jueves, 26 de diciembre de 2019
domingo, 22 de diciembre de 2019
PARA UNA POÉTICA DEL UMBRAL: EL POEMA COMO ESPACIO DE TRÁNSITO Y CONFLUENCIAS
La escritura inicial,
la que tanteaba todavía en la oscuridad, en las sentinas oníricas de visiones
desligadas de cualquier experiencia, o al menos de las experiencias comunes y
corrientes, era una escritura compulsiva, incluso obsesiva, diría, que giraba
en torno a la ausencia y buscaba darle un cuerpo a lo desaparecido. El umbral
no aparece entonces todavía, pero la escritura parece presentirlo. Recuerdo una
imagen que no figura en los poemas pero que es uno de sus trasfondos
silenciosos: en una terraza de verano, siendo muy joven, me fijé en un rostro,
el rostro de alguien aún más joven que yo, y me dije que podría ser mi hermano,
y que quizá lo había sido pero estaba muerto, que ese joven que bailaba rodeado
de amigos no existía sino en mi mirada, en mi memoria y, a partir de esa noche,
en mi escritura. Así empezó la serie titulada “La crepitación”, que se
publicaría entera sólo muchos años después, pero de la que di muestras en
revistas de mediados de los 90.
El primer libro que
publiqué se tituló El canto en el umbral.
La verdad es que no sabría decir muy bien por qué. Había en el libro un poema
que llevaba ese título y otro titulado “El umbral”. Estamos en 1997. La
presencia del umbral, de un lugar físico en el que se pasaba de un espacio a
otro y de un lugar mental en el que todo quedaba alterado, se volvió por entonces
muy poderosa. Lo constaté ya en la primera poética que escribí, por la época en
que estaba reuniendo aquellos poemas para convertirlos en libro. Cito de
aquella primeriza reflexión: “Veo el conjunto de mis textos más recientes como
una meditación del umbral. El canto
en el umbral es un canto suspendido, como la música silenciosa de Luigi Nono.
Suspensión entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser, la palabra que
ha decidido habitar el umbral sabe que habrá de exponerse a la soledad y a la
inclemencia, a la ausencia de morada y al exilio perpetuo junto a su propia
casa. Esta palabra habita un lugar sin lugar, vive la experiencia del borde
último y se adentra en espacios que desconoce. Pero nunca abandona el umbral.
Porque este es también el lugar de la espera, el lugar en que la palabra espera
la palabra”. Me parecen ahora, leídas casi veinticinco años después, palabras
demasiado contundentes, demasiado seguras. Puede detectarse la relación con
cierta poética del desierto y de la espera que por entonces yo debía a lecturas
de José Ángel Valente, de Edmond Jabès. La materialización de ese canto en el
umbral tiene lugar en uno de los primeros poemas del libro. Me doy cuenta al
leerlo hoy de que existe una conexión entre el sueño y el umbral, como si aquel
fuera la condición indispensable para que este se manifieste. Hay también más
erotismo del que yo suponía, pues el umbral es también el lugar en que los
cuerpos se enlazan y, al enlazarse, se destruyen. El sueño, pues, la noche, los
árboles, la casa y los cuerpos dibujan una escena que me sigue resultando
misteriosa. Sé dónde escribí el poema, sé cuándo lo escribí, pero he olvidado
la experiencia que lo generó. Podría decirse que en este poema encarna, por
tanto, la experiencia de entonces, que quedó destruida para surgiera el canto. El
poema se titula igual que el libro: “El canto en el umbral”.
La destrucción de los
cuerpos que se han encontrado en ese lugar misterioso que en el fondo no existe
parece en otro de los poemas del libro la consecuencia de un encuentro amoroso
ciertamente sangriento y doloroso. No queda claro si se trata de dos cuerpos o
de uno solo que se desdobla. El interlocutor con quien se habla va
desapareciendo a medida que avanza el poema, como si el umbral se lo fuera
tragando o como si el vacío del cuerpo propio necesitara contener y digerir los
cuerpos ajenos que han ardido con él en un contacto brutal. La danza final del
cuerpo vacío es un ritual funerario. El poema al que me refiero se compone de
nuevo fragmentos escritos en prosa y se titula “El umbral”.
Unos diez años después
de escritos estos poemas, y consumado mi regreso a la isla después de mi
estancia de cinco años en Alemania –años de aprendizaje o Lehrjahre, por decirlo en la lengua de Goethe–, el reencuentro con
el umbral en que surgieron los poemas del primer libro es ciertamente extraño.
Debo decir que ya entonces, al principio, a mediados de los 90, aquel umbral,
que era el de la antigua casa de mis abuelos en el campo, simbolizaba las
sucesivas ausencias de seres queridos. La casa, a la que yo había entrado
entonces para enfrentarme a los fantasmas y de la que salía a la luz del
atardecer, a la danza giratoria de los árboles, para quitarme de encima esos
mismos fantasmas y continuar mi vida liberado de ellos, seguía allí, intacta,
aún deshabitada. Tiempo más tarde mis padres la reformarían para vivir en ella.
Pero para cuando escribí algunos de los poemas que compondrían Moradas del insomne, escritos a mediados
de la década del 2000, la casa aún seguía siendo ese lugar silencioso, testigo
de otros tiempos, los de mi niñez y adolescencia, que cada vez estaban más
lejos. Lo que sentí entonces y quise expresar en ellos es esa distancia, y la
acumulación de un peso indefinible en el cuerpo que pudo una vez sentirse
vacío, aunque ese vacío estuviera lleno de sangre y de dolor. El de esos
tiempos de regreso es un umbral más oscuro, más incierto, y lo que se le pide a
la escritura es apenas convertirse en un rasguño de la extraña simbiosis de
presente y pasado en un lugar como ese.
Es curioso que casi
diez años después, hacia mediados de la década de 2010, escribiera un poema
sobre ese mismo lugar y en ese mismo lugar. Ya mis padres vivían en la casa,
que había sido completamente reformada. La terraza de la parte delantera, de la
que hablan algunos de los poemas de Moradas
del insomne, y en la que incluso escribí alguno de ellos, ya no existe. El
umbral, propiamente, ya no existe, pues en la reforma de la casa se prefirió
disponer la entrada por uno de los laterales, lo que transforma por completo la
percepción del lugar de tránsito entre la noche y la intimidad, entre los
árboles y el sueño, entre la luna y las palabras. Desesperadamente, en una
tarde que pasé allí solo mientras mis padres estaban de viaje, busqué los
rastros de la escritura anterior, de ese espacio que formaba parte de la
entraña vivida. Vuelvo a mirar la luz que desciende desde las montañas, vuelvo
a sentir que hay algo en los árboles que canta o nos conecta con la mirada de
la muerte. Destruido para siempre el umbral, es el propio poema el que adopta
su forma. Las estrofas se van sucediendo una a otra como peldaños de un acceso
abrupto a algún lugar desconocido. La intimidad, la protección, pero también la
pasión por el desamparo, por la desnudez de los cuerpos, por la errancia, se
buscan ahora al límite de lo decible.
Pero hay también en ese
libro, Un sudario, el último de los
que he publicado, poemas que se acercan a otros bordes no tanto espaciales como
corporales, límites del sentido próximos a la inconciencia, como si fuera
necesario atrapar con el cuerpo todo el vacío que nos rodea, incorporarlo,
alimentarnos hasta la sangre de él para, en algún momento, vomitarlo, liberarnos
acaso, escribir un poema como quien se contempla en un espejo y ve una masa
informe parecida a un pintura de Bacon. Poemas como “Retrato” serían buenos
ejemplos de lo que digo.
Por último, algunos
textos recientes e inéditos, si bien no parten de esa lectura simbólica de un
espacio concreto, reúnen, sin embargo, una serie de experiencias propias o
ajenas, los cadáveres de las relaciones amorosas confundidos en la memoria o la
muerte de los padres de algunos amigos, y las tantean como a trompicones. Se
traza aquí una perspectiva sobre la luz que se apaga y nos deja en una
oscuridad por la que nos es forzoso caminar a tientas. El poema puede quizá
ayudar en ese tránsito. Estos poemas, llegados a este último umbral de las
despedidas, son también un espacio de confluencias: todas las desapariciones
tienen en ellos cabida. Se acompañan, por decirlo así, unas a otras.
miércoles, 27 de noviembre de 2019
miércoles, 20 de noviembre de 2019
UN TIEMPO DE HORMIGÓN PARA LO QUE FLOTA EN EL TIEMPO
*
Sobre la exposición Tiempo, memoria, ficciones. 30 años del Centro de Fotografía Isla de Tenerife, Sala de Exposiciones del Colegio Oficial
de Arquitectos de Tenerife, La Gomera y El Hierro. 18 de octubre-30 de
noviembre de 2019.
Llamar a una exposición de
fotografía Tiempo, memoria, ficciones
es casi lo mismo que llamarla Sin título,
pues resulta de una falta de imaginación que raya en lo irrespetuoso cuando se
asiste a la magnitud de lo que en este caso se encuentra en el interior de la
sala. Quizá sea un síntoma más de esa tenaza conceptual que se ha instalado en
la que debería ser una de las principales instituciones culturales de la isla
de Tenerife –TEA Tenerife Espacio de las Artes– y que ha dado en los últimos
tiempos títulos tan estremecedores –por su insignificancia– como el
supertrampiano –ya quisieran los comisarios y los comisarios-artistas que las
perpetran– Crisis?, What crisis? (que
va por la tercera temporada) o el no sé si goetheano o larsvontrieriano Europa. Ese exótico lugar,
estremecimiento que en estos últimos casos ha afectado también al espectador de
tales experimentos curatoriales (o laboratorios expositivos u oficinas de
investigación artística, como se los quiera llamar), por cuanto se pone a
prueba su capacidad de superación o, como se dice en estos tiempos, su grado de
resiliencia: el espectador –al menos uno como el sujeto que les habla– no es
que esté obligado a convertirse en un objeto más que deambula por la sala con
el mismo desamparo o desánimo con que las piezas están expuestas en paredes,
suelos, techos y vitrinas, sino que se ve forzado a dejar en la entrada –en el
vestíbulo, como lo llaman– su capacidad de sorpresa, su sed de subversión, su sentido
crítico y su sensibilidad estética. Lo que se exige de él es algo que se parece
mucho más a la fe: se trata, en el fondo –las nombradas por último, digo–, de
exposiciones religiosas, en las que se está obligado a creer que aquello que le
sale a uno al paso tiene que ver con algún tipo de categoría artística. No se
puede entrar allí descreído, pues el tortazo que se lleva uno es entonces
monumental. Estoy, por tanto, en condiciones de afirmar que un museo que
alberga tales exposiciones no respeta la libertad religiosa: constriñe al
espectador a una fe absoluta en que, por mucho que las apariencias lo desdigan,
aquello es, por decreto curatorial, una exposición de categoría, con piezas de calidad, con criterios estéticos de última generación, con riesgo máximo y, en definitiva, por decirlo austenianamente, con
sentido y sensibilidad.
Tiempo,
memoria, ficciones, sin embargo, pese a su título adormecedor o,
a lo sumo, tautológico, pues, ¿qué otra cosa sino tiempo congelado es la
fotografía?, ¿qué otra cosa sino memoria es el tiempo congelado? y ¿qué otra
cosa sino ficciones son las memorias derivadas de la congelación del tiempo en la
fotografía?, esta exposición tan adánicamente titulada plantea, sin embargo, digo,
todo un recorrido que bien merece la pena una visita demorada, dos visitas, incluso
varias visitas, detenerse ante algunas piezas para aniquilar con silencio y con
pausa la vertiginosa velocidad de nuestro mundo y entrar así en otra dimensión,
otras dimensiones, pero sin fe, sin seguridades, sin canalizaciones precisas
que conduzcan el agua de las fuentes o las galerías a las tierras baldías de nuestra
conciencia. Pedanterías al margen, puede decirse que ante muchas de estas
imágenes se abre un abismo que nos conduce directamente al subsuelo de nuestra
percepción, allí de donde manan los verdaderos nombres que casi nunca ostentan
las cosas que en realidad importan.
Podrían hacerse muchos
recorridos por esta exposición, y creo que casi todos desembocarían en la que
parece la pieza principal de la muestra, una enorme fotografía de Carmela
García en la que un grupo de personas, mayoritariamente mujeres, reunido en
torno a una mesa de trabajo, en una habitación con cristaleras que parecen dar
a un paisaje primaveral, contempla con atención –aunque alguna que otra se
distrae, y quizá no haga mal– un libro de grandes dimensiones que bien podría
ser un catálogo de arte o el libro de cuentas de una empresa de diseño interior.
La pieza es extraordinaria: nos plantea toda una serie de cuestiones sobre la
conjunción de la mirada, el empoderamiento de la mujer en el mundo laboral y la
complejidad de las relaciones entre lo interior y lo exterior, todo al borde de
quebrarse, todo bien sujeto en un instante de magia repentina. Es como si toda
la exposición, las miradas de todos los espectadores, debieran confluir también
en ese libro misterioso que, abierto sobre una mesa, parece contener el punctum de todo el recorrido.
Claro que antes de llegar
hasta allí se ha atravesado por cuerpos desnudos en la lejanía insular o en los
albores de una democracia en la que quizá no se creía demasiado, construcciones
de hormigón armado que, instaladas en las calles de la ciudad comercial o en
los terrenos baldíos del sur turístico, requerían de la fotografía –de la
ficción– para terminar de existir, exploraciones de rincones insulares que a
veces identificamos –a través del bruma del bromuro de plata, en ese pálpito
único que desvela, revela y vela la mirada– y otras veces punzan nuestro frágil
deseo como enigmas de los que no sabríamos separarnos. Hemos cruzado a través
de la gravedad y de la gracia, hemos viajado fugazmente hasta la isla de San
Borondón y a una fiesta neoyorkina –se diría– cuyas copas a medio vaciar
revelan el amor pleno entre dos ancianas ante la atenta mirada de un gato. Y
también realidades menos amables, no tanto instaladas en los recovecos del
sueño o del amor sino en las anfractuosidades de las cajas de los museos
arqueológicos, como en la impresionante serie de Teresa Correa que retrata
huesos, calaveras, tejidos, agujas, todo el arsenal de restos de lo que fueron
las momias mirladas de los aborígenes canarios. Aquí descendemos a la parte de
la memoria que más alejada está de lo reconocible, pues aunque una y otra vez
nos digan las fotografías de una ciudad lo que la hicieron dejar de ser para
convertirse en memoria difuminada, y lo mismo con ese vasto territorio de los
seres venerables, bien anónimos o bien célebres, que en muchas fotografías se
nos aparecen de nuevo como recién salidos de nuestros sueños, aquí, en las
cajas de los huesos, en los restos de las momias, la comunicación con el pasado
es prácticamente inviable y, por eso mismo, tanto más necesaria.
Se ha dicho que los
fotógrafos coleccionan sombras o instantes, que congelan con su revelación lo
que estaba destinado a la pérdida o disolución en la lluvia del tiempo, pero lo
que no sabíamos es que también eran capaces de llevarnos, como Virgilio, por el
infierno de la precariedad existencial –las colecciones
de vida de Alexis W, por ejemplo, con esas miradas que duelen–, por las
pesadillas de la vida domesticada de toda una época –bodas de la burguesía,
paraísos artificiales en medio de los arenales del sur, ciudades que gravitan
en su abandono de siglos–; o, como Beatriz, guiarnos hacia la luz mediante la
desnudez de un cuerpo hermoso, los brazos enérgicos de un padre etíope o la
incalculable evasión en la caída ingrávida de la Judith de David LaChapelle. Entre esos extremos infernales y
lumínicos –negativos y positivos de por medio– transcurre una exposición que, de todas formas, podría haberse esmerado mucho más en el montaje para evitar la sensación de "batiburrillo" y la falacia nostálgica que introducen la incorporación de algunas piezas de escaso valor estético y un par de vitrinas con objetos y documentos de anticuario que nada aportan a la obra expuesta.
Todo es en esta exposición tiempo, sí, todo es memoria y ficción, por supuesto. Pero también lo contrario: instante eternizado, presente permanente y realidad de lo que se revela como necesario y verdadero.
Todo es en esta exposición tiempo, sí, todo es memoria y ficción, por supuesto. Pero también lo contrario: instante eternizado, presente permanente y realidad de lo que se revela como necesario y verdadero.
lunes, 18 de noviembre de 2019
PRESENTACIÓN DE "UMBRALES DONDE APENAS LLEGA LA LUZ" EN TENERIFE
El jueves 12 de diciembre a las 19.30 h. presentaré en el Instituto de Estudios Canarios mi primera antología, Umbrales donde apenas llega la luz. Publicado en Bogotá por la joven editorial El Taller Blanco Ediciones, se trata de una selección de poemas de todos mis libros publicados y algunos textos inéditos. Me hace mucha ilusión compartir con los amigos este libro creado con tanto cariño por Néstor Mendoza, Geraudí González y Cristian Garzón, editores entusiastas que cuidan hasta el último detalle de los libros que crean. También es muy especial para mí que me presente el libro mi amigo el joven poeta Antonio Martín Piñero.
lunes, 4 de noviembre de 2019
martes, 29 de octubre de 2019
BESO
Veo en tus
ojosojos lo que nuncanunca
pude verver,
aunque en tus labioslabios
muerdamuerdo
lo que nuncanuca
pude
morder: la saviasavia
que
nosnos devuelvevuelve a la vidavida
perdidaída,
fluidoído,
señalsoñar
de que el
origen rige
un cesto
de sustancias, ansias
de detenertener
un ratorrato la miradamirada
y volvervolver
a las fuentesentes de la vidavida,
los
saborolores de las papilaslilas,
los
aromasramos
del
paladarradar.
Veo en
los ojosojos de tus labioslabios lo que nuncanunca
pudedude
oler, aunque en tus ojosojos
muerdomuerto
el hálito
de algo escondidoído
entre la saviasabia
que se
propagavaga por entre el troncotronco
del
árbolinvisibleárbol donde vemosvamos
a través
de espejos,
autorretratotrato
de nosotrosotros
mismosmimos
que nos admiramos,
tú en mis ojosojos,
yo en tus labiosabios
que
libaniban la sustancia, el ansia
de
beberver tu bocaboca
hasta lo más profundo de tu
palardor.
sábado, 5 de octubre de 2019
DE DENTRO DEL CAÑAVERAL
Debió de haber salido por un
agujero abierto en la valla de protección, aunque cree recordar que en
aquella época no había valla de protección sino tan sólo el espeso cañaveral
que a ellos les parecía impenetrable. Si los dueños del solar mandaron
construir más tarde el vallado –salvo que estuviera hecho ya en aquella época–, no debió de haber sido porque quisieran evitar que alguien entrara
en su propiedad, pues, en primer lugar, no había nada allí, y, en segundo
lugar, parecía muy difícil atravesar el cañaveral de tan tupido como era. Alguna otra razón debían de tener. Lo
cierto es que tuvo que haber sido por allí, por algún agujero abierto en la
valla de protección o por algún resquicio entre las cañas, por donde salió al
saco sin fondo de la calle una tarde, mientras ellos jugaban con otros niños
vecinos de los alrededores. El saco sin fondo era el lugar donde los coches daban la vuelta al final de la calle sin salida, y tenía una forma circular
lo bastante amplia como para no tener que dar marcha atrás al realizar el giro de sentido. Era muy poco común que aparecieran
coches en aquella calle, al menos en la época de su infancia, pues había sólo
cuatro o cinco casas en la calle y la mayoría de ellas tenía garaje. Alguna
vez, sin embargo, ellos y los otros niños tenían que subirse a la acera para dejar pasar a un coche
desde el que los miraba una pareja, o un hombre solo, que claramente no vivían
en aquella zona sino que o bien se habían equivocado de dirección o bien
deambulaban sin rumbo en busca de vaya a saberse qué. No recuerda que nadie se
bajara de ninguno de los coches que pasaron por allí aquel día, por lo que
debió de salir, como queda dicho, del cañaveral que empezaba en el lado derecho
del saco sin fondo y continuaba hacia la calle de atrás, que, sin embargo, a
ellos les parecía que estaba mucho más lejos de lo que realmente estaba. Alguien
así tenía que haber salido de allí. No recordaba sus facciones, ni siquiera su sexo ni
su edad, pero lo que sí creía haber conservado en la memoria era el aspecto desaseado,
la vestimenta descuidada, un cierto aire a aparición sobrevenida desde otro
mundo, otra época u otra dimensión. Ellos siguieron jugando, es verdad que cohibidos entonces por la presencia misteriosa de quien los miraba a medias con
asombro y a medias con reconvención. Parecía irradiar un halo de venganza heredada, de
destino incumplido, de fantasmal y acuciante relación con la desdicha. Los juegos
que ellos practicaban eran en aquella época inofensivos: pintaban con tiza
rayas en el suelo y las convertían mentalmente en casillas por las que
brincaban, reunían en un montículo ramitas que recogían agitando los árboles que
sobresalían de los otros solares; perseguían a algún lagarto o espantaban a los
pájaros que se posaban en los muros que protegían los jardines de las casas. Era
él quien por lo general proponía o inventaba los juegos. Conseguía que los
demás niños se sumaran a la fiesta que él dirigía desde dentro, como uno más,
pero con la conciencia de haber sido el creador de aquella placentera burbuja. No
había perversidad alguna, salvo la de saberse el escrutador de los juegos que
él mismo inventaba para su propio disfrute y el de los demás niños. Se reían
todo el tiempo, se tiraban por el suelo, daban volteretas y se perseguían
mientras sabían que dentro de la casa los adultos iban desapareciendo con la caída de
la luz: las siluetas de sus abuelos, las siluetas de sus padres y, más abajo,
en las demás casas, las de los padres y abuelos de los otros niños, se
disipaban como si una mano gigantesca las fuera borrando con un paño. Mientras
tanto, esa misma caída de la luz era para ellos un alborozo, la fiesta de
saberse inmersos en un tiempo infinito que se perpetuaba a sí mismo mediante
la generación de la luz por la sombra –y viceversa. Debió de ser aquella
persona, si lo era, que salió por un resquicio del cañaveral, o por un agujero
en el vallado, quien le susurró un nuevo juego que a él le pareció original, divertido, pues nunca lo habían practicado. Debían recoger las cañas secas que se habían ido cayendo
en la acera del fondo de saco, cañas resecas que medían metro y medio o dos metros y que se iban
acumulando junto al cañaveral, recogerlas y colocarlas en el centro del
círculo. Enseguida se pusieron los niños manos a la obra. Muy pronto hubo seis
o siete cañas que a una palmada suya debían ser retiradas del montón y, tras
una breve carrera de alejamiento, lanzadas contra otro de los niños, que a su
vez lanzaba su caña contra otro niño, y así sucesivamente (pero
todos al mismo tiempo). El efecto era el de una pelea entre apaches y comanches en el
que las lanzas casi nunca acertaban a dar en el cuerpo del contrario y, si lo
hacían, caían a sus pies sin haberle hecho apenas daño. Alguien que debió de
ser el desharrapado personaje aparecido desde el otro lado del cañaveral le
susurró que las cañas debían lanzarse con mayor puntería, sobre todo apuntando
a la cabeza del contrario. Así se lo transmitió a sus compañeros de juego, que
una vez más recogieron las cañas, las amontonaron en el centro del saco sin
fondo, las recogieron, se alejaron unos cuantos metros y, al oír la palmada,
las lanzaron en dirección a las cabezas de sus víctimas. Volvió a haber pocos
aciertos, aunque alguna dio de lleno en una frente o en un cuello, lo que
provocaba algún gemido y la risa de los demás. El tercer lanzamiento se efectuó siguiendo la
misma estrategia que el anterior, pero esta vez él se encontró de frente a su hermana, tres años menor que él, y le lanzó la caña. Esta fue directa al ojo derecho de su hermana. Llegó impulsada con
tanta fuerza que el ojo empezó a sangrar. Su hermana se tiró al suelo, llorando.
Él sólo supo salir corriendo al interior de la casa para avisar a sus padres. Cuando
volvió a salir con ellos a la calle, la persona misteriosa ya no estaba allí.
Les preguntó a los otros niños y estos dijeron no haber visto a nadie. Él les
describió a alguien de aspecto descuidado, que vestía una camisa vieja y que
había estado allí mirándolos jugar. Los niños afirmaron no haber visto a nadie.
Estaban espantados por la sangre que salía del ojo de la hermana. Él permanecía
como hipnotizado. Miraba la sangre y lo que veía era una voz. Oía una voz y lo
que escuchaba era sangre. En mitad de la calle, con sus padres y sus abuelos agachados consolando a su hermana, se preguntaba dónde estaría aquella persona que había salido del cañaveral, si existiría de verdad, si no sería otra de sus invenciones, si no sería, incluso, él mismo, pero... ¿cuándo había
tenido él un aspecto tan sucio?, ¿cuándo había vestido ropas tan desgastadas?, ¿cuándo,
en qué momento de su vida había hablado consigo mismo como si lo hiciera con otro?
domingo, 22 de septiembre de 2019
FESTIVAL DE LITERATURA DE COPENHAGUE
Muy feliz de participar por primera vez en el Festival de Literatura de Copenhague. Comparto aquí el programa. Allí estaré entre el 25 y el 28 de este mes.
martes, 3 de septiembre de 2019
EL BORDILLO
En el último paseo que dio –el
último hasta ese día o el último en sentido definitivo: eso está por saberse–
trazó un imprevisible mapa que sólo le serviría, si acaso, para un siguiente
paseo, si llegaba a producirse. Ese mapa representaba sus vaivenes por unas
calles que nunca se habían combinado en sus paseos de aquella exacta e inintercambiable manera. Las calles habían sufrido muchas combinaciones, cientos, miles
de combinaciones, azarosas o no, en los paseos que había dado hasta entonces. Habitualmente
dejaba que sus pies caminaran solos, como culebrillas retozantes, en un
ejercicio de autonomía y desprendimiento de su condición individual y
consciente, de la impronta cerebral que casi siempre gobernaba su trato con el
cuerpo y, por ende, con el mundo fuera de su cuerpo por el que este transitaba.
Dejar que los pies caminaran solos no era, por tanto, un temerario ejercicio de
irresponsabilidad, ni tampoco un alarde de libertad exacerbada: era únicamente
una forma de huir, un modo de escapar de su penosa condición de individuo
consciente. Si llegó a elevar a la categoría de mapa –mental, imaginario– el
recorrido que había dado en aquel último paseo, fue porque le pareció haber
encontrado en él un atisbo de extrañeza, un matiz que lo hacía distinto de
otros recorridos igualmente aleatorios. Había llegado a un lugar en el que
parecían concentrarse y anularse todos los demás recorridos. Era un punto de
fricción entre el espacio y el tiempo. En ese preciso lugar al que había
llegado –y lo curioso es que había pasado otras veces por allí, pero sin
detenerse a considerar la importancia que aquel punto adquirió entonces para él–
el espacio se arrugaba tanto que parecía estarse dejando comprimir por el tiempo. Se abrían
grietas allí por las que la materia se convertía en un caleidoscopio que
permitía asomarse a la multiplicación de los tiempos. Grietas físicas y grietas
temporales. Pasar por allí no le había costado ningún esfuerzo, y tampoco se
había detenido demasiado en aquel lugar: lo había rebasado tras titubear unos
segundos, pero parecía que esos segundos hubieran bastado para ampliar de forma
incalculable no sólo el tiempo que había permanecido allí sino las dimensiones
mismas del lugar. Lo extraño es que se trataba de un bordillo. De un simple
bordillo de acera hecho de asfalto y de cemento. Uno de esos límites que separan
la calzada de la acera y que basta levantar un pie para franquear. Es verdad
que había algo especial en aquel bordillo, y quizá eso tenía que ver con lo que
le pareció sentir allí en relación con él: se trataba de una esquina. Era el
bordillo de una acera en el cruce entre dos calles. La forma redondeada de ese
bordillo intersectal, y el hecho de que las raíces de un árbol cercano hubieran
formado bultos y oquedades en el cemento, daba a aquel lugar una especie de
obstinación, una cierta soledad, casi un desamparo que permitían identificarse
con él, verlo como el resto de una ciudad que ya no existía y a la vez como el
último indicador de la decadencia de todo. Ese pequeño límite, ese lugar en el
que nadie se fijaba pero que tantos pies debían de pisar cada día para pasar de
una acera a la otra, de la calle a la acera y viceversa, parecía estar
esperando una discreta redención. Lo que había más allá de ese bordillo era la
absoluta dispersión, la desorientación, el sinsentido de una ciudad mal
construida, de una vida difícilmente gestionada, la decadencia final, la
disolución, el caos. Detenerse allí, por lo tanto, aunque no fuera más que unos
segundos, y sentir alrededor los árboles como dadores de una vida más plena,
las terrazas como centros de intercambio de ideas, el puerto como entrada y
salida de viajeros, las escaleras de un edificio como el acceso a un mundo de
intimidades y secretos, no era una acción del todo banal y no lo era, sobre
todo, porque él no había decidido detenerse allí esos segundos. Dejaba que sus
pies corretearan por la ciudad para huir de sí mismos y se encontraba con que
sus pies habían querido detenerse un instante para huir de la huida. En las
grietas por las que supuraba la resina que los árboles habían infiltrado desde
hacía muchos años en el asfalto él veía una señal de que el tiempo se seguía
contorsionando, aunque el contorsionista cada vez ostentara menos gracia y
menos flexibilidad. La ciudad seguía siendo un lugar en el que perderse, aunque
parecía que ya únicamente los bordillos, los bordillos que hacían esquina,
sombreados por algunos árboles, constituyeran los lugares donde guarecerse de
uno mismo. Así, en aquel último paseo –no se llegó a saber si era el último de
ese día o el último en sentido definitivo– supo que el mapa que había trazado
le serviría para futuros paseos hipotéticos, incluso serviría para futuros
paseos que otros, quizá menos huidizos que él, darían hipotéticamente por una
ciudad que iba desapareciendo. Supo que atenerse a ese mapa era la única manera
de perderse definitivamente. Y que hacerlo era su única oportunidad de escapar.
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