jueves, 26 de abril de 2012
EN EL DIVÁN
—Sí, sí, doctor, es verdad que este tipo de sueños solo se me presenta
cuando no duermo con él. La sedosa piel de su espalda, en la que apoyo mi
mejilla derecha y contra la que me acurruco como si solo así estuviera en lo
más protegido de la barcaza del sueño, esa piel cubierta de una pelusilla de
finísimos pelitos oscuros que solo se distinguen cuando uno se recuesta sobre
ella y la contempla de muy cerca; esa piel de su espalda extendida junto a mí, le
decía, las noches que duermo con él, parece tener el poder de alejar ciertos
sueños que, en cambio, se ensañan conmigo las noches en que duermo solo. No sé
cómo explicarle, doctor, la suave disolución que experimento cuando él, a punto
de dormirse o recién dormido ya, da unos eléctricos respingos con sus piernas,
enlazadas con las mías, y luego, seguramente en la primera fase de su sueño, se
estremece con todo su cuerpo un instante, como si hubiera dado un salto a otra
dimensión, mientras yo lo tengo sujeto con mis brazos y me estremezco con él en
esa sacudida en la que, quizá, se intercambien los papeles de quien ya duerme y
de quien aún espera dormirse. Vea que es a partir de ese instante, a partir de
ese calambrazo que queda resonando en los dos cuerpos abrazados en la frontera
del sueño y la vigilia, cuando mi mejilla, adherida a la pelusa que cubre por
entero su espalda, empieza a percibir el flujo de la protección, el calor o la
calma de su cuerpo que, desde su entrega sin fisuras al abrazo del mío, se ha
vuelto ya capaz de actuar sobre él, de brindarle una coraza contra ese tipo de
sueños que aprovechan, sin embargo, cualquier noche solitaria para salir a mi
encuentro. Creo que él, doctor, no conoce sus poderes taumatúrgicos. Sonríe y
habla, brinca y se desnuda, se enrosca y se despereza, hace todo esto antes de que
encontremos esa posición que parece perfecta y en la que, de pronto, su respiración
se transforma, su perfil se recoge entre las palmas de mis manos, resulta
vencido y a la vez vencedor, se duerme y al mismo tiempo espera a que me duerma
también yo. No sé, ni siquiera, si, cuando de pronto regresa y siento la
mordaza que aplica sobre la abertura por la que entran y salen los sueños de
una mente dormida, lo hace consciente o inconscientemente, pues en todo ese
proceso yo siento su benéfico influjo a través de la pelusa adorada de su
espalda y no sé, a ciencia cierta, nada más, nada más. Dígame, doctor, ¿cree
que tendría que disciplinarme y pasar más noches sin él para enfrentarme yo solo
a esos sueños de que le hablo y aprender a vencerlos por mis propios medios? ¿O
debo, más bien, pedirle que se quede a dormir todas las noches conmigo, de esa
forma que le he descrito, mi cara hundida en el bosquecillo de liquen de su
benéfica piel, mejilla contra espalda, las piernas enlazadas, una de mis manos
en su vientre enroscado y la otra en su cuello de latidos, unas manos que son
como las de quien se ata a un mástil para no escuchar el fragor de las mareas…?
sábado, 14 de abril de 2012
TENTENIGUADA
Para
Ángel Padrón
No recuerdas muy bien aquel lugar. Nadie hubiera dicho que
hasta aquellas alturas la carretera continuara dando vueltas para llegar a una
especie de barrio escondido detrás de tantas hondonadas. Pero ya sabes: cuando
te empecinas en seguir conduciendo no hay modo de que te detengas. Así
llegaste a Tenteniguada. Parece un nombre irreal, inventado, uno de esos
apelativos casi siempre ridículos que los escritores inventan para sus comarcas
o pueblos imaginarios. Quizá ahora te baste con recordarlo para saber que
existió, pero entonces, cuando llegaste a las primeras casas, insólitas, de
aquel lugar que no sabrías decir si era un pueblo, un caserío, un barrio o una
pedanía, te pareció acaso menos real que ahora que tan solo sobrevive en tu
recuerdo. El aire de Tenteniguada era todo lo fresco que, en cualquier mes del
otoño o del invierno, puede serlo en las cumbres de una de aquellas islas. Las
casas, arracimadas en torno a la carretera, se iban mostrando a medida que
avanzabas: casas de dos o tres pisos, a veces estrambóticas, con sus garajes
abiertos en los que se veía trajinar a campesinos junto a sus camionetas, a
chicuelos alrededor de mesas puestas para la merienda, a señoras con sombreros
de paja sentadas en el fondo como para pasar desapercibidas. Tenteniguada. Recuerdas
vagamente un antiguo cine o teatro de fachada amarillenta en la que faltaban
algunas de las letras con que se había trazado un nombre pintoresco e inútil.
Después de algunas curvas, cuando ya parecía que el pueblo o barrio o lo que
fuera que fuera aquel apretujamiento de casas a casi mil metros de altura se
había terminado para dar paso, de nuevo, a la montañosa floresta, aparecía un
nuevo grupo de casas, esta vez menos altas, más separadas las unas de las
otras, como si no solo quisieran permanecer distanciadas del casco urbano,
llamémoslo por una vez con este nombre honorable, sino que tuvieran a gala
mantener una distancia prudente las unas de las otras. Las casas, tal vez, de
quienes procedían de familias repudiadas en siglos anteriores por los
habitantes del pueblo, o de quienes habían decidido llevar una vida
independiente pero no del todo desligada de las costumbres comunales; casas
cuya soledad producía en ti, el forastero que pasaba junto a ellas, la
sensación de un desamparo consentido, de una frustración orgullosa. Los bares
de Tenteniguada, que eran, si no recuerdas mal, tres o cuatro, dispuestos a lo
largo de la carretera —lamentas ahora no haberte internado por las calles
transversales, no haber seguido el rastro de los perros solitarios que
descendían por callejuelas inhóspitas hasta quién sabe qué barrizales o
escombreras— se parecían, al menos en su aspecto exterior, mucho los unos a los
otros. Platos de chochos, te imaginabas, serían servidos en sus barras grasientas
junto a vasos de vino del país que cuatro o cinco lugareños compartirían sentados
en altos butacones giratorios. Al fondo, tres o cuatro mesas solitarias habrían
concentrado desde tiempos inmemoriales —es decir, desde tiempos que ninguno de
los vivos de entonces podría recordar sin mentirse a sí mismo— el eco de un
desánimo en los rostros arrugados, partidas desbocadas de dominó o de baraja,
ruidosas reyertas con desenlaces funestos de las que ningún juez llegó a tener
jamás noticia. Tenteniguada. Qué absurdas derivas te llevaron hasta allí.
Porque tú eras un forastero que no quería pasar por tal. Los magos con los que
hablaste —sus dejes pendencieros, sus socarronas miradas— supieron enseguida,
por un par de palabras foráneas que te delataron, que no eras de por allí.
Estuviste a punto de sentarte a comer un chuletón como los que habías visto
servir en una de las mesas, con mucha sal gruesa por encima, descomunales
trozos de carne poco hecha cuya devoración, sin duda, resucitaría a un muerto y
lo pondría a danzar la rumba allí mismo, pura energía como la de aquellos
pastores reconvertidos en mecánicos, fuerza bruta en los brazos curtidos en miles
de pulsos con otros brazos y con la invencible hostilidad de la vida.
Tenteniguada era aquello, aquel mundo en el que desaparecer y en el que
desconocerlo todo, la ebriedad del aire más alto de aquella isla, cinturas
prohibidas de morenos adolescentes que al final de una calle, en un
merendero improvisado, se palmeaban los hombros mientras charlaban casi fuera del
mundo, todo aquello ofrecido al viajero de un día por el módico precio de su
vida pasada, unos minutos de magia contra la pesadumbre de los años. Y más allá
de aquellas calles, más allá de las últimas casas, solitarias, empezaba la
cumbre verdadera, la montaña desnuda e implacable, el techo de la isla en el
que, con un poco de suerte, a través de ralos pinares y a la vista de roques en
eterno equilibrio, giraría el viajero el resto de su vida, o el resto, al
menos, de la memoria de su vida.
martes, 10 de abril de 2012
POR QUÉ LA POESÍA (NOTAS POLVORIENTAS —Y MUY POCO EXHAUSTIVAS— QUE PONGO AQUÍ A REMOZAR)
Porque una vez, de niño, jugué a dar grandes saltos entre
las piedras que formaban una especie de sendero en uno de esos estanques que se
construyen como adorno de los paseos turísticos. Y cuando saltaba temía caerme
al agua. Y pensaba que el agua era profunda. Pero, aun así, saltaba.
Porque a veces, cuando me siento en el sillón después de un
día de trabajo duro e inútil, se desmorona la pila de libros y cuadernos que he
ido amontonando sin criterio. Y entonces leo un título que tenía olvidado. Y
recuerdo. O aparece una página que escribí para nadie.
Porque el sueño no llega, muchas veces, y la noche abre
manos que sólo se aplacan sobre un papel en blanco.
Porque sí.
Porque me he desvelado tantas veces, vencido en combates que
nunca empiezo yo, empapado en un sudor espeso, y cuando abro los ojos no
encuentro sino restos de imágenes que buscan un sentido, un orden nuevo,
distinto del que una vez tuvieron cuando estaban completas o unidas o intactas.
Y todo fluctúa entonces. Y me desvelo y apenas si pregunto porque sé que no
dormiré más.
Porque ya no estás y tal vez nunca estuviste.
Porque temo dormirme y no despertar nunca.
Porque me levanto aún casi dormido y las palabras me ayudan
a ir atravesando el día, esa fatiga, deslavazada quimera.
Porque nadie encendía las lámparas y en los bordes del
camino se abría un abismo para el que no tenía alas.
Porque llovía. Y yo andaba por la acera de aquel parque sin
paraguas. Los castaños de Indias, empapados, no me protegían. Deseé que no
dejara nunca de llover, y que la lluvia me empapara aún más que a ellos.
Porque el amor es frágil y nunca
sabemos si acaba de nacer o está empezando a morir.
Porque cada vez que volvía
—pero, ¿adónde?— quería saber por qué había vuelto, dónde había estado, quién
me estaba esperando aquí y quién se quedaba esperándome allá, lo que había
aprendido y lo que había olvidado.
Porque las tardes pasan en
silencio y al alargar las manos toco un viento muy frío que parece haber estado
ahí desde siempre. Los dedos se agarrotan y olvidan la caricia ensayada en las
horas de insomnio.
Porque no es mía la noche,
sino de quien me la ha arrebatado. Oigo sus pasos que se alejan, el llanto que
queda enredado en las entretelas de mi sueño. Respiro apenas, como si hubiera
olvidado el modo de hacerlo. El arrebato.
Porque hay cabelleras en
las que introducir nuestras manos sería como perderse en un bosque de algas o
en una cascada de agua tibia; cabelleras casi adolescentes que ostentan jóvenes
de miradas perdidas una vez que se han sentado en su asiento de la guagua que
los llevará hasta la universidad; cabelleras inaccesibles aunque bastaría
estirar el brazo para tocarlas y deslizarse por su interior, ese mundo que sólo
podemos imaginar con nuestras pobres y lejanas palabras.
Porque hoy, en un sencillo
tren de cercanías, recordé trenes de hace años, recorridos de noches enteras en
un compartimento, balanceado mi cuerpo por el traqueteo constante, atraído por
cuerpos ajenos que descansaban a mi lado, y recordé también algunos paisajes
que veía desde las ventanas, árboles y lagos, pueblos y bosques, periferias y
ovejas, y sobre todo el asombro de ver lo que nunca había visto, lo que nunca
volvería a ver.
Porque hay sueños fálicos
en los que, con la electricidad de una serpiente, otro cuerpo visita nuestro
cuerpo, se apodera de él y hace que salgamos adonde no somos ya nosotros, a una
pradera de sentidos distintos e inflamados. Como si entráramos de pronto en
otro cuerpo que contuviera al nuestro a su vez. Y esos sueños, acaso, son
rastros de los instantes más plenos de la vida, que, perdidos, regresan de vez
en cuando a nuestras noches sedientas.
Porque el rostro de
alguien a quien amé no tiene ya piel, no está formado ya por carne acariciable,
por poros rebosantes de sudor en las tórridas noches en que nos cabalgábamos,
jinete y montura intercambiables, el uno al otro; porque ese rostro existe ya
sólo en forma de píxeles que brillan rodeados por un marco azulado en una
ventana de la pantalla de mi ordenador. Y en un poema, aunque no recobre la
carne, puedo engañarme al creer que ese rostro, al menos, logra ser evocado
como el rostro auténtico que fue.
jueves, 5 de abril de 2012
VIÑEDOS DE TEGUESTE
Pasé yo el otro
día (todo esto viñedos) por aquí
caminando (lomas
quietas, veladas) poco tiempo,
un paseo (pues
el vino irradiaba sus melodías de sangre),
y pensaba en el
tiempo (piconera o montaña
mordida en sus
costados), en cuánto tiempo queda
hasta el fin de
los tiempos (melodía
de un pájaro
mecida por el viento),
paseaba y
pensaba y reía en
mis adentros
(mis adentros viñedos, cañerías resecas, un bidón oxidado,
la puerta que da
al campo), y al volver me detuve
en una de esas
tascas (se anunciaba la lluvia
como un tímido
abrazo) que venden vino nuevo
para que arda en
el cuerpo.
miércoles, 4 de abril de 2012
HOJA VOLANDERA ENCONTRADA EN SARNA PUS DE TENERIFE
¿Está este estar aquí ─esta estancia muda─
surcado de las voces que no escucho,
de las letras que, acaso,
en la permuta ciega,
se revelan cansadas, capturadas por algo
que es como mirar sin ver,
como un sueño perdido en la caediza cintura de la tarde o
del whisky,
o es este estar aquí otra canción más que oigo,
engañosa voluta de lo más escondido,
esta rambla de asfalto, las imágenes vivas,
la extraña intervención de un nudo que ata el soplo al
encuentro
espectral de dos niños que comparten colegio,
una canción o un pulso, un deseo o una magia
que este estar aquí hoy
distraído genera?
lunes, 2 de abril de 2012
RELATO PARA UN PREMIO
En recuerdo de Paco Vidarte
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