martes, 22 de abril de 2014
LA RATA
Esa rata, que corre desesperadamente para escapar de las
ruedas del coche que acaba de incorporarse a la rotonda en dirección al parque,
viene de zamparse unos apetitosos restos de muslos de pollo que el empleado
nocturno de la oficina de correos dejó antes de marcharse en una bandeja
colocada junto a la silla en la que suelen transcurrir sus ocho horas de
jornada laboral. Frente a la silla, tapizada de un verde oscuro y dotada de dos
apoyabrazos metálicos no precisamente cómodos, se encuentran las casillas de
los apartados de correos cuya vigilancia tiene encomendada el empleado nocturno
los fines de semana. Durante una de las dos o tres cabezaditas que se permite
cada noche, la rata mencionada, en su búsqueda de algo que llevarse a la boca,
anduvo sigilosa royendo unos documentos que esa misma tarde habían sido
depositados en el apartado número 10.139. Se trataba de una carta certificada
enviada desde un país latinoamericano, de una postal remitida desde uno de los
pueblos de la isla y de un sobre sin remitente en cuyo interior se encontraban
dos fotografías. La rata se ensañó especialmente con la postal, de la que
arrancó casi completa una esquina por la que asomaba un árbol autóctono, dicen
que milenario, cuya sangre, de virtudes afrodisíacas, sirvió tradicionalmente
para fortalecer a los caciques de edad avanzada en su búsqueda imperiosa de
prole masculina. La carta certificada y el sobre con fotografías, que quedaron
casi del todo intactos, no serían recogidos por el propietario del apartado de
correos hasta una semana más tarde. (Los restos de la postal, que por otra
parte solo contenía un poema de amor, le fueron escamoteados por el funcionario
del turno de mañana.) Una de las fotografías, que mostraba el torso desnudo de
un hombre de mediana edad recostado en una hamaca en medio de un jardín
tropical, fue rota en veinte pedazos antes de ser lanzada al cubo de la basura.
La otra fotografía, más amarillenta, representaba a un joven, quizá el mismo de
la otra fotografía veinte años antes, aunque esto nunca se supo con certeza,
sentado en la escalinata de un muelle mientras recreaba la vista en las
maniobras de atraque de un trasatlántico al atardecer. A la barandilla del
trasatlántico se asoma sonriente una mujer de mediana edad que, al desembarcar,
se dirigirá solitaria a la única pensión del barrio marinero. Allí la estará
esperando el padre del joven que está sentado contemplando las maniobras de
atraque del trasatlántico al atardecer, aunque él no lo sabe. En la habitación
número 15, al llegar la mujer, las cortinas se corren, el champán se descorcha
y el corsé se desata. El dueño de la pensión, que cierra el establecimiento
después de la llegada de su último cliente de esa noche, un crupier del casino,
se dirige vacilante hasta un bar cochambroso situado en una esquina del barrio
marinero y que todo el mundo conoce como ‘El Quitapenas’. Los flamboyanes han
florecido y un desgarrado chisporroteo de flores rojas hace creer a un cliente
que, borracho como una cuba, abandona el local, que por fin ha llegado a la
ciudad el tirador profesional contratado para fusilar a todas las hediondas
palomas. Crispado, tembloroso, pero en el fondo complacido, baja por una de las
calles que dan al puerto hasta que se encuentra con el solar en el que muchos
años atrás se levantaban las oficinas de la Casa de la Radio. Junto al solar,
iluminada por la magra luz que depara una farola oxidada, una de las últimas
ciudadelas habitadas de la ciudad convoca en su patio central a unos pocos
vecinos. Al fondo, en uno de los cuartuchos, que hace cien años formaba parte
de la pensión de caballeros regentada por doña Pura, una fotografía en blanco y
negro enmarcada pobremente sobre una mesa camilla, conserva intacta la sonrisa
de un niño de unos cuatro años que murió poco después de que se tomara la
instantánea. Los pasos que se oyen en el cuartucho de arriba, pasos de zuecos
de dentro de casa de solterón empedernido, se deben a los delirios esquizoides
de un caballero, hijo natural de uno de los antiguos clientes de la pensión de
doña Pura, que desde hace unos años se muestra incapaz de gestionar
correctamente sus deposiciones. Así, por ejemplo, unas veces orina
despreocupadamente en el patio comunal, otras envuelve sus excrementos en papel
higiénico y los tira al tejado de las viviendas de enfrente y otras, en fin, se
pone de cuclillas en uno de los rellanos de la escalera que comunica la planta
baja con la planta alta y deposita en silencio una cagada por lo general
blanduzca, inodora y parda. El padre de este caballero, que fue viajante de
comercio y que, al menos dos veces al año, visitaba Buenos Aires, trajo una vez
un libro publicado en la Argentina. Dentro de aquel libro, que el viajante de
comercio había comprado en un puesto callejero del barrio de Palermo, se
encontraba, doblada a la mitad, una esquela conmemorativa del décimo
aniversario de la muerte de una tal Micaela Díaz Casanova, oriunda de Santa
Cruz de Tenerife y residente en Buenos Aires desde 1913, que había muerto a
causa de la última epidemia de cólera que arrasó la ciudad rioplatense. Uno de
los chiquillos que se reían cuando veían salir de la ventana del cuartucho
superior del fondo de la ciudadela uno de esos revoltijos que contenían, ya
todos lo sabían, las cagarrutas del hijo bastardo del viajante de comercio, frecuentó
con el paso del tiempo, ya al final de su adolescencia, los paseos laterales
del parque central, conversó a altas horas de la madrugada con señores que
llegaron a proponerle paseos en sus limusinas a los miradores de la parte alta
“para contemplar la ciudad a la luz de la luna” y aceptó en alguna ocasión acompañarlos hasta
sus mansiones rodeadas de jardines y rejas para una ligera colación o un baño
en el recién instalado jacuzzi. Fue así como, en uno de aquellos paseos, una
noche de aguacero, cuando el coche, conducido por un chófer mulato expresamente
traído de Santo Domingo al regreso de la emigración, derrapó al tomar demasiado
deprisa una curva, el muchacho, su benefactor y el mulato murieron en el acto
despeñados por el precipicio de la Vuelta de los Pájaros. El inspector que se
ocupó del caso tenía un hija que, al parecer, conocía al muchacho de haber
tomado juntos alguna leche merengada en La Flor de Alicante y que lloró su
muerte como si al saber que nunca más lo vería le hubieran resultado
insoportables los recuerdos de las leches merengadas compartidas. La esposa del
propietario de la limusina, enterada de la tristeza inconsolable de la hija del
inspector, se propuso invitarla una tarde a tomar el té para ver juntas la
colección de sellos que ella y su esposo habían reunido durante años y que estaba
reputada como la más importante de la isla. Uno de aquellos sellos, impreso con
un raro defecto de color en las Islas Maldivas en 1889, era la joya
indiscutible de aquella colección. Representaba en negro el perfil de una reina
sobre un fondo verde con dos rayas magenta, y precisamente esas rayas, esa
anomalía, ese incomprensible defecto de fábrica, habían convertido aquel sello
en uno de los más valiosos, no ya de aquella colección, sino del mundo entero.
Aquella tarde la hija del inspector de policía hizo algo de lo que solo muchos
años más tarde se arrepentiría. Dejó a medias su té y, con la excusa de que se
encontraba indispuesta, y no sin antes haberse colocado inadvertidamente el
famoso sello entre índice y pulgar, pidió permiso para ir al baño. Una vez
allí, abrió la ventana, que daba a un patio interior, buscó una puerta que la
condujo a un dédalo de habitaciones que al final, por desgracia, acabó
desembocando en el mismo salón donde la señora, con el álbum abierto entre sus
piernas y los ojos casi embadurnados de lágrimas, se disponía ya a llamar a la
policía para denunciar el robo de su sello. La niña dejó la estampilla sobre
una cómoda. Sin una palabra, echó a correr. La señora la miró marcharse con el
corazón destrozado. Era una tarde casi dorada, de esas que parecen haberse detenido
por milagro: el cielo, un conjunto de espejos transparentes, reflejaba la luz
que de él mismo brotaba. Algo invitaba a permanecer inmóvil en uno de aquellos
miradores de la ciudad alta, como a la espera de un acontecimiento, como al
margen del tiempo, habitante de una ciudad de luz, señor de unos dominios sin
límite visible, centinela avisado en lo alto de los promontorios, prócer
numinoso, mágico oteador de inmensidades. Él, quienquiera que fuese, el alelado
transeúnte que pasaba por allí, se sintió flotar, aquietado, y se dejó llevar por
esa calma hasta que el inevitable crepúsculo lo retrotrajo a la realidad. Hizo
autoestop, volvió a la zona marinera, cruzó la plaza y, junto a una de las
jardineras, vio a la rata. Entre los dientecillos le asomaba uno de los huesos
del muslo de pollo que acababa de zamparse. La rata lo miró desde su hambre
saciada, inmunda, humillante. Entonces él la odió con un odio que era como el
reverso de toda aquella luz incontaminada del aire. Dio unos pasos tras ella y
la alcanzó. La pisó, la escachó, le separó la cabeza del cuerpo, las patas del
tronco, los dientes de la boca. Y allí, descuartizada, la dejó, a la vista de
todos, sobre los azulejos desgastados de la plaza.
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