De repente, la ciudad
no descansa (a determinadas horas).
Los pájaros mueren
–muestran sus cuerpos muertos– a la vista de todos.
Esto es así porque han
vivido al límite y poco les importa esconder de la vista su muerte.
Nadie sabe adónde va.
Por cualquier calle aparece cualquiera. De todos es lo que ya era de todos.
Durará poco.
¿Es nuevo este
edificio? O lo es o acaba de desprenderse de una costra de décadas.
En balcones que acaban
de florecer los pájaros que van a morir os saludan.
Del interior de algunas
viviendas rezuma un loco aroma de carcomida armonía.
Estos cielos no se
habían visto nunca por aquí: cielos elásticos, que se desplazan sin apenas
moverse porque... ¡giran dentro de nuestros ojos!
Ahora en este barranco, al norte de la ciudad, puede encontrarse de todo: pero da pereza bajar a recogerlo.
De pronto, sabemos que
esta hora en que se hace de noche está ahí para que nos
dejemos llevar. Y es fácil: basta con no mirar nada, la luz nos rodea y se queda en nuestra piel para morir.
Así de fácil era todo: lo
difícil era saberlo.
La insistencia de los
pájaros en desmentir la fragmentación de nuestras vidas: qué pesados, ¡venir a
estas alturas a hablarnos de totalidades!
No es silencio: es
pasmo. Y en el pasmo hay fragor. El fragor remueve por dentro nuestros órganos.
El borboteo continuo de los líquidos del páncreas, del estómago, del bazo, del
hígado y de los intestinos terminará matándonos. Eso sí se llamará silencio.
Además, qué necesidad
hay de ponerle nombre a nada.
Ser esta inseguridad:
un alfabeto despedazado.
Y que nuestros nombres
empiecen por letras distintas cada día.
Antepuse el oráculo a
la ausencia, el desamor al vacío, la condena a la vastedad, la renuncia al
secreto. Pronto sabré si estaba equivocado.
Ahora sabemos quiénes
somos, o por lo menos junto a quiénes vivimos.
De niño aprendí a
seguir a las personas a una distancia de diez metros: lo de ahora es pan
comido para mí.
Una fuente dieciochesca
nos contempla como si hubiéramos perdido la razón.
Alejándose avanza. No recuerdo quién escribió esto. Pero se equivocaba. O quiso decir: acercándose
retrocede.
Mis estornudos son
míos. Falso. Sus estornudos son suyos y de su vecino de acera.
Ahora que el aire está
más limpio que nunca nos da miedo respirar.
Definitivamente, se nos
escapa algo. Habrá que dar muchas más vueltas para descubrirlo. Cada día, un
recorrido distinto. Lo que se nos escapa debe de esconderse en algún sitio.
Había olvidado que la
luna nace del mar y que contemplar su nacimiento nos está permitido.
Ahora somos
otros. No: somos los que éramos más otros que no somos. Somos nosotros, pero
somos otros. Lo sabemos, pero no lo sabemos.
De repente, la ciudad
se dio la vuelta. Caminamos boca abajo. Vemos los tejados, vemos el cielo,
vemos los pájaros en una invertida transparencia.