viernes, 20 de agosto de 2010
APRENDIZ DE DURMIENTE
jueves, 19 de agosto de 2010
UN SANTIAMÉN
miércoles, 18 de agosto de 2010
INTERVALO
Intervalo entre abismo y abismo: como si a veces reflotara el cuerpo que se ahoga y pudiera así aspirar un poco de aire tal vez únicamente para volver a hundirse. El ruido del ventilador del techo, al principio casi inaudible y luego ya del todo incorporado al espeso silencio de la habitación. La cama arrimada a la pared, como un cuerpo suave y flexible sobre el que me tumbo para descansar. El agua de colonia que refresca la piel bajo el aire propulsado por el ventilador del techo. La comida que preparo para que dure unos días, algo sencillo como un gazpacho o unas lentejas, pero que requiere haber bajado hace un rato a comprar los productos, disponerlos en orden sobre el poyo, limpiarlos y cortarlos, una cierta atención, un cierto ánimo, y proporciona a cambio una especie de calma, como un intervalo entre abismos. La tarde de lectura indolente, sin ganas de vestirme para salir, parcialmente engañado el calor por la casi total desnudez del cuerpo dentro de la casa, por el aire que genera el ventilador del techo, por el agua de colonia, engañada la desgana por la preparación de un par de platos sencillos, engañado el abismo precedente por una calma sin ánimo, conjurado el abismo futuro por la intención de prolongar esta misma calma. Avanzar así de la cocina a la cama, a través del pasillo, y viceversa, con visitas periódicas al baño, pues no puede engañarse del todo al calor, y el cuerpo va deshidratándose, exigiendo constantemente agua que el propio cuerpo expulsa cuando ya no la necesita. Tarde de aparente existencia entre la inexistencia de un abismo y la inexistencia de otro, o tarde de inexistencia revelada por las existencias aparentes que la precedieron y la sucedieron. Es difícil saber a qué atenerse. Si atenerse a esta calma aunque su voz sea tan débil que apenas sirva para mantener el cuerpo en pie, o atenerse al estruendo abismal en que el cuerpo se ha agitado delirante entre espasmos. Mientras tanto, el sonido apagado del ventilador del techo parece haber reducido, absorbiéndolo, el alboroto de estos últimos días. Bajo él se tiende el cuerpo en un silencio que desearía preñado de algo más que el silencio. Un silencio de vida, como el de sábanas frotadas por cuerpos en lenta cadencia de abrazos incansables. Algo así, apacible, tierno, descansado, pero vivo.
lunes, 16 de agosto de 2010
GALLINAS DE EL REVENTÓN
La casa que a continuación nos acogía --poco podíamos disfrutar en las huertas, pues no nos estaba permitido en ellas jugar con los árboles frutales o con las verduras intocables que cubrían los sembrados--, la casa de nuestros tíos en El Reventón, era un cubo de cemento de dos plantas dividido por dentro en habitaciones. Aparte del salón, que daba a las huertas, recuerdo un cuarto apacible, interior, en el que alguna vez me acosté a dormir la siesta. Lejos de las conversaciones, de las preguntas a veces hoscas, hurgantes, de mi tío o de mi tía, con la puerta cerrada, miraba antes de adormecerme las paredes descascarilladas por la humedad, desprovistas de adornos, el armario sin prendas, aquel espacio destinado a invitados que nunca existieron, que mis ariscos tíos, sin hijos, habían acondicionado sobriamente por si alguna noche improbable se quedaba con ellos a dormir alguna de sus sobrinas o alguno de los hijos de sus sobrinas. Y por muy inhóspita que fuera aquella habitación, acunado por el tintineo de las cucharillas de café contra las tazas, por las voces lejanas de mi madre que mantenía la conversación con mis tíos como una funambulista que se mantiene en el aire, yo acababa por dormirme, mientras acaso mi hermana jugaba en la terraza trasera junto al bernegal.
Aquella terraza era el espacio mágico de la casa. Y el ídolo en torno al cual se desplegaban los ritos, los juegos, las risotadas y las escondidas, era el viejo bernegal que destilaba el agua, gota a gota, como si a ello hubiera estado destinado desde el principio de los tiempos. Desde su joroba invertida cubierta de musgo caían, minuto tras minuto, en un ritmo lentísimo que era, sin embargo, la mejor garantía de infalibilidad, las gotas de agua destilada sobre un gran plato hondo siempre a medio llenar. Al otro lado de la terraza, y en contraste con el agua purísima del bernegal, se extendían varios estanques con plantas acuáticas. Allí nos quedábamos mirando sin comprender del todo las larvas de mosquitos, los renacuajos o las finas raíces de las plantas que flotaban.
Pasaron los años. Mis tíos murieron, sin dejar descendencia. Sus propiedades, incluida aquella casa, pasaron a un largo proceso de testamentaría en litigio que aún hoy no se ha resuelto. Hace tiempo que las huertas se desmantelaron, compradas por una multinacional que necesitaba aquellos terrenos para ampliar su fábrica de insípidas bebidas gaseosas. La casa, cerrada durante todos estos años, se ha ido, al parecer, dejando invadir por las malas hierbas, el polvo, la humedad. ¿Seguirá existiendo aquel bernegal? No estaba destinado, como creía yo entonces, a destilar agua para siempre. ¿Y los mosquitos que nacieron de aquellas larvas casi transparentes? ¿Y las ranas en que se transformaron los renacuajos que latían entre nuestros dedos? Tal vez, de todo aquello, queden solo las gallinas, encerradas aún en sus jaulas de alambre, las hijas de las hijas de las hijas de las que dejaron para siempre su olor en nosotros.
sábado, 14 de agosto de 2010
TURNER: UNA LECCIÓN
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viernes, 13 de agosto de 2010
LA TENDEDERA
miércoles, 11 de agosto de 2010
LA BARBERÍA
Pero no era solo la luz. Aquellas esquinas irradiaban vida. Los coches venían lanzados por los tres carriles de sentido único desde el centro de la ciudad en dirección a la costa, al puerto o a las playas. Su ruido se mezclaba al de las voces de quienes se paraban un rato a saludar en la puerta de la barbería: vecinos del barrio, empleados de los otros negocios de esa misma calle. Entonces el barbero joven invitaba a aquella voz al incesante parloteo del lugar, y el transeúnte entraba un momento o se quedaba en el umbral de la puerta unido a una conversación sobre política, entresijos de la vida del barrio, gente de otro tiempo o desaparecida, fútbol o cualquier otro tema imaginable. Mi condición de niño, unida a mi timidez, era la excusa para quedarme siempre callado, y con los ojos cerrados lo escuchaba todo con curiosidad, con extrañeza: lo que comprendía, que era poco, y lo que no comprendía, que era todo lo demás. No sé si porque en cierto modo aquellas voces, pese al griterío que formaban, me parecían ya entonces lejanas, o porque las escuchaba como desde un sueño de autista, o bien porque han estado desde siempre unidas en el fondo a esa luz tan poderosa, pero lo cierto es que de alguna manera esas voces siguen rondando mi cabeza como si nunca hubieran dejado de emitirse.
La barbería ya no existe. Quién hubiera dicho que el negocio vecino, una bodega andaluza seguramente mucho más antigua y que debe de ser hoy en día la única de la ciudad, con sus inmensos toneles amontonados unos sobre otros en una penumbra que la antipatía de los dueños no hacía demasiado acogedora, iba a sobrevivir a aquella barbería siempre llena de vida. No sé si el barbero viejo, que era el jefe, habrá muerto, o si la edad lo habrá forzado a jubilarse. Ya entonces me parecía bastante mayor, adusto y apagado. El barbero joven, en cambio, era jovial, incansable, rápido y acaso más eficaz en su trabajo. (Siempre era él quien me cortaba el pelo, tal vez por alguna inicial indicación de mi madre que se convirtió en una costumbre que el barbero viejo aceptaba con resignación.) Hace poco pasé frente al local. Se había convertido ya en otro negocio, no recuerdo ahora de qué tipo porque apenas me fijé en él. Sin duda habrán desmantelado la larga repisa en la que descansaban las colonias, las lociones, las tijeras, las navajas, todos aquellos productos e instrumentos ya entonces pasados de moda; habrán retirado el gran espejo por el que yo veía parte de la calle sobreiluminada y también una enorme fotografía de un acantilado colgada en la pared; habrán, inevitablemente, arrancado de cuajo los sillones recostables. Había al fondo dos puertas: una daba, creo, a los lavabos. La otra fue siempre un misterio: era, creo, lo único que allí le opuso resistencia al imperio de la luz.
miércoles, 4 de agosto de 2010
LOS DESBOCADOS
viernes, 30 de julio de 2010
EL HIPNÓFILO
El hipnófilo va circulando por los pasillos vestido únicamente con una toalla en la cintura. Se detiene en la puerta de cada una de las habitacioncitas donde duermen más o menos confiadamente sobre sucios colchones hombres de todas las edades. Con la mano apoyada en el marco de la puerta, parece velar el sueño de cada uno de ellos: así lo indica el rictus de arrobamiento y de concentración que aflora siempre en su cara. Sin embargo, lo que hace no es velar, sino adorar. En algunos umbrales se detiene algo más. Es en ellos donde se recrea. Recorre entonces el cuerpo inerme con ojos desorbitados, pasea su mirada por los pliegues, por la forma en que las piernas inauguran la línea sinuosa que acabará en la cabeza. Adorables cuerpos dormidos boca arriba, de lado, boca abajo. Cuerpos que susurran como si atravesaran un bosque, cuerpos que rugen como si lucharan contra gladiadores o dragones, cuerpos que silban como si flotaran en lo alto del mástil de un galeón, cuerpos silenciosos como si se estuvieran adentrando en galaxias desconocidas. El hipnófilo suda. Contiene la respiración. Quisiera dar el paso que lo separa del cuerpo doblegado a su alcance, pero no se atreve. Él no es el ángel exterminador. Despertarlo sería destruirlo. Acariciarlo sería maltratarlo. Ese cuerpo que duerme desnudo boca arriba mientras ostenta sus imponentes atributos. Ese otro que duerme desnudo boca abajo apuntando al hipnófilo con sus nalgas de estatua. Ese tercero que lo esconde todo mientras duerme no porque enseñarlo sea vergonzante sino porque desconoce incluso el poder que contiene lo que oculta. A nadie molesta el hipnófilo porque a nadie toca y porque ninguno de sus objetos de deseo, salvo los que fingen dormir, tramposos, percibe sus miradas, nota su aliento desatado, el sudor que cae por su piel. No se siente nunca rechazado, pero tampoco deseado. Puede mirar hasta la saciedad sin ser mirado, y no del modo furtivo en que un voyeur tiene que esconderse para observar, sino abierta y hasta inocentemente. Su delicia es el cuerpo tumbado y casi desposeído de sí, el cuerpo que ha entrado en otra vida que no es aún la muerte pero que se le parece: la vida misteriosa del sueño. Su mayor enemigo es el insomnio, pero puede decirse (o él lo cree así) que ha logrado vencerlo, pues todo el mundo parece dormir menos precisamente él. Y, en efecto, se diría que el hipnófilo es el insomne perfecto, pues prefiere siempre ver dormir a los demás antes que dormir él mismo.
viernes, 16 de julio de 2010
EL BAÑO A MEDIA TARDE
martes, 13 de julio de 2010
PARA UN POSIBLE PORQUÉ DE LAS PALABRAS SIN PORQUÉ (FRAGMENTO DE POÉTICA)
En algunos momentos la vida ha parecido condensarse. Había palabras que surcaban, como extraviadas, los vericuetos de mi propio cuerpo; creí mi deber capturarlas y reunirlas en forma de poema. Apenas he aprendido a hacer otra cosa. Cuando era niño mis padres me apuntaron en un club de tenis, aunque nunca logré desarrollar un juego demasiado ortodoxo (me empeñaba en introducir mis propios golpes, en aplicar mi propio estilo heterodoxo, con consecuencias en general catastróficas a la hora de los partidos). Contemplando un día una de las montañas que rodeaban el club tuve –acaso fue la primera vez— la extraña sensación de que debía alejarme, no físicamente, sino interiormente, de lo que veía, si quería verlo con más intensidad. No escribí entonces un poema, pero es casi como si la poesía se me hubiera revelado en ese instante. Decir lo que veía atravesándolo con mi propio cuerpo hecho de palabras. O dejar que lo que veía atravesara mi propio cuerpo en forma de palabras. O ver lo que decía transformado en palabras que eran mi propio cuerpo. O estar en donde no estaba como si no estuviera en donde estaba. Claro que todo se hizo después más complejo, o más simple. Hubo muertes. Hubo viajes. Hubo regresos. Hubo cuerpos que no eran el mío pero que se acercaban o alejaban sin que el espacio que nos separaba o unía dejara nunca de ser un abismo de dolor o de dicha. Hubo lecturas que hacían transpirar mi cuerpo, playas en las que me bañé como refugiándome de un sol aterrador, ciudades y paisajes frente a los que aposté mi rostro buscándole un sentido necesariamente ilusorio. Las palabras cayeron alguna vez con la extática mansedumbre de unos copos de nieve en una tarde sin viento; y otras veces estallaron contra paredes manchadas de vómitos, pústulas de un cuerpo herido (de sed, de desamor, de tiempo). Lo que supe siempre es que, si contenían alguna verdad, lo era tan sólo del instante en que nacían; y que si esa frágil verdad podía algún día serlo también para otros era porque, a pesar de todo, una corriente invisible recorre algunas almas a través del espacio y el tiempo. Diré más: hubiera preferido estar todo el tiempo bajo la férula de un placer abrasador antes que preso en la celda tenebrosa de las palabras. Alguna vez, de hecho, la plenitud de una vida luminosa, de alguna revelación arrancada a la grisura del tiempo como el sueño del más vivo mediodía logró liberarme de las palabras. Así que, si tuviéramos que encontrarle un nombre a lo que estas han sido casi siempre, el más acertado sería tal vez el de un rastro inconexo del desamparo y de la soledad, de los días desprovistos de luz que, sin embargo, no se resignaban a su ausencia y la buscaban una y otra vez en el pálido resplandor de las palabras.
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