecía hacerle una pregunta.

Ninguno de los dos parecía habernos visto venir, y oírnos era imposible estando tan cerca de la máquina. Cuando empezaba a preocuparme sobre lo que tendría que hacer si estallaba una pelea, afortunadamente Nathan pareció perder una parte de su impulso. Mi movimiento instintivo de agarrarle el antebrazo para pararlo frenó por sí mismo, y sin darme cuenta me quedé con una mano apoyada en el brazo en el que llevaba el azadón, brazo que bajó un poco, hasta apoyar la herramienta en la tierra. Me di cuenta de la razón. Bergeron nos había visto. Alzó la mano enguantada con un elegante guante de cuero negro, haciendo señas al conductor de la excavadora de que parara. En el silencio que siguió nos echó una mirada fría, desprovista de curiosidad y casi totalmente de expresión. El único vestigio de emoción que parecía dejar traslucir era un ligero desagrado, como si le hubiera llegado un relente de algo que huele mal. Nadie se saludó, ni hizo ningún movimiento para acercarse al territorio del otro. Viva la buena vecindad, pensé. Casi seguro que estos dos no se llevan cookies a la puerta de casa. El viejo espantapájaros (no era un calificativo muy amable, pero era en lo que me hacía pensar) se limitó a contemplar la escena, vagamente indiferente. A mí me hubiera gustado poder tomar esa distancia, pero no podía evitar sentir que si retiraba la mano del brazo de Nathan, a la mínima provocación se lanzaría contra el vecino a alegres golpes de azada. Su madre no necesitaba un hijo en la cárcel. Le agarré la muñeca con cierta firmeza, pero él no pareció darse cuenta de mi presencia.

Nathan rompió el silencio, con un ligero quiebro de voz que delataba una cierta inseguridad ante la frialdad del hombre frente a él, e increpó: -"¡EY! ¡Bergeron! ¿Qué demonios está haciendo? " Noté la marcada ausencia del monsieur de rigor en esas situaciones. Bergeron también la notó, y su expresión se endureció.

-"Lo que esté haciendo en ningún caso es asunto tuyo, chaval."

-"Lo es, si está excavando en la tierra del profesor Lesage."

-"Si en lugar de meter las narices en asuntos ajenos te dedicaras a trabajar, probablemente sabrías que la tierra de Lesage se termina aquí. Esta parte del terreno es mía. Estoy excavando para hacer un estanque artificial. Todo ello siguiendo los sabios consejos de Fritz, experto paisajista retirado, que ha accedido amablemente a hacer una excepción y trabajar para mí en este proyecto." Hizo un ademán señalando al anciano. -"A diferencia de tí, Fritz tiene una gran experiencia y habilidad en el diseño de jardines. El músculo se puede pagar barato, pero el cerebro es lo que cuenta. Hala, sigue limpiando estiércol de caballo y déjanos concentrarnos." Y sin dedicarnos ni una mirada más, nos despidió de un gesto altanero. Estaba claro que Nathan tenía que mejorar sus dotes de relaciones públicas, pero el doctor Bergeron no me inspiró lo que se dice una simpatía instantánea. Yo tampoco correría a llevarle muffins.

Tiré suavemente del brazo de Nathan, dando la vuelta. Volvimos a los arbustos de arándanos lentamente, Nathan encerrado en sus pensamientos y aún visiblemente enfadado, yo en un respetuoso silencio. Recogí el recipiente del suelo. Alcé la vista y lo miré a la cara, intentando leer su expresión. Él se dio cuenta y esbozó una tentativa de sonrisa. -"Lo siento." Se disculpó. -"Ese hombre me ataca los nervios. Es una historia muy larga. Y muy poco interesante para tí." Cuando hice ademán de objetar, me cortó: -"La noche está empezando a caer. Es mejor que no andes por el bosque con alguien tan irascible y poco recomendable como yo." Me di cuenta de que para él era todo un esfuerzo bromear, algo que no contribuyó a borrar el tinte inquietante de la broma. Me estremecí ligeramente, incómoda.

-"Empiezo a tener frío. Vamos, si no queremos que los arándanos terminen congelados", dije.

Nathan intentó seguir bromeando durante el camino, y cuando empezó a contarme anécdotas sobre el profesor Lesage consiguió que el incidente del claro empezara a quedar lejano. -"Es un hombre excepcional", dijo, con visible afecto. -"Y se ha portado muy bien conmigo. Aunque en un principio lo detesté."

-"¿Ah, sí?" Probé, con ligereza deliberada.

-"A-já." Asintió Nathan, mostrándome su espléndido perfil mirando hacia la casa, que ya se podía ver entre el arbolado y que parecía gris a causa del crepúsculo. La luz índigo empezaba a teñir el bosque conlindante de tonos monocromos. -"Lo conocí cuando vine a pedirle que me sirviera de aval para una beca que era mi última esperanza de terminar medicina. Me dijo -muy educadamente, es un caballero ante todo- que aunque le hubiera gustado de verdad ayudarme, no podía avalarme sin cargo de conciencia, ya que nunca había sido mi profesor ni había trabajado para él, que no me conocía en absoluto en el plano académico. Ya sabes cómo es."

-"Sí", respondí, seria, -"para él la integridad académica es sagrada. No me sorprende su respuesta. No habría avalado ni a su mejor amigo."

-"Cuando se lo pedí era mi último recurso, sabía que cualquier profesor decente tendría serias objeciones. De todas maneras, poco después mi madre se, eh, puso peor y tuvo que dejar el hospital y volverse a la casa familiar. Y él profesor nos ha echado una mano: podría haber contratado a un jardinero de verdad, y en lugar de eso me contrató a mí."  Sonrisa de medio lado.

La duda momentánea de su frase no se me había pasado por alto. Imaginé varias cosas, entre ellas que su madre estaba internada en un hospital psiquiátrico. A menudo es motivo de vergüenza. -"Uhm, si tu madre empeoró, ¿fue buena idea que dejara el hospital?"

Nathan me miró un momento, sin entender. Habíamos llegado al porche trasero y nos acercábamos a la puerta de la cocina.

-"¡Ah! ¡Ya entiendo! ¡No! Mi madre no estaba en un hospital como paciente, ella es enfermera. Llevo la profesión médica en la sangre." La sonrisa con la que dijo esto último de repente se le quedó como helada en el rostro. Cansada, aterida por la humedad y sin energía para soportar otro viaje en la montaña rusa emocional de mi nuevo y guapo amigo, le toqué suavemente el brazo para sacarlo de su ensimismamiento. Nathan enfocó de nuevo la mirada en mi cara.

-"He tenido un día muy largo. Y mañana tengo que seguir provocando el caos en la biblioteca de ese cher professeur", dije.

Él sonrió. Es increíble lo radiante que puede ser una cara de facciones regulares, cuando tiene la tez apropiada y el grado justo de dureza mezclada con vulnerabilidad. Suspiro mental. Tengo que intentar de nuevo llamar a Monsieur M. Tengo un marido. Lejos, e incomunicado, pero un marido. Guapo, grande, fuerte y que se ocupa de la plancha. Zen, y sin cambios de humor bruscos.

-"Pero si trabajas mañana, pásate al final de la jornada, a eso de las cuatro, te prometo un té con muffins", añadí, dando unos cuantos guantazos mentales a mi conciencia.

-"Ah, sí, los famosos muffins de maíz. Ardo en deseos de probarlos", dijo, juguetón, mirándome a los ojos, casi al mismo nivel que los suyos porque yo ya había subido tres escalones del porche y él aún estaba en la hierba. Sostuve su mirada y la proximidad de su cara me produjo un ligero vértigo. -"Estoy contento de haberte conocido. En este pueblo no tenemos muchas oportunidades de conocer a gente nueva, sobre todo gente nueva interesante y simpática." Sonrisa encantadora. Sin aliento, no respondí. Nathan se inclinó y me besó la mejilla dulcemente, un beso muy suave y ligero, como el roce de una pluma. Después se volvió, con las herramientas aún en la mano, y se dirigió al granero. Me quedé mirándolo alejarse con ojos vidriosos mientras la mejilla me ardía. Exhalando un enorme suspiro, entré en la cocina tropezando con el rodapié de la puerta y deposité el recipiente de bayas encima de la mesa. Sentadas en torno a ella estaban dos mujeres desconocidas y de aspecto peculiar, mirándome con atención.

La más bajita y regordeta dijo, con expresión comprensiva: -"Así que has conocido al adonis local, ¿eh?"

La otra, alta y larguirucha, me alargó un plato sin mucha ceremonia y espetó: -"Come un poco de fudge. Necesitas azúcar."

Éste parecía ser mi día de encuentros. Nathan, el doctor Bergeron y ahora las hermanas Redpath. No podía tratarse de nadie más. Aún un poco deslumbrada, me senté a la mesa sin decir nada y me metí un pedazo de fudge en la boca.

(CONTINUARÁ... DESPUÉS DE LAS VACACIONES DE NAVIDAD)

El sucre à la crème o maple fudge para los quebequeses anglófonos es el postre quebequés por excelencia. A la vez simple y complejo, es el típico dulce que las abuelas de Quebec preparan con amor y regalan en Navidad. Es una especie de toffee, pero no el pegajoso succionador de empastes que conocemos en España, sino un dulce aterciopelado y cremoso, con matices sorprendentemente complejos para algo elaborado con tan pocos ingredientes.  Y muy... dulce. Básicamente es un caramelo a punto de bola flojo, al que se le añaden la nata y un aroma. Aprender a prepararlo me costó infinitas tentativas fallidas (obtenía como resultado un caramelo semilíquido que, si bien estaba delicioso como salsa para acompañar frutas y helado, no tenía la textura sólida deseada) hasta que finalmente me senté con un libro de química repostera y comprendí que cuando se trabaja con azúcar, es necesario un termómetro para confitería, y seguir las instrucciones de la receta como si fueran un evangelio. Os aconsejo que os hagáis con uno (un termómetro, no un evangelio): son baratos y hacen que cocinar la mayor parte de fudges y caramelos sea un juego de niños.

FUDGE FATAL DE LAS HERMANAS REDPATH
(SUCRE À LA CRÈME TRADICIONAL DE QUÉBEC)

Para unos 50 cubos. (Cortadlos más bien pequeños, el dulzor extremo ¡y delicioso! de este postre no empalaga si se toma en dosis homeopáticas.)

INGREDIENTES
  • 1 taza (250 ml.) de nata líquida de 35% de materia grasa.
  • 1 taza (250 ml.) de azúcar blanco
  • 1 taza y 1/2 (375 ml.) de azúcar moreno
  • 1 buena pizca de sal
  • 1 cucharada de té (5 ml.) de extracto de vainilla natural (o de arce, para los que viven cerquita y que quieran hacer la versión patriótica)
  • Nueces (opcional)

ELABORACIÓN

Cubrir un molde cuadrado (de brownies) de unos 20 cm. de lado (una fuente de pyrex puede servir) con dos tiras cruzadas de papel pergamino para hornear, que cubran el molde y sobresalgan un poco por los lados. Enmantequillar a conciencia.

En un cazo, poner a hervir la nata, el azúcar, el azúcar moreno y la sal, revolviendo bien hasta disolver el azúcar por completo (el azúcar se habrá disuelto cuando ya no sintáis esa textura granulosa rascar contra el fondo del cazo). De vez en cuando, limpiar las paredes del cazo de restos de azúcar cristalizado con una brocha o un trapo mojado. Una vez el azúcar disuelto, cuando la mezcla haya empezado a borbotear, meter un termómetro de confitería en el centro del cazo (para fijarlo, poned un cucharón o espátula de través, y atad el termómetro con cordel de cocina o cinta adhesiva), y dejar hervir a fuego medio-bajo sin remover, hasta que el termómetro indique 114ºC (116º si preferís un resultado más consistente). Retirar del fuego y añadir el extracto de vainilla (si lo añadís durante la cocción, perdería todo su aroma).

Meter el cazo -con termómetro y todo- en el fregadero lleno de agua fría (no muy lleno, para que el agua no entre en el caramelo), y deja que se enfríe, sin remover, vigilando el termómetro hasta que la temperatura haya bajado y marque entre 43º y 50º (una media hora de espera).

Sacar el cazo del agua. Ahora empieza la única parte de la receta en la que hay que trabajar un poco. Con una cuchara de madera, remover vigorosamente (depende de vuestros músculos, cuando el caramelo empiece a cobrar consistencia quizá necesitéis relevo). La manera de saber que el fudge está listo es cuando la mezcla haya perdido el brillo y se vuelva mate y espesa pero aún sea flexible. Entre 5 y 10 minutos, más o menos, con brazos gráciles y femeninos. 4 minutos con brazacos de Monsieur M.

En esta fase hay que darse prisa, o el fudge va a "fraguaros" en el cazo y la váis a liar: verter con arte en el molde previamente enmantequillado, y alisar artísticamente con una espátula de silicona. Cubrir de papel de pergamino y alisar de nuevo. Dejar enfriar una hora a temperatura ambiente y después meter en el frigorífico. Cuando haya solidificado (el resultado no es duro como un caramelo clásico, recordad, es un toffee) retirar con cuidado el papel que lo cubre y corta en cuadraditos de unos dos centímetros y medio.

Conservar en un recipiente hermético. Este dulce delicioso y suave se congela muy bien, podéis prepararlo con antelación para regalar en Navidad. No me enviéis las facturas del dentista.

(Si queréis hacer la versión con nueces, picarlas, tostarlas un poco previamente en una sartén y añadirlas justo antes de poneros a remover.)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 6): muffins malévolos de maíz














(¿De qué va esto? Para los que necesiten ponerse al día, capítulos ya publicados de esta historia: Parte 1 - Parte 2 - Parte 3 - Parte 4 - Parte 5)

Terminé la sopa rápidamente, y después de cepillarme los dientes haciendo gala de una prolijidad excepcional (partículas de remolacha entre los dientes no-no-no), y, bueno, atusarme el pelo y maquillarme ligeramente (colorete, brillo de labios), una nube de perfume, me calcé las botas, me puse la bufanda, guantes, chaquetón de lana, cogí un recipiente de plástico de la cocina y ya estaba lista para ir a recoger arándanos. Arreglada como para ir a tomar un cóctel en el centro de Montreal. En el último momento me sentí completamente ridícula, me froté los labios con un pañuelo y me encasqueté un gorro de lana. No tenía la edad (ni el estado civil) de helarme las orejas para intentar impresionar a un jardinero, o a un operario jovenzuelo, o a lo que quiera que fuera. Demasiado lady Chatterley, incluso para mí. Un operario jovenzuelo semidesnudo en una tarde en la que la temperatura rozaba el punto de congelación, precisé mentalmente. Un operario  jovenzuelo, semidesnudo y, ohcielosanto, se me escapó en un murmuro cuando cerraba la puerta y bajaba las escaleras del porche trasero, contemplándolo mientras terminaba de apilar las balas de paja, mag-ní-fi-co. Sacudí ligeramente la cabeza, como para sacudir la idea, y me concentré en mantener la mandíbula inferior en su sitio y los ojos dentro de sus órbitas, mientras me dirigía con paso que pretendía despreocupado hacia el granero. Los buenos modales primero. Ya. Eso.

El joven giró la cabeza y me vio acercarme. Se secó el sudor de la frente con el revés del guante de trabajo que llevaba, y esperó con una mano aún apoyada en el fardo que acababa de transportar, el ademán no completamente relajado, pero tampoco tenso, media sonrisa cautelosa  empezaba a dibujarse en su cara. Conté tantas hileras de abdominales que durante un momento pensé que una mutación genética había causado que naciera con un par de ellas suplementarias. Podría haber sido el maldito Míster Septiembre de un calendario erótico-agrícola.

Era un chico joven pero un poco menos de lo que me había parecido desde la ventana: final de la veintena, pelo bastante corto, castaño muy oscuro, de un marrón chocolate cálido, muy similar a mi propio pelo, tez morena olivácea, casi mediterránea, ojos de un marrón ambarino, claro, cercano al verde, un poco extraños, una mandíbula cuadrada, dientes casi perfectos pero no tanto como los de Dan (nueva sacudida de cabeza, esta vez mental, al sorprenderme a mí misma comparando... ¿cuál era mi problema? Un poco más de una semana sin poder hablar con Monsieur M. y ya empezaba a hacer un palmarés de hombres guapos.) Hombros anchos, torso amplio de nadador, brazos fuertes. Probablemente es nadador, pensé, está depilado. Un metrosexual no me cuadra en un ambiente tan rural.

Cuando llegué frente a él se irguió: era increíblemente alto, calculé que hacia el metro noventa. Si quería dirigirme a él en lugar de a sus, ehm, fabulosos pectorales, iba a tener que subirme a una de las balas de paja. La imagen destelló en mi cabeza y me hizo sonreír. -"¡Hola!", dije en francés. En esta zona de Quebec era un saludo tentativo, era muy posible que él fuera anglófono, como Elspeth.

-"Bonjour!", respondió, con un acento perfectamente francófono. Duda despejada. Al verme más de cerca y hablar directamente a la coronilla de mi gorro de lana (imagino que estaba acostumbrado a esa perspectiva, con su altura), pareció juzgarme como inofensiva y su sonrisa se hizo más franca. -"No sabía que había nadie en casa esta tarde", prosiguió, pensaba que le professeur y la señora Dudley habían salido."

-"Oh, han salido. Sólo quedo yo. Arantza." Me presenté, tendiendo la mano. Él frunció el ceño, desconcertado, y me estrechó la mano de forma dubitativa, intentando vocalizar mi nombre, sin emitir aún ningún sonido, como entrenándose. Su reacción no me pilló por sorpresa, tras más de una década de vivir en Quebec. La esperaba aún más por el hecho de estar lejos de Montreal: el Quebec urbano es muy multicultural, pero en las zonas rurales aún no están acostumbrados a la inmigración. Y mi nombre les resulta infernalmente difícil de pronunciar. Lo repetí lentamente, y con una mano aún enguantada me rebusqué en el cuello de la camisa la gargantilla de oro con mi nombre, regalo de mi Santa Madre y que siempre me sacaba de apuros en estos casos. La señalé, él tuvo prácticamente que plegarse por la mitad para poder leerla, lo cual redujo la distancia entre nosotros de manera muy perturbadora. Olía fantástico, incluso tras haber sudado. Cachete mental. Hormonas, tranquilas, ordené sin palabras. Sentaos, tumbadas, dad la pata. Las hormonas no parecieron obedecer, a juzgar por la oleada de calor que me trepó por el cuello hasta las orejas y me produjo un sonrojo violento y repentino.

Desmañado, repitió mi nombre.

-"Pronunciación perfecta." Sonreí mi mejor sonrisa de profesora. "Y sé que no es fácil."

-"Yo me llamo Nathan." Lo pronunció a la francesa, "na-tan", con un ligero toque nasal en la ene final.  "¿De dónde proviene su nombre? Ehr, ¿y usted? Tiene un acento..."

-"Es vasco", respondí, con la soltura que conlleva la práctica. Esperé un momento y vi pintada en su cara la confusión habitual.

-"Pero su acento es hispano", observó. "Pensaba que todos los vascos hablaban francés. Aparte del vasco, claro."

Vaya, vaya. Este chico estaba mejor informado que la media. Normalmente durante las presentaciones suelo tener que comenzar por situar el continente en el que se encuentra España, así que Mr. Chippendale no sólo tenía una anatomía bastante espectacular, sino que leía. Y tenía conocimientos de geografía. Gran combinación.

-"Vengo del País Vasco español, no del País Vasco francés", expliqué.

-"Oh. ¿Y es una estudiante del professeur Lesage?"

Oleada de halago inmediato por el hecho de que me considerara lo bastante joven como para ser aún una estudiante. -"No. Ex estudiante. Ahora soy la asistente del profesor, al menos durante este mes. Y tutéame, por favor. Cada vez que me tratan de usted o me llaman "señora" pienso en mi madre." Miré brevemente a su pecho e hice un ademán señalando mi gorro y mis guantes: "¿Y tú? ¿No vas a quedarte, euh, helado?"

-"Casi había terminado." Mientras hablaba comenzó a subirse la parte superior del mono de trabajo, con una ligera sonrisa al ver la mirada fija que aún estaba clavando en su torso. Enfoqué la mirada hacia otra dirección, no sin esfuerzo. -"Ayudo al profesor con los trabajos pesados: los caballos, el establo, reparaciones menores y el, uhm, jardín." Se subió la cremallera del mono e hizo un gesto un poco incómodo hacia el desolado terreno, lleno de arbustos y malas hierbas. Estaba claro que era la naturaleza la que tenía el control del jardín de Sussman House, y no el jardinero. Esta vez fue mi turno de ahogar una sonrisa. -"No soy muy buen jardinero." Se disculpó, sonriendo él también. "No tengo experiencia en este tipo de puesto. Pero el profesor dice que está muy contento de no tener que utilizar la cortacésped ni palear la nieve en invierno. Y que le gustan los jardines a la inglesa, desordenados."

-"Estoy convencida. Si te sirve de consuelo, creo que yo tampoco soy muy buena asistente. Espero que al profesor también le gusten las bibliotecas con un sistema de catalogación desordenado." Dije, encogiéndome de hombros. Mi comentario le hizo reír y pareció sentirse más cómodo. Puso un pie en uno de los fardos de paja y apoyó los antebrazos en la rodilla.

-"¿Vives en Montreal?" Me dijo aún un poco tímido, como probando el tuteo. Los quebequeses, más formales que los españoles, tratan de usted de manera mucho más habitual, incluso cuando el trato es entre gente joven que acaba de conocerse. Suelen esperar el permiso del interlocutor antes de tutearlo.

-"Sí, Aunque me alojo aquí hasta el final del trabajo." (¿Por qué demonios le contaba eso? Hormonas, tranquilas, fustigué de nuevo. Atrás, atrás. Silla y látigo.) -"¿Y tú? ¿Eres de Ayer's Cliff?"

-"Sí. Vivo muy cerca de aquí. Acabo de volver a casa de mi madre", (expresión un poco azorada) "después de tres años en Montreal". Su azoramiento al reconocer que vivía en casa de su madre le hizo parecer repentinamente mucho más joven. Y un poco más como uno de mis estudiantes, mucho menos deseable. Exhalé un muy discreto suspiro de alivio.

-"¿Cansado de la gran ciudad?", pregunté, sonriendo, comprensiva.

-"No." Dijo, con extraña vehemencia. -"En absoluto. Estaba estudiando en la universidad, medicina, en McGill, pero tuve que dejarlo. Mi madre no se encontraba bien, estaba sola y tenía que echarle una mano." Su atractivo rostro se ensombreció.

-"Vaya", dije, sinceramente apenada por él, mirándole con una simpatía nueva, -"Lo siento. Espero que tu madre se encuentre mejor y que puedas volver pronto a los estudios. Ha tenido que ser duro dejar la carrera cuando ya habías hecho más de la mitad. "

-"Gracias. Tiene sus altos y bajos. En cuanto a la carrera... de todas maneras no me lo podía permitir. Incluso con un préstamo y una beca del gobierno me estaba endeudando de una manera terrible. También tuve que dejar el equipo universitario de natación." Esta vez fue él el que sacudió la cabeza, de una forma triste y apesadumbrada, mirando al suelo, como si cargara el peso del universo entero sobre los hombros. El corazón se me encogió un poco mirándolo. Tan joven y con un aspecto tan derrotado por el peso de las responsabilidades.

Sin saber muy bien qué hacer para animarlo, me oí exclamar: -"Me vas a perdonar, yo me disponía a recoger los arándanos que queden por aquí, si es que queda alguno que no esté seco como una pasa o congelado, y vas a probar los mejores muffins de maíz de tu vida. Modestia aparte. Soy mucho mejor repostera que bibliotecaria." Dije, levantando el bol de plástico para dejar clara la seriedad de mis intenciones.

Él rió, la expresión más liviana, y dijo: -"Uhm, eso habrá que verlo. Lo creeré cuando los pruebe." "Pero éste no es el mejor lugar para recoger arándanos. Tengo que desbrozar un poco el camino de arriba, en el límite del terreno del profesor. Si me acompañas, te mostraré dónde están los mejores arbustos."

-"Hecho", respondí. Esperé a que recogiera un par de herramientas que necesitaba, y echamos a andar en un clima de compañerismo silencioso y agradable. Tras unos diez minutos de marcha siguiendo un pequeño sendero, perdimos de vista la casa, y parecimos adentrarnos en lo que a mí se me antojaba como un bosque bastante denso.

-"El terreno del profesor Lesage... ¿es muy grande?", pregunté, sorprendida.

-"Bastante. Unos cien mil pies cuadrados. Lo suficiente para no ver ni oír a sus vecinos si no le apetece."

-"Ah. Me resulta difícil creer que tiene vecinos, me siento en pleno bosque."

-"Los tiene. Al oeste de Sussman House viven las hermanas Redpath, y al este el doctor Bergeron." Su cara parecía estar dotada de una rara movilidad, y su expresión cambió de nuevo por completo al pronunciar el último nombre. Lo dijo con desprecio, casi con asco. 

Eterna cotilla como soy, tantée, cautelosa: -"¿El doctor Bergeron no es un vecino popular por aquí?"

Él soltó una risa amarga, tan exagerada que resultó estridente: -"¡Ja! ¡No!" Su cara se oscureció de nuevo de forma muy marcada: -"El doctor Bergeron no es una buena persona." Dicho lo cual, se sumergió en un extraño mutismo, durante el que me afané a recoger arándanos de las matas tupidas y abundantes que bordeaban el sendero. No estaban tan redondos y brillantes como en septiembre, pero aún quedaban bastantes y tenían un aspecto bastante aceptable, si bien un poco arrugado por las tardes frías que estábamos teniendo. Mientras llenaba el recipiente de plástico, con la ayuda ocasional de mi acompañante, lo miraba de reojo y pensaba en que este chico tan joven y guapo tenía unos cambios de humor muy acusados, y parecía arrastrar una historia personal bastante triste: madre enferma, padre ausente, problemas económicos y familiares que le impedían terminar una formación que mejorara su futuro y le obligaban a volver a su pueblo natal. Trabajar en algo manual después de haber acariciado el sueño de ser médico no debía de resultarle fácil.

Nathan pareció darse cuenta del ambiente cargado que había dejado su último comentario, pero en lugar de dar explicaciones más detalladas añadió, con una risilla un poco fuera de lugar: -"Ya verás cuando conozcas a las hermanas Redpath. Es la pareja de viejas urracas más loca que he visto en mi vida."

Seguí seleccionando bayas en silencio, y enarqué una ceja. Un ama de llaves gótica, un jardinero apolíneo y maníaco-depresivo, un misterioso vecino y ahora una pareja de viejas locas. Y luego dicen que la gente que vive en el campo se aburre.

(CONTINUARÁ)













MUFFINS MALÉVOLOS DE MAÍZ

(Receta adaptada de "Martha Stewart's Cupcakes"). Para unos 16 muffins densos y consistentes, excelentes para el desayuno o la merienda, si queréis aplacar hambres voraces. Estos muffins están más ricos si se sirven recién horneados, o recalentados ligeramente en el horno.


INGREDIENTES
  • 1 taza y 1/4 de harina de trigo integral
  • 1/2 taza de polenta (de preferencia, amarilla) o de harina de maíz
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo
  • 1 cucharada de té de sal
  • 1 taza y 1/4 de azúcar
  • 1/2 taza de suero de leche. (Para hacerlo no tenéis más que mezclar un vaso de leche a temperatura ambiente con una cucharada sopera de zumo de limón, dejadlo reposar sin moverlo entre veinte minutos y media hora, o hasta que tenga aspecto "cortado", y colarlo. La parte líquida es el suero, que utilizaréis en la receta).
  • 2 huevos de buen tamaño a temperatura ambiente
  • 7 cucharadas soperas de aceite vegetal (girasol, maíz, colza...)
  • 1 taza y 1/2 de arándanos y moras mezclados (o sólo de moras, si os resulta difícil encontrar arándanos)

ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 195º. Cubrir los moldes de muffin con moldes de papel, os facilitará mucho el desmoldado y la limpieza. Mezclar los ingredientes secos: la harina de trigo integral, la polenta, la levadura en polvo, la sal y una taza y dos cucharadas soperas del azúcar (reservar el resto).

En otro bol, mezclar los ingredientes húmedos: el suero de leche, los huevos y el aceite; verter sobre los ingredientes secos y mezclar rápidamente y lo mínimo necesario para humectarlos y formar una masa homogénea. El secreto de unos muffins ligeros y esponjosos es no batir la masa en exceso.

Llenar los moldes de muffin a unos dos tercios de su capacidad, evitar llenarlos por completo. Distribuir los arándanos y las moras por encima y espolvorear con el resto del azúcar que hemos reservado previamente.

Meter en el horno y bajar la temperatura a 190º. Hornear a la temperatura correcta es muy importante en esta receta, es lo que impide que las moras y los arándanos se hundan en la masa. Intentar no abrir el horno durante los primeros 10 minutos de cocción, es el momento en el que la masa sube más y las pérdidas de calor impedirían el levado. Después de 20 o 25 minutos, pinchar con un palillo en el centro de uno de los muffins del centro de la bandeja. Si el palillo sale limpio, están hechos. Poner la bandeja encima de una rejilla y esperar hasta que se enfríe por completo antes de desmoldar los muffins.

Estos muffins están mucho más ricos recién hechos, pero se conservan un par de días en un recipiente hermético en lugar fresco. Se pueden congelar, envueltos individualmente en film plástico y después en una bolsa de congelación.

lunes, 13 de junio de 2011

Santa Madre 2.0




















                     
(Este post ha sido escrito con la colaboración y el permiso de las ilustres blogueras Noema y La Lupe, que en la vida real tienen un talento natural para los diálogos divertidos.)

Hija Ingrata está sentada a la mesa de la cocina montrealesa, en pantalones cortos y camiseta con la frase "Claro que son operadas, las mías intentaron matarme", estampada en la pechera. Está enfrascada en plena conversación (bueno, en pleno intercambio de paridas por Facebook)  con sus buenas amigas Cocinera Intercultural y Señora Hernández, mientras se hornea una tanda de galletas de avena y cranberries, previstas como soborno para Mentsch Surgeon, cuando escucha el familiar "bip-bip-bip-di-dup-bip" de una nueva llamada Skype. Hija Ingrata se sobresalta al ver que la persona que llama es nada más y menos que Santa Madre.

Es oficial: se terminaron los tiempos de tranquilidad internauta. Santa Madre acaba de recibir su ordenador y su conexión a Internet, y ha descubierto Skype. Que dios nos pille confesados. Y todo por culpa de Estoico Hermano, que además de Estoico es informático, y bienintencionado, y le ha regalado un ordenador para que pueda hablar con su Hija Ingrata.


Hija Ingrata escribe un nuevo comentario: -"Voy a tener que dejaros, tengo una llamada de... ¡mi madre! Es su primera llamada Skype, tengo que responder. Argh."

Cocinera Intercultural: -"Bueno, pon que estás ocupada y te llamará más tarde."


Hija Ingrata: -"Santa Madre ha aprendido a utilizar el correo electrónico y Skype, pero aún no domina las sutilezas que explican cuando una persona no está disponible y no hay que molestar. Y para qué engañarnos: cuando las domine, las ignorará por completo."

Cocinera Intercultural: -"Jejeje, bueno, piensa en las ventajas, como poder preguntarle en directo cómo se rellenan los chipirones... aunque si es como la mía, igual te critica lo sucios que tienes los cristales."

Hija Ingrata gruñe: -"Ya, y en lugar de recibir recortes de artículos de periódico como: "La fe en Dios y su poder curativo", "El 150 aniversario del Puente Colgante" y "Concurso de habaneras en Bilbao" ahora voy a poder recibir los enlaces."

Señora Hernández: -"Mi madre también me envía recortes. Del "Pronto". Y, desde hace unos años, también enlaces."

Hija Ingrata: -"Mire, señora , cuando me contaba lo de su madre y los recortes del Pronto, no osé interrumpirla porque se notaba que necesitaba desahogarse, pero mi Santa Madre es que me anega con sobres llenos de recortes de "El Correo", el periódico ignaro-nacionalista-de-derechas por excelencia en Euskadi."

Señora Hernández: -"Compruebo con malévola alegría que en todas parte cuecen habas."

Hija Ingrata: -"¿Lo dice por lo de los recortes? ¿O por lo del nacionalismo de derechas?"

Señora Hernández: -"Por ambos. Me temo."

Hija Ingrata: -"Santa Madre selecciona artículos con especial énfasis en temas como la religión, los cocineros vascos, la grandeza y gloria general de Euskadi y los artículos sobre la coral en la que canta, por ese orden. Y ahora va y se me informatiza. Santa Madre goes worldwide. O en su caso, más bien Santa Madre goes viral.

Cocinera Intercultural: -"Cielosanto."

Señora Hernández: -"¿A que a usted no le manda anuncios de ofertas de trabajo, con el propósito de que se mude de vuelta a casa?

Hija Ingrata: -"...Eso lo he incluído en la sección "grandeza y gloria general de Euskadi", que, según Santa Madre, es la tierra prometida y carece totalmente de paro. (Porfvorporfavorporfavor que no le regalen un Iphone.)"

Señora Hernández: -"Nuestra gemelitud ultramarina acabará haciendo que su Santa Madre tenga un Iphone 4 con una funda galáctica y 700 aplicaciones variadas. Ya verá."

Cocinera Intercultural: -"Ya debe de existir una aplicación «Cómo enderezar la vida de su hija». Y si no existe, me pongo a ello, porque en España triunfa. Seguro."
Hija Ingrata, inquieta, oyendo el "bip-bip-bip-di-dup-bip" insistente: -"Tengo que dejaros. De verdad."

Cocinera Intercultural: -"...No hay problema. Valor. Dile a tu hermano que ante todo no le abra un perfil facebook."

Señora Hernández: -"Mi madre acaba de mandarme un powerpoint de chihuahuas, madame. Yo también la dejo."



La voz de Santa Madre (versión 2.0), suena alborozadísima y a un volumen brutal, aún sin imagen:
-"¡HOLA, CHATITA!!!!!"
-"¿CHATITA? ¡NO TE VEO, CARIÑO!!!!!

Conecto mi webcam. -"Dale al botón "Encender vídeo", mamá. En la barra de abajo."

Santa Madre, a muchos, muchos decibelios: -"¡YYIIIIIIIHHHHHH!!!! ¡QUÉ MONA ESTAS, HIJA!!!!!!"

Hija Ingrata suspira. -"Mamá, no necesitas comerte el micro. Te oigo perfectamente."

Santa Madre, apareciendo en pantalla: -"Y tú a ver cuándo te cortas el flequillo, que tienes todo el pelo en los ojos."

Hija Ingrata: -"Ggrf."

Santa Madre, autoritaria: -"Ponte derecha, que siempre andas toda encorvada."

Hija Ingrata, débilmente: -"Jrumpf, mamá..."

Santa Madre: -"Te vas a quedar cheposa, ya te lo tengo dicho."

Hija Ingrata suspira de nuevo: -"Ésa soy yo. La jorobada de Notre-Dame de Montréal."

Santa Madre: -"Qué flaca estás, hija. ¿Ya me comes como es debido?"

Hija Ingrata: -"..."

Santa Madre: -"Mira que anchoas más hermosas he comprado hoy."

Un plano gigantesco de un plato de pescado crudo ocupa el monitor entero.


COOKIES "SALUD PÚBLICA" DE AVENA Y ARÁNDANOS ROJOS

Normalmente hago estas galletas atiborradas de fibra, vitamina E y antioxidantes en forma de barra de cereales, a veces añado nueces y semillas de calabaza y me sirven de merienda cuando voy al monte o tengo que tirarme un día entero dando vueltas por el hospital (como paciente... o como empleada). Esta vez las preparé en forma de galleta tradicional para regalar a Mentsch Surgeon, al que le gustaron tanto que no sólo las terminó de una sentada, sino que me encargó una docena para regalar (previo pago). La versión con azúcar es más crujiente y un poco más dura, con lo que "sobrevive" mejor al transporte en el bolso. La versión con miel es igualmente deliciosa y más interesante desde un punto de vista nutricional, pero da como resultado una galleta más blanda, menos apta para el transporte.

INGREDIENTES

  • 2 tazas y 1/2 de copos de avena (los que se utilizan para las gachas)
  • 1/2 taza de salvado de avena, semillas de linaza molidas y semillas de chía (o salvia hispánica) mezclados. Si no tenéis todos estos ingredientes en la despensa, uno de ellos bastará.
  • 1 taza + 2 cucharadas soperas de harina integral
  • 1/2 taza de germen de trigo
  • 1 cucharada de té de bicarbonato sódico
  • 1 cucharada de té de levadura en polvo (tipo Royal)
  • 1 cucharada de té de canela en polvo
  • 1/2 cucharada de té de sal (mejor de grano medio, pero la sal corriente también sirve)
  • 1 taza de aceite de canola o colza (mejor orgánico), u otro aceite vegetal de sabor suave
  • 1 taza de azúcar moreno (o miel, si utilizáis miel el tiempo de horneado puede ser ligeramente superior)
  • 1 huevo a temperatura ambiente + la clara de otro
  • 1 cucharada de té de extracto natural de vainilla
  • 1 taza y 1/2 de arándanos rojos (cranberries) secos. Cualquier otro fruto seco (pasas... etc.) en pedacitos puede servir. También podéis añadir nueces, avellanas o almendras picadas.
ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 180º. En un bol o ensaladera grande, mezclar los ingredientes secos: los copos de avena, el salvado, la linaza, las semillas de chía, el germen de trigo, la harina integral, el bicarbonato, la levadura, la canela y la sal.

En otro bol, batir bien el azúcar (o la miel) y el aceite, hasta que el azúcar deje de "crujir" y se haya disuelto bien. Añadir los huevos y el extracto de vainilla, y seguir batiendo. Cuando todo esté bien mezclado, echar la mezcla de ingredientes secos. Seguir batiendo sólo hasta que la mezcla tenga aspecto homogéneo. Incorporar los arándanos (o pasas).

Cubrir dos bandejas de horno con papel de hornear (papel pergamino, no encerado), y depositar en ellas cucharadas (mejor aún si tenéis una cuchara especial para formar bolas de helado) a unos 5 cm. de distancia entre ellas. Aplanar ligeramente con la palma de la mano o el revés de la cuchara. Si os quedan unas cuantas pasas o arándanos, podéis utilizarlos para decorar por encima las galletas.

Hornear hasta que  las galletas se doren ligeramente (depende de cómo os gusten de crujientes), unos 14 minutos. Dejar enfriar en la bandeja (depositada encima de una rejilla) unos 5 minutos, y después pasarlas a la rejilla con una espátula.  Dejar enfriar por completo antes de guardar. Se conservan estupendamente en una caja de metal o recipiente hermético.

A pesar de todos los prejuicios que podáis tener contra los dulces "sanos", creo poder afirmar -con toda modestia- que he conseguido una receta tan equilibrada como deliciosa (y muy popular en el hospital... y en casa). Ya me contaréis. Si se os ocurre una variante rica, escribidme, todo es mejorable.

jueves, 17 de marzo de 2011

Bizcocho japonés de matcha y miel (kasutera)

"When we lose twenty pounds... we may be losing the twenty best pounds we have! We may be losing the pounds that contain our genius, our humanity, our love and honesty." ~Woody Allen


"Inside some of us is a thin person struggling to get out, but they can usually be sedated with a few pieces of chocolate cake." ~ Unknown


"Flabbergasted: adj. Appalled over how much flab you have gained." ~ Unknown


Esposa Indigna lleva puesta una camiseta verde con la frase "Kiss me: I'm almost Irish", y está mirando libros de recetas sentada a la mesa de la cocina montrealesa, buscando inspiración para un postrecillo que alegre la cena y de paso sirva para postear algo en el blog, muy abandonado últimamente. La falta de inspiración es más creativa que culinaria, porque Esposa Indigna lleva un mes cocinando a un ritmo que parece que se vaya a acabar el mundo. A juzgar por lo que oye de fondo en la tele, encendida en el canal de noticias, se diría que el mundo está acabándose, efectivamente.

Entre Haití, que aún no ha levantado cabeza, la represión salvaje en Oriente Medio, el terremoto y subsiguiente tsunami en Japón y su propio cataclismo personal, Esposa Indigna piensa que este año empieza a tener un toque "año de la hecatombe" que la fatiga mucho. No hay chocolate suficiente para compensar tanta mala noticia. De ahí la necesidad imperiosa de hacer un buen postre. El cráter monstruoso abierto en el techo de la cocina montrealesa (cortesía de nuestro Jules) tampoco contribuye a mejorar su estado de ánimo. 

Tras levantar la vista brevemente y ver la cara acongojada de un niño nipón en los brazos de un soldado, Esposa Indigna suspira y cambia de canal. La panda de "Lord of the dance" zapatea frenéticamente jigas irlandesas vestida con lo que parece un disfraz de policía antidisturbios, y la verdad, da bastante miedo. Está claro que la Saint Patrick se acerca. Esposa Indigna decide que es el momento de hacer algo verde y japonés, por aquello de seguir la actualidad.

Mientras Esposa Indigna hojea un libro de cocina japonesa, Monsieur M. pasa por delante, de camino al cuarto de baño. Según anda, va quitándose ropa. El hecho de que la ventana y la puerta acristalada que dan al patio trasero tengan las cortinas abiertas y que en la casa de nuestros vecinos de enfrente viva una familia musulmana con dos hijas, que a estas alturas deben saberse de memoria su anatomía, no parece molestarle mucho. A Esposa Indigna tampoco, la verdad. Trabaja en educación, y le consta que esas chicas encuentran el vecindario de lo más educativo.

Monsieur M. hace una pausa y mira hacia la tele: -"¿Qué estás viendo? ¿La invasión de la división fascista irlandesa?"

Esposa Indigna, levantando la vista del libro, la fija en la porción de marido más cercana: -"Estaba viendo las noticias. Pero he cambiado. Las catástrofes engordan." Señala al libro. -"¿Y tú? ¿Intentas decirme algo? Porque tras una hora de telediario apocalíptico, te lo advierto, vas a tener que bailarme una jiga si quieres ponerme de humor." Dirigiéndose al ombligo velludo.

Monsieur M., muy digno (bueno, todo lo digno que puede estar uno desnudo en medio de su cocina): -"El sexo no lo es todo en esta vida."

Esposa Indigna, inconmovible, señala de nuevo a su libro: -"No. También existe la comida."

Monsieur M. la ignora: -"Voy a pesarme. Estoy soltando lastre." Dicho lo cual, le da la espalda en todo su esplendor dorsal y bastante peludo, entra en el cuarto de baño, deja caer la ropa que llevaba en la mano y se sube a la báscula.

"¡Ka-chink!" Nuestra báscula digital emite un sonido absurdo imitando los pesos antiguos cuando uno de los pesos pre-programados aumenta. A juzgar por el ¡kachink! que acabo de oír, mi homérico marido, que no se pesa muy a menudo, ha engordado. Monsieur M. es grande -mucho-, es zen -mucho-, y ha eliminado el apego, pero eso no quiere decir que cuando se pasa un poco con las cervezas y las patatas fritas los kilos no se apeguen a su colosal y nórdico cuerpo.

Esposa Indigna, pasando una página con indolencia: -"Uhm. ¿Cuánto?"

Breve silencio. Monsieur M., desde el cuarto de baño: -"..." Silencio. -"Eh... ¿Esta báscula va bien?"

Esposa Indigna, aún hojeando recetas japonesas: -"Es digital. Cuando no va bien, no pesa de más, simplemente no pesa. Deja de funcionar. ¿Cuánto?"

Monsieur M.: -"Mon petit loup, ¿tú crees que he engordado?"

(Inciso: A todos los lectores pertenecientes al género masculino: no os engañéis. Cuando vuestra compañera os hace esa pregunta... salid huyendo. Si os veis acorralados y obligados a responder... La. Única. Respuesta. Correcta. Es. NO. Da igual que la frase empiece por un traicionero: -"Dime la verdad...". NO. Tenéis. Que. Decir. NO. O asumir un infierno. Espero que esté claro. No digáis que no os he avisado.)

Cuando la pregunta proviene de un hombre... bien. Es diferente. Depende del hombre. En el caso de Monsieur M., Esposa Indigna sabe que él quiere una respuesta sincera. Pero no brutal. Monsieur M. tiene un cuerpo de una talla bastante colosal, con lo que puede permitirse engordar unos kilos sin que se note demasiado. En su peso normal, anda por los noventa kilos, de los cuales ochenta y cinco son de puro buen corazón. En pleno invierno puede subir hasta los noventa y cinco sin que se note apenas (tiene tórax de sobra donde repartirlos). Pero a partir de ahí la tripilla hace su aparición.

Esposa Indigna, ligeramente evasiva: -"Euh, quizá un poco. ¿Cuánto pesas?"

La voz de Monsieur M. llega un poco ahogada desde el baño: -"Estooo, digamos que he alcanzado los tres dígitos."

Esposa Indigna levanta las cejas y suelta un silbidillo entre dientes. Ahora lo entiende: el ¡kachink! de la báscula era un grito de angustia.

Monsieur M., que no la ve pero que es capaz de interpretar su silencio, dice, defensivo: -"Bueno, soy muy ancho, ya sabes, tengo un esqueleto--"

Esposa Indigna interrumpe la famosa excusa de la constitución y el esqueleto: -"Si has alcanzado los cien kilos, entonces has aumentado al menos ocho de masa ósea. Cher."

Monsieur M., la voz un poco más tenue: -"Wow. Hace como cinco meses que no me pesaba..."

Esposa Indigna: -"...Y es sorprendente cómo ha aumentado la fuerza de la gravedad desde noviembre."

Monsieur M. sale del cuarto de baño con aire resuelto, vistiéndose: -"Esto lo pierdo en un abrir y cerrar de ojos. Porque estoy en forma." Mirada oblicua de Esposa Indigna, que levanta una ceja. -"Redondo es una forma." Dice, defensivo.

Esposa Indigna: -"No lo digo por desanimarte, pero por lo que he leído, es imposible librarse de toda la grasa. Parece que dos tercios del cerebro están compuestos de grasa. Sin grasa tendrías que terminar trabajando en la tele española. O en TVA." Pausa. Cierra el libro de golpe. -"No quiero sabotearte las buenas intenciones. Hoy no hago postre."

Monsieur M. pone su cara de oso grizzly degollado.

Esposa Indigna chasca la lengua con exasperación: -"Agh. Tú sabes que a mí me pareces el hombre más sexy del planeta, sea cual sea tu peso. Pero en tu familia hay antecedentes de problemas coronarios. Soy muy joven para ser viuda. Y te lo advierto, los genes pueden ponerse muy chulos, lo digo por experiencia: mírame a mí."

Monsieur M. sigue poniendo esa cara.

Esposa Indigna, claudicando: -"Bueno. Voy a hacer un bizcocho japonés bajo en grasa, con té matcha. Que además parece que es muy bueno para lo mío. Pero esta tarde vamos a correr."

Monsieur M.-"¿Correr? ¿Estás loca? Hace un par de días salté un poco a la cuerda y mira la que he armado en Japón."

BIZCOCHO JAPONÉS DE MATCHA Y MIEL (KASUTERA)

Esta receta es un clásico japonés especialmente fácil de preparar. Lleva muy pocos ingredientes, y lo de que sea baja en grasa por una vez no es una adaptación mía, la receta original es así. Como no lleva ningún tipo de materia grasa ni levadura, la consistencia de este bizcocho es particular. A mí me gustó, pero no se parece a los bizcochos a los que estamos habituados, ni en color (verdoso), ni en textura.

INGREDIENTES:

  • 2 cucharadas soperas de leche (yo utilicé desnatada, es la que teníamos por casa)
  • 2 cucharadas soperas de miel
  • 3/4 de taza de azúcar
  • 3/4 de taza de harina de panificación o, si no tenéis, de harina blanca corriente
  • 1 cucharada sopera de té matcha
  • 2 huevos y 2 claras (versión baja en grasa) o 4 huevos enteros, a temperatura ambiente

ELABORACIÓN

Cubrir un molde rectangular (de cake) con papel de hornear. Reservar. Precalentar el horno a 185º. Poner a calentar una cazuela llena de agua.

Calentar las dos cucharadas de leche y disolver la miel en ellas. Reservar. Mezclar la harina y el matcha y reservar. En un bol, batir los huevos, añadiendo el azúcar gradualmente. Poner el bol al baño maría dentro de la cazuela con agua caliente (no es necesario que hierva), asegurándose de que el fondo del bol no toca el fondo de la cazuela (podéis colocar el bol dentro de otro bol más grande), y batir los huevos y el azúcar hasta que se pongan de un amarillo pálido, casi blanco. Sacar del agua. (Podéis saltaros este paso y batir los huevos y el azúcar directamente, no hay mucha diferencia en el resultado, pero aseguraos de que los huevos están a temperatura ambiente).

Añadir la mezcla de miel a los huevos. Mezclar bien. Añadir la mezcla de harina y té e incorporarlo sin remover demasiado tiempo (sólo lo necesario para que la mezcla sea homogénea). Verter la masa en el molde y golpearlo suavemente en el mostrador para dejar salir las burbujas de aire.

Hornear 10 minutos a 185º, después bajar la temperatura a 150º y hornear 40 minutos más o hasta que esté hecho (cuando pinchéis el centro con un palillo y salga limpio). Sacar del horno, dejar enfriar diez minutos y desmoldar. Cuando esté frío, envolver en film plástico y conservar en un sitio fresco. Está más rico de un día para otro, acompañado de una taza de té verde.