Veamos, veamos cómo te las apañas ahora para escribir,
ahora que tus manos ya no te obedecen, o al menos tu mano derecha —¿o es el
brazo entero, acaso, el que no te obedece?—, esa mano que, flácida, no es capaz
ni siquiera de sostener el bolígrafo. Has pensado que la única solución sería retirarte
a algún lugar alejado de los ruidos que cada día, como un insistente martilleo,
horadan tu cerebro y te dejan exhausto. Algún lugar en el que solo se escuchara
el rumor de las olas. Como si no fuera tan solo una alocución interior lo que
te ha desgastado, una corrosiva sustancia generada por la sustancia misma de tu
cuerpo. Veamos: la separación, la lejanía, el distanciamiento de dondequiera
que estés no lograrán ayudarte, pues no es posible separar el cuerpo del
cuerpo, alejar la carne de la carne, distanciar una célula sana de una célula
enferma. Es como la mirada sarcástica que adivinas a veces en los rostros de
algunos de tus alumnos: nada, ninguna habilidad, ni siquiera un don
sobrenatural, y cuánto menos tus incapacidades docentes, lograría sacar del
interior de esos rostros sus verdaderos pensamientos, las palabras que en ese
mismo instante en el que explicas cualquier cosa que no les interesa ellos te
dedican, sus burlas más secretas, sus ideas más retorcidas, sus dardos
invisibles. Esas miradas hieren, aunque ellos ni siquiera lo saben. Pero nada
puede saberse, nada puede salvarse. La mano intentará sostener, en un último
esfuerzo, el miserable bolígrafo, mientras un soplo que solo tú sientes desde
dentro del cuerpo la empuja, la debilita y la vence. Una mano rendida que no
llegó a trazar más que las huellas de su propia batalla contra la rigidez
total. Una mano no heroica, ni investida de falsos poderes sacerdotales, ni,
mucho menos, chamuscada en bombardeos o guerras. Una mano que apenas supo
tenderse en busca o en apoyo de otras manos. Todo fue un desvarío, una fantasmagoría,
una invitación al baile con un par de fantasmas. Al menos, te dices, pudiste
terminar de leer algunos libros. Te conmovieron también algunas películas en las
que unas vidas ajenas e irreales vivían plenamente tu vida: ese milagro de gran
masturbador o de gran solipsista. Pudiste, incluso, saborear alguna vez un
sentimiento que quizá se pareciera a lo que llaman amor quienes de verdad lo
han vivido. ¿Qué más puedes pedir? Un poco más de tiempo, ¿para qué? Un poco
más de vida, ¿para vivirla cómo y con quién? Unas palabras más, ¿con qué
derecho y en beneficio de quiénes o de qué? La vida continúa, como en esas
películas que parecían seguir desarrollándose en tu interior después que
terminabas de verlas: la vecina que vocifera, su hijo que le responde con
gañidos, la música de otro vecino, acaso desequilibrado, unas maracas zumbonas,
el carnaval grotesco del que ahora te despides, la luz de un día más del final
de febrero, todo lo que seguirá existiendo sin que tu mano tenga que
escribirlo, todo lo que no te necesita para seguir existiendo su inútil y acaso
real existencia.
lunes, 27 de febrero de 2012
lunes, 13 de febrero de 2012
LOS MERODEOS
Se ha convertido, quién se lo iba a decir, en un experto
merodeador visual: atrapa magistralmente con su mirada todo aquello que desea,
sin que para ello le importe gastar horas sentado a la misma mesa de
restaurante, en el mismo asiento de tren, en el mismo banco de un parque al
atardecer, en primavera o en otoño. No cabría, tal vez, decir que atrapa nada,
pues atrapar conlleva atenazar, detener, subyugar. Se diría más bien que, como hacen
al parecer algunas serpientes, logra envolver con su mirada aquello que mira.
Se emboza, como si dijéramos, en su propia mirada aparentemente distraída,
pasajera, inocente. Sacude minuciosamente los ciscos de la imagen, cualquier
borrón o mancha que, de entrada, lo mirado le interponga como una especie de
torpe protección entre la piel y sus ojos. Realiza esta operación higiénica no
sin preguntarse si, a lo largo del acto de mirar, no debería mantener, en aras
de la veracidad de lo mirado, íntegros los restos de cualquier suciedad, las
advertencias del tiempo, los embotados surcos de la edad. No configura, sin
embargo, una imagen ideal. Su higienización no es una abstracción. Es tan solo
el modo de obtener, de entre las posibles y tal vez infinitas imágenes que la
imagen contiene, la que más se adecúe a su mirada interior, al deseo siempre al
acecho, al maremágnum sin tregua de sus propias pasiones. Se zafa de toda
mirada frontal. Se zafa también de toda oblicuidad. Se zafa de la mirada de
través y de la mirada al revés, de la mirada tangencial, de la mirada ladeada,
de la mirada curva, de la mirada circular. Se zafa de la mirada inversa y de la
mirada reversa. Se zafa de toda mirada que no se corresponda exactamente con la
mirada que lo mira. Así, como cabía esperar, al final no es ya él quien mira,
sino el mirado o lo mirado. Y, sin embargo, lo cierto es que, cuando consigue
atrapar unos ojos en una de esas miradas suyas cautivadoras —cautivadoras
porque cautivan en los múltiples sentidos de este verbo simpar—, esos ojos se
le quedan rendidos como si no lo miraran, es decir, que adoptan exactamente la
misma lánguida postura sometida, la misma propensión a apoyarse en las órbitas
que los suyos. ¿Quién cautiva entonces a quién? ¿Quién es entonces el cautivo?
Podríamos permanecer durante horas, testigos mudos de esta elocuente
conversación de dos miradas, sin descubrir cuál de las dos tiene atrapada a la
otra, pues lo cierto es que no las veríamos encontrarse nunca, nos parecería
que nunca van a coincidir los ojos en ese intangible contacto entre pupila y
pupila, entre un par de pupilas y otro par de pupilas, que, si se miran el uno
al otro, en ese mismo instante, no podrían nunca mirar a otro par de pupilas.
Y, sin embargo, diríamos que podrían estar mirándose eternamente sin mirarse.
Como en un juego de reflejos repentinos, de espejos multiplicados unos dentro
de los otros, como en una de esas estelas que quedan flotando en las aguas
surcadas por un barco en el que nos alejamos para siempre de algún amor o de algún
puerto, los ojos se miran, ¿o habría de decirse que se pican, como las olas?,
un instante que es casi un punto inexistente del tiempo para luego alejarse
infinitamente los unos de los otros —y, sin embargo, en ese alejamiento
infinito hay una convergencia casi inapreciable, casi imposible, que los reúne
de nuevo en algún momento del tiempo. Así que todo no es sino un vaivén, un
merodeo insaciable, una experta concatenación de unicidades que se duplican
vanamente, una y otra vez, hasta la ceguera final.
miércoles, 1 de febrero de 2012
CON AL BERTO, EN UN TAXI, ATRAVIESO LISBOA
Como tú sabes bien,
aún guardo
la memoria de un día
–o de una noche–
sin rumbo, tu mirada perdida
y a la vez resguardada
mientras un taxi cruza la ciudad de una vida
y nos lleva en el tiempo
–o lleva nuestros tiempos–
de un extremo a otro extremo
de la conversación y de las calles.
Confabulamos juntos
despedidas y asombros,
nombres que para ti lo fueron todo
y para mí eran apenas el comienzo de algo,
la ganancia y la pérdida
de una misma ciudad,
de un mismo instante
que habría de quedar resguardado algún día
en la vida intermedia,
no ya tuya, no aún mía,
de unas pocas palabras.
Y así, mientras mirábamos
la ciudad cuyo aroma
ninguno de los dos podía disfrutar,
las fachadas suntuosas
o ya desportilladas,
el principio de alguna correría invernal entre extraños
o las huellas de pálidos semblantes olvidados,
sentados en un taxi de Lisboa,
decíamos adiós a lo desconocido
y seguía asombrándonos lo vivido mil veces.
Y, hablando, intercambiábamos los rostros.
aún guardo
la memoria de un día
–o de una noche–
sin rumbo, tu mirada perdida
y a la vez resguardada
mientras un taxi cruza la ciudad de una vida
y nos lleva en el tiempo
–o lleva nuestros tiempos–
de un extremo a otro extremo
de la conversación y de las calles.
Confabulamos juntos
despedidas y asombros,
nombres que para ti lo fueron todo
y para mí eran apenas el comienzo de algo,
la ganancia y la pérdida
de una misma ciudad,
de un mismo instante
que habría de quedar resguardado algún día
en la vida intermedia,
no ya tuya, no aún mía,
de unas pocas palabras.
Y así, mientras mirábamos
la ciudad cuyo aroma
ninguno de los dos podía disfrutar,
las fachadas suntuosas
o ya desportilladas,
el principio de alguna correría invernal entre extraños
o las huellas de pálidos semblantes olvidados,
sentados en un taxi de Lisboa,
decíamos adiós a lo desconocido
y seguía asombrándonos lo vivido mil veces.
Y, hablando, intercambiábamos los rostros.
(Lisboa, invierno de 1996)
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