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martes, 31 de octubre de 2017

Cementerio indio (cuento especial de Halloween). Sopa de calabaza y boniato al curry rojo tailandés

Una noche fría de finales de octubre en Quebec, una profesora española cuenta una historia junto al fuego. Su auditorio es su vieja amiga Violeta, que ha venido a visitarla un par de semanas. Es uno de esos anocheceres encapotados y glaucos de finales de octubre en la región de los Laurentides, cuando los árboles que rodean Muffin Manor han perdido su esplendor rubí y amarillo, y solo queda el cobre de las hojas secas y el verde negruzco de las coníferas. Fuera, las ramas casi desnudas se mueven con el viento. Dentro, la chimenea arde y las dos amigas rodean con las manos sendas tazas de chocolate, las mejillas aún frías del paseo con Kraken, el perro de la casa, que duerme satisfecho en su rincón del sofá. El resplandor tamizado de las lámparas contribuye al calor de la habitación.

- «Esta es la historia de la Maldición del Cementerio Indio», comienza la anfitriona. Hace una breve pausa a modo de preámbulo, para dar más efecto a su palabras. Una oportuna y violenta ráfaga de viento (el tiempo ha sido tormentoso durante los dos últimos días, y las temperaturas en descenso anuncian que la nieve está cerca) hace que las ramas de la enredadera que cubre la fachada de la casa golpeen contra el cristal de la ventana del salón. Violeta se sobresalta un poco y mira afuera, al anochecer que se oscurece a toda prisa. Contenta del clima que se ha creado, la anfitriona prosigue: - «Érase una vez (las historias hay que comenzarlas como es de ley) una pareja que vivía en Montreal, en una barraca montrealesa típica de los años 50. Ella era de origen inmigrante y se dedicaba a la enseñanza y a escribir y cocinar compulsivamente. Él era quebequés, grande, fuerte, zen y había eliminado el apego». 

- «Esa pareja me resulta extrañamente familiar», observa Violeta.

- «Tú escucha y calla», dice la narradora, con una soltura producto de muchos años de amistad. «Pues bien: la pareja en cuestión estaba bastante harta de las reformas interminables de la barraca, reformas que hacían ellos mismos, con la ayuda ocasional de un operario un poco peculiar».

- «Ese operario... ¿no sería un tipo bretón que se llamaba Jules, no? Porque me suena bastante». Insiste Violeta.

- «El nombre da igual. Calla y tómate el chocolate antes de que se enfríe. Le he echado marshmallows». Violeta, obediente, se aplica a sorber los marshmallows en miniatura que flotan y se funden encima de la espumosa taza de chocolate. - «Como decía, la pareja estaba harta de las reformas de la barraca y de vivir en la ciudad. Especialmente él, que era lo menos urbanita del mundo. Así que cuando ella terminó sus estudios y encontró un trabajo, decidieron vender la barraca montrealesa e irse al campo. Bueno, al campo no. Sería más exacto decir al bosque. Muy lejos de la ciudad y de toda civilización. Al sexto pino». 

Violeta abre la boca con la intención de decir algo, pero un «chuuttt» autoritario le hace pensárselo mejor. Mira su taza de chocolate y da un buen trago, pintándose un bigote de espuma. Mientras se relame, su buena amiga continúa: - «''Compremos nuevo'', decía la pareja antes de encontrar la cabaña en el bosque de sus sueños. ''Y no tendremos que hacer obras'', añadían. Así que se mudaron, ellos y sus dos gatos, una gata geriátrica y un gato... corpulento

- «Lo dicho... muy familiar, todo», dice Violeta. Su amiga coge una galleta del plato y se la inserta en la boca. Violeta no parece muy desdichada con la situación. 

- «El primer año, todo fue bien. La pareja se instaló, pintaron y decoraron Muffin Manor a su gusto, es decir, al gusto de ella, y vivieron felices y cubiertos de pelos de gato. Al segundo año de vivir allí, empezaron a pasar cosas».

- «¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas? ¿Qué tipo de cosas?»

- «Sucesiones de eventos desafortunados. Al principio fueron cosas pequeñas, y la pareja no las asoció unas con otras. Zonas del terreno en las que la vegetación moría de manera inexplicable, zonas circulares, perfectamente delimitadas. Como una quemadura. Animales muertos que aparecían en el jardín: perdices, liebres, hasta esqueletos de ciervo. Ellos lo atribuían a los depredadores habituales de la región: zorros, coyotes. Lo raro era que normalmente esos depredadores devoran a sus presas, no suelen abandonar los cadáveres enteros». 

- «Quizá los habitantes de la casa sorprendieron a los animales antes de que pudieran comerse a las presas», apunta Violeta, ahora más atenta a la narradora de la historia que a su taza de chocolate. 

- «Eso pensaron ellos. Pero los eventos se multiplicaron. La lavadora desbordaba sin que ni él, bastante manitas en cosas de fontanería, ni más tarde el fontanero (al que llamaron tras varias inundaciones del lavadero) pudieran explicarlo. Las luces explotaban al encenderlas, literalmente. El electricista tampoco pudo aportar una explicación, en una casa de nueva construcción y con una instalación eléctrica tan reciente. Invasiones de insectos en cantidades fuera de lo normal para la región y la época del año: avisperos numerosos, algunos de ellos subterráneos (los más peligrosos si alguien desafortunado mete el pie dentro), invasiones de orugas que cubrían literalmente la fachada de la casa, mientras los vecinos más cercanos no tenían ese problema. Nidos de culebras silvestres, que se retorcían en un amasijo en el porche delantero y disuadieron a la propietaria de sentarse plácidamente en el escalón de la entrada con su café matinal.»

- «Ugh, ugh, ugh», dice Violeta, arrugando la nariz. 

- «La pareja decidió eliminar la piscina del jardín tras pagar cantidades de dinero astronómicas para reparar numerosos problemas. Lo decidieron la mañana en la que encontraron al gato de los vecinos ahogado, flotando en el centro. Ella no entendió al principio qué era aquella mancha blanca y negra: fue cuando se acercó a la piscina que se dio cuenta. El pobre animal había intentando -en vano- salir de la piscina, y había hecho profundos arañazos en la pared de plástico. Las semanas siguientes, él tuvo que deshacerse de los cadáveres de una liebre, un mapache y dos ardillas. ''Si sigo así, voy a dedicarme a sepulturero'', bromeó con ella. ''Pues nuestros gatos no han sido, son demasiado perezosos hasta para cazar ratoncillos'', dijo ella, ''aún menos para matar a un mapache que es casi del doble de su tamaño''. 

Las noches en las que él estaba en Montreal dando sus cursos, ella solía oír ruidos de patas y zarpas correteando y arañando el tejadillo del primer piso. Las primeras veces se asustó mucho, con la oscuridad era imposible ver qué animal hacía ese ruido, a pesar de que salió numerosas veces a mirar,con una linterna y todo el coraje del que disponía, ella, que había vivido toda su vida en la ciudad.»

Violeta escucha, los ojos muy abiertos. Alarga una mano sin mirar, y, como para reconfortarse, acaricia la masa sólida y oscura del Kraken, que ahora ronca a pata suelta en el sofá. Los ronquidos restan un poco de dramatismo a la historia, en este crepúsculo ventoso y un poco lúgubre.   

«Los sonidos de animales continuaron, sin que ninguno de los dos encontrara ni rastro de lo que los producía. ''Mapaches'', concluyó él. ''O ardillas''. No te preocupes, por aquí no se suele ver a muchos osos pardos y de todas maneras, meterían más ruido''. ''Siempre tan tranquilizador'', gruñó ella. ''Podrías haberme advertido antes de mudarnos del mal rollo que puede dar el campo a veces''. ''A mí solo me da mal rollo lkea un sábado, mon p'tit loup'', replicó él, besándole el pelo. Y las cosas parecieron calmarse durante un breve periodo de tiempo. Adoptaron a un perro en la protectora de animales, y toda la familia parecía entenderse bien. »

- «De verdad que esa pareja me suena mucho. Ya, ya me callo. Sigue contando, yo voy a ir calentándonos una sopita para cenar.» Violeta la anima a seguir, mientras sirve en sendos tazones una crema de calabaza de un naranja profundo. 

- «Fue a partir de ese momento cuando las cosas se pusieron feas. Encontraban calaveras de ciervos tan a menudo que él bromeaba con empezar a fabricar lámparas con ellas y venderlas. A uno de los gatos, que empezaba a aclimatarse al cambio de paisaje lo suficiente como para aventurarse a salir al jardín, le ocurrió algo extraño después de uno de sus primeros paseos por el terreno. Una mañana fría de septiembre llegó a una de esas ''calvas'' inexplicables que se producían en el césped a pesar de los cuidados que le prodigaba la pareja, y se cayó cuan largo era. Ella lo vio desde la ventana, corrió a recogerlo, y lo llevó al veterinario. Lo llevaba en el regazo mientras conducía, el pobre animal inmóvil, pero aún respirando suavemente. El veterinario tuvo que administrarle la eutanasia el mismo día. Un cáncer fulgurante. Lo enterraron en un islote junto al estanque,  él llorando todo el tiempo mientras cavaba el agujero, y ella plantó bulbos de crocus blancos, que son las primeras flores que aparecen en el deshielo. Es por eso que aquí en Quebec los llaman los ''perfora nieves''. Durante semanas y semanas ella fue incapaz de mirar hacia el pequeño túmulo de piedras con el que él marcó la pequeña tumba, sin ponerse a llorar. A partir de ese día, todo empezó a acelerarse.

Él empezó a notar dolores en el mentón y en el tórax, dolores fuertes que le impedían dormir. Se le hincharon los ganglios de manera anormal, y le diagnosticaron un linfoma incurable. La quimioterapia podía ralentizar mucho el progreso del cáncer, así que tuvo que pasar por numerosos ciclos muy duros. Ella pasó el verano limpiando y vaciando el trastero de objetos inútiles, como si despojarse de lo que no fuera estrictamente necesario fuera a ayudar a que la vida no abandonara a su hombre. Lo cierto es que se sentía impotente y necesitaba ocuparse en algo.  Cuando él acababa de terminar el tratamiento y daba muestras de responder muy bien, ella estaba moviendo cajas en el sótano y descubrió unas horribles manchas negras en el suelo y las paredes, en un rincón del trastero. Temerosa de que ese moho se extendiera y perjudicara al ahora casi inexistente sistema inmunitario de él, llamó a un reparador. Dos semanas más tarde descubrían que la casa tenía graves problemas de drenaje, y que esa humedad y ese frío que nunca conseguían eliminar del todo, se debían a que estaban viviendo con veinte centímetros de agua acumulada bajo el parqué del sótano. Así que aseguradoras, reparadores, fontaneros, y una buena parte de sus economías pasaron desfilando durante el tiempo que tardaron en achicar el agua de ese lago interior. El otoño llegó de nuevo y pasó. La nieve cubrió todo el jardín y él, repuesto de su cáncer, reconstruyó el suelo y las paredes del sótano. El deshielo, que siempre parece que no va a llegar jamás, terminó por fundir toda la nieve, y los crocus de la tumba del gato brotaron... de un color violeta muy oscuro. ''Un error en el etiquetado'', pensó ella. Salvo que la primavera anterior habían brotado blancos. No le dio muchas vueltas, estaba ocupada en otras cosas. 

Y fue entonces que encontraron el primer indicio. Ella al principio no lo asoció con nada de lo que estaba ocurriendo. Su naturaleza profundamente cartesiana se lo impedía. Fue una broma de una amiga, tras un accidente que terminó con uno de los coches de la pareja (pero del que ella salió ilesa), que comentó ''Pobrecita mía, tanta mala suerte seguida es casi imposible, a ver si esa casa vuestra está construida encima de un cementerio amerindio y habéis pescado una maldición...''. Ella rió de buena gana y no le dedicó ni un minuto de sus pensamientos al tema. Hasta que la excavadora que tenía que rehacer el canal de drenaje en torno a la casa desenterró el primer montón de huesos.»

Violeta, con las manos ocupadas por dos tazones de sopa y un par de servilletas colgadas del antebrazo, detiene el movimiento de alargar el cuenco a su amiga y se queda mirándola, un poco boquiabierta. 

La narradora la mira, y hace un movimiento de cabeza, como asintiendo. Toma el tazón de manos de su amiga y sigue contando. «La pareja llamó a la Sûreté du Québec, la policía provincial. Los restos parecían viejos y debatieron brevemente llamar al servicio de arqueología de los parques nacionales, pero ninguno de los dos podía afirmar que no eran recientes. Así que la policía mandó a gente del servicio de identificación forense, que vinieron, inspeccionaron la excavación, recogieron muestras de tierra y se llevaron los huesos tras envolverlos con extremo cuidado. Los restos eran claramente humanos, puesto que entre ellos había un cráneo. Prometieron dar noticias. Pasaron algunas semanas. Los ruidos nocturnos en el tejado empeoraron, siempre cuando él no estaba en casa. Una noche sonó un golpe tan fuerte en el tejado, que ella le llamó por teléfono y le pidió que viniera a casa. No vieron lo que era, pero hablaron con el servicio de la Fauna por teléfono. Les dijeron que era posible que un oso pardo se hubiera aventurado cerca de la casa, en primavera suelen estar hambrientos. 

A pesar de todos los infortunios, la pareja era bastante feliz. La salud de ambos iba bien, y se sentían capaces de enfrentarse a todo con apoyo mutuo. Su gata geriátrica murió también, esta vez de manera menos inesperada. Él la enterró junto a su primer gato y comentó algo sobre abrir un cementerio de mascotas. Siguieron con su rutina: las clases, los paseos por el bosque con el perro. Ella solía encontrarse con uno de sus vecinos durante esos paseos, el propietario de un bosque colindante, que solía ir a cortar madera para su estufa de leña. Esos encuentros, un poco incómodos al principio, empezaban a ser algo deseable, porque en algunos de los paseos ella había notado cosas extrañas. Como un claro bastante parecido a esas zonas agostadas del jardín, un claro casi perfectamente redondo, con la hierba amarilla de un aspecto quemado. En ese claro reinaba un silencio extraño, cuando ella llegaba con el perro y se paraba a escuchar, los pájaros y los insectos parecían haber desaparecido.  

A veces, el vecino y ella conversaban un poco. En una de esas conversaciones, el vecino, un tipo enjuto, serio y más bien circunspecto, le contó, notando su acento extranjero, que esa región en la que vivían solía ser territorio amerindio, concretamente atikamekw. Tras mascullar un comentario vagamente racista, observó que ahora los atikamekw vivían en las reservas y vendían ''porquerías a los turistas''. Y desapareció. Y cuando digo desapareció,lo digo literalmente: esa fue la última vez que ella lo vió. Días más tarde tuvo un accidente con su vehículo todoterreno y murió en el acto. Las tierras se vendieron y el nuevo propietario no era muy fan de los perros, así que ella cambió la ruta de sus paseos. 

El servicio de identificación forense llamó y confirmó que los restos encontrados eran humanos, que tenían unos doscientos años, y que por restos de cuero y de ropa recogidos junto a la osamenta, probablemente pertenecían a un hombre de las Primeras Naciones, como llaman aquí a las tribus amerindias autóctonas de Quebec. Les dijeron que les mandarían unos documentos para firmar, dándoles permiso para conservarlos y exponerlos en un museo. Tras esa llamada, ella empezó a investigar un poco en Internet sobre los pueblos amerindios originarios de esa región, pero al cabo de un tiempo, olvidó el tema.

Un nuevo problema en la casa (esta vez de desagüe), hizo que que la pareja tuviera que excavar de nuevo en el jardín. Esta vez la pala mecánica tropezó con un esqueleto completo, casi intacto. Cuando los llamaron para ir a echar un vistazo, vieron que estaba acostado de lado, en posición fetal. Y que a sus pies había un par de objetos, uno de ellos parecía un cuchillo. De nuevo llamada a la Sûreté, y esta vez tras oír las palabras ''fosa común'', ella se puso a investigar de nuevo, esta vez con bastante más ahínco, sobre ritos funerarios amerindios

-«¿Y?», la apremia Violeta. 

- «Muchos pueblos amerindios de Canadá, como los hurones, los iroqueses o los innus, entierran a sus muertos en fosas comunes. En posición fetal, como símbolo del renacer después de morir. Con objetos que pueden necesitar en el Más Allá. También celebran una Fiesta de los Muertos». Breve silencio y mirada a la calabaza decorada en la repisa de la ventana, lista para Halloweeen. «Se cree que--» un ruido enorme en el tejado, con una vibración que repercute en toda la casa, la interrumpe. Las dos amigas miran al techo, y tragan saliva ruidosamente. Kraken se levanta de un salto y corre hacia la puerta. Se planta delante y empieza a gruñir de manera, sorda, baja. 

La narradora se fuerza a mirar a la chimenea, como si no escuchara el ruido de un correteo de patas y de arañazos que proviene del tejadillo exterior que cubre el porche. Ninguna de las dos hace la más mínima mención de salir. Ella llama al perro, que no le hace caso, y mira a través de la puerta acristalada con la cabeza gacha, las orejas pegadas al cráneo y la cola entre las patas. 

-«...se cree que hacer ofrendas como platos de comida, armas de caza y ropas, puede aplacar a los espíritus de las personas enterradas. Como pagar un precio por la paz eterna». Termina, mirando la cara asustada de su amiga mientras el perro sigue gruñendo cada vez más alto frente a la puerta principal. El gruñido, viniendo de un animal normalmente dulce y sumiso, hace que los pelos de los brazos de Violeta se ericen. 

- «Y-y qqué-qu-qué vas a hacer?», pregunta Violeta, olvidando usar la tercera persona. 

- «Mañana es Halloween. He preparado pan, he apartado algunas prendas de ropa, he comprado un cuchillo de caza. Tú y yo vamos a cavar, bonita».

***************


























SOPA DE CALABAZA Y BONIATO AL CURRY ROJO TAILANDÉS

INGREDIENTES (para unas 4 a 6 raciones)
  • 1 cucharada sopera de aceite de oliva
  • 1 cebolla mediana, picada en daditos
  • 2 dientes de ajos, en rebanadas
  • 1 cucharada sopera de jengibre fresco rallado (o 2 de té de jengibre en polvo)
  • 1 cucharada sopera de pasta de curry rojo tailandés 
  • 1 cucharadita de té de cúrcuma rallada (yo encuentro fresca, pero en polvo también vale)
  • 1 boniato, pelado y cortado en cubos
  • 2 zanahorias grandes, peladas y cortadas en rodajas
  • 1 taza de calabaza, en dados (yo he usado butternut)
  • 4 tazas de caldo de verduras (o de pollo, si no sois vegetarianos)
  • 3/4 de taza de lentejas rojas
  • 1 cucharada sopera de salsa de pescado asiática (ídem que por el caldo de pollo, salsa de soja si queréis que la receta sea vege)
  • 1 cucharada sopera de jugo de lima
Después de la cocción:
  • 1 lata de leche de coco
  • 1/4 de cucharada de té de sal (o al gusto)
  • 1 cucharada de té de salsa de pescado
  • 1 cucharada de té de jugo de lima
ELABORACIÓN

Calentar el aceite en una cazuela. Sofreír la cebolla a fuego medio-alto hasta que se ponga translúcida. Añadir el ajo y el jengibre, sofreír durante un minutillo más. Agregar la pasta de curry y la cúrcuma y revolver para que coloree bien la cebolla, hasta que huela. Más o menos un minuto. 

Añadir la calabaza, la zanahoria y el boniato en cubos, sofreírlos un poco, echar las lentejas, la salsa de pescado y el jugo de lima. Verter el caldo y cuando rompa a hervir, bajar el fuego y dejar hacer hasta que las zanahorias y la calabaza estén hechas. Unos 40 minutos. 

Batir todo hasta obtener una crema untuosa. Echar la leche de coco, la salsa y el jugo de lima. Batir un poco más y corregir de sal. Servir con pepitas de calabaza y un hilo de leche de coco, acompañada de una buena historia de miedo. 
   

jueves, 24 de octubre de 2013

Poultrygeist (Night of the Chicken Dead): una historia «gore»

Queridos lectores: 

Sepan que echo de menos escribir. Sepan que me gusta dar clases casi por encima de todas las cosas, pero no más que escribir. Pero por el momento hay que atender a lo necesario. Y pagar las facturas. Sepan que leo sus comentarios sobre cómo echan de menos el blog y se me encoge el corazoncillo. Para que vean que no los olvido, y como los que me siguen fielmente desde hace años saben que me encantan esta época del año, el otoño, Halloween, las calabazas, los murciélagos, los dulces en formato bolsillo de niño (bueno, todos los dulces) y las historias de miedo, hoy me tomo un respiro momentáneo de la vida real y vuelvo a la virtual. Con unas estampas de mi locura cotidiana y una receta gore. Para perros, además. ¿Una «perroceta»? ¿Una «perreceta»?

ESTAMPA 1

Como saben, desde que me mudé al campo la población de este zoo en el que vivo ha experimentado muchos cambios. Alfonso, nuestro gato-perro adorado murió hace ya un año (sniff), Julieta, nuestra gata veterana, empezó a estornudar desde que entró por la puerta de Muffin Manor (yo pensaba que era alérgica al campo, pero resulta que es un virus), y no se le pasó hasta que adoptamos a la Chica, un cruce boyero de Berna-border collie-Kraken del abismo de treinta y tantos kilos que come como todos ellos juntos. 

Lo de la terapia de choque funciona, créanme: fue poner a Julieta delante de la Chica, que meneaba el rabo y jadeaba con su mejor expresión de -«Arfarfarfgatogatogato¿puedolamermordisquearjugarconél?», y cortársele los estornudos. Así, de golpe. Y mudarse al piso de arriba y no querer volver a bajar nunca más a afrontar al Kraken excesivamente amistoso que la mira desde el pie de la escalera. 

Julieta es el reflejo de los gustos de la humana que vive con ella: en su vejez se ha vuelto como una de esas viejas locas inglesas de las novelas góticas: encerrada en sus aposentos del piso de arriba de la mansión, donde los sirvientes (nosotros) le llevan las comidas y le hacen compañía. De vez en cuando pasa por el rellano de las escaleras. La Chica la mira con anhelo desde el piso de abajo (respetando escrupulosamente la prohibición de correr escaleras arriba y masticar a la gata), agita la cola como una posesa, lloriquea y pone caritas de «qué buena soy, ven a jugar conmigo». Julieta se sienta y la mira desde las alturas, con el profundo desdén que sólo un gato puede mostrar. Abusando un poco del buen carácter de la obediente Chica, empieza a lavarse la cara y los bigotes con parsimonia. Si pudiera hacerle un corte de mangas, lo haría. Monsieur M. contempla la escena y le dice a la perra, acariciándola, lleno de empatía: «Sííí. Ya sé que ESO vive arriba. Pero no, lo siento, no puedes subir y comerte ESO. ESO forma parte de la familia desde hace más tiempo que tú.» 

En las últimas semanas Julieta ha vuelto a estornudar y moquear profusamente. Estamos considerando adoptar a un mastín. Eso debería cortarle los estornudos por una buena temporada. 



ESTAMPA 2

Una señora cuarentona pero juvenil (sí, qué pasa) y con un encantador acento hispánico hace la compra en un supermercado de la capital de provincias más cercana al sexto pino, donde vive con una gata aristocrática, mocosa y enclaustrada, una perraza de treinta y tantos kilos de amor bruto, un zorro que da vueltas por su jardín esperando que la gata reclusa salga a dar una vuelta, dos mapaches que se sirven en el compost como si fuera un buffet, y un señor quebequés grande, zen y que ha eliminado el apego. Tanto, que no puede soportar hacer la compra. Así que la señora ha comprado todo lo necesario para sobrevivir en las profundidades del bosque durante una semana, y se dispone a poner en práctica su plan. Tras contemplar a la perra tragando -sin masticar- ese pienso de veterinario carísimo que se supone limpia hasta la última partícula de sarro de la dentadura canina -siempre que se mastique, imagino-, y tras calcular lo que le cuesta al mes pagar por esa comida sintética, se dispone a cocinar para el público más agradecido que ha tenido nunca: la Chica. La señora ha calculado que sustituyendo una de las dos comidas de la Chica por comida de verdad, no sólo mejorará la salud de la perra y su estado de felicidad general (a ver a quién le hace ilusión comer bolitas secas dos veces al día durante el resto de sus días), sino que les saldrá más barato. Mucho más. Con lo que ahorren, podrán pagarse un crucero. O casi.

Tras informarse abundantemente de lo que constituye una dieta sana y equilibrada para un perrazo, se da cuenta de que necesita hacer acopio del ingrediente de base: carne. Y es que la señora y el monsieur, si bien no son exactamente vegetarianos, digamos que comen carne roja unas dos veces al año. Tres, si andan por el lado salvaje. Ellos son más de pescado, tofu y algún pollo o pavo ocasional. La Chica parece llevar bien este casivegetarianismo: a ella le encanta masticar brécol, manzanas, calabaza, zanahorias, frambuesas, el plástico de su bol del agua, un pedazo de cuerda con el que juega y el periódico, especialmente el que es un poco conservador, La Presse (una vez le dimos un Journal de Montréal, pero lo digirió bastante mal... quizá fue la horrible sintaxis). Casi todo ello de origen vegetal. Pero no sólo de verdura vive el perro. Necesita proteínas. 

La señora empuja el carro lleno de yogur, col, acelgas, tomates, peras, lechuga, manzanas y se dirige resueltamente al mostrador refrigerado de la carnicería. Allí respira hondo y abre su mente a un nuevo mundo de vísceras hasta ahora desconocido: ternera de oferta para guisado (la que más nervios tiene, pero no cree que a la Chica le importe, teniendo en cuenta que no mastica la comida), hígado de buey (recuerdos de infancia, puajpuajpuaj), una bandejita de poliestireno llena decorazones de pollo, un corazón de cerdo de la talla y aspecto de un corazón humano (Jesuschrist on a piece of toast), -«Corazones para mi corazoncito», piensa la señora con una risilla extraviada. La octogenaria junto a ella la mira con desconfianza. Lo de apilar corazones de animales diferentes en el carro no es sanguinolencia gratuita, es que el corazón es lo más cercano a cualquier otra pieza de carne muscular y mucho más barato que el filete. Ni idea de para qué lo usa la gente que no tiene perro. La señora ve bandejas con riñones (también de cerdo, de un tamaño perturbadoramente humano), pero decide que ha tenido suficiente y se dirige a la caja. 

La cajera, de unos diecinueve años pero con aspecto de dieciséis, es como todas las cajeras quebequesas de su edad que suelen tocarle a la señora: amable, servicial, totalmente desconocedora de cualquier verdura que no sean las patatas o las zanahorias (-«Hum, voyons, ¿dónde está el código de la coliflor?», mirando a una alcachofa), con un universo gastronómico increíblemente limitado para alguien que trabaja rodeado de comida. Empieza a escanear laboriosamente mis exóticas verduras y llama continuamente al encargado para que le diga cuál es el código de esta o aquella planta desconocida (cielos, he comprado acelgas), probablemente maldiciendo entre dientes a estos condenados inmigrantes que comen cosas raras, pero con una sonrisa muy profesional. 

Cuando terminamos la parte vegetal de la compra y empieza a desfilar la casquería, su expresión cambia: una cosa es que una compre -y coma, puaj- cosas improbables como una alcachofa, pero este despliegue de órganos internos empieza a ser demasiado. Parece un capítulo de «Hannibal». Al ver la reacción de la cajera y la del jovenzuelo que mete su compra en las bolsas, la señora decide quitarle hierro a la cosa con una bromita: -«Je, es para una película gore casera que estamos rodando.» La cajera deja de sonreír, deja de mirarla y se apresura a terminar con una agitación visible. 

La señora empuja su carro por el aparcamiento, bastante abochornada. La Chica, que la espera en el coche sacando la cabeza por la ventanilla, le dedica su mejor sonrisa llena de amor perruno. -«Espero que te guste, perra del averno. Y que dure. Porque no voy a poder volver por este supermercado en un tiempo.» 



POULTRYGEIST CASERO: RANCHO PARA PERROS

INGREDIENTES (Para un perro de unos 30-32 kilos, una ración, equivale a unas dos tazas)
  • 1/2 taza de copos de avena (ya cocidos, en agua, sin sal ni azúcar)
  • 1/4 taza de brécol, coliflor o col cocida, sin sal, cortada en ramitos
  • 1/4 taza de zanahoria, o, aún mejor, calabaza cocida sin sal
  • 1 taza de casquería variada, cortada en pedazos para impedir la asfixia de tu tragón de cuatro patas

ELABORACIÓN

La elaboración no es complicada. Si os lanzáis a cocinar para vuestro amado chucho, o, aún mejor, si no queréis cargaros con más trabajo y tener que cocinar específicamente para él, tenéis que recordar algunas cosas de base: los perros comen como nosotros deberíamos comer si quisiéramos vivir cien años y llevar una vida muy triste. Nada de sal, nada de azúcar y limitad las grasas. Así que si contáis con reservar algo de comida para Fido, acordaos simplemente de cocer las verduras sin sal ni especias, y añadid eso al final, en vuestro plato. Fido estará más sano si come sin sal. Y de todas maneras no parece notar la diferencia.

La proporción de cereales que dáis a vuestro perro no debe ser muy alta, ya que en la mayoría de los piensos industriales ya se encuentran en exceso (añaden mucha harina de maíz porque abarata los costes de producción), y son el principal motivo por el que los animales domésticos engordan. Así que si combináis los dos tipos de comida, la industrial y la casera, vuestra prioridad es que Fido coma vitaminas (verduras) y proteínas, especialmente estas últimas. La avena es una buena opción como cereal (mejor que el sempiterno arroz blanco) por exactamente los mismos motivos por los que es buena para los humanos: llena, favorece el tránsito intestinal y se digiere bien. Una opción diferente al brécol son las vainas (judías verdes), poco calóricas y excelentes para vuestro perro. La calabaza cocida es mano de santo para los perros con el estómago revuelto. En cambio, hay algunas frutas y verduras que son tóxicas para los perros y que nunca, nunca, deben comer: la cebolla, el ajo, los tomates, los aguacates, las uvas,  las nueces y las setas en general. Otras no son muy buenas y es mejor evitarlas: los pimientos, las berenjenas, los tomates, las acelgas. 

En cuanto a la casquería, os recomiendo hacerla en una sartén a la plancha, con un poco de aceite de oliva, que es excelente para el pelaje. Y dadle al extractor de humos o la casa olerá de asco. Ver unos cuarenta corazoncitos de pollo salteándose en la sartén es bastante, uh, peculiar. Especialmente si sois comedores de tofu. Simplemente recordad que la proporción de carne «muscular» (filete, pechugas y muslos de pollo, corazón) debe de ser bastante superior a la de hígado. El hígado es bueno para los perros por su contenido en hierro y en vitamina A, pero en cantidad excesiva produce efectos, eh, rápidos y no deseados. Así que poquito. Otra opción estupenda para la salud de vuestro can es el pescado: el salmón, las sardinas y el pescado azul en general. Aunque tal y como están los tiempos, creo que es un lujo hasta para nosotros. 

Servir casi frío en las proporciones indicadas y observar cómo el fruto de al menos media hora de trabajo desaparece en dos minutos. Disfrutar de las miradas de adoración y de -«¿De verdad que no hay más?» de ese par de ojazos marrones. Decirse que esa mirada ha valido todas las demás en la caja del supermercado.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Booh!

Mientras me pongo en forma y recupero el hábito de escribir, sigo con las entradas fotográficas, que son otra manera de contar historias. Este año, contra mi costumbre, he pasado Halloween fuera de Montreal. Por una vez, en lugar de abrir la puerta a los monstruos bajitos que vienen a pedir caramelos, me he paseado por otra ciudad, la más antigua de la provincia de Quebec. Por donde quiera que uno mire, ve casas históricas cuyos tejados metálicos brillan con luz propia contra el cielo plomizo de esta tarde de brujas...













...puertas extrañamente decoradas para indicar a las hordas de monstruos bajitos que la casa es amistosa y contiene mucho azúcar...




























...algunas de esas casas parecen salidas de una novela de miedo victoriana, y son curiosamente inglesas em una ciudad en la que impera el francés



... y gente extraña que pasea por las calles...

martes, 26 de octubre de 2010

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades: una historia por entregas (parte 1).

Estoy de pie en medio de la habitación, parada en seco, la mano en la que llevaba un libro aún en alto. Miro la expresión de la figura sentada en el sillón, también inmóvil, un libro abierto y caído en el regazo, los ojos fijos en el vacío, la boca ligeramente entreabierta, la vivacidad que la anima normalmente completamente desaparecida. Incrédula, me acerco un par de pasos y me detengo de nuevo. Ésta es la segunda persona muerta que veo en menos de un mes. La tranquilidad del campo, pensé al llegar a esta casa.

Después de un largo momento de helador entumecimiento, consigo salir de mi parálisis inicial. Mi cerebro se lanza entonces a la búsqueda de respuestas en una carrera febril y bastante incoherente: ¿Quétengoquehacerquétengoquehacerquétengoquehacer? La primera respuesta que me viene a la mente después de todo lo que he visto en los últimos días es: « Llamar a la policía ». Me obligo a mirar de nuevo el cadáver (¿de verdad es un cadáver?), y no veo rastro de violencia. ¿Ataque al corazón? Me dirijo lentamente -o ésa es la impresión que tengo- al enorme escritorio de caoba. Los pies parecen pesarme toneladas.  He debido de tomar una decisión, porque llamo a una ambulancia. Mientras espero a que descuelguen al otro lado de la línea, una parte de mi consciencia registra, de forma bastante absurda, que encima de la mesa están los restos de un té de media tarde, acompañado de uno de los cakes de calabaza que traje al llegar, del que aún queda un pedazo. Por favor, que no haya sido yo la culpable, me digo, considerando lo ridículo que sería el matar a alguien con un pastel. ¿Alergia?

Después de una somera descripción de lo que veo y de balbucear la dirección sintiendo gratitud por no tener que acordarme del número (ventajas de las regiones rurales: Sussman House, Hill Road, en Ayer's Cliff), cuelgo, me acerco al cuerpo y lo examino. Un ligerísimo movimiento del torso me impulsa a colocarle el libro al que me he aferrado durante la llamada telefónica y que aún llevo en la mano debajo de las fosas nasales (es lo primero que se me ocurre, probablemente lo he leído en alguna parte). El plástico que cubre las tapas del libro se empaña de forma casi imperceptible: parece que después de todo éste no es el segundo cadáver que veo este mes. Un sollozo de alivio me sube bruscamente a la garganta, pillándome por sorpresa. Me obligo a respirar hondo, sin mucho éxito, porque los sollozos (ahora estoy llorando a sacudidas, hipando como si tuviera cuatro años) me cortan la respiración. Intento repasar mentalmente mis muy primarias nociones de primeros auxilios mientras me limpio con la manga las lágrimas que me nublan la vista y la nariz que me gotea. Con dedos temblorosos desabotono el cuello de la camisa y le aflojo el nudo de la corbata. Busco el pulso en el cuello. No lo encuentro, pero puede que sea porque estoy demasiado nerviosa para sentirlo. O porque no tengo muy claro dónde demonios está la carótida. Sí que noto pulsaciones, pero muy probablemente son las mías, el corazón me bate como si fuera a salírseme por la boca. Pego la oreja a su pecho. Creo oír algo. « Respira ». Me digo. « Puede esperar al servicio de urgencias ». «Tranquila ». « Calmacalmacalma », salmodio.

Me dejo caer en la alfombra, cerca de sus pies, suelto el libro y tomo una mano inerte y fría entre las mías mientras espero a la ambulancia.
(Continuará)

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CAKES DE CALABAZA

INGREDIENTES:
  • 2 tazas y 1/2 de harina integral
  • 1/4 de taza de semillas de linaza molidas
  • 1/4 de taza de germen de trigo (si no tenéis linaza o germen de trigo, utilizar 1/2 taza más de harina integral)
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo (tipo Royal)
  • 2 cucharadas de té de bicarbonato
  • 3/4 de taza de aceite de canola (o girasol, o de oliva)
  • 4 huevos
  • 3 tazas de puré de calabaza* (elaboración descrita en la receta)
  • 1/2 taza de nueces de pecán picadas
  • 1/2 taza de nueces de California picadas (o 1 taza del mismo tipo de nueces)
  • 3/4 de taza de azúcar
  • 2 cucharadas y 1/2 de té de canela
  • 1 cucharada y 1/2 de té de jengibre
  • 1 cucharada de café de nuez moscada
  • 1/4 de cucharada de té de clavo
  • 1/4 de cucharada de té de pimienta de Jamaica o allspice. Si no conseguís encontrarla, 1/8 de cucharada de té de pimienta blanca puede sustituirla.
  • 1 pizca de sal

ELABORACIÓN:

Comenzar por el puré de calabaza*. Precalentar el horno a 190°C. Cortar en dos una calabaza pequeña, retirar las semillas y ponerla en una fuente previamente aceitada, la parte cóncava hacia abajo. Cubrir con papel de aluminio y hornear hasta que podáis atravesarla con un tenedor (entre 45 minutos y una hora, depende del tamaño y de la variedad de calabaza que utilicéis).

Una vez la calabaza hecha, retirar la pulpa con una cuchara y pasar por la batidora hasta obtener un puré liso y cremoso. Reservar. Dejar el horno encendido a 180°C.

En un bol o ensaladera grande, mezclar los ingredientes secos: la harina integral, las semillas de linaza molidas, el germen de trigo, la levadura en polvo, el bicarbonato, la sal y las especias: canela, jengibre, nuez moscada, clavo y pimienta de Jamaica.

En otro bol, batir los huevos, el azúcar, el aceite y el puré de calabaza hasta que estén bien mezclados. Añadir (en varias veces) los ingredientes secos a esta mezcla e incorporarlos bien. Incorporar las nueces picadas (si se desea, reservar un puñado y espolvorearlas por encima de los moldes una vez llenos).

Verter la masa en el molde (o moldes individuales) previamente aceitado. Hornear unos 30-35 minutos para moldes individuales como los míos, o unos 45-50 minutos para un molde grande de cake. El pastel estará hecho cuando lo pinchéis en el centro con un palillo y éste salga limpio. Dejarlo enfriar unos diez minutos en el molde, y desmoldar cuando aún esté tibio.

Una vez frío, podéis decorarlo con un glaseado de queso y miel Acompaña perfectamente a una taza de té y una novela de misterio.