Hace unos meses nos ofrecieron la posibilidad de impartir un seminario en la Unidad Docente Multiprofesional de Salud Mental de Tenerife, sobre historia de la psiquiatría. Evidentemente, es un tema que siempre nos ha interesado mucho y aprovechamos la ocasión para preparar un pequeño trabajo sobre ello. Presentamos hoy aquí completo dicho trabajo, que creemos de cierto interés.
Introducción
Antes de nada, deciros que es un honor estar hoy aquí
para dar este seminario sobre historia de la psiquiatría y que agradezco a la
Comisión de Docencia de Salud Mental está oportunidad que me brinda.
Lo que se me pidió fue impartir una sesión sobre
historia de la psiquiatría, que en principio iba a ser solo para los MIRes, y
en la idea de que era un tema “objetivo”, alejado de polémicas. Bueno, como
sabéis, yo soy psiquiatra y estoy encantado de estar hoy aquí, pero para nada
creo que este tema debe darse solo a los psiquiatras en formación y estoy
convencido de que la objetividad brillará por su ausencia. Considero que
conocer la historia de la psiquiatría es imprescindible para cualquier profesional
que se acerque a este campo, ya sea enfermera, psiquiatra, psicóloga,
trabajadora social u otros. Cuando empezamos a trabajar en esta disciplina, en
cualquier disciplina de hecho, entramos por así decirlo a mitad de la película
o, más bien, a mitad de alguna temporada de una serie que no sabemos cuándo o
cómo empezó, o qué ha ocurrido hasta ahora. Y existe el peligro cierto de
pensar que las cosas son como las vemos y como se nos explican porque existe un
acervo previo de conocimientos que nos lo garantiza. Pero en nuestro campo tal
vez no sea exactamente así. Cuando uno empieza a estudiar una disciplina
científica no necesita imprescindiblemente recorrer toda la historia de dicho
campo, porque hay avances que han marcado un cierto antes y después. Cuando
Galileo empieza a observar el sistema solar con su telescopio y descubre los
satélites de Júpiter o las fases de Venus, ya no tiene especial interés para un
astrofísico estudiar la cosmología aristotélica con su esfera de las estrellas
fijas en constante movimiento, más allá de la mera curiosidad, porque no tiene
ninguna influencia en su disciplina en la actualidad. Sin embargo y como
comentaremos, no es exactamente este el caso de la psiquiatría, aunque cuando
uno empieza, especialmente creo que si uno viene desde las profesiones más
sanitarias como la medicina o la enfermería, se tiende a ver así: la
psiquiatría es un campo de conocimientos científicos bien establecido cuyo
pasado es irrelevante y que avanza con paso firme hacia el futuro.
Vamos a intentar desmontar semejante idea.
Nosotros trabajamos en un campo que llamaré
psiquiatría pero que, para mí y para más gente, engloba por igual a
profesionales de formaciones diversas y, por supuesto, especialmente a enfermeras, médicos y psicólogos. Y la historia de este campo viene tejida por las
acciones y reflexiones de personas de diversas procedencias profesionales y
personales. Nada me parece más aburrido en este contexto que las recurrentes
guerras entre psiquiatras y psicólogos o entre médicos y enfermeras por poner
la bandera propia en cada parcelita de terreno, ya sea la prescripción, el
psicodiagnóstico, la psicoterapia o lo que sea…
Evidentemente, en dos horas no vamos a poder contar
la historia de la psiquiatría, porque además yo no me la sé para contárosla ni
aunque tuviera dos meses. Pero sí podemos dar unas pinceladas sobre el tema que
puedan sernos útiles, para aprender algunas cosas y tal vez más para
desaprender otras. Lo que yo puedo saber y opinar de este tema se debe a lo que
he leído y entendido sobre ello, por lo que me voy a apoyar en bibliografía que
creo importante y cuya lectura os recomendaría si queréis profundizar en el
tema. Más tarde haremos un repaso a algunos de los hitos históricos de la
profesión, pero muy por encima. Quien quiera saber más y mejor, debe acudir a
las fuentes originales o a revisiones como las que indico a continuación:
·
“Los
fundamentos de la clínica”. Paul Bercherie.
·
“Ensayo
sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna”. Lanteri-Laura.
·
“Historia
de la locura en la época clásica”. Michel Foucault.
·
“El
poder psiquiátrico”. Michel Foucault.
·
“Fundamentos
de psicopatología psicoanalítica”. Álvarez, Esteban y Sauvagnat.
·
“La
invención de las enfermedades mentales”. José María Álvarez.
·
“La
noche oscura del ser”. Jean Garrabé.
· “Historia
conceptual de la esquizofrenia”. Germán Berrios, en “Tratado de Psiquiatría” de
Gelder, López-Ibor Jr. y Andreasen.
·
“Delirio:
historia, clínica, metateoría”. Germán Berrios y Filiberto Fuentenebro.
· “Locura
de la Psiquiatría. Apuntes para una crítica de la Psiquiatría y la salud
mental”. Alberto Fernández Liria.
Antes ya señalé que este seminario difícilmente podrá
ser objetivo. La objetividad está bien para explicar la ley de la gravedad o la
glucolisis, pero para desarrollar el recorrido histórico de un determinado
campo de conocimiento, en este caso la psiquiatría, se hace imprescindible una
labor de selección: se habla de unos autores y de otros no, y de los que se
habla, se recogen unos hechos y otros no, y los hechos recogidos son contados
aportando algunos elementos de su contexto y otros no. Y tanto en las cosas que
al final contamos (y en cómo las contamos) como también en todas las que
callamos, se ha ejercido una labor consciente o inconsciente de selección para
que nuestro relato apoye nuestras posiciones teóricas, también más o menos
conscientes, más o menos inconscientes. Por ello, yo no voy a contaros la
historia objetiva de la psiquiatría, porque tal cosa es imposible, sino que voy
a comentaros algunas ideas y algunos hechos sobre el desarrollo histórico de la
psiquiatría que considero os podrán (o tal vez no) ser útiles para entender
vuestro trabajo, por qué se hace como se hace o incluso cómo se podría hacer
mejor.
Otro punto a aclarar (que no es previo, porque desde
el principio estamos en materia) es intentar no caer en la falacia del
progreso, por la cual tendemos a pensar que cualquier tiempo pasado fue peor y
cualquiera futuro será mejor. Es decir, la historia de la psiquiatría sería el
relato más o menos aburrido o más o menos gracioso de gentes muy atrasadas que
dijeron muchas tonterías porque no sabían todo lo que nosotros sabemos ahora. Y
eso lo pensamos porque, de hecho, en muchas disciplinas científicas ocurre de
esta manera, como el ejemplo que mencionamos antes en relación con la
cosmología actual frente a la aristotélica. Sin embargo, el estatuto científico
de la psiquiatría actual es mucho más similar a las especulaciones de la
filosofía natural de Aristóteles que a los desarrollos de la física o química actuales.
Me explicaré.
Me explicaré.
Muchos campos del conocimiento cuentan con lo que
podríamos considerar un punto de inflexión. Un momento que marca un antes y un
después en la evolución de la disciplina que implica el paso del conocimiento
apoyado en la especulación más o menos racional, al conocimiento basado en un
cierto método científico, con recogidas ordenadas de datos, hipótesis a
contrastar, validación experimental, replicabilidad de los hallazgos,
consistencia interna, etc. Un punto de inflexión a partir del cual el
conocimiento fundamentalmente subjetivo y basado en opiniones deja paso al
conocimiento objetivo basado en pruebas o, al menos, lo bastante objetivo para
ser considerado científico. Desde un punto de vista postmoderno, la misma
objetividad de la ciencia sería un discurso más, sujeto a controversia, y desde
la enunciación del principio del incertidumbre de Heisenberg, por el cual no
puede conocerse a la vez la posición y el movimiento de una partícula porque la
mera observación la modifica, hasta la misma física abandona parcialmente su
supuesta objetividad independiente del observador, pero no vamos a entrar ahora
en esos jardines, que bastante maleza tenemos en el nuestro. Por volver al
ejemplo previamente citado, cuando los astrónomos como Galileo o Kepler
comienzan a observar el cielo con telescopios consiguen obtener datos
contrastables, reproducibles, y a trabajar matemáticamente con ellos. Eso marca
un antes y un después para la astronomía. Cuando Virchow estudia las células y
los tejidos y se desarrolla la teoría tisular, ello tiene un rango científico
del que carece totalmente la doctrina hipocrática de los humores, por meritoria
que fuera para la época. Cuando se descubre la naturaleza del átomo, sus
partículas y sus fuerzas, se da un paso de gigante en la física de la materia,
y eso sitúa la disciplina en un nivel cualitativamente diferente al que poseen
las teorías de la naturaleza de los filósofos presocráticos. En todos estos
campos hoy considerados científicos habría, por así decirlo, una prehistoria y
una historia, separadas por un hecho fundamental (siguiendo con la analogía,
como lo fue la aparición de la escritura en ese caso). Ese hecho fundamental, o
hechos, suele tener que ver con un avance de la experimentación por mejora de
la tecnología (telescopios, microscopios, sismógrafos, termómetros, etc.) y con
una cierta matematización del campo (fórmulas de la mecánica newtoniana, de las
reacciones químicas, etc.). Nuestro planteamiento en que la psiquiatría carece
de este punto de inflexión. No ha pasado de nivel, no ha entrado en la era
científica, carece de pruebas objetivas sobre los trastornos que trata, carece
de suficiente consistencia interna en las teorías que maneja, no ha habido un
momento en que la técnica o la teoría hayan dado ese salto que nos hubiera
permitido salir de la prehistoria. Podría plantearse que el comienzo de la era
farmacológica sobre los años 50 del pasado siglo lo fue, pero yo lo dudo. La
actual psiquiatría biológica se basa en una visión neuroquímica en cuanto a
neurotransmisores que suben y bajan explicando los trastornos. Los dos ejemplos
típicos: un déficit de serotonina en depresión y un exceso de dopamina en
psicosis. Sin embargo, estas teorías surgen tras observar el mecanismo de
acción de los psicofármacos recién descubiertos. Como los antidepresivos
aumentan la serotonina, se deduce que la causa del trastorno es una falta de
dicha sustancia. De la misma manera con el supuesto exceso de dopamina en la
psicosis explicado a partir del efecto bloqueante de los neurolépticos. Una
teoría, salvo que hubiera habido pruebas posteriores, equiparable a explicar la
cefalea por un déficit de paracetamol. Y el caso es que nadie ha demostrado, a
partir de sujetos sin tratamiento previo que ya altere su neurotransmisión, que
ninguna de estas variaciones en serotonina o dopamina se dan en personas con
esos diagnósticos. Pese a ello, y tras buenas campañas de marketing, la mayoría
de la población e incluso muchos profesionales piensa que tales déficits o
excesos han sido demostrados.
Estos puntos de inflexión en ciencia no tienen solo
una relevancia teórica, claro está. La diferencia entre la física aristotélica
y la newtoniana es que con la primera se puede hacer poesía sobre la perfección
de las esferas celestes y con la segunda se puede poner un satélite en órbita.
No es cosa pequeña. El caso es que, nos tememos, la psiquiatría actual no ha
encontrado aún ese descubrimiento –y esperar hechos aún no ocurridos tiene más
de religión que de ciencia- que le permita pasar de la prehistoria a la
historia, que le permita configurarse como ciencia de pleno derecho y que
establezca un antes y un después en su historia (que es de lo que hemos venido
a hablar hoy aquí), es decir, un punto en el que decir: hasta aquí hay curiosas
teorías de la antigüedad de la disciplina y a partir de aquí, el brillante
camino que nos ha traído a la avanzada condición presente.
Todo ello está en relación con la falacia del
progreso, tan propia de nuestra época. Tendemos a pensar que cualquier novedad
es mejor que aquello a lo que sustituye. Sobre todo en cuando a tecnología: el
último móvil del mercado es mejor que el modelo previo, el coche de este año es
mejor que el del año pasado, etc. Incluso en cuanto a tecnología, esto sería
discutible porque podría valorarse no solo que la nueva lavadora es mejor que
la que tuvimos hace hace veinte años, pero aquella duró el doble de tiempo, por
ejemplo. Pero la falacia es más perceptible cuando salimos del campo
tecnológico-consumista. No hay más que echar un vistazo a las condiciones
socioeconómicas de este país, o a la comparación entre nuestros sueldos y los
precios de compra o alquiler de vivienda, para comprender que el
progreso no siempre va hacia delante. En psiquiatría, pensar que el DSM-5 es mejor
que el DSM-III o que la clasificación original de Esquirol, por poner unos
ejemplos, no es algo que debamos dar por hecho solo porque unas son más
modernas que otras. Sobre todo porque, como ya hemos visto y es importante
incidir en ello, toda clasificación psiquiátrica se basa en la observación
clínica, es decir, en la recopilación de síntomas de forma más o menos
subjetiva, con los que llegar a un diagnóstico, sin rastro de prueba objetiva
alguna analítica o de neuroimagen que nos dé una certeza diagnóstica (porque si
aparece tal certeza en casos de neurolúes o tumores cerebrales o enfermedad de
Parkinson o encefalitis, entonces estamos hablando ya de Neurología y no de
Psiquiatría, evidentemente). Como dijimos, esta ausencia de pruebas objetivas
lleva a que desde los inicios de Pinel en la Salpêtrière hasta la inminente
CIE-11, todas las clasificaciones psiquiátricas que ha habido (es decir, toda
la historia de la psiquiatría), se han basado en agrupaciones de síntomas que
distintos autores han considerado que constituían determinados trastornos.
Síntomas que además solo podían ser percibidos subjetivamente por dichos
autores, como la escasa concordancia entre observadores de nuestros
diagnósticos deja claro.
Nos detendremos un poco en ello.
Ante la falta total de pruebas objetivas analíticas o
de imagen, o del tipo que sea, que nos den un diagnóstico de certeza, este se
establece en base a síntomas que no podrían ser más que subjetivos:
pensamientos, emociones o conductas que nos son verbalizados (con mayor o menor
grado de habilidad o de sinceridad) y que nosotros interpretamos desde nuestra
propia subjetividad, según nuestra habilidad y según nuestra consciente o
inconsciente adscripción teórica y filosófica. Agrupamos estos síntomas
subjetivamente experimentados, subjetivamente referidos y subjetivamente
interpretados y pretendemos crear con ellos alguna clasificación para la que
reclamamos objetividad. Nos parece un poco tramposo. Las agrupaciones
sintomáticas han atravesado toda la historia de la psiquiatría, dando nombre a
muy diferentes trastornos, sin haber conseguido aún la objetividad que solo
pruebas objetivas podrían proporcionar. Lo que tiene implicaciones también para
el pronóstico, que no es posible estudiar adecuadamente ante la ausencia de esa
objetividad inicial en el diagnóstico. Por poner el ejemplo clásico: es
imposible plantearse si la esquizofrenia se cura o no porque tal aseveración
dependerá del sistema clasificatorio y no del trastorno en sí (suponiendo que
tal constructo tenga sentido). Es decir, si mi clasificación es bleuleriana, un
determinado porcentaje de pacientes catalogados como esquizofrénicos se curará
(porque Bleuler creía en la existencia de esquizofrenias agudas), pero si mi
clasificación es kraepeliniana, ninguno se curará (y los que lo hicieran,
serían considerados errores diagnósticos previos). Así no es muy fácil defender
el estatuto científico de la psiquiatría, desde luego.
Otro aspecto a destacar y que me gustaría tuvierais
en cuenta es la importancia de tener en cuenta de dónde venimos para saber
dónde estamos (y dónde no). El conocimiento de la historia de la psiquiatría
nos deja unas enseñanzas que sería lamentable perder. Poniendo un ejemplo
personal, aunque dice el tango que veinte años no son nada, yo os aseguro que
sí: llevo veinte años trabajando en psiquiatría y ese tiempo da alguna
perspectiva. Por ejemplo, cuando yo empecé, a finales de los noventa, era
relativamente escaso el diagnóstico de TDAH. Y te encontrabas en esa época
adjuntos que te decían cómo en su residencia -unos diez o quince años antes- en
tres meses habían visto tres niños con TDAH. Claro, si relacionamos eso con al
situación actual de las consultas de psiquiatría infanto-juvenil, está claro
que ha habido una diferencia. Interpretar eso como que se ha conseguido
diagnosticar a montones de niños que estaban realmente “enfermos” o que se ha
creado una epidemia en base al marketing iniciado por distintas empresas
farmacéuticas y destacados psiquiatras americanos a principios de los 2000, sobre
todo cuando salen los estimulantes de elevado precio, ya es una cuestión de
opiniones (preferentemente debería serlo de opiniones no sobornadas por la
industria, pero eso es otro tema). Lo que no es opinable es que se ha producido
un cambio, y eso no lo apreciamos sin una visión mínimamente histórica. Y sin
esa visión, se corre el peligro de empezar la residencia de psiquiatría,
psicología o enfermería de salud mental ya acabando la segunda década del siglo
XXI y creer que la incidencia y prevalencia que se atribuyen actualmente al
TDAH siempre han sido así, como si estuviéramos hablando de la apendicitis o de
la esclerosis múltiple. Por poner otro ejemplo, estamos desde hace ya unos años
en la gran época de los llamados “primeros episodios psicóticos” y hay montañas
de investigación sobre ellos. Montones de estudios que empiezan hablando de un
“primer episodio psicótico” para luego dar por establecido en la evolución y el
pronóstico que dichos episodios son siempre debuts de esquizofrenia. Y esto
supone olvidar décadas de trabajo de distintos autores que desde finales del
siglo XIX y durante gran parte del XX describieron cuadros clínicos psicóticos
floridos que cursaban de forma aguda, con recuperación completa y cierto riesgo
de recaída, pero sin implicar deterioro alguno. Y esas descripciones se
hicieron antes de la llegada de los neurolépticos en los cincuenta, con lo que
estamos hablando de la evolución natural de la enfermedad, no de casos tratados
farmacológicamente con éxito. Dichos casos eran indistinguibles de casos
iniciales de lo que luego acabaría siendo una esquizofrenia, es cierto, pero
catalogarlos como tal antes de comprobar si podrían ser autolimitados supone un
error diagnóstico difícilmente reparable. Y es más fácil no cometerlo si conocemos
las descripciones clínicas de dichos cuadros que, a nada que nos paremos un
poco, vemos en la clínica con gran frecuencia, bajo diagnósticos erróneos de
esquizofrenia, trastorno esquizoafectivo, bipolar, etc.
Estudiar la evolución
histórica de la nosología psiquiátrica es estudiar la historia de la
psiquiatría, para no caer en la falacia del progreso y pensar que las actuales
clasificaciones (DSM-5 y CIE-10) son el estado más desarrollado del
conocimiento psiquiátrico a la hora de categorizar los malestares que
atendemos. Los profesionales tendemos a pensar que dichas clasificaciones
contemporáneas describen las enfermedades mentales como si fueran objetos
reales, existentes ahí fuera, en el mundo -más incluso, nos tememos, los más
jóvenes, dado el predominio del paradigma biologicista, siempre despreocupado
de conocer la historia de los pacientes o la historia de la misma psiquiatría-.
Sin embargo, el hecho de carecer de cualquier prueba objetiva a la hora del
diagnóstico, convierte a tales diagnósticos -como ya hemos comentado- en
opiniones más que en certezas y, a partir de ahí, cualquier clasificación es
discutible. A partir de esta discusión, tal vez deberíamos plantearnos escoger
el diagnóstico que sea más útil para el paciente, ya que la mayor parte de las
veces no existe uno de cuya certeza no sea posible dudar. Creemos necesario un
pequeño recorrido histórico para saber de dónde venimos, lo que posiblemente
nos ayudará a entender dónde estamos y quizás, ya puestos a soñar, llegar a un
mejor destino.
Foucault
Entrando en materia, la psiquiatría nace en el asilo
pero no nace con el asilo. Como señala Foucault, los asilos donde empieza “el
gran encierro” se instituyen sobre el siglo XVI aproximadamente, en lo que eran
las antiguas leproserías, ya en desuso. Allí empiezan a ser internados locos,
borrachos, deficientes mentales, demenciados, criminales, adúlteras, etc., en
una mezcla de gentes, sin que nadie se planteara hasta dos siglos después que
podría ser útil que tal establecimiento fuera llevado por médicos. Es a finales
del XVIII y sobre todo el XIX cuando llegan los alienistas y, sobre esa
heterogénea mezcla de casos, comienzan a desarrollar sus clasificaciones. Y
cada autor trae la suya, llegando hasta el próximo a salir CIE-11, en la vana
esperanza de que un líquido turbio se aclare a base de cambiarlo de recipiente.
La psiquiatría se funda en esa época tanto en su
vertiente de disciplina, es decir, campo de conocimiento, saber en busca de una
verdad, como en su vertiente de dispositivo, es decir, conjunto de elementos,
humanos y materiales, para controlar y –en el mejor de los casos– ayudar a las
personas una vez diagnosticadas, una tecnología en busca de un bien. Suele ser
importante diferenciar ambos aspectos, aunque tampoco es el tema de este
seminario.
Bercherie:
texto
Seguiremos a Paul Bercherie en su obra “Los
fundamentos de la clínica”. Nos encontramos con un libro magistral de la
historia de la psiquiatría desde Pinel -considerado como padre fundador- hasta
el período de entreguerras entre la primera y la segunda guerras mundiales. Es
un recorrido exhaustivo a las escuelas francesa y alemana, fundamentalmente,
aunque sin duda no especialmente ameno.
Bercherie se centra en lo que llama la psiquiatría
clínica, que se caracteriza por la observación cuidadosa, lo que se dio en llamar
“la mirada”, por contraposición a “la escucha” que era propia del
psicoanálisis. Pinel es famoso por la anécdota de la liberación de los locos
rompiendo sus cadenas. Es más una anécdota que otra cosa. En esa época hubo
distintos movimientos similares que buscaban humanizar el tratamiento, como el
de Tuke en Gran Bretaña, y se cuenta también que alguno de los ayudantes de
Pinel tuvo bastante más que ver con dicha liberación. Con Pinel se considera
iniciada la época de la llamada “alienación mental”. Ese era el nombre de la
locura en dicha época, los psiquiatras se llamaban alienistas y se consideraba
una única enfermedad, aunque tenía a su vez subtipos diferentes o fases por las
que pasaba. Las clases de la locura serían manía, melancolía, demencia e
idiocia. Hay que tener muy presente que estos términos han mudado su
significado numerosas veces en la evolución histórica y que sería un error
asimilar dicho significado con el que le damos actualmente. Por ejemplo, aquí la melancolía
se parece mucho más a la paranoia o a nuestro trastorno de ideas delirantes que
a ninguna otra cosa. Hay que tener cuidado con esto. Como dice Bercherie, es
absurdo preguntarse por qué los autores clásicos no vieron algunos de los
trastornos que nosotros nos encontramos. Citando: “Pinel, naturalmente, vio
todo, pero no con nuestra mirada”. Es decir, y como debería ser obvio a estas
alturas, la clasificación que tenemos en la cabeza, consciente o
inconscientemente, ordena el mundo y sus manifestaciones. Solo vemos lo que
buscamos. Lo que nos lleva de vuelta no solo a la subjetividad tantas veces
mencionada sino también al círculo vicioso de cómo una determinada
clasificación, tomada como un hecho de la naturaleza, no hace sino
autoconfirmarse al definir el campo de conocimiento y los elementos en él
disponibles a la observación, aunque sea muchas veces más en base a invenciones
que a descubrimientos.
Esquirol es el principal discípulo de Pinel, y
continúa su trabajo, profundizando mucho en sus descripciones clínicas y
diferenciando más detalladamente sus categorías, aunque siempre dentro del
paradigma de la alienación mental, que luego comentaremos con más detalle.
Posteriormente, los discípulos de Esquirol debaten sobre si la alienación
mental tiene o no una base anatomo-patológica, como va ocurriendo en la
medicina científica de la época. Un debate como os daréis cuenta que doscientos
años después no parecemos haber superado. Hasta aquí, sería aproximadamente el
primer período de la psiquiatría francesa, a principios del XIX.
La psiquiatría clínica similar a la pineliana aparece
en Alemania con Griesinger. Este autor fue un “organicista” y dejó dicho:
“siempre debemos ver antes que nada en las enfermedades mentales una afección
del cerebro”. Es el autor del considerado el primer verdadero tratado de
psiquiatría. Griesinger construye, pues, una nosología sobre la idea de
evolución de las formas clínicas.
Bayle describió la parálisis general progresiva como
un trastorno debido a una lesión anatomo-patológica clara (un tipo de
meningitis), que solo más tarde se sabría secundaria a la sífilis. La parálisis
general progresiva era un cuadro que pasaba por muy diversas manifestaciones
clínicas, que englobaba por tanto diferentes cuadros, y que se convirtió en
modelo de la concepción de la enfermedad mental como causada por lesiones
cerebrales, que desde entonces se han buscada profusamente con escaso éxito.
Jean-Pierre Falret, posteriormente, es el iniciador
de la era de las enfermedades mentales, del final del paradigma de la
alienación como género único de la locura. Falret insiste en la importancia de
diferenciar entidades morbosas independientes, cada uno con su curso clínico
diferenciado. Describe la locura circular, como antesala de la psicosis maníaco-depresiva
de Kraepelin, y compite con Baillarger y su locura de doble forma por la
originalidad del descubrimiento.
Ya pasado el ecuador del siglo XIX, encontramos a
Morel y su teoría de la degeneración. Señala esta teoría cómo se transmite de
forma hereditaria una cierta degeneración, una debilidad mental y física que va
ocasionando alteraciones psíquicas que se acumulan frecuentemente en los
miembros de una familia. Los degenerados serían personas con una
vulnerabilidad, una constitución defectuosa tanto a nivel físico como psíquico
o moral, que causaría la aparición de la enfermedad mental. La herencia de esta
constitución degenerada es, además, progresiva. Cada generación tiene mayor
grado de decadencia física y moral.
Kahlbaum es un autor alemán de la segunda mitad del
siglo XIX que lleva a cabo una clasificación que divide las enfermedades
mentales “verdaderas” o idiopáticas en dos grupos: uno cuya evolución cíclica
lleva a estados de debilitamiento y otro en que las perturbaciones mentales
permanecen fijas, sin dicho debilitamiento secundario. Además, Kahlbaum
describe la catatonía o “locura de tensión”, como una enfermedad mental de
curso alternante, con manifestaciones de diversos cuadros clínicos y un
componente motor muy marcado: convulsiones, estupor, flexibilidad cérea,
negativismo.
Entramos en las últimas décadas del XIX y primeras
del XX. Magnan es un autor francés, famoso por su descripción del delirio
crónico de evolución sistemática. Este se inicia con un primer período de
malestar e inquietud, interpretaciones, llegando a la aparición de
alucinaciones auditivas; el segundo período es el delirio de persecución (ya
descrito por Lasegue), con alucinaciones ya no elementales sino elaboradas; un
tercer período es de grandeza, desapareciendo el delirio de persecución
paulatinamente; finalmente, acaba en un estado de demencia. Todo este ciclo
puede durar décadas. También describe Magnan, dentro de las llamadas locuras de
los hereditarios degenerados (donde sigue a Morel) un cuadro clínico asimilable
a una psicosis aguda: “delirio nacido repentinamente, por lo común múltiple y
proteiforme, sin tendencia marcada a la sistematización, rápidamente
extinguido”.
Llegando a Kraepelin, hay que comentar que su tratado
tuvo ocho ediciones diferentes en 30 años, con modificaciones importantes entre
unas y otras. Kraepelin señala la importancia de la entidad clínico-evolutiva.
A partir de aquí, la concepción kraepeliniana centrada en la evolución
longitudinal de las manifestaciones clínicas, va a alcanzar extraordinaria
influencia. La sexta edición, de 1899, es la edición clásica del tratado de
Kraepelin y se extenderá por todo el mundo, con la única resistencia, por largo
tiempo, de la psiquiatría francesa. Aquí ya aparece la demencia precoz y la
locura maníaco-depresiva, así como la paranoia y otros tipos de trastornos.
La demencia precoz de Kraepelin engloba la anterior
demencia paranoide, las paranoias alucinatorias (delirios sistematizados
fantásticos), la hebefrenia de Hecker y la catatonía de Kahlbaum. Kraepelin
pone el acento en la evolución refiriéndose a los estados terminales de los
trastornos, a diferencia de Falret, que subrayaba la importancia de la
secuencia clínica en todas sus etapas.
En la octava y última edición de su tratado,
Kraepelin separa de la demencia precoz el grupo de las parafrenias, similar en
parte a los delirios crónicos de la psiquiatría francesa, con varios subtipos
(sistemática, expansiva, confabulante, fantástica). Desarrolla también
numerosos subgrupos dentro de la demencia precoz. Es interesante señalar una
anécdota que recoge Garrabe: Kraepelin desarrolló gran parte de su trabajo
inicial en un manicomio en Estonia, presumiendo de que el hecho de no conocer
el idioma de los pacientes favorecía su observación. Todo un dato, desde luego.
Siguiendo siempre a Bercherie, llega ahora a un grupo
de psiquiatras franceses de finales del XIX, siendo Séglas el más importante.
Trabajan sobre la confusión mental, también los delirios sistematizados, etc.
Cotard describe aquí su delirio de negación. La idea de Séglas es que lo que
debe servir de elemento capital del diagnóstico no es la temática del delirio,
como opinan algunos de sus contemporáneos, sino la génesis de las ideas
delirantes, el conjunto clínico-evolutivo en el que aparece una idea delirante.
Vendría a ser el mecanismo del delirio, que sería secundario. Séglas describe
también las llamadas alucinaciones psicomotrices, con varios subtipos.
A comienzos del siglo XX se considera construido el
edificio nosológico de la psiquiatría francesa. Sérieux y Capgras describen el
delirio de interpretación, como una psicosis sistematizada crónica, sin
alucinaciones, basado en interpretaciones e incurable sin demencia terminal.
Ballet propone la psicosis alucinatoria crónica, como cuadro basado fundamentalmente
en las alucinaciones continuas, con ideas delirantes secundarias si es que
aparecen. Dupré describe los delirios de imaginación, sin afectación de la
integridad mental, normalmente crónicos, aunque también habría una psicosis
imaginativa aguda. Sin embargo, el mismo Dupré señala que “el delirio de
imaginación, al igual que el delirio alucinatorio o interpretativo, no puede, a
nuestro criterio, constituir una entidad clínica”. Las tres grandes formas de
expresión de los delirios paranoicos (interpretación, alucinación, imaginación)
serían más bien distintas modalidades de elaboración del delirio, habría una
única gran clase de delirios crónicos paranoicos.
Pasando a otro punto, a comienzos del siglo XX,
encontramos a Bleuler, dentro de la psiquiatría en lengua alemana, como
representante de cierta corriente psicodinámica, influido por Jung, seguidor a
su vez de Freud. Bleuler crea el término de esquizofrenia (que usa en plural)
para referirse a la demencia precoz de Kraepelin, aunque no descarta la
aparición de formas agudas, asimilables a las psicosis agudas. Bleuler basa el
diagnóstico no en la evolución como Kraepelin, sino en la psicopatología del
cuadro clínico, con un enfoque psicoanalítico. Para este autor, la perturbación
primaria en la esquizofrenia es una disociación de las funciones psíquicas (por
eso escoge ese término), una perturbación de las asociaciones, a partir de la
cual crea su clasificación entre síntomas fundamentales y accesorios. Otro
autor alemán de esta época es Kretschmer, que describe el delirio sensitivo de
referencia o de relación, como forma particular de psicosis aguda. Hay aquí un
debate nunca desaparecido entre qué parte de la psicopatología es de origen
constitucional (una determinada predisposición favorece la psicosis, como en el
delirio sensitivo o en las bouffées delirantes de los degenerados) o qué parte
aparece más o menos de novo.
En la historia de la psiquiatría se reserva un lugar
fundamental a la psicopatología de Jaspers y al psicoanálisis de Freud. La primera
marca un hito en la disciplina en cuanto a la crítica conceptual sistemática de
los fenómenos psicopatológicos mediante un método fenomenológico, con la
diferenciación entre comprensión y explicación, mientras que el segundo se
configura como un método, una teoría y una terapia con extraordinaria
influencia, no ya en la psiquiatría, sino en toda nuestra cultura occidental.
Otro autor básico es Clérambault, genio francés de la
observación minuciosa, que en el período de entreguerras desarrolló su teoría
del automatismo mental como inicio de la psicosis, de grandísima influencia
posterior por ejemplo en el psicoanálisis lacaniano. Como señalaba este autor,
cuando el delirio aparece, la psicosis ya es antigua. Se ocupa también de los
llamados delirios pasionales que surgen de un postulado inicial (celos,
erotomanía, reivindicación), frente a los delirios interpretativos. También
podríamos citar a Conrad como autor fundamental por su obra “La esquizofrenia
incipiente”, en la que describe las cuatro fases clásicas de trema, apofanía,
anastrofé y apocalipsis, o a Schneider, con obras como “Psicopatología clínica”
y “Las personalidades psicopáticas”.
Bercherie:
conclusiones
Pasemos ahora a glosar
algunas reflexiones de Bercherie en las conclusiones de su obra “Fundamentos de
la clínica”, previamente citada. Hablando sobre la situación de la clínica
clásica en lo que suele considerarse aproximadamente su momento de terminación,
sobre los años veinte del siglo pasado, señala que existen tres grupos de
fenómenos patológicos que han sido progresivamente individualizados: los
síndromes orgánicos, la patología constitucional-reaccional y el grupo de las
psicosis al cual, bajo la influencia de los psicoanalistas, se le reservará el
término y que los alemanes llaman psicosis endógenas. Se detiene Bercherie en
la delimitación de este grupo de las psicosis endógenas, que la escuela alemana
divide en dos clases, a las cuales el criterio evolutivo confiere lo que
Bercherie considera una falsa unidad: esquizofrenias (procesos crónicos) y
maníaco-depresivas (fases agudas). Las excepciones evolutivas son la regla. Por
otra parte, la escuela francesa, más centrada en la “morfología” clínica,
tenderá a oponer una división tripartita a ese enfoque: demencia precoz,
delirios crónicos, psicosis maníaco-depresiva; una cuarta clase no deja de
molestar debido a su eterna recurrencia: las psicosis delirantes agudas, de las
que ya hemos hablado en varios trabajos con algún detalle. Siguiendo a
Bercherie, cualquiera que fuese la división adoptada, se choca continuamente
con el problema de la existencia de casos mixtos, atípicos, inclasificables.
Por otra parte, entre la patología constitucional y las psicosis endógenas,
siempre se tienden puentes que llegan a confundir las fronteras. Otro de los
problemas que señala Bercherie a la hora de la ordenación nosológica es que
numerosas psicosis orgánicas no cesan de simular “los otros dos grupos de
perturbaciones”.
Siguiendo aún a Bercherie,
los hechos imponen una erosión continua a las clasificaciones mejor fundadas.
En este momento de los años veinte del siglo pasado, el análisis clínico había
alcanzado una perfección tal que ya no existía la esperanza de que el futuro
resolviera las cuestiones pendientes por una mejora de la agudeza de la observación.
Pinel había fundado la clínica sobre una certidumbre: los fenómenos aparentes
correspondían a las realidades subyacentes inalcanzables. Como se pregunta
Bercherie, ¿acaso el círculo no se ha cerrado y la clínica no ha terminado por
volver a sus premisas inventadas? Y señala diversas actitudes que aparecerán
como reacción a este golpe de la realidad. Por una parte, la reacción
dogmática, que consiste en defender, contra toda evidencia, la división
tripartita. Se ha llegado a rechazar, por poner unos ejemplos, toda relación
entre los temperamentos basales descritos por Kretschmer y las psicosis
correspondientes (Schneider) o a oponer esquizofrenias verdaderas y síndromes
esquizofreniformes (Langfeldt), esperando -vanamente, añadimos nosotros- que
las palabras impedirán a las cosas confundirse. Por otro lado, la reacción
ecléctica, que toma en cuenta las objeciones fácticas, creyendo encontrar la
solución en el borramiento de todas las distinciones tan penosamente
adquiridas. Supone olvidar que en la mayoría de los casos, el edificio
nosológico sí estaría confirmado por la observación. Un ejemplo de esta
reacción sería el jacksonismo de Ey. Termina Bercherie indicando que otra
posible reacción sería más empírica, consistiendo en decidirse a hablar de síndromes
en lugar de entidades y dar a estos una etiología y una evolución variables.
Ante el riguroso recorrido
de Bercherie por la nosografía psiquiátrica y la profusión de clasificaciones
que nos encontramos, no podemos dejar de recordar a Fernando Colina en su
trabajo “Actualidad hermenéutica de las psicosis” (2002) cuando cita cómo
Buchez, a comienzos del siglo XIX, comentaba jocosamente:
“Los alienistas eran más o menos como los retóricos: cuando creen
haber acabado sus estudios, los retóricos escriben una tragedia y los
alienistas hacen una clasificación.”
Lantéri-Laura
Para Lantéri-Laura, desde
el final del Siglo de las Luces hasta la mitad del XIX, es posible establecer
un periodo durante el cual las tradiciones psiquiátricas francesa y alemana,
así como la italiana o la inglesa, a pesar de sus numerosas divergencias,
aceptan desde el principio y sin lugar a dudas el postulado según el cual el
campo de la psiquiatría entraña una afección única, por supuesto una
enfermedad, pero diferente de todas las demás enfermedades y para la que Pinel
propuso, con éxito, la denominación de alienación
mental. Este paradigma constituye la principal característica de este
primer periodo de historia de la psiquiatría, y la unidad de la afección es lo
que constituye su rasgo más esencial. Como señala Lantéri-Laura, atribuir una
fecha concreta a su comienzo y terminación resulta inevitablemente algo
arbitrario, pero él propone unos límites temporales a condición de no
concederles más valor que desde el punto de vista práctico y convencional. El
periodo en que domina este paradigma de la alienación mental puede tomar como
fecha de inicio el otoño de 1793, cuando la Comuna de París designa a Pinel
para el Hospicio de Bicêtre. Como finalización, Lantéri-Laura fija el año 1854,
cuando J.-P.Falret, adversario indiscutible de la unidad de la patología
mental, publica el artículo de ruptura, titulado “De la non-existence de la
monomanie”. Este paradigma, aunque desdibujándose progresivamente, va a legar a
la psiquiatría de los siglos XIX y XX la cuestión siempre actual (y polémica)
de la unidad de la locura.
Lantéri-Laura establece
como segundo paradigma el de las enfermedades mentales. Estas designan dos
modificaciones radicales en relación con lo que significaba la alienación
mental; por un lado, la patología mental considera que debe aplicarse para
distinguir un cierto número de afecciones irreductibles entre sí, cuyo
conjunto, puramente empírico, escapa a la unidad y a la unificación; por otro
lado, esta misma patología mental rechaza constituir una extraterritorialidad
respecto a la medicina y quiere formar parte de ella, como el resto de sus
ramas, en contra de lo que exigía el paradigma anterior. Como fecha de
finalización, Lantéri-Laura fija el año 1926, en el que se celebra en Ginebra y
Lausana el congreso en el que Bleuler expone su concepción sobre el grupo de
las esquizofrenias, de las que tan pronto habla en plural como en singular, y
que solo puede abordarse con el concepto de estructura psicopatológica.
Sigue Lantéri-Laura señalando
que el nuevo paradigma se impone de una manera bastante concreta como aquel que
va a conciliar, eficazmente pero a su manera, un cierto retorno a la unidad, de
cuyo alejamiento muchos se lamentaban, con el mantenimiento de cierto número de
subdivisiones inevitables. Esto es lo que lograba en gran medida el paradigma
de las grandes estructuras psicopatológicas (neurótica, psicótica, perversa).
Este se ha mantenido durante mucho tiempo, y como posible fecha de finalización
se podría poner el otoño de 1977, cuando fallece Henri Ey. Él mismo, y tal vez
incluso más Minkowski, supieron introducir en psiquiatría, de una manera
crítica aunque fecunda, este concepto de estructura que, con una acepción por
otro lado diferente, iba a ocupar un lugar decisivo en la lingüística y la
antropología social.
La clasificación más actual
que tenemos a nuestra disposición es el DSM-5. Múltiples voces se han alzado
contra él desde los borradores preliminares hasta el texto definitivo, que
parece conservar ese ansia por diagnosticar a todo el mundo de algo (o de
varias cosas a la vez, prodigios de la comorbilidad).
Con la excusa de lo malo que sería para una persona no ser diagnosticada de un
trastorno que efectivamente padeciese (se podría escribir tanto sobre esto…), parece
no haber problema en diagnosticar por el camino a montones de personas, hasta
ahora sanas, como enfermas. Es conocido cómo Allen Frances, uno de los autores
del también más que criticable DSM-IV, ha escrito en contra de la nueva versión
(2010). Y es que, al final, ni siquiera el manido argumento de que los DSM y
CIE proporcionan un lenguaje común a los clínicos se va a sostener, dada la
escasa concordancia de dichos diagnósticos entre diferentes profesionales.
Es interesante también
pararse a analizar cómo se escriben los DSM, lo que recoge Christopher Lane en
su libro “La timidez”, describiendo las reuniones de expertos de la APA para
redactar el DSM-III-R. Más parecieran una comedia de situación de dudoso gusto
que un cónclave científico. La APA reúne a sus expertos, con fondos en su mayor
parte provenientes de la industria farmacéutica, que realiza su eficaz labor de
lobby, y en base a sus opiniones e intereses, conceptualizan las agrupaciones
de síntomas de los diversos trastornos. Lo más curioso es que, siendo el DSM el
exponente máximo de la ciencia psiquiátrica, no contiene ni una sola referencia
bibliográfica en sus capítulos. Una vez que cada grupo de expertos expone sus
criterios diagnósticos, sería deseable poder revisar la bibliografía científica
que han empleado en su elaboración, pero no tenemos esa bibliografía por ningún
lado.
Como tantas cosas que
dábamos por inamovibles a otros niveles (económicos, políticos,
institucionales...), el poder absoluto de los DSM parece sufrir ciertas grietas,
a juzgar por las críticas que recibe, que no recordamos tan abundantes para las
anteriores ediciones... A ver si es verdad que algo se mueve (insistimos: a muy
variados niveles) y las cosas pueden incluso mejorar (aunque nos tememos que
para eso tengan que empeorar mucho más primero).
Y, sobre todo, a ver qué
hacemos cada uno en nuestra parcela.
Berrios
En un campo como el
psiquiátrico, plagado de conceptos esquivos, uno de los más difíciles de
precisar es el de “esquizofrenia”. Constructo nuclear de la patología mental
durante gran parte del tiempo de existencia de la disciplina, ha sido definido
por diversos autores de maneras no solo diferentes sino casi contradictorias.
Hace ya mucho tiempo que admiramos
a Germán Berrios, catedrático en Cambridge. Hemos leído distintas obras suyas, pero
vamos ahora a referirnos a un trabajo acerca de la historia y la (dudosa, en
nuestra opinión) consistencia del concepto de esquizofrenia. Este texto de
Berrios se publicó como capítulo en el “Tratado de Psiquiatría” de Gelder,
López-Ibor Jr. y Andreasen (2003) y en él plantea Berrios dos versiones
posibles de la historia de la esquizofrenia: la de la continuidad, por la cual ha habido una progresión de definiciones
que culmina en la actualidad, y la de la discontinuidad,
según la cual la historia de la esquizofrenia está formada por una serie de
programas de investigación no solo inconexos sino también contradictorios y la
definición actual es una mezcla de varias características.
Citando a Berrios:
“La versión de la "continuidad"
afirma que durante siglos los términos "enajenación" y
"locura" se usaban para referirse a un conjunto de enfermedades
mentales que los médicos eran incapaces de distinguir. En la década de 1850, Morel estableció el término démence
précoce para referirse a estados de
déficit cognitivo en la adolescencia. Durante la segunda mitad del siglo XIX,
Kahlbaum describió la "catatonía" y Hecker la "hebefrenia".
A finales del siglo Kraepelin se dio cuenta de que ambos trastornos, junto con
la "demencia paranoide" que él mismo había descubierto, eran
manifestaciones del proceso de una sola enfermedad. Kraepelin llamó a esta
enfermedad dementia praecox […]. En 1911,
Bleuler renombró a la misma enfermedad esquizofrenia y, durante la década de
1930, Schneider enumeró los criterios diagnósticos que, por su carácter
"empírico" y "ateórico", merecieron añadirse al DSM-IV.”
Berrios señala que esta
versión no menciona versiones alternativas de la esquizofrenia ni factores que
expliquen los distintos puntos de vista, aunque proporciona, eso sí, la
impresión de un avance constante hacia “la verdad”.
Berrios describe
magistralmente el recorrido seguido por el concepto que la versión de la
continuidad identifica con la actual esquizofrenia:
“Morel estableció el término démence précoce para referirse al estado mental y comportamiento de pacientes jóvenes
con stupidité (estupor),[…] es decir con un trastorno de movilidad y el estado de ánimo resultante
de la melancolía. Por "demencia" entendía cualquier estado de
incompetencia psicosocial relacionado con un trastorno mental y a cualquier
edad. El criterio de irreversibilidad aún no existía.”
“[…] el antiguo término de Morel se había sumido en el olvido, de hecho, no
hay indicios de que en 1896 Kraepelin conociese su existencia. Kraepelin usó
por primera vez el término en 1896, en la 5ª edición de su libro de texto. Bajo
Verblödungsprocesse, Kraepelin enumera tras enfermedades
independientes: la dementia praecox
(formas ligeras y graves, y hebefrenia),
la catatonía y la dementia
paranoides. En ninguna parte de
este texto se menciona el nombre de Morel, que sólo apareció tres ediciones más
tarde. Mientras Kraepelin escribía la 5ª edición, el término demencia ya había
cambiado de significado; de ahí que sintiese la necesidad de calificar el
término dementia con el adjetivo praecox, con el cual
quería decir "temprana", "a la edad no esperada", etc.
Kraepelin solo reconoció a Morel en la última edición de su libro, donde
escribió: "El término dementia
praecox, que ya había
utilizado Morel".”
Siguiendo a Berrios, el
término "esquizofrenia" apareció publicado por primera vez en 1908
por Bleuler. En 1911, este autor señala para la esquizofrenia la separación de
diversas funciones psíquicas como una de sus características más importantes. Y
continúa Bleuler: "En cada caso hay
más o menos una división de las funciones psicológicas: a medida que la
enfermedad se manifiesta, la personalidad pierde su unidad". Como
señala Berrios, esto parece muy claro, pero no lo es. Los significados que
otorgó a Spaltung [división] y psychischen Funktionen [funciones
psíquicas] son ambiguos y requieren una aclaración histórica. Por
"división", Bleuler quería decir: a) "un relajamiento
primario de los mecanismos asociativos" profundo y general, que llevaba a
una fractura irregular de "conceptos concretos", y b)
"una división sistemática de complejos de ideas" más aparente.
En lo que concierne a
nuestra revisión y siguiendo a Berrios, está claro que detrás de estos
principios hay un nuevo modelo de la mente y por eso, aunque Bleuler diga lo
contrario, existe una marcada diferencia entre la dementia praecox de
Kraepelin y la esquizofrenia de Bleuler.
Continúa Berrios con el
tercer gran constructor -este término
es añadido nuestro- del concepto de esquizofrenia: Kurt Schneider.
“El análisis de los escritos de Schneider muestra que hay
discontinuidad entre sus teorías sobre la esquizofrenia y las que propone
Bleuler. Para Schneider los "síntomas de primer rango" no eran
patognomónicos, sino que sugerían un diagnóstico de esquizofrenia solo si no
había evidencia de otras psicosis orgánicas. Los 11 síntomas de primer rango
solo cobran sentido en el contexto de tres perspectivas diagnósticas: evolución,
sintomatología e interacción. […] La
"comprensión sintomática" incluía la búsqueda de síntomas que
resultasen de una integración defectuosa del ser (por eso no puede afirmarse
que Schneider creía que los síntomas de primer rango eran "empíricos"
o "ateóricos"). La "comprensión por interacción" se refería
a cómo el médico percibe al paciente. En este aspecto, y sin nombrarlo,
Schneider describió el "sentimiento praecox" años antes
que Rümke.”
Señala también Berrios que
dado que la perspectiva de diagnóstico de Schneider era transversal, la noción
de evolución (en el sentido kraepeliniano) no tenía lugar en su teoría.
Terminaremos esta revisión
del texto de Berrios con dos párrafos que creemos claves:
“En resumen, no hay continuidad entre la
noción de esquizofrenia de Schneider y las opiniones anteriores, de ahí que no
tenga sentido escoger algunos criterios de Kraepelin (por ejemplo, evolución y
duración), otros de Bleuler (trastorno del pensamiento formal), y aun otros de
Schneider (síntomas de primer rango). No tiene sentido porque cada uno de estos
alienistas proponía una definición diferente (no aditiva) de la esquizofrenia
y, por eso, los elementos clínicos que describieron solo tienen significado en
términos de su propio concepto y no de forma descontextualizada. La definición
del DSM-IV resulta un compuesto del tipo que acabamos de describir.”
“La investigación histórica muestra que hay
poca continuidad entre Morel, Kraepelin, Bleuler y Schneider. Esto tiene dos
consecuencias. La primera es que la idea de una progresión lineal que culmina
en el presente constituye un mito. La otra es que el concepto actual de
esquizofrenia no es el resultado de una definición y un único objeto de
investigación, estudiado sucesivamente por varios equipos psiquiátricos, sino
una amalgama de diferentes elementos clínicos que provienen de definiciones
varias. Es necesario investigar más para averiguar cómo se llegó a este triste
estado de las cosas.”
Si resaltamos estos
problemas conceptuales, estas fallas en el discurso psiquiátrico más o menos
oficialista, que pretende equiparar el constructo “esquizofrenia” con otros
como “diabetes” o “tuberculosis”, es porque nos parece de la mayor importancia
para intentar desmitificar ese concepto tan extendido y aparentemente intocable
de la esquizofrenia como enfermedad cerebral perfectamente reconocible, real,
unitaria y estable. Y nos parece también que si nuestro objeto de estudio está
mal fijado, será difícil que lleguemos a conclusiones científicamente válidas o
prácticamente útiles.
Ya que en el nivel de las
categorías nosológicas hay de todo menos certezas, podríamos estar tentados a
descender al nivel sintomático en busca de seguridades mayores. Ya que el
cuestionamiento de la continuidad y consistencia histórica de la esquizofrenia
no es un hecho aislado en la nosología psiquiátrica, sino compartido por la
mayoría de categorías, se apunta en ocasiones una posible solución que
consistiría en acercarse más a los “síntomas” y menos a las supuestas
“enfermedades”. Es decir, parece más sencillo hablar con alguien que “oye
voces”, “está muy triste” o “tiene ideas que le asustan” acerca de su malestar
y de nuestro intento como profesionales de ayudarle, que no entrar en las
aburridísimas conversaciones que giran en torno a convencer al paciente de que
tiene “esquizofrenia” o “trastorno bipolar en fase maníaca”. Sin embargo, la
cuestión de la definición de los síntomas dista también de estar clara o exenta
de subjetividad. Si confuso y problemático es el concepto de esquizofrenia,
como hemos visto siguiendo la revisión del profesor Berrios, tampoco es más
nítido un concepto aparentemente más sencillo como es el de “delirio”.
De todas maneras, la idea
que intentamos transmitir es la de que, en psiquiatría, carecemos de certezas,
ni a nivel de categorías diagnósticas ni siquiera muchas veces a nivel de
síntomas aislados. Ello enlaza directamente con comentarios previos sobre la
subjetividad inherente a la disciplina. Insistimos en que no se trata de
transmitir una visión desesperanzada y pesimista sobre el alcance teórico de la
psiquiatría, sino solo de ser conscientes de las condiciones teóricas (luego
habrá que pensar también sobre las prácticas, por supuesto) en las que
realizamos nuestro trabajo. Como dijimos antes, si los cimientos no son firmes,
de nada servirá convencerse de que sí lo son y levantar un edificio que no se
sostendrá. En lugar de eso, tal vez habría que plantearse buscar cimientos más
sólidos.
Alberto Fernández Liria
Fernández Liria acaba de
publicar esta obra: Locura de la
Psiquiatría. Apuntes para una crítica de la Psiquiatría y la "salud
mental". Hablaremos acerca de lo que hemos entendido en ella, lo cual,
evidentemente, puede no coincidir con lo que el autor quiso decir exactamente.
Se plantea cómo no es posible hablar acerca de una "historia de la psiquiatría"
sino más bien de un "devenir", por cuanto no existe un progreso
lineal, una acumulación de conocimientos en pos de la verdad. Un ejemplo de
cómo debe evitarse caer en la falacia del progreso. La idea, predominante hoy
en día, de que la psiquiatría como disciplina posee un carácter científico
contrastado y que su pasado ha sido un lento pero constante desarrollo de
descubrimientos para llegar a la casi triunfante situación actual, es criticada
y desmontada por completo.
La tesis de Fernández
Liria, que nos parece reveladora y plenamente certera, es que las teorías
psiquiátricas han carecido siempre de base empírica contrastada. Incluso las
más actuales: supuestos desequilibrios neuroquímicos que nadie ha demostrado y
que son tratados con fármacos cuyas eficacias han sido sistemáticamente
exageradas y sus riesgos minusvalorados. La psiquiatría no sería una ciencia, pues no es el logro de un saber
que se ha demostrado esquivo, sino que sería una tecnología, es decir, un dispositivo para alcanzar una utilidad.
Una utilidad, es preciso señalarlo, definida por la sociedad que crea dicho
dispositivo. Para el autor, es el sistema sociocultural de un determinado
momento histórico el que realiza un encargo a
la psiquiatría, la cual, como herramienta de dicho sistema sociocultural, se
apresta a llevar a cabo. Solo a posteriori, de forma inmediata pero
siempre como consecuencia de ese encargo primigenio, es cuando la psiquiatría
desarrolla determinadas teorías para justificar la pertinencia y el sentido de
las prácticas que realiza a la hora de cumplir con dicho encargo. Como señala
Fernández Liria, las teorías psiquiátricas, tanto pasadas como actuales, serían
en realidad ideología en el
sentido marxista, es decir, más o menos refinados autoengaños bien construidos
para justificar por qué se hace lo que se hace. Eso explica también por qué
teorías e incluso paradigmas han sido abandonados sin refutación alguna ni
confirmación de teorías posteriores: ya no eran útiles para el nuevo encargo y
hubo que sustituirlas por otras más acordes con la nueva situación. Es la
infraestructura, en forma en este caso de encargo social, quien determina el
funcionamiento de la psiquiatría como institución y disciplina y sus teorías
son pura superestructura, juegos de humo y espejos por decirlo de otra manera.
Serían cuatro los encargos
que, según Fernández Liria, la sociedad ha hecho a la psiquiatría (entendida
esta como disciplina y conjunto de instituciones donde desarrollan su labor
varios tipos diferentes de profesionales: psiquiatras, enfermeras, psicólogos,
trabajadores sociales, etc.):
- El primer encargo fue, a finales del siglo XVIII, en los albores de la era de la razón, justificar por qué había que encerrar a las personas que distorsionaban la convivencia en los nuevos y crecientes núcleo urbanos. La amalgama de gentes encerradas en los asilos desde cientos de años antes pasó a ser estudiada por los médicos alienistas, que desarrollaron sus creativas clasificaciones e intentos terapéuticos. Lo positivo muchas veces de dicha labor, la parte de cuidado del loco -que se representa, por ejemplo en la liberación de las cadenas por parte de Pinel- no obvia el hecho de que la psiquiatría cumple con la misión encomendada de justificar y gestionar dicho encierro.
- El segundo encargo ocurre a finales del siglo XIX y principios
del XX en relación con el inicio del tratamiento de los llamados
posteriormente trastornos mentales menores y con la aparición del
psicoanálisis. Aquí el encargo fue, como señaló Freud, restaurar a la
persona "la capacidad de amar y de trabajar". La nueva sociedad
capitalista requería trabajadores en buenas condiciones y la psiquiatría
empezó a elaborar las prácticas necesarias para que los tuviera
disponibles, desarrollando un buen número de nuevas teorías que justificaran
dichas prácticas.
- El tercer encargo sucede a finales del siglo XX. El capitalismo
como sistema económico hegemónico requiere ineludiblemente crecimiento.
Falto de guerras y posguerras, o territorios a los que extenderse, lo hace
a nuevos campos de la sociedad antes no mercantilizados, tales como la
gestión del malestar humano, de emociones como la tristeza, la ansiedad o
la inquietud infantil... Terrenos que antes se manejaban sin intervención
alguna del capital, con recursos de apoyo social y familiar por ejemplo,
son ahora convertidos en un lucrativo nicho de mercado. La psiquiatría
cumple con este encargo erigiéndose en un dispositivo que pone a
disposición de la sociedad un ejército de expertos en la gestión de dicho
malestar de la vida cotidiana (que insiste a su vez en la idea de que tal
malestar no debe ser dejado fuera del alcance del médico o psicólogo, por
lo que pueda pasar...). Estos expertos prescriben profusamente remedios ya
mercantilizados y que suponen enormes beneficios para las empresas
capitalistas que están detrás de ellos: psicofármacos absolutamente para
todo, cada vez a mayores dosis y en mas creativas combinaciones. También
se organizan de la misma manera tratamientos psicoterapéuticos en forma de
terapias cognitivo-conductuales, o de cada vez más nuevas generaciones, o
espectaculares éxitos de ventas como el mindfulness... Todos estos
remedios son adecuadamente vendidos y comprados, para mejor funcionamiento
del sistema capitalista necesitado siempre de más beneficios. La psiquiatría
elabora aquí las teorías que todos conocemos -pero nadie ha demostrado-
del malestar como diferentes enfermedades discretas, diferenciables y
basadas en desequilibrios químicos a nivel del sistema nervioso central,
fundamentalmente, Estas teorías -pura ideología- cumplen a la perfección
su misión, que no tiene que ver con describir la realidad (cosa que no
consiguen y ni siquiera intentan) sino con justificar de forma
aparentemente científica (es decir, acorde con la religión cientificista
de nuestros días, aunque este es otro tema) sus prácticas.
- El cuarto encargo, el más reciente, es descrito como iniciado a
partir de la crisis de 2008, como otro ataque del neoliberalismo cada vez
más salvaje que nos invade y que, aprovechando movimientos merecedores del
mayor apoyo, como el cese del autoritarismo y el paternalismo de los
profesionales y el respeto a la autonomía del paciente, quieren deslizar
sus prácticas pretendidamente liberadoras para acabar con lo que nos queda
de apoyo y compromiso social, de conexión y de ayuda de unos con otros.
Este encargo fomenta prácticas privatizadoras, resaltando el
individualismo y despreciando la sociedad y los bienes públicos que a ella
deben pertenecer (sanidad, educación, recursos energéticos, transportes,
etc.). Como señala Fernández Liria, es muy importante no dejar que la
imprescindible defensa de la autonomía y el fin del autoritarismo acabe
llevando a una situación de exaltación de lo individual donde el cuidado
mutuo y la solidaridad ya no tengan cabida.
Hay que resaltar que cada
encargo no sustituye al previo, sino que se van acumulando en nuestra sociedad,
aunque evidentemente modificando sus prácticas con el tiempo según los cambios
que dicha sociedad experimenta.
El libro describe de forma
magistral estos cuatro encargos y, a través de ellos, construye el devenir
histórico (que no historia) de la psiquiatría. No son páginas que inviten al
optimismo y que llenen de ilusión por ponerse a trabajar en estas profesiones
nuestras, pero son páginas extraordinariamente lúcidas y singularmente
sinceras: suponen una descripción sin duda útil de nuestra disciplina y su
discurrir, y entender dicho discurrir puede ser clave si queremos modificar
ciertas cosas que cada día nos parecen más inaceptables: la psiquiatrización de
todo dolor, el abuso de psicofármacos y diagnósticos, la represión sobre las
personas afectas de psicosis (ahora mismo estamos asistiendo a campañas
para el fin de las contenciones mecánicas, a las que deseamos el mayor de
los éxitos), la absurda preponderancia -en relación ideológica con todo lo
anterior- del paradigma biologicista-biocomercial, etc.
Alberto Fernández Liria,
como es propio de él en lo poco que creemos conocerle, no se queda para nada en
la crítica, sino que desarrolla en la segunda parte de su libro todo un listado
de ideas para cambiar la situación que denuncia, para hacer de la psiquiatría
un instrumento verdaderamente útil para las personas que atiende y la sociedad
en la que habita. Una psiquiatría que sea capaz de superar estos encargos, o
así lo entendemos, y buscar otro aún no explicitado, que también nosotros
buscamos repetidamente en nuestros escritos: una psiquiatría que pueda
ocuparse, sin imposiciones, de ayudar a la gente afecta de experiencias que
sobrepasan una relativa normalidad y ocasionan sufrimiento por ello, una
psiquiatría que pueda prestar ayuda puntual a personas afectas de dolores
propios de esa normalidad (que, a veces, duele y mucho), pero sin usurpar
funciones que corresponden -y son mucho mejor realizadas- a la familia, los
amigos, el sindicato, o a toda la sociedad misma que debe unirse y cambiar
aquello que cause miseria y desgracia a muchos para beneficio de unos pocos.
En resumen, el libro de
Alberto Fernández Liria debería ser de lectura obligatoria para todo el que
quisiera acercarse a un intento de entender la evolución histórica de la
psiquiatría. Una obra clave para entender también cómo la psiquiatría y sus
prácticas funcionan según lo que una determinada sociedad pide de ella y, solo
más tarde y de forma secundaria a dicho encargo y dichas prácticas, elabora más
o menos pintorescas teorías para autojustificarse. Teorías que luego los
psiquiatras nos creemos casi como dogmas de fe y, a su vez, propagamos a la
opinión pública de forma acrítica. Una vez más queda patente la estrecha
interrelación entre psiquiatría y cultura y cómo sería necesario, en nuestra
opinión, trabajar en busca de una psiquiatría diferente que pueda suponer un
pequeño paso para construir también una sociedad diferente. Para ese ambicioso
y tal vez inalcanzable objetivo, el libro de Alberto Fernández Liria es un muy
útil mapa para orientarnos sobre el terreno que pisamos.