De pequeña la vistieron de rosa y le contaron que los príncipes eran azules. Le enseñaron las tareas de la casa y a sentarse como una señorita. Su abuela la felicitaba cuando recogía la casa como una mujer, mientras sus hermanos veían la televisión o se entretenían jugando. Cuando pasaron los años, empezaron las preguntas incómodas, que son todas las que empiezan con ya: ¿ya tienes novio? ¿Ya tienes hijos? ¿Ya...? Parecía que llegaba tarde a todos lados. Pero esa época también pasó, y ella misma fue aprendiendo que los príncipes no eran tales, que eran solo personas como ella, que los hijos quizás no llegarían, que no se le daba bien cocinar y que el color que mejor le sentaba era el verde. Y cuando creía saber quién era, la sociedad le exigió más. Le dijo que podía viajar sola sin sentir miedo, que su cuerpo le pertenecía únicamente a ella, que el sexo esporádico era una opción como otra cualquiera, que podía trabajar en tareas consideradas para hombres si así lo deseaba. Ella, que había sido solo una niña vestida de rosa, tenía ahora carta blanca, pero no sabía utilizarla.