Como un mar antiguo de Juan Antonio Millón
PRESENTACIÓN
[Sagunto, 14 marzo 2023]
He
oído decir que sólo es saludable aceptar un reto si te lo plantea un amigo. De
modo que empiezo por agradecer a Juan Antonio la oportunidad de estar aquí,
para presentar su último libro de poesía.
Porque,
además de las afinidades electivas en la profesión o el estudio, creo que estoy
aquí debido a una amistad que, como dice un verso del poema que abre Como un mar antiguo, navega ya muchos
años «henchidas las velas de las fraternidades».
Cuando,
en un ya lejano 1985, un grupo de jóvenes me confiaron realizar una Antología de poetas saguntinos bajo el
título Donde el eco al vuelo, no
pensé que ello me fuera a convertir en estudiosa de la poesía contemporánea. Ni
siquiera las ediciones sobre la presencia saguntina en la literatura clásica o
posterior —incluida una tragedia del inglés Philip Frowde con el título The fall of Saguntum—, me cualifican tal
vez para ello, porque se asentaban en unos siglos cercanos a lo que siempre ha
sido mi estudio. Pero de una cosa estoy segura: ni la investigación, ni las
excavaciones literarias o poéticas en la mitificada memoria clásica saguntina,
han dejado de rozarse con el paisaje que la acompaña. Siempre pervivirán en la
novela o la épica, porque nadie puede prescindir de la tentación de relatarnos.
Pero para quienes entendemos la lectura como necesidad diaria, es
imprescindible tener siempre a mano un libro de poesía, como si de un Breviario o Libro de Horas se tratara.
Treinta
y ocho años después de prologar a aquellos, entonces, jóvenes poetas, el vuelo
de ese eco roza también Como un mar
antiguo de Juan Antonio Millón, contagiado por las afinidades electivas de
su doble condición de filólogo e investigador.
Aunque
la poesía es un estado de gracia, la crítica exige imparcialidad. Y si esa
crítica (palabra que significa ejercicio
del criterio) ha de aplicarse a un bello y emotivo poemario de un amigo, no
se hace fácil. Sobre todo porque no existe una única o válida interpretación de
la poesía y es probable que sometido este libro al criterio de distintos
lectores o presentadores, asistiríamos a hermenéuticas o interpretaciones
también diferentes.
Pero
¿por qué en un mundo tan hipertecnificado y con tanta dependencia de la conectividad
digital se sigue escribiendo y leyendo poesía, aunque no cuente, por ejemplo,
con la adicción narrativa de una novela? Tal vez porque el objeto de la poesía,
de Homero a Lope de Vega o de Machado a Gil de Biedma, es descubrirnos lo
escondido o trazarnos accesos a una realidad paralela. Exagerando mi optimismo,
diría que la poesía es un instrumento no sólo para narrar un mundo, sino para
poseerlo. Y ambas cosas requieren un combate con la palabra.
Al
contender muchos años con los clásicos, he acabado entendiendo, sobre todo, la
poesía aferrada a la tradición comunicativa o a una narratividad transparente,
sin por ello no respetar otras opciones. Entiendo por legado clásico el capaz
de explorar tanto la tradición literaria, en el mejor sentido de la palabra tradición (esto es, un justificado
mantenimiento en el tiempo) como nuestro universo más cercano. Y, a mi juicio,
éstos son los dos principales cometidos que se ha planteado la poesía de Juan
Antonio Millón, quien culmina en este libro el doble compromiso clásico -intelectual y poético- que le
caracterizan. Me complace decir que consigue con impecable elegancia y con una
sabia discreción que le permite escribir poesía prescindiendo de exclamaciones.
Si
en sus libros anteriores se reconocía el espacio en el que ha prosperado su
inquietud filológica e intelectual, Como
un mar antiguo se escribe desde aquí, pero nos lleva más allá del mito de
Zakhinthos y su alargada sombra de heroísmo, a nuestra belleza más duradera,
ese escenario de consoladora nostalgia de perfección que es el mar. Ello ha
puesto en valor un talante y un talento intelectual y poético que lo digo a él
y a todos los presentes, valen más que la mejor Tesis Doctoral sobre glorias
literarias o minucias locales. De acuerdo que, tal vez, la poesía sea también
arqueología, como lo es toda excavación en la escritura. Pero aquí nos
encontramos con un bello poemario madurado en la experiencia de Paisaje desde el sueño (Brosquil, 2008),
Sendas que tracé (2017) o Todo lo que verán tus ojos (2022). También
ha traducido poemas (una aventura, la de la traducción poética —y lo digo por
experiencia—. es tan gozosa como arriesgada). Lo hizo en Sendas que otros trazaron (2022).
Como un mar antiguo confirma la madurez de las sendas abiertas: una experiencia de lo
clásico, liberada de artificio y progresivamente desprendida de límites
espacio-temporales.
Es
verdad que se nos invita a una cálida evocación de la infancia, del entorno
familiar o, en otros casos, al roce con inmediatos paisajes elegidos, por
ejemplo, la marjal. Lo hace afanándose en la austeridad de las imágenes
poéticas.
Y
ello le ha exigido explorar la capacidad comunicativa de la poesía: algo que, a
mi edad, me permito considerar, sin complejo de antigua, anacrónica u otros desplazamientos
calificativos, algo así como un patrimonio de la humanidad. Lo hace poniendo en
valor los entornos vividos más por su calidez que por su valores legendarios,
míticos o eruditos llevándolos hasta aquella bondadosa síntesis que pedía el
Antonio Machado entre lo clásico y lo romántico. Y a través de una personal anábasis, camino o viaje por el
Mediterráneo y su inesperado y maduro reencuentro con la mirada de un Lord Byron quien, apenas ocho años
después de ayudar a la creación del más trágico héroe romántico, Frankenstein,
moría, tras apoyar su cabeza en el mármol, mirando al Adriático desde Cabo
Sunion. Con ello trazó el itinerario de todo viaje iniciático a la Grecia
clásica, donde el viento «nos mueve a la memoria». Tal podría ser el resumen, espero
que, aunque incompleto, no fallido, del hilo que une los poemas de Como un mar antiguo donde podemos leer
la síntesis de una memoria voluntariamente compartida, sobria más que exaltada
y, por ello mismo, bella y emotiva.
Hubo
un tiempo en que los debates sobre la poesía se empeñaron en situar la poesía
contemporánea en una forzada elección entre una narrativa versificada,
discretamente comunicativa —poesía de la experiencia, creo que se decía— o la
depuración eufónica o musical de los versos, subrayando su carácter autónomo e
intelectual. Esta tarde, advierto a ustedes que este libro no renuncia a
ninguna de estas opciones, pero que, si algo de verdad persigue es reivindicar
el derecho que nos permite leerlo de la manera más radicalmente emotiva que permite
la poesía.
Esa
poesía que, en la antigüedad, se propagaba desde la propia voz del poeta,
pervive en la modernidad en el plano silencio de una página escrita. La mayoría
de los poetas han preferido quedarse fuera de ella, dejándola al albur de nuestra
libre interpretación. Lo cual es un acto tan arriesgado como generoso. Como
insistente lectora de poesía (clásica o contemporánea, aunque sólo expliqué en
clase la primera) creo que su futuro no pasa ni por el surrealismo ni por el
puro esteticismo, pero tampoco por el compromiso social, por respetable que
sea, de quienes la escriben. Pasa por llegar a ese punto exacto, aunque sea efímero,
donde constatar una emocional complicidad entre el poeta y quienes lo leemos. Y
pasa, como creo que sucede en este libro, por conseguir una síntesis entre la
reflexión, la sensibilidad y la inteligencia.
Como un mar antiguo lo logra con impecable elegancia, madura discreción y evitando la
manía de la poesía decimonónica (y de mucho después) de poner muchas
exclamaciones. Sin una palabra más alta que otra: Juan Antonio sabe que la
poesía de nuestro tiempo no es ya la de la furia de los cien cañones por banda. Ya lo dijo, con emotiva exactitud, el
también profesor y poeta José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950):
El
arte es abstracción y extrañamiento, contemplar lo que borra la costumbre
como si nunca lo hubieses visto antes.
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Hoy
la poesía no es «un arma cargada de futuro», como escribió Gabriel Celaya
(1911-1991) en sus Cantos íberos. Más
bien es un método para descubrir lo que está cubierto, para trazar el mapa de
la realidad que elegimos contemplar, un lugar donde recordar sin la ambición de
ser recordados. Y, de ese modo, lograr poseer razonablemente el mundo.
En
este sentido, tal vez lo más sugerente de este libro es que registra, sin
complejos, un yo biográfico y vital abierto a ser compartido. Muestra su
aspiración clásica en el propio título: Como
un mar antiguo. No hace falta decir que la palabra antiguo —insistentemente invocada en Sagunto— deriva del latín antiquus y significa, un tanto
peligrosamente, vetusto, viejo, añoso, arcaico o lo que existió hace mucho
tiempo. Pero tiene adherido otro significado: la quebrada evocación de lo que,
obstinadamente, permanece. El propio diseño de su portada, un cómplice dibujo
de Beatriz Millón trazando un roto o inacabado mosaico clásico, así lo refleja.
Por eso no creo que la poesía de Juan Antonio —ni en este libro ni en los
anteriores— sea una escueta, aunque valiosa, poesía intimista o existencial
sino más bien una poesía que ha adquirido la costumbre de hacerse cargo del
mundo.
Quienes
trabajamos desde la filología y hemos de explicar cómo las palabras crean
nuestra memoria de la realidad, sabemos hasta qué punto nuestra función es,
precisamente, explicar el proceso de ese «hacerse cargo del mundo». Y, a veces,
un poema es el mejor medio de iluminar tal explicación. Como escribiera
Francisco Brines, «somos los confidentes de nuestra propia vida», una expresión
que cualifica también el tono profundamente meditativo del libro, aunque sin
rechazar ni la proyección del yo ni la experimentación con el lenguaje poético.
Lo suyo, sea por la formación o por una consciente preferencia de quien lo
escribe, es instalarse en la vocación clásica, que no contaminada por la
frecuente psicosis de la ruina arqueológica.
Pero
el abolengo clásico de esta parte de nuestra ciudad, que tanto se ha contado y
cantado, no existiría sin su apertura al mar (que ese sí que es todo un
clásico). Lo consiguió, además de por su heroica resistencia ante Aníbal,
gracias a una aventura muy posterior pero no menos heroica: la hazaña
siderúrgica que, ya en el siglo XX, generaría otra tradición poética, aunque
sólo sea por la dolorosa nostalgia que pueden significar las, en este caso sí,
abandonadas ruinas de un pasado que merecerían más respeto cívico e
institucional.
Para
confirmar su voluntad evocativa, las citas introductorias del libro no son un
capricho retórico. Una es del filósofo presocrático Parménides de Elea (que vivió
en torno al 530-515 a.C.). Los presocráticos motivaron no poco la inspiración
del pensamiento moderno, puesto que de ellos arranca el del mhytos al logos, es decir, el acceso al pensamiento racional y la búsqueda
del significado del mundo natural y la ética humana. Entre los años 640 al 370
a.C., nombres ahora extraños como Jenófanes, Parménides o Empédocles u otros
que, en mi época, sólo conocíamos por las clases de ciencias naturales o de
matemáticas -Heráclito, Pitágoras o Tales- recorrieron la Hélade contemplando
su mar y proclamando sus reflexiones según el ritmo, acentuación y melodía de
los hexámetros, a imitación de los rapsodas épicos. Fue el logos, es decir la palabra, y no el linaje o la máquina o la
técnica lo que en verdad generó la civilización.
La
cita de Parménides que abre el libro nos propone un doble interrogante: «¿Cómo,
lo que es, podrá perecer luego? / ¿Cómo podría llegar a ser?». Luego se añade
un verso que Borges incluyó en su bello libro de poemas Lo perdido (1972), uno de los más bellos del autor, y que es
asimismo una pregunta: «¿Dónde el viento
y el mar, dónde el olvido?». Se incluye —no deja de ser un golpe de efecto,
como le gustaba a Borges— en un inesperado soneto. No sé si será este ejemplo
o, más probablemente, su contumaz deseo de enfrentarse a retos, lo que ofrece a
Juan Antonio Millón otro saludable incentivo, ya que el soneto —una estrofa que
logra abarcar un mundo en 14 versos— asoma más de una vez en el poemario.
La
cuestión es que el recuerdo del mar y de los presocráticos impregnan casi todas
sus páginas. No es de extrañar que, un buen día, Juan Antonio decidiera pasarse
desde la filosofía a la vaporosa épica filológica y, con ello, a una serena
ética de la escritura. Con el tiempo, ha pasado también de la erudición local
al no fácil reto de narrarse a sí mismo, escuchar el transcurso del tiempo y
escribir poesía, el único lugar donde las palabras nunca están de paso.
Pese
a esta consciente inspiración filosófica, uno de los atractivos del libro es
lograr descubrirnos objetos o imágenes concretas, recorriendo un camino de
preguntas, dudas y revelaciones. La inspiración clásica que sostiene Como un mar antiguo no es un tic culturalista sino una emoción real.
No es una poesía abstracta o sentenciosa. Acoge comunicación y no tics estéticos o mitos grandilocuentes.
No intenta transformar la realidad; por el contrario, quiere que permanezca
intacta para que la habitemos sin la cansina inclinación de abrasarnos en lo
épico, en la hipérbole o en los signos de admiración. Incluso se libera de la
atadura de la rima, pero, en ocasiones, ésta también se desborda cantando por su cuenta, olvidando
momentáneamente su propósito de sobriedad.
Como un mar antiguo ensaya el esfuerzo ascético y evita el desbordamiento. Consigue un
pacto entre la serenidad clásica y el derecho subjetivo a aquel romanticismo
que Machado asumiría con la sobriedad, casi monástica, de un maestro de pueblo.
Incluso pone elegancia en un hogareño Despertar
—título de uno de los últimos poemas del libro—donde juega con la arriesgada
nasalización de las eñes:
Pájaros
de luz planean,
se
cuelan en tus ojos,
legañas enmarañadas
que se
abren al aire de la sala
[...]
|
Y
como despertar cada día supone, en cierto modo, enhebrar otra vez el tiempo en
la aguja de la vida, este poema, cargado de infantiles nasalizaciones en eñe,
me recuerda la luz que inundaba la habitación cuando mi madre descorría la
cortina de la ventana para despertarme e ir al colegio, tras lavarme, enérgica,
la cara en el fregadero de la cocina porque —decía— con legañas no se puede ir
a la escuela. Así, descubrimos que lo clásico habita más allá de lo solemne.
Muchos versos de Como un mar antiguo
son abarcables en una sola mirada a la página; casi todos se afanan en el
exilio de la brevedad concisa o del silencio. No sólo cuando se usa el haikú: poemas, de sólo tres versos con
apenas 5 o 7 sílabas y que ha recuperado la poesía contemporánea.
Conseguir
que un poema pueda abarcarse prácticamente en una mirada, nos convence de lo
abarcable que es el mundo. No es extraño que los poetas contemporáneos hayan
usado de esta métrica para ensayar la concisa eternización de la palabra
poética. Así, lo clásico puede alojarse también en un esfuerzo del intelecto,
pero nunca de manera apremiante sino intimista. El libro, no sé si he contado
bien, ofrece 22 haikús que juegan, en
el mejor sentido de la palabra jugar,
con una poética de aparente intrascendencia pero que logra, por ejemplo, cifrar
un paisaje en 3 versos:
Las cañas danzan
melodías de adiós
cuando atardece.
Pero
también homenajea a poetas clásicos, como en el ingenioso contrafacta que hace de los versos de Góngora en su Polifemo (»infame turba de nocturnas
aves/gimiendo tristes y volando graves») al escribir
Entona el agua
a las nocturnas aves
mimosas nanas.
|
Con
ello se logra esquivar la imponente oscuridad gongorina para construir cachitos
de sinestésicas imágenes, asociando distintos dominios sensoriales:
Calla el silencio
espejuelos del mar.
Rompe una ola.
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O
abrirse a la inspiración, sea consciente o no, del Cantar de los Cantares bíblico
Piden tus labios
una albada de besos
en esta noche.
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Versos
que, a su vez, me llevan al recuerdo del poema Albada de Jaime Gil de Biedma que parece desmitificar aquella
ternura:
Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
llega el amanecer.
|
Podemos,
incluso, arriesgarnos a encontrar incentivos o precedentes de esta convivencia
de versos largos y breves del haikú en
la raíz popular y bíblica de nuestra misma poesía clásica. Aquellos versos de
San Juan de la Cruz:
Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
Aquella eterna
fuente está escondida,
que bien sé yo do
tiene su manida,
aunque es de noche.
Su origen no lo
sé, pues no le tiene,
mas sé que todo
origen de ella tiene,
Aunque es de noche.
|
me han parecido
siempre haikús escritos en el siglo
XVI. Y acaso se rememoran, consciente o inconscientemente, en los de Fontana plural de Juan Antonio, con su
muy trabajada cascada de aes:
Aquella
fuente
nos
acompaña
manando
el agua
distinta
y clara,
que
nos reúne,
que
nos dispersa,
que
nos derrama.
|
Pero
Como un mar antiguo no sólo aloja
instantes contemplativos sino también la duración de la infancia cuando, como
dice otro poema, nuestra frente, mucho antes de poder levantar la mirada en
Cabo Sunion, «se alzaba a las barbas del cielo». En el verano, los tediosos
deberes de la escuela en las vacaciones, exiliados siempre al rincón de los
últimos días, aspiraban el olor crepitante del aceite donde hervían los tejeringos, que es como suelen llamar en
Andalucía, origen familiar de Juan Antonio, los churros. Es esa inocencia no sólo de los olores sino de los sonidos
irrecuperables lo que la poesía funde y confunde con el dolor de estar vivos:
el canto unánime de los grillos en la tarde luminosa o, al medio día, donde en
la era se trillaban en círculo las espigas junto a la monotonía de un hondo mar
de olivos en la Andalucía interior. Estos últimos versos del poema Olas y olivos:
allí
en la fascinación de los olivos
donde todo es uno y todo es diverso
|
Y
aquí la poesía vuelve a soñar con lo clásico o con el topos del unum et diversum que habría de motivar
el célebre estudio de Claudio Guillén sobre literatura comparada, Entre lo uno y lo diverso.
Pero,
en otros poemas, surge, entroncando con el sentido reflexivo de todo el
poemario, el inevitable genius loci de
esta ciudad. Por ejemplo, cuando, tras describir en su primera estrofa: la vida íntima de la piedra, / el latido
claro de su corazón, evocamos —tal es, al menos, mi lectura personal— el
otro mar antiguo al que también se
asoma Sagunto (ese cuyas ruinas ya no son piedras sino tramos de hierro
sumergidos, como pecios extraños, en la otra parte de memoria a la que
pertenecemos). Y, así, concluye:
la luz
ha dado voz a tu reposo
y de
su canto se han forjado
sueños
de huidas,
de
pérdidas y derrotas
en un
ardiente exilio de ausencias.
|
Pero
en mi niñez, la Pascua sí se celebraba entre piedras. Y la piedra, sea en un
monumento o en el dique artificial que labró la epopeya siderúrgica, simboliza
la permanencia porque la piedra y el mar, el hierro y el fuego nos han
relatado. Todo ello deja pequeñas huellas en el poemario. Como lo hace el eco
del Francisco Brines (1932-2021) de Las
brasas o del Otoño de las rosas.
Así lo hace pensar su Canción antigua
(p. 27):
Volverán,
como el otoño
siempre
vuelve a recordar,
de
amor ardido las brasas
en un
verano sin fin.
Como
un tropel de pájaros
en
primavera de invierno.
|
La
poesía engendra poesía y su función es volver a ser escrita desde otra mano, o
desde otro modo. Cuando Juan Antonio escribe:
Fuimos
y volvemos a ser una Atlántida
olvidada
en el mar, esperando
que
algún futuro nos encuentre desnudos
|
me
resulta casi imposible no recordar los versos de Antonio Machado:
me encontrarán a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
|
Por
eso me ha impresionado su esfuerzo de sobriedad —sintiendo, que no magnificando
las imágenes— volviendo a homenajear a Machado, esta vez recordando lo que dejó
escrito en sus Complementarios que
dejaría inédito: «Silenciar los nombres directos de las cosas, cuando las cosas
tienen nombres directos ¡qué estupidez!».
Puede
que esta sobriedad se deba a que Juan Antonio, en cierto modo, llega a la
poesía con una madurez, diríamos, posterudita.
Como un mar antiguo hace también que
la intimidad de lo próximo o un cercano locus
amoenus pueda ser, bajo el sol, una espiga hiriente; que los atardeceres
conviertan las «cañadas henchidas de
penachos / como vidrios de escarcha/sobre el metal líquido». Y que, en un
contraluz, «llore la lejania». Pero
se recupera también la rotunda onomatopeya en versos como «los guigarros de esta grava que piso» (p. 91). Y así, se nos
convence de la suficiencia poética de la realidad cuando ésta se labra en los
colores de la infancia, o en la íntima experiencia emocional a la que nos
invitan unos haikús cuyas imágenes
siempre hubiéramos querido dibujar:
La tarde incendia
la pupila del mundo
tras las montañas.
En las ermitas
el tiempo se detiene
se me acompasa.
Las chimeneas
del horizonte azul
humean nubes.
|
Claro
que el haikú, puede que ya fuera presentido en aquellos versos de Machado que
dicen encontraron, tras su muerte en Collioure, en el bolsillo de su raído
abrigo:
Esos días azules
y este sol de la
infancia.
|
Pero
es que, además, Juan Antonio es de los pocos poetas (iba a decir jóvenes sólo
por engañarme a mí misma) que se arriesgan a escribir sonetos en el siglo XXI.
¿Qué sería de lo contemporáneo sin lo clásico? Por ejemplo, el que, bajo la
advocación de un bello verso de Garcilaso («Cuánto corta una espada en un
rendido») y que titula Promesa trabaja
cuidadosamente las sinalefas vocálicas o los encabalgamientos para conseguir,
el placer de un perfecto endecasílabo:
Somos
una hendidura en la corteza,
vegetal
en la tiniebla ardido,
sueños
que a un tiempo mal y bien han sido savia y luz que batalla en la aspereza. Grietas que prolongan la voz que reza
a un
mañana que borre quien has sido
y
olvide aquel delirio tan temido
y
muestre al fin serena la pureza.
Podrá hundir el rayo su feroz tralla
en el
cuerpo indefenso de quien pena,
pero
ha de renacer quien ahora calla transido de una vida que enajena
aquella
herida que en su cruel batalla
quiso
abatir la promesa más plena.
|
La cita inicial tomada
como título de este soneto, repito: Cuánto
corta una espada en un rendido es un homenaje a Garcilaso, pero termina
recordando la furia quevediana (a Quevedo también le salían muchos
endecasílabos hipermétricos). Pero no son los únicos encabalgamientos del libro
-encabalgamiento, es decir, acabar el sentido de una línea del verso en la
siguiente, pues los ensaya con audacia, en otros sonetos:
Yermo
desolado es este lugar
donde
la lluvia es una musitada
música
que nos lleva a la apartada
orilla
donde se yergue un altar.
|
O, luego:
aves
que rememoran la abatida
cerviz
de quien luchó hasta el extravío.
|
No
podemos elegir la época en que escribimos, pero sí podemos elegir la tradición
para sostener, como pedía Gerardo Diego, el equilibrio entre el sentimiento y
la expresión. Todo el libro denota la madurez de haber tomado medidas a la vida
a través de la poesía. Así lo expresa, creo, el poema Hontanal (título que remite a la fiesta que, en la antigua Roma, se
dedicaba a las fuentes), y que para mí revela ese punto de madurez vital que es
saber aceptar lo que somos. Y dice:
Nunca
olvides las nubes
penetradas
de savia,
que el
tiempo lentamente va empujando.
Ni
ignores los vastos atardeceres
que
cuentan las batallas
feroces
de la luz y la tiniebla.
Ni el
mar ignoto evites
aunque
arrastre tu mirada hacia lo hondo,
tu
propia lejanía
[...]
Desnuda
tu inocencia
frente
al aciago horizonte de muerte,
y
acepta la sinrazón de la luz. [...]
|
Las
edades bárbaras (sea la inocencia de
la niñez o las aguas turbias de la juventud) se curan al amparo de la
escritura, recordando con serenidad la inocencia de la niñez o las aguas
turbias de la adolescencia, porque, como dice otro poema del libro:
Fue la
niñez feliz, aunque el dolor
bastía
el descubrimiento del mundo.
|
Es
interesante esta búsqueda de términos insólitos, refrescando palabras antiguas.
Así, el extrañamiento del verbo bastir (que significa abastercer,
proveer, construir) introduce en el verso la necesidad de detenernos y
sentirnos aludidos por su significado. Y, del mismo modo, el desasosiego que
promueven los encabalgamientos precisos y los adjetivos distanciadores:
No es
aún el mar, amor, quien acuna
el
gozo y las tormentas, amparando
los
despojos tundidos por ráfagas
fatales
del destino
|
donde tundir significa igualar, con el recorte
de las tijeras, las imperfecciones de los paños tejidos con la lana. Nos
hallamos ante una poesía que, sin renunciar a lo narrativo, resulta íntima. Y
que reflexiona sobre el propio lenguaje poético acercándose a la plena experiencia
emocional de hacerse cargo del mundo. Como dijo José Ángel Valente (1929-2000),
en su inolvidable libro Las palabras de
la tribu (1971) la poesía revela un aspecto de la realidad para el cual no
hay otra vía de acceso que la propia poesía.
El
libro logra ensamblar las innovaciones expresivas de la poética contemporánea y
una cuidada sobriedad. Por ejemplo, el poema Verano desde un invierno (p. 29) comienza con la añoranza de la
inocencia infantil:
El
mundo era un renacer:
corríamos
hacia las piscinas
|
Pero,
enseguida, nos pellizca el guiño de un inesperado desplazamiento desde quien, en buena lógica, debería ejecutar la
acción Y entonces leemos:
para
que el agua gritara en nuestros cuerpos.
|
Si el agua es fría,
es nuestro cuerpo desplaza su frío al grito del agua. Y, tras ello, el poema se
sumerge sin complejos en el surrealismo:
en la
hierba relamíamos la mantequilla de colores.
|
Y, justo entonces,
irrumpe un paisaje sonoro fabricado por la reiteración de crujientes erres:
[...] columpiados
por las ramas de los abrojos
y el
restañar de las ramitas
retorciéndose
bajo la luna de agosto
|
Hasta que,
finalmente, se nos conduce a la fervorosa nostalgia de un supuesto pasado:
Todo
era fulgor,
risa
desatada,
misterio
del sufrimiento.
Asombro
vital.
|
Uno de los poemas
más bellos es, en mi opinión, el titulado Letra
(p. 79) por su confesada inspiración en la escritura heredada de los
clásicos:
Leo lo
que en el agua otros escriben.
Remonto,
en sus cursos, una corriente
que
logro reconocer por sus lindes,
pero
que no es mi propio manantial.
Me
llama hacia sí, como un pez sumido
en la
obsesión de ir más hacia arriba, columbrando un pasado anublado,
buscando
el origen inalcanzable
de
aquel verbo que fluye
|
Y, justo aquí,
aparecen tres versos, como si fueran tres pequeños escalones que hemos de
bajar, acompañando el sentimiento de quien los escribe:
y
transforma
y oculta
su sentido.
|
Pero no se trata de
que este fervoroso magisterio olvide o renuncie a la atrevida y hogareña
metáfora (recordemos las legañas
enmarañadas del poema Despertar).
Ni al consolador refugio de la palabra que nos libera del dolor de no haber
dicho a tiempo lo que quisimos decir. Así, en el poema Nunca:
Regresan
las palabras como un mar antiguo lenta, pausadamente,
a
decirme de nuevo la verdad inconfesable: lo que no te dije
y
siempre quise decir [...]
|
La
poesía encuentra en la palabra su camino, aunque tampoco tema rozarse con el
silencio, porque es este silencio lo que la pone en valor. Así, Juan Antonio,
se instala en una madurez meditativa y curativa, borrando discretamente los
afanes de la erudición local. Descubre un modo de mirar que, materializado en
escritura, obtiene su compensación; y así lo recuerda en Lecho y caudal:
la
palabra poética
nos
devuelve las nubes
de los
cielos perdidos.
|
Creo
—desde luego puedo equivocarme— que un libro de poesía tiene mucho de aventura
y homenaje subjetivos.
Y
Como un mar antiguo asume sin
complejos la varia lección que transcurre desde la Ítaca de Kavafis (1863-1933) a la sobriedad del último y mejor
Lorca o a los versos que Machado olvidó, junto a sus cigarrillos, en el
bolsillo de su abrigo en su último paseo por Collioure. Quién sabe si a aquel
poeta maestro de escuela, también le hubiera gustado, para emocionarse
emocionándonos, extender su última mirada sobre Cabo Sunion. Algo de eso
intenta hacer con nosotros Como un mar
antiguo, desde una sobriedad rizada de imágenes intuitivas o, en otros
casos, reposada en la meditación ética. Una poesía que, sin ceder al realismo
narrativo, nos confía un perseverante decir íntimo y al deseo de comunicación.
Personalmente,
he acabado bastante cansada de la poesía experimental o de la que se enredó en
una confusa separación entre lo intelectual y lo estético. Como dijo Jaime Gil
de Biedma (1929-1990) en su poema «El juego de hacer versos» de Las personas del verbo: «Lo que importa
explicar / es la vida». Y concluye «y los poemas son / un modo de adaptarnos /
para que nos entiendan/ y que nos entendamos».
Pero
como he sido estudiosa del teatro clásico
quiero terminar recordando lo que el dramaturgo Juan Mayorga dijo al
ingresar en la Real Academia Española (esa institución últimamente tan atildada): «vivo pendiente de lo que las
personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen de las
personas». Creo que Juan Antonio ha emprendido de manera irreversible ese
viaje, siempre de vuelta, que es la poesía, haciéndonos memoria de un
territorio pacientemente recorrido para llegar a una vocación clásica
participada de emotividad; es el gran privilegio de la literatura (y en ella
incluyo la del texto teatral clásico que he explicado en casi cuarenta y cinco
años de docencia universitaria): hacernos cargo del mundo que nos ha
construido. Lean este libro, aunque sólo sea porque logra divisar, en la
memoria de un mar antiguo, las velas de la esperanza fugitiva que persiguen los
héroes. Un libro salido del menester elegido por Juan Antonio Millón tras haber
dialogado con el yo investigador o erudito que parece imponer, a veces de
manera tiránica, nuestro entorno. Ahora compone una memoria en diálogo con
todas sus edades: la niñez, la juventud y la madurez de su talante y su
talento. Filólogo emigrado de la filosofía y que ha realizado su mejor Tesis
Doctoral en una paciente y emotiva escritura poética. Permítanme que dedique
mis últimas palabras a su autor y que, al amparo de muchos años compartiendo
vivencias y palabras, recuerde tres versos inconmensurables de Luis García
Montero en su último y emotivo libro Un
año y tres meses:
abrazos y amistad,
cuevas donde guardó
el fuego que nos une a la existencia.
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