miércoles, 6 de mayo de 2020

A UN KILÓMETRO A LA REDONDA


De repente, la ciudad no descansa (a determinadas horas).

Los pájaros mueren –muestran sus cuerpos muertos– a la vista de todos.

Esto es así porque han vivido al límite y poco les importa esconder de la vista su muerte.

Nadie sabe adónde va. Por cualquier calle aparece cualquiera. De todos es lo que ya era de todos.

Durará poco.

¿Es nuevo este edificio? O lo es o acaba de desprenderse de una costra de décadas.

En balcones que acaban de florecer los pájaros que van a morir os saludan.

Del interior de algunas viviendas rezuma un loco aroma de carcomida armonía.

Estos cielos no se habían visto nunca por aquí: cielos elásticos, que se desplazan sin apenas moverse porque... ¡giran dentro de nuestros ojos!

Ahora en este barranco, al norte de la ciudad, puede encontrarse de todo: pero da pereza bajar a recogerlo.

De pronto, sabemos que esta hora en que se hace de noche está ahí para que nos dejemos llevar. Y es fácil: basta con no mirar nada, la luz nos rodea y se queda en nuestra piel para morir.

Así de fácil era todo: lo difícil era saberlo.

La insistencia de los pájaros en desmentir la fragmentación de nuestras vidas: qué pesados, ¡venir a estas alturas a hablarnos de totalidades!

No es silencio: es pasmo. Y en el pasmo hay fragor. El fragor remueve por dentro nuestros órganos. El borboteo continuo de los líquidos del páncreas, del estómago, del bazo, del hígado y de los intestinos terminará matándonos. Eso sí se llamará silencio.

Además, qué necesidad hay de ponerle nombre a nada.

Ser esta inseguridad: un alfabeto despedazado.

Y que nuestros nombres empiecen por letras distintas cada día.

Antepuse el oráculo a la ausencia, el desamor al vacío, la condena a la vastedad, la renuncia al secreto. Pronto sabré si estaba equivocado.

Una soledad en la que todos nos hacemos compañía.
 
Ahora sabemos quiénes somos, o por lo menos junto a quiénes vivimos.

De niño aprendí a seguir a las personas a una distancia de diez metros: lo de ahora es pan comido para mí.

Una fuente dieciochesca nos contempla como si hubiéramos perdido la razón.

Alejándose avanza. No recuerdo quién escribió esto. Pero se equivocaba. O quiso decir: acercándose retrocede.

Mis estornudos son míos. Falso. Sus estornudos son suyos y de su vecino de acera.

Ahora que el aire está más limpio que nunca nos da miedo respirar.

Definitivamente, se nos escapa algo. Habrá que dar muchas más vueltas para descubrirlo. Cada día, un recorrido distinto. Lo que se nos escapa debe de esconderse en algún sitio.

Había olvidado que la luna nace del mar y que contemplar su nacimiento nos está permitido.

Ahora somos otros. No: somos los que éramos más otros que no somos. Somos nosotros, pero somos otros. Lo sabemos, pero no lo sabemos.

De repente, la ciudad se dio la vuelta. Caminamos boca abajo. Vemos los tejados, vemos el cielo, vemos los pájaros en una invertida transparencia.   

viernes, 1 de mayo de 2020

ESCRIBIR


Escribir no tiene fluidez.

Escribir es ir dando trompicones sobre cada letra y asomarse al final de cada letra al abismo de donde no se sabe nunca si saldrá de allí dentro otra letra.

Escribir es circular: más trazar una línea sin principio ni fin que una imagen corpórea en el papel.

Escribir es detenerse en cada mazo de palabras sin sentido.

Escribir es como el viento, que puede no venir, que puede irse y no volver, que puede no llegar nunca más.

Escribir es como un vómito que no es nunca el residuo de todo el ingerido, sino solo restos inconexos de los alimentos que un día fueron vida y ahora no son más que cosa caída de irreconocible sustancia.

Escribir no se parece a dibujar porque las letras son lo contrario de un dibujo: en las letras no hay sino vacío concentrado en llamar a otro vacío para completarse, salvo que el vacío solo se completa al dejar de escribir, en el silencio.

Escribir es alargar los brazos en un cuarto oscuro donde otros brazos se alargan para nunca toparse con los brazos en espera del contacto de otro: escribir es esa ausencia en medio de la plenitud.

Escribir es ir dando saltos de una palabra a otra, en el vacío que las liga y las separa: escribir es ese instante suspendido en el que nada puede ocurrir sino caerse hacia delante o hacia atrás.

Escribir es dibujar a ciegas, pero sin imagen que guíe la deriva de las manos: escribir es sostenerse en esa pérdida que no encuentra nunca su nombre.

Escribir es tropezar con lo ya escrito y lo borrado y luego con lo no necesariamente dicho antes que nada pueda decirse.

Escribir es alargar el suplicio de no tener que decir sino lo que más recónditamente se esconde en el silencio.

Escribir es ese nido de contradicciones, la suposición de que estamos cerca de decir lo que es difícilmente concebible.

Escribir no tiene fluidez: es pararse ante un abismo y saltar hasta la palabra siguiente, que no existe.


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ESTELA FIGUEROA EN EL CLUB DE LECTURA DE POESÍA 'LUIS FERIA'

 

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