lunes, 2 de enero de 2023

UNA RATA EN GENETO

Parece como si algunos animales me persiguieran. Debo escribir esto lo más rápido posible antes de que se borre la impresión primaria, la experiencia inmediata. Incluso escribirlo ahora, por la noche, cerca de las dos de la madrugada, en vez de haberlo hecho al mediodía, o a primera hora de la tarde, me parece arriesgado, pero es verdad, por otra parte, que no se puede elegir el momento de la escritura. Lo cierto es que ahora mismo no tengo demasiado tiempo si quiero acostarme a una hora razonable. Y voy a hablar de algo que ocurrió esta mañana, algo que, en la memoria, empieza a difuminarse, aunque creo que presenta todavía la suficiente fortaleza como para no tener que impostar una voz o, lo que sería aún peor, adulterar el propio recuerdo, la misma imagen de lo vivido. Esas mixtificaciones, esos constructos o implantes engastados en el vacío, la desaparición o la borradura de lo experimentado producen siempre la sensación de una escritura forzada, frígida, un discurso retórico al que es fácil encontrarle los tres pies del gato, basta con tirar de aquí o de allá y nos quedamos con un tronco sin patas que no le sirve al posible lector sino para echarse a llorar de impotencia. Son los “apagones” de la escritura, las articulaciones inútiles de una voluntad que se tira a sí misma de la coleta para salir del atolladero, en cualquier caso ficticio, pues no lo habría, no sería tal si se reconociera que no puede escribirse sino sobre una base sólida de vida incorporada o legada o sobrevenida a la propia vida. Lo demás es patraña, infundio, triquiñuela, pose. Esto, que todo el mundo sabe o al menos intuye, no parece que lo reconozcan con meridiana claridad muchos de quienes se presentan ante el mundo como escritores; pero no cabe duda de que basta rascar un poco en sus voluntariosas producciones para darse cuenta de que en su mayor parte no son sino castillos en el aire, globos agujereados listos para desinflarse, construcciones de cartón piedra en un parque de atracciones.

Pero vayamos a lo nuestro, rápido. Esta mañana vi una rata. Estaba tendida en una acera de la carretera de Geneto. Eran las diez de la mañana y yo iba a retirar el coche del taller tras una revisión. Junto a esa acera hay una fila de adosados de clase media alta, cada uno con un pequeño jardín junto a la entrada, dos plantas, balcón. Es una zona en la que comienza a notarse que la ciudad ya va quedando atrás y estamos entrando en el campo. Pero todavía no es realmente el campo. Así que esa rata podía ser una rata de ciudad que hubiera querido retirarse a zonas rurales o, al contrario, una rata de campo que pretendiera llegar a la ciudad. Estaba varada en la acera y lo primero que pensé es que estaba muerta. Iba a seguir de largo, pues, aunque no he visto muchas ratas muertas en mi vida, las que he visto me han bastado para hacerme una idea de lo que representa o supone el cadáver de un animal así. Sin embargo, volví a mirarla y me di cuenta de que estaba viva.

La rata respiraba, movía lentamente la cabeza, como con dificultad, y su cuerpo, inmóvil, parecía estar temblando débilmente. Estaba paralizada por alguna razón. No se advertían heridas externas, por lo que supuse que habría comido veneno. Sí, me dije que estaba sufriendo los efectos de alguno de esos productos que los ayuntamientos esparcen por determinadas zonas para desratizarlas. Pero también es posible que su paralización se debiera a algún otro motivo. Me agaché a un metro de donde estaba. La encontré bella. No sé qué tipo de belleza había en aquel animal, pero sin duda tenía que ver con el hecho de que no estuviera completamente viva ni completamente muerta. Las razones por las que me había detenido no me resultaban claras. Yo no iba –¿cómo hubiera podido hacerlo?– a ayudar a la rata de ninguna manera. Sin duda lo habría hecho si hubiera sabido cómo. Pero aquella rata, me dije, estaba condenada, no iba a salir de la desgracia que había caído sobre ella, y a lo que estaba asistiendo era a una lenta agonía. Por mi cabeza pasó, como un relámpago, la posibilidad de acortarla, pero no habría sabido cómo hacerlo. No soy capaz de pisotear a otro animales más pequeños y repelentes, cómo iba hacerlo con la rata.

En definitiva, yo seguía contemplándola con una especie de extraña compasión. Entendía, por un lado, que no podía permitirse que las ratas camparan a sus anchas por las urbanizaciones de adosados, que entraran a las casas, se alimentaran de la comida guardada en las despensas, atacaran acaso a los que allí residían, mordieran a sus hijos, transmitieran, quién sabe, la rabia u otras enfermedades. En cambio, me decía que aquel animal no era distinto a mí, no era menos que yo, compartía conmigo no sé cuánto porcentaje de materia genética. Su sufrimiento no se diferenciaba apenas del que yo habría experimentado si hubiera ingerido una cantidad de veneno proporcional al volumen de mi cuerpo. Me hubiera quedado paralizado, tumbado en el suelo, víctima de terribles dolores que hubiera sobrellevado, seguro, con menos dignidad que la rata, que no gritaba ni emitía sonido alguno. En esos momentos la hubiera acariciado, si toda una tradición cultural no me hubiera inculcado que se trataba de animales repugnantes a los que había que aborrecer porque constituían una clase de terribles enemigos de nuestro modo de vida. Pero yo sabía que en aquella circunstancia ese sentimiento era completamente obsoleto y, lo que era más grave, estaba seguro de que para la rata yo no era en aquellos instantes ninguna clase de enemigo, quizá, en su estado, ni siquiera pudiera percibirme, pero si lo estaba haciendo debía de verme como una presencia casi sobrenatural, como un ser desconocido que ocupaba su campo de visión en un momento en el que se le hacía muy difícil ver nada con nitidez, sentir, oler, oír nada con claridad.

Dos trabajadores de una obra que se estaba llevando a cabo en una rotonda cercana pasaron en aquel momento a mi lado. Se quedaron por un momento contemplando la rata. Uno de ellos dijo: “Mira, no se ha muerto; todavía sigue viva”. Comprendí que, de algún modo, ya la habían visto antes y que daban por hecho que tendría que haber muerto. Pensé que ellos sí la rematarían, pero siguieron de largo, quizá debido a que yo permanecía allí mirando a la rata con un alelamiento que no debía de parecerles muy comprensible. El rabo formaba una curva alrededor del cuerpo. La cabeza denotaba toda una comprensión del mundo en retirada, mustia, aletargada, aturdida. Dentro del cuerpo había algo que no marchaba bien. Las patas no reaccionaban. La rata estaba como pegada a la acera, ¿sería que los productos que utilizaba el ayuntamiento contenían algún componente adherente y hacían que las ratas quedaran atrapadas en el pavimento? Surge ahora la tentación de inventar, y acaso no se notaría que lo estaría haciendo, que en aquel momento crucé la carretera para hacerme con la rama rota de un árbol (había varias por allí) y azuzar con ella al animal para ver si reaccionaba. Lo cierto es que no lo hice. No hice nada por la rata. La dejé allí y seguí de largo. Creo que no era capaz de ver nada, en ningún momento pude comprobar si tenía los ojos abiertos. Pero seguía moviendo ligeramente la cabeza, como si fuera esa la parte del cuerpo que todavía conservaba algo de energía. Sé que son unos animales fascinantes y he leído algunas cosas sobre ellos, no tantas como para considerarme un conocedor, y mucho menos un experto en ratas, pero lo suficiente para saber que su mundo, tan diferente del nuestro, presenta, sin embargo, un par de características comunes. La necesidad del calor proporcionado por otros individuos. Su agresividad territorial. Su capacidad para ponerse de acuerdo en una serie de objetivos comunes. Su vida entregada a las funciones elementales de la sexualidad y la alimentación. Un mundo muy parecido al nuestro.

A esa rata de Geneto quise llamarla Atrapada –¿esto me lo estoy inventado?– porque, como cualquiera de nosotros, lo estaba en medio de la vida, al borde la muerte.

 

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