viernes, 28 de octubre de 2011
EL BESO MÁS EXTRAÑO
domingo, 23 de octubre de 2011
EN CUALQUIER OTRO SITIO EXCEPTO ALLÍ
jueves, 20 de octubre de 2011
UNOS FRAGMENTOS DE ANNE PERRIER
Casi enteramente desconocida (al menos fuera de su país natal), silenciosa, invisible, secreta, anonadada en palabras que apenas son nada, como en el final del poema “El pequeño prado”, una misma palabra repetida como una invocación ("Una voz dice nada nada nada"), como un nudo entre el silencio y el alma, en una paradoja en la que apenas decir nada es decir casi todo, o al menos seguir diciendo en voz muy baja pero inquebrantable una palabra desnuda, errante en su búsqueda y a la vez asentada en una luz ancestral, muy propia, única. Estoy hablando de Anne Perrier, nacida en 1922 en Lausana, donde sigue viviendo, una de las poetas (uno de los poetas) actuales más importantes de no solo de la Suiza francófona, sino de la lengua francesa en su conjunto. No soy yo, por supuesto, quien lo afirma: escritores y críticos tan prestigiosos como Marion Graf, Philippe Jaccottet, José-Flore Tappy o Jeanne-Marie Baude han destacado la inconfundible intensidad de la obra de Perrier, sin que, en cualquier caso, sus poemas hayan dejado de pertenecer al ámbito (tal vez gozoso) de la reducida intimidad de unos pocos lectores entregados. Voz nómada (La voix nomade, de 1986, es uno de sus títulos mayores) procedente de una vida en esencia sedentaria (con pocas excepciones, como la del viaje a Creta, que marcará un segmento de su trayectoria), la poesía de Anne Perrier no deja nunca de interrogarse, como una tenaz cascada de preguntas que dura ya más de sesenta años, por nuestra presencia en el tiempo, por lo visible y lo invisible que nos fundan, por la mirada que busca en cada mínimo gesto de las cosas un puente intangible hacia otro mundo. Los fragmentos que traduzco a continuación son los escogidos por Philippe Jaccottet del libro Le petit pré (1960) para su antología de la poesía suiza de expresión francesa Die Lyrik der Romandie. Eine zweisprachige Anthologie (Carl Hanser Verlag, Múnich, 2008).
martes, 11 de octubre de 2011
UN POEMA DE PIERRE-LOUIS MATTHEY
CONOCIMIENTO
martes, 4 de octubre de 2011
TRANSFUSIÓN
Ni yo mismo sabía si creía o no sus palabras. Por eso, tal vez, las hice mías, las interioricé para no tener que debatirme entre creerlas o rechazarlas. Me complace pensar que fue algo semejante a lo que hizo un profeta bíblico cuando se comió el libro sagrado: vencer la duda con la digestión, la reticencia con la incorporación. Fue entonces cuando empecé a decir yo también que mi cuerpo era frágil, que me quedaban pocos años de vida, que había sido operado varias veces del corazón, que cuando mi madre estaba embarazada de mí había recibido una patada en el estómago que me había causado una malformación coronaria, que había sido mi hermano, de cuatro años entonces, quien, sin querer, la había golpeado, que las crisis me sobrevenían como mareos tras los que perdía la conciencia, que quería con locura a mi hermano, que nunca había sentido dolor, que cada operación había sido más larga que la anterior y que, sabedor de que mi vida pendía siempre de un hilo, quería disfrutarla, vivirla plenamente y ser feliz. Parecía un discurso demasiado elaborado como para que lo hubiera inventado un niño de mi edad, de once o doce años por entonces. Lo cierto es que allí estaba: nunca lo había visto en el colegio por las mañanas, quizá solo venía a las clases de tenis de mesa por las tardes. Más que jugar, hablábamos, o él hablaba y yo lo escuchaba, siempre el mismo discurso, obsesivas variaciones sobre la fragilidad de su vida, sobre su traumática infancia plagada de hospitales y convalecencias. Es verdad que parecía frágil, al menos más frágil que yo. La raqueta, que apenas pesaba, se le caía con frecuencia de las manos. Perdía el equilibrio cuando algún golpe lo descolocaba. Las gafas se le resbalaban una y otra vez, a cada jugada, y con el índice de la mano libre les daba nerviosos golpecitos para subírselas. Aunque todos éramos allí principiantes, no lograba mantenerse en juego más de dos intercambios seguidos: al tercero lanzaba invariablemente la pelota a unos metros de la mesa, como si no fuera capaz de calcular la fuerza o el efecto precisos para situarla en el interior del pequeño cuadrilátero. ¿Por qué serán siempre verdes estas mesas?, me dijo un día en medio de un partido. ¿Y por qué serán siempre blancas las pelotas?, le respondí yo. Parecíamos dos extraterrestres en las instalaciones deportivas del colegio, dos seres destinados a una transfusión de palabras, de vidas inventadas o recreadas o acaso vividas, a un intercambio de golpes torpes, desenfocados por los gruesos cristales de nuestras gafas sabihondas. Después de un par de días no volvió a aparecer. Yo me mantuve en la escuela de tenis de mesa durante algunos años. Incluso llegué a competir, sin grandes triunfos, en algún campeonato. Alguien me dijo, mucho tiempo después, que aquel chico había muerto. No pude creerlo: yo seguía con vida.
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