Se trata de un cierto punto y aparte en nuestra trayectoria: una recopilación de todo lo reflexionado y trabajado sobre la Postpsiquiatría tal como nosotras la entendemos y, también, una toma de posición ante el mundo y la sociedad en que vivimos y las crisis en que ya estamos inmersos, y a las que, mejor pronto que tarde, habremos de enfrentarnos. Seguimos y seguiremos pensando y trabajando en el campo de la psiquiatría y la salud mental, pero queremos elevar la mirada, observar toda la complejidad del terreno que nos espera por delante y, junto a la necesaria reflexión teórica, llevar a cabo la imprescindible praxis que permita ayudar en las problemáticas que ya tenemos encima: sociales, económicas y climáticas, como decimos en el título del artículo. Y todo esto fue escrito antes del Covid y todo lo que va a suponer, como catalizador y acelerador de todas estas crisis que ya estaban en curso.
Psiquiatría y postpsiquiatría para un mundo en crisis (social,
económica y climática)
Jose García-Valdecasas Campelo, Amaia Vispe Astola, Miguel
Hernández González.
Resumen:
Revisamos los enfoques críticos hacia la psiquiatría biologicista
hegemónica, conocidos genéricamente como “postpsiquiatría”,
sus orígenes y características principales, sin perder de vista su
diversidad, lejos de poder considerarse un movimiento único y
homogéneo. Nos detenemos en los puntos que nuestro grupo considera
fundamentales de la postpsiquiatría, a nivel filosófico, clínico,
ético y político. En relación con el aspecto social del enfoque
bio-psico-social que todos decimos aceptar, nos detendremos en un
breve análisis de nuestra sociedad capitalista y de sus
consecuencias sobre las personas que atendemos, sobre nosotras mismas
y, por último, sobre el mismísimo equilibrio climático del planeta
y el riesgo que eso supone para todos.
Palabras
clave: postpsiquiatría, industria farmacéutica, cambio social,
capitalismo, cambio climático.
Introducción
Nos proponemos en este trabajo hablar
acerca de la “postpsiquiatría”, en tanto parece ser un
movimiento u orientación (o vaya usted a saber qué cosa), de la que
se habla cada vez más y que, en algunos colectivos profesionales,
está teniendo un ímpetu creciente planteándose la posibilidad de
que eso conlleve cambios en nuestro trabajo tal como lo conocemos,
tanto a nivel teórico como práctico. Vamos a ver cómo se nos da.
Lo primero a tener en cuenta al hablar de
postpsiquiatría, si se quiere empezar por el principio, es saber a
qué “psiquiatría” nos referimos, porque ya ese primer término
no está carente de ambigüedad. La psiquiatría aquí referida es,
obviamente, la considerada “oficial” o “académica”, la
mayoritaria en nuestros entornos: una psiquiatría que gusta de
definirse como biológica pero que suele limitarse a una neuroquímica
simplona y que algunas, no sin cierta maldad, tildamos de
biocomercial. Evidentemente, no todos los psiquiatras (y aquí nos
permitirán que, por comodidad para la exposición, se sientan
incluidos todos los profesionales, ya sean enfermeras, médicos,
trabajadores sociales, psicólogos, auxiliares, etc.) practican este
tipo de psiquiatría y, además, muchos de los que lo hacen son por
otra parte excelentes profesionales. Pero al hablar de esta
psiquiatría hegemónica en las últimas décadas sí acotamos lo que
viene siendo el modelo tanto teórico como práctico de psiquiatría
que se desarrolla en nuestra cultura en este momento histórico: una
disciplina médica, empeñada en que se reconozca el estatus
biológico de los trastornos que trata, entregada a la industria
farmacéutica (en cuanto a investigación científica, promoción de
trastornos y marketing de fármacos mucho menos eficaces y seguros de
lo que nos han vendido), y con clara tendencia al autoritarismo y el
paternalismo, cuando no directamente a la coerción desmedida. Frente
a esta psiquiatría, que todos conocemos y la mayoría hemos
practicado en algún momento u otro, surgió la postpsiquiatría.
Al hablar de postpsiquiatría, es necesaria
también una aclaración conceptual previa. No hay una
postpsiquiatría sino muchas y, además, poco definidas y no
claramente diferenciadas. Intentaremos en este trabajo explicar qué
es la postpsiquiatría para nosotras, pero hay otros muchos
posicionamientos críticos a la psiquiatría mayoritaria y no
raramente enfrentados entre sí por disputas no menores. Nos ha
gustado en ocasiones recurrir a la metáfora de la trinchera, desde
donde las tropas críticas postpsiquiátricas se enfrentan a la
psiquiatría hegemónica en desigual combate. Pues bien, nos tememos
que la trinchera, por momentos, llega a estar casi en situación de
guerra civil. Otra aclaración más: se suele usar con frecuencia el
término de “psiquiatría crítica” en nuestra opinión casi como
sinónimo de postpsiquiatría y no vemos problema en intercambiar uno
y otro.
Orígenes
Entrando ya en materia, se podría poner
una fecha de origen para la postpsiquiatría en 2001, cuando Bracken
y Thomas publican en el British
Medical Journal
el artículo titulado en castellano: “Postpsiquiatría: un nuevo
rumbo para la salud mental” (1). Por supuesto, este trabajo no
surge de la nada, pero sí recoge una serie de hilos que todavía no
se habían entrelazado y crea con ellos algo nuevo. Y, además, hasta
donde sabemos, le da el nombre al nuevo movimiento que propugna. Este
artículo apunta ya varias líneas maestras de la corriente crítica
que ellos comienzan a llamar “postpsiquiatría”. Por un lado, su
ubicación explícita en una posición filosófica postmoderna, por
contraposición a los grandes relatos de la modernidad que aspiraban
a dar explicaciones verdaderas y completas. Es decir, valora los
discursos y las narraciones sin obsesionarse por su valor de verdad o
corrección, respetando y relativizando las diferencias, tanto entre
diferentes orientaciones psiquiátricas como, por supuesto,
reconociendo las propias experiencias y explicaciones de las personas
atendidas, en cuanto portadoras también de narraciones
potencialmente útiles y siempre respetables. Este reconocimiento
explícito de la posición filosófica de la que se parte es extraño
en nuestro entorno profesional, cada vez más tristemente tecnificado
y negligente de los postulados filosóficos en los que se basa y de
las consecuencias de los mismos (por ejemplo, un modelo biologicista
estricto que explicase toda conducta por la neuroquímica cerebral y
todo trastorno por alteraciones en dicha neuroquímica dejaría fuera
de juego cualquier noción de responsabilidad sobre los propios actos
de las personas diagnosticadas, conclusión difícil de aceptar si
queremos seguir creyendo en el libre albedrío). Bracken y Thomas
plantean en este artículo fundacional otros puntos básicos, como
son la importancia de los contextos, ya sean políticos, culturales o
sociales, sin negar a su vez la importancia de lo biológico pero
rechazando su hegemonía; defienden una orientación ética más que
tecnológica; y rechazan las prácticas coercitivas, rechazo que
ahora es más que explícito incluso desde ámbitos profesionales
pero que en aquel 2001 sonaba sin duda poco común, viniendo de dos
profesionales.
Este artículo nos marcó, por ser la
primera vez que entramos en contacto con una crítica clara de muchas
de las cosas que ya nos incomodaban en nuestro trabajo diario y que
tal vez no habíamos sabido explicarnos ni a nosotras mismas.
Hay un trabajo posterior escrito también
por Bracken y Thomas, junto a otros 27 autores, que fue publicado en
el British Journal of Psichiatry
en 2012, una década tras el primero, que se titula en castellano “La
psiquiatría más allá del paradigma actual” (2). Es interesante
porque en él ya no se emplea el término “postpsiquiatría”,
pero la crítica hacia la psiquiatría oficial es feroz y por su
flanco más débil: presenta un amplio conjunto de trabajos guiados
por los estándares de la medicina basada en la evidencia que
demuestran que la eficacia de los tratamientos psiquiátricos es
mucho menor y los datos de seguridad y tolerancia mucho más
preocupantes de lo que habíamos creído (o habíamos dejado que nos
contaran).
A lo largo de esa primera década del siglo
XXI fuimos viendo aparecer distintas líneas críticas con la
psiquiatría tal como la conocíamos y practicábamos. Por supuesto,
seguían resistiendo orientaciones psicoanalíticas y sistémicas,
que rechazaban el paradigma biologicista pero tal vez no tanto sus
prácticas habituales a nivel de medicación o coerción entendida de
un modo más o menos paternalista. Pero surgían nuevas voces. En
2003 Iván de la Mata y Alberto Ortiz, dos de los autores más
respetables de la psiquiatría crítica en este país, publicaban un
artículo en la Revista de la AEN
titulado sencillamente “Industria farmacéutica y Psiquiatría”
(3), poniendo negro sobre blanco la influencia de la industria sobre
los profesionales de la psiquiatría y denunciando una situación
que, cierto es decirlo, ha mejorado de forma muy escasa.
No queremos aburrirles con una descripción
extensa de toda la bibliografía que surgió en aquellos años, pero
sí mencionar algunos textos más que fueron creando una masa crítica
de reflexiones y evidencias que a su vez fue dando forma a la
psiquiatría crítica o postpsiquiatría en este país y en otros:
Robert Whitaker, periodista, publica en 2002 “Mad in America”
(4), libro donde cuestiona la eficacia, seguridad y ética de las
intervenciones psiquiátricas; el mismo autor escribe “Anatomía de
una epidemia” (5), sobre la exagerada proliferación de trastornos
mentales con posterioridad a la generalización del uso de
psicofármacos, cada vez más extendidos; Joanna Moncrieff,
psiquiatra inglesa, escribe varios libros (“El mito de la cura
química” (6), “Hablando claro” (7), etc.) en los que expone su
defensa del planteamiento de que los psicofármacos no curan
desequilibrios químicos previos (que nadie ha demostrado que existan
en los diferentes trastornos) sino que, en base a sus efectos
neuroquímicos, provocan estados mentales alterados que pueden tener
efectos beneficiosos en el contexto del trastorno del paciente (o
puede que no, evidentemente). Defiende Moncrieff el paso de un modelo
centrado en la enfermedad (que se supone causada por tal alteración
en la neurotransmisión) a un modelo centrado en el fármaco (que
provoca una determinada alteración que puede resultarnos terapéutica
según el estado del paciente); investigadores como Harrow (8) o
Wunderink (9) encuentran resultados que demuestran que grupos de
pacientes psicóticos sin medicación a largo plazo presentan mejores
datos de recuperación funcional que los grupos de pacientes
medicados y que ni siquiera estos están más libres de síntomas; el
psiquiatra inglés Ben Goldacre publica “Bad Pharma” (10), sobre
la intolerable manipulación llevada a cabo por la industria
farmacéutica para controlar y tergiversar los resultados de la
investigación científica, así como la formación de los
profesionales, cuando no su soborno apenas disimulado, para engordar
cada vez más las prescripciones y con ellas sus cuentas de
resultados... Podríamos aún seguir más, mencionar a David Healey
(11), Marta Carmona (12), John Read (13), Richard Bentall (14),
Alberto Fernández Liria (15), Marino Pérez (16), Héctor González
(17), Manuel Desviat (18), Beatriz Rodríguez Vega (19), Mikel
Valverde (20), José Inchauspe (21), Emilio Pol Yanguas (22)...
Puntos fundamentales (para nosotras)
En nuestro país hubo una auténtica
explosión de blogs, artículos, charlas informales, ponencias, etc.,
a lo largo de esta década que acaba, con distintas visiones más o
menos postpsiquiátricas. Nosotras mismas empezamos nuestro blog en
2010 (23) y publicamos nuestro libro un poco como recopilación de
todo lo reflexionado en 2018 (24). Creemos que ahora es buen momento
para mirar atrás y recapitular, antes de ver hacia dónde debemos
ahora encaminarnos. Lo que nos lleva de nuevo al tema: ¿qué es la
postpsiquiatría? Recordando siempre que nos referimos a lo que es
para nosotras y que otros autores darían visiones más o menos
diferentes, vamos a atrevernos a señalar sus puntos claves:
Posición filosófica postmoderna, como
rechazo a los grandes metarrelatos que aspiraban a explicarlo todo,
ya sean, por ejemplo, el cristianismo, el marxismo, el
psicoanálisis, el biologicismo, etc. No se rechazan esas ideas pero
tampoco se acepta su estatuto de verdad como obvio o evidente,
siendo valoradas en lo que de útil o significativo puedan tener
para distintos individuos o grupos humanos, pero en ningún caso
como modelos verdaderos de cómo es el ser humano o la sociedad que
forma.
La postpsiquiatría diferenciaría entre
un discurso científico psiquiátrico que configura un determinado
saber, una disciplina y, por otro lado, un dispositivo que ejerce
determinado poder, desde un enfoque ético y político determinado.
Siguiendo un enfoque postmoderno, nuestra postpsiquiatría marcaría
una clara diferencia entre saber científico y saber narrativo y, a
partir de ahí, creemos que se puede afirmar que la psiquiatría
posee un saber que es esencialmente narrativo, aunque pretenda
presentarse como científico. Lo que a su vez provoca determinadas
consecuencias a la hora de la aplicación práctica de la
disciplina, tanto sobre personas individuales como influyendo en la
configuración de la misma sociedad en la que funciona. En nuestra
cultura, no es el mismo poder el que se reconoce a una discurso
científico que a uno narrativo. Tal vez si se revelara que el
verdadero estatuto del saber psiquiátrico no es el de la ciencia,
no sería tan grande el poder del que dispondría a la hora de
ejercer sus funciones de control social, de las que no dejaremos de
hablar luego.
Continuando con la explicitación de
nuestras coordenadas filosóficas, en la irresoluble controversia
entre determinismo y libertad, creemos necesario abrazar la idea del
libre albedrío, (incluso aunque pudiera no ser más que una
ilusión) por ser imprescindible para articular una ética que
permita sociedades que puedan llamarse humanas.
Defensa radical de puntos de vista
feministas como ineludibles y, como veremos más tarde con algún
detalle, un ecologismo imprescindible para la supervivencia de la
especia humana en el planeta a medio plazo. Planteamos también, y
es importante explicitarlo, una visión de la identidad de género
como construcción cultural -como tantas otras-.
No es posible minusvalorar la carga de
subjetividad que implica el encuentro psiquiátrico. Consideramos
imposible la pretensión de objetivar síntomas y signos para llegar
a un pretendido diagnóstico ateórico. El diagnóstico estará
siempre condicionado por el bagaje previo del profesional, la
situación de la persona atendida y el contexto que los entrelaza.
No hay tal cosa como una analítica o una prueba de imagen que nos
dé un diagnóstico de certeza. Esto, evidentemente, tiene sus
implicaciones en cuanto a la inherente relatividad de cualquier
clasificación de trastornos mentales, independientemente de su
antigüedad o actualidad. Como dijo alguien, un líquido turbio no
se aclara cambiándolo de recipiente. El vocabulario
psicopatológico, aunque tan querido por muchos, incluidas nosotras
mismas, no es sino un mecanismo más de control sobre el otro, al
arrogarnos la capacidad de nombrar lo que le ocurre, por mucho que
no hagamos otra cosa que juegos de manos al llamar “hipotimia” a
la tristeza o “alucinación acústica verbal” a las voces.
Se ha planteado también lo que la
postpsiquiatría implicaría a nivel de cambio de paradigma en el
sentido de Kuhn, como crítica feroz del actual paradigma
biologicista (siempre bien apoyado por la psicología
cognitivo-conductual con la que tan buena pareja ha hecho durante
todo el baile) y posterior entrada en una fase de ciencia inmadura
de la que surgiera un nuevo paradigma aún por concretar pero, en
cualquier caso, de clara índole social.
Para nosotras la postpsiquiatría implica
también un acercamiento a los trastornos psiquiátricos como
malestares difícilmente catalogables o diferenciables entre sí
(intentamos evitar los eternos, fútiles y aburridísimos debates
entre neurótico vs. psicótico, esquizofrénico vs. paranoico o
bipolar vs. esquizoafectivo, a los que en otro tiempo jugamos con
pasión y siempre con nula utilidad para el paciente), pero estos
trastornos serían claramente existentes como manifestaciones de
sufrimiento y descontrol en muchas de las personas que atendemos.
Nuestro planteamiento postpsiquiátrico implicaría un trabajo
diagnóstico imprescindible, ya que no es igual la problemática que
sufre una persona con síntomas que llevan a un diagnóstico de
“esquizofrenia” que la que sufre otra persona que es catalogada
como “trastorno de inestabilidad emocional de la personalidad”,
por poner un ejemplo. No queremos hacer un ranking de malestares,
pero en cualquier caso se trata de problemas y sufrimientos
distintos que requieren abordajes diferentes. Un diagnóstico se
hace imprescindible en cuanto a dilucidar “psicosis sí” o
“psicosis no” y, también es crucial, para diferenciar lo que es
agudo de lo que es crónico, y no tomar en cualquier caso lo primero
por lo segundo. Por decirlo claramente: diferenciar si la persona
que atendemos está o no loca y si lo está pero deja de estarlo o
permanece en ese estado. Diagnósticos más allá de ese punto son
no solo difíciles sino probablemente apenas útiles.
Un punto básico para nuestra
postpsiquiatría y para la mayoría de enfoques psiquiátricos
críticos en este país o en otros es la denuncia de la connivencia
entre industria farmacéutica y profesionales sanitarios. La
industria busca, como no puede ser de otra manera en el sistema
económico en que vivimos (y sufrimos) su beneficio en términos de
lucro. Y esta búsqueda ha llevado, y está ampliamente documentado,
a copar la mayor parte de la investigación psiquiátrica actual,
diseñando los estudios a su antojo, manipulando datos o
conclusiones, ocultado los resultados negativos, comprando autores
de supuesto prestigio para que pongan su nombre en los trabajos
realizados por empresas pagadas por el laboratorio, etc. Junto a
esto, se ha desplegado una ingente campaña de marketing incesante
para influir en los profesionales, bien sobornados mediante viajes
supuestamente formativos, comidas y cenas en restaurantes de postín
y pagos de tres o cuatro cifras por leer una presentación de
diapositivas facilitada por la empresa anunciadora a unos cuantos
colegas. Y eso, sin entrar en cosas difícilmente confesables que
vio uno de joven y aún se oyen de cuando en cuando por ahí... La
industria, a través de su influencia bien engrasada económicamente
en las asociaciones profesionales o de usuarios o familiares, así
como en empleados de las agencias reguladoras que luego pasan a
trabajar para alguno de los laboratorios que supuestamente
controlaban (como hizo también algún que otro ministro), deja
sentir su mano en la redacción de las clasificaciones oficiales de
trastornos mentales, de distintas guías clínicas o la aprobación
de nuevos y caros psicofármacos que nada aportan en términos de
eficacia o tolerancia frente a los antiguos, más conocidos (y, por
tanto, más seguros) y usualmente más baratos... En fin, es un tema
que hemos tratado hasta la extenuación (24) y en el que no han
dejado de producirse ciertos avances, como la posición de la
Asociación Española de Neuropsiquiatría, algunas de sus
asociaciones autonómicas o la Asociación Canaria de Rehabilitación
Psicosocial, por poner unos ejemplos, de celebrar sus eventos sin
patrocinio farmacéutico.
Otra característica importante de la
orientación postpsiquiátrica, al menos en alguna de sus formas, es
el decidido posicionamiento a favor de la medicina basada en la
evidencia (sin dejar de ser conscientes también de sus
limitaciones). Lejos de una postura radical antipsicofármacos,
creemos básico dejar que los estudios hablen aunque, por desgracia,
su voz esté muy empañada por la ingente cantidad de estudios con
resultados negativos no publicados que podrían modificar
sensiblemente la valoración de estos fármacos o la más que
denunciada manipulación de muchos de los resultados finales
expuestos. Pese a ello, hay multitud de estudios que la
postpsiquiatría intenta divulgar sobre efectos secundarios de
psicofármacos que deben ser adecuadamente considerados a la hora de
establecer un balance riesgo-beneficio: posible atrofia cerebral por
antipsicóticos a largo plazo (25), síndrome de abstinencia grave
por retirada de antidepresivos (26), disfunción sexual por
antidepresivos potencialmente no reversible (27), etc., etc. También
son abundantes los estudios que cuestionan las supuestas eficacias
de los fármacos que prescribimos: ausencia de eficacia clara de
antipsicóticos a largo plazo (28), dudas más que justificadas
sobre si los antidepresivos son superiores al placebo en algún caso
(29), etc. Denunciamos no el uso de los psicofármacos, sino su
abuso, con dosis y en indicaciones muchas veces fuera de ficha
técnica, con politerapias cada vez más frecuentes, con una
inadecuada impresión de inocuidad que para nada corresponde con los
efectos potencialmente dañinos que estos fármacos, sobre todo a
dosis altas o por tiempos prolongados, pueden provocar.
La postpsiquiatría muestra desde sus
inicios una atención primordial a las voces y derechos de los
afectados en primera persona por trastornos y malestares psíquicos,
resaltando la importancia de las leyes de autonomía del paciente y
los consentimientos informados a la hora de tomar decisiones sobre
tratamientos y demás, no siempre respetados en nuestro entorno. Un
punto de fricción entre distintos enfoque críticos es la
pertinencia o no de los internamientos involuntarios con
autorización judicial en caso de crisis aguda. Nosotras defendemos
que, en tanto no existan otros recursos mejores, por el momento no
es posible prescindir de estos ingresos involuntarios en unidades de
agudos, en momentos de descompensación con posible riesgo para el
paciente. Otro punto importante es el rechazo a la pretendida
relación que desde algunos enfoques biologicistas se establece
entre maldad y locura, pretendiendo diagnosticar al asesino múltiple
de turno de alguna psicopatología y olvidando que la psicosis es
una categoría clínica y la maldad una categoría ética, y para
nada van asociadas de forma necesaria. Como solemos decir, si el
asesino múltiple necesariamente es un enfermo mental, ¿lo es el
que da la orden de llevar a cabo asesinatos múltiples? ¿lo es
quien vota al líder político que luego da la orden?
Planteamos un rechazo a categorías
diagnósticas como el TDAH, que conceptualiza a niños con problemas
y sufrimientos indudables como personas con cerebros supuestamente
alterados que requieren de forma indefinida medicamentos que para
nada han demostrado su eficacia a largo plazo y cuyos efectos
secundarios pueden ser preocupantes. No digamos ya trastornos como
el TDAH del adulto (que vimos nacer ante nuestros ojos no hace
tantos años), o la famosa ansiedad social, que cambió el nombre de
la timidez con sustanciosos beneficios para los dueños de la
paroxetina del momento, o cómo se baja el umbral de otros
trastornos hasta acabar diagnosticando de bipolar a cualquier
persona que pasa algunos días más acelerado de lo debido sin
prestar la menor atención a si sus circunstancias no podrían
explicárnoslo de manera más fácil...
En los años transcurridos desde la
aparición de estos movimientos postpsiquiátricos, en sus variadas
formas, sin duda se ha avanzado. Ha sido objeto de debate en varios
parlamentos autonómicos la cuestión de las sujeciones físicas a
personas con problemas de salud mental, exigiéndose auditorías y
protocolos que delimiten y, sería la meta última, ignoramos si
alcanzable, prohíban esa práctica. Cada vez más profesionales son
conscientes de la no inocuidad de los psicofármacos que prescribimos
y se preocupan por los potenciales efectos secundarios graves sobre
todo a largo plazo que pueden aparecer. Ya no es en absoluto raro ver
en congresos y jornadas de salud mental a personas diagnosticadas
como voces en primera persona que desde las mesas de ponentes o desde
el público hacen valer su voz, su experiencia, su sufrimiento y su
opinión, en terrenos antes totalmente vedados. También va
aumentando la aparición de eventos formativos que son realizados con
independencia de la industria farmacéutica, tanto en salud mental
como en otras especialidades. Les aseguro que cuando empezamos
nuestra vida profesional, hace unos veinte años, cualquier cuestión
de las mencionadas era casi impensable. Por poner un último ejemplo,
que creemos de especial interés, hace un tiempo se planteó un
pequeño debate en una red social acerca de un artículo titulado:
“¿Hay lugar para el consentimiento informado en los tratamientos
de las personas con psicosis? Una reflexión sobre el tratamiento de
las psicosis” (30). El asunto no es baladí: una larga tradición
en psiquiatría, aún mucho más vigente de lo que debería, defiende
que el paciente debe hacer lo que se le diga “por su bien” y que
no ha lugar a que pueda negarse a un determinado tratamiento
farmacológico o de otro tipo. Un ex-usuario de la psiquiatría dijo
que el hecho de que se planteara tal título como una pregunta era
-no recuerdo el término exacto que empleó- ofensivo e inaceptable.
Lo que muestra al mismo tiempo cuánto hemos avanzado y cuánto nos
falta aún.
Cuando reflexionamos sobre estos avances,
parece sencillo caer en la ilusión del progreso, de la
inevitabilidad de esa postpsiquiatría que acabará con
paternalismos, iatrogenias y corrupciones diversas. Sin embargo, como
dejó establecido Newton en su tercera ley, a cada acción siempre se
opone una reacción igual pero de sentido contrario. Y eso ha
ocurrido también en nuestro asunto. Cada vez son más frecuentes
declaraciones y artículos de supuestos expertos cuestionando las
críticas que desde distintos ámbitos se realizan por los riesgos
del uso de antipsicóticos a largo plazo o por la escasa eficacia de
los antidepresivos, pretendiendo restar credibilidad a la voz de
profesionales críticos, o negando voz y voto a personas
diagnosticadas que intentan hacer valer sus razones. No obstante, no
queremos dejar de insistir en que la postpsiquiatría es variada y no
deja de tener en su seno enfrentamientos por visiones diferentes. Por
poner solo un ejemplo, las jornadas de la Asociación Madrileña de
Salud Mental tienen cada vez más presencia de activistas de la salud
mental en primera persona, que enfocan muchas veces los debates hacia
la cuestión de la psiquiatría como dispositivo opresor y señalando
una semejanza entre las luchas por los derechos civiles de personas
racializadas o LGTBI con la que llevan a cabo las personas
diagnosticadas por la psiquiatría. Nosotras no compartimos esta
visión, considerando que una persona de color o con una orientación
homosexual no experimenta sufrimiento alguno si está en una sociedad
tolerante y respetuosa con las diferencias y las minorías. Por el
contrario, en nuestra experiencia, personas que experimentan lo que
llamamos síntomas psicóticos sufren con frecuencia (no siempre, por
supuesto) un intenso malestar a causa de esas experiencias con
independencia de que luego la psiquiatría como instrumento de
control social venga a añadir más dolor y opresión (o, en algunos
casos, aliviar el sufrimiento, que de todo hay). Por otra parte,
corrientes de psiquiatría crítica en Gran Bretaña celebran sus
eventos sin participación de activistas en primera persona y están
ahora con una intensa campaña de denuncia de la gravedad de los
síndromes de retirada de antidepresivos, tan minusvalorados en la
clínica habitual como en las guías clínicas al uso. Distintos
enfoques críticos, no siempre bien avenidos.
El sistema psiquiátrico actual, contra el
que pretendió alzarse la postpsiquiatría intentando rescatar todo
lo positivo y acabar con todo lo negativo, sigue colaborando con los
manejos señalados de la industria farmacéutica y persiste
negligentemente en sus vicios y errores: paternalismo desaforado
hacia los pacientes, que muchas veces no son tratados como adultos
con sus derechos sino como ciudadanos de segunda; medicalización de
todo lo que pasa por la puerta de la consulta, sin saber redirigir lo
que con frecuencia son problemáticas sociales al ámbito social
donde puedan ser susceptibles de solución, en vez de enfocarlas en
un ámbito individual donde no harán otra cosa que cronificarse,
etc., etc.
Control social y statu quo
Este es otro aspecto importante a destacar:
parte de las críticas que hace la postpsiquiatría, o al menos
algunos de los autores que con ella nos identificamos, se centra en
la evidente función de la psiquiatría como instrumento de control
social. La psiquiatría plantea una relación entre psiquiatra y
paciente que es básicamente de dos tipos: el paciente es un “loco”
sobre el que se ejerce un dominio que pretende controlar su conducta
(con el encierro en el asilo clásico o con el tratamiento
tranquilizador dispensado en las consultas modernas), o bien el
paciente es un “cuerdo” preso de ansiedades y depresiones
diversas, sobre el que se ejerce un dominio diferente, buscando su
consuelo, su anestesia, su resignación, evitando así que malestares
muchas veces de causa social sean vistos como tales, aplacándolos
hacia expresiones exclusivamente individuales. Desde nuestro punto de
vista, la tecnología de poder clásica de “control del loco” que
con tan gran acierto describió Foucault (31,32) se ha visto en las
últimas décadas acompañada de la tecnología de poder de “consuelo
del triste y el ansioso”, desviando todo un caudal de malestar
social a cauces de tranquilización individuales (ya sea con
psicoterapias o fármacos de diversos tipos).
Este entramado que la psiquiatría
dominante forma con y en la cultura de nuestro tiempo, como
dispositivo de control social en los diversos aspectos que hemos
comentado, acaba colaborando, en nuestra opinión, al mantenimiento
del statu quo
sociopolítico. El malestar originado en lo social se trata solo en
lo individual (o familiar a lo sumo), con tratamientos farmacológicos
y terapias psicológicas que terminan por conducir a un cierto
adormecimiento. Aunque esta descripción de la psiquiatría no deja
de ser una generalización, se nos plantea siempre la pregunta de si,
con un dispositivo semejante, hubiera habido manera de tomar la
Bastilla o asaltar el Palacio de Invierno, en busca de un mundo mejor
(con éxito o sin él, porque eso ya es otra cuestión).
Esta psiquiatrización y psicologización
del malestar vital cobra especial virulencia contra las mujeres: en
nuestra cultura, aún claramente machista a pesar del esfuerzo de
muchos por hacer ver que el machismo está superado (lo cual es la
mejor manera de asegurarse de que nunca lo llegue a estar), son las
mujeres quienes con más frecuencia son catalogadas de depresivas,
neuróticas, trastornos de personalidad, etc. Y ello ante
dificultades vitales muy frecuentemente mayores a las de los varones:
más paro, menores sueldos, mucha más carga como cuidadoras
familiares, muchísimas más posibilidades de ser víctimas de
acosos, abusos o agresiones, etc.... Estamos configurando un contexto
donde cualquier dolor consustancial a la vida (que, a veces, duele
mucho) parece requerir un profesional y un remedio, del tipo que sea.
Un contexto socio-cultural marcado, no tanto por una escasa
tolerancia a la frustración, como suele decirse desde círculos
profesionales ante la demanda imparable de atención psiquiátrica o
psicológica, sino más bien por un engaño masivo que lleva a la
gente a pensar que su malestar debe ser atendido desde un enfoque
médico, con el consiguiente beneficio económico de las empresas
farmacéuticas que venden sus productos y de algunos profesionales
que ven acrecentado su supuesto prestigio y su importancia social.
Gentes destrozadas por una crisis económica que no han provocado
pero que sufren, mientras los individuos que sí la provocaron no la
sufren en absoluto, gentes que han perdido o van a perder sus
empleos, sus casas, sin dinero suficiente para vivir con dignidad,
sin expectativas de mejoría para ellos mismos o sus hijos... Gentes
que son encaminadas a servicios de salud mental, a contar sus penas a
profesionales que no pueden hacer otra cosa que intentar adormecer
tanto dolor a base de medicamentos o escuchas, un adormecimiento que,
aunque alivie momentáneamente, lo que provoca es que no se busque la
solución donde se originó el problema: en un orden social injusto,
un desigual reparto de la riqueza, una distribución surrealista de
la carga impositiva, en definitiva, en un sistema montado para que
los ricos y poderosos lo sean cada vez más, mientras las clases
bajas y los que se esfuerzan en creerse clase media, estemos cada vez
más hundidos y más aterrados de perder lo que todavía nos queda…
En este contexto, todo ese dolor e indignación es encaminado hacia
enfoques individuales que promueven la anestesia y la resignación,
en vez de hacia un enfoque social, en busca de unirse a tantas
personas que sufren, que sufrimos, por los mismos males y las mismas
injusticias. La psiquiatría influye en la cultura colaborando a
crear un dispositivo de control social y mantenimiento del orden
establecido, frente al que solo cabe intentar luchar, asumir la
propia responsabilidad y creer en la propia libertad, desarrollando
lo que podríamos denominar, por anacrónico que suene, una auténtica
conciencia de clase, que nos lleve a darnos cuenta de que no estamos
solos en nuestro dolor, que somos muchos, y que tenemos un poder que
ni imaginamos si nos unimos. Aunque para eso haya que salir de las
consultas y marchar juntos por las calles.
Se podría decir que nos salimos del campo
psiquiátrico y entramos en el político, y no seremos nosotras
quienes discutamos esa observación. Entre la psiquiatrización de
todo malestar y el abandono de las personas que sufren, tenemos que
buscar, que crear, un lugar para los cuidados, aunque tal vez sea ya
un lugar fuera de la psiquiatría, tal vez mucho más como tarea
ética y política de la sociedad entera.
El capitalismo y sus trampas
Nuestro trabajo diario con personas que
sufren por causa de malestares o trastornos mentales (o como queramos
decirlo) intenta estar enfocado en la rehabilitación y recuperación
psicosocial de dichas personas. “Rehabilitación” o
“recuperación” porque nuestro trabajo es conseguir que las
personas que atendemos recuperen en el mayor grado posible su
funcionalidad, afectada por distintos malestares o trastornos.
“Psicosocial” porque hay una parte “psíquica” del asunto, en
la que nosotras somos expertas: trabajamos con la persona sus
pensamientos, emociones, su voluntad, intentando que la mejora en
esos ámbitos ayude en dicha rehabilitación. Pero hay un aspecto
“social”. El paciente debe rehabilitarse, recuperarse
(entendiendo “recuperación psicosocial” como un trabajo con
personas que están resistiendo los efectos de narrativas
reduccionistas, dando sentido de delante hacia atrás a historias que
articulen un hilo coherente de lo que les ha pasado), no solo a nivel
psíquico, sino también a nivel social, es decir, debe rehabilitarse
para poder estar bien integrado en la sociedad. Pero habrá que
preguntarse en qué clase de sociedad queremos ayudarle a integrarse
y si esa sociedad colabora o no en dicha integración. En nuestro
famoso enfoque bio-psico-social parece que siempre dejamos a un lado
el aspecto social. Pero nosotras queremos detenernos ahora en él.
Señalaremos primero que creemos
indiscutible que el ser humano es, como decía Aristóteles, un
animal social. Sin sociedad (y, por tanto, cultura) no hay humanidad
como tal. Somos seres independientes y libres (o así queremos
creerlo), pero no podemos vivir sin sociedad, como tampoco podemos
vivir sin oxígeno, por muy independientes y libres que seamos. Hay
pensadores que han visto la Tierra como una nave espacial en camino
por el cosmos y a la humanidad como sus pasajeros, compañeros en un
viaje sin final. Nosotras preferimos la metáfora de la sociedad
humana en sentido amplio como un barco. Un enorme barco repleto de
camarotes y donde les seres humanos, la humanidad toda, somos a la
vez tripulantes y pasaje. Ninguno podemos sobrevivir sin los demás.
La psiquiatría, en esta imagen, sería uno de los camarotes atendido
por los profesionales para resolver problemas (a veces crearlos) de
otras de las personas que nos acompañan en el barco. Parte del
trabajo de esta psiquiatría sería tapar el descontento con los que
en ese momento estén a cargo del timón o la sala de máquinas, lo
que puede ser un problema si el rumbo es equivocado.
Dejemos de momento a un lado la metáfora,
luego volveremos a ella. Nuestra sociedad, en la que vivimos y en la
que tenemos que desempeñar nuestra función rehabilitadora, es una
sociedad capitalista de principios del siglo XXI, lo que implica
determinadas características en la teoría y determinados trucos en
la práctica (33, 34). Las características teóricas suponen un
marco donde prima la iniciativa privada, donde -supuestamente- los
emprendedores que arriesgan y se esfuerzan más son los que más
ganan y donde puedes llegar donde quieras si te empeñas (ergo,
si no llegas a ningún sitio relevante, la culpa parece ser tuya). La
teoría capitalista supone que el empresario invierte un capital (una
buena pregunta sería cuál es el origen de ese capital) y contrata a
una serie de trabajadores a los que paga un salario por su trabajo.
Pero para obtener un beneficio sin trabajar (porque no perdamos de
vista que el capitalista no trabaja, sino que invierte) necesita
pagar a los obreros menos del valor real de su trabajo expresado en
las mercancías elaboradas (porque si les pagara justo lo que vale su
trabajo de elaboración entonces no habría plusvalía, es decir,
beneficio). Sin entrar en muchos detalles, otra de las claves del
sistema es que de esa plusvalía obtenida debe reinvertirse una parte
para conseguir mayor productividad... He aquí el sagrado concepto
del crecimiento, obsesión y destino buscado por toda nuestra
política económica de las últimas décadas. El problema es que,
como señalan cada vez más economistas, el crecimiento indefinido es
imposible. Tal vez no económicamente imposible, pero sí desde luego
físicamente imposible. Un crecimiento infinito no es posible en un
planeta con recursos finitos. Y esta idea, que parece algo que
entendería sin mayor problema una niña de seis años, no consigue
influir en el pensamiento de nuestros políticos y de los grandes
poderes financieros que los teledirigen. El capitalismo ha prosperado
en los últimos dos siglos gracias al uso y abuso de combustibles
fósiles, cuyo pico de extracción probablemente ya se haya alcanzado
y estén en fase de caída en cuanto a su producción (35). Gracias
también, por otro lado, a la explotación de mano de obra barata en
cada país y, cuando en las décadas posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, se consiguió mejorar las condiciones de todas las personas
que formaban parte de esa mano de obra con el establecimiento del
estado del bienestar, se pasó a partir de los años 80 y cada vez
más durante todo el proceso de globalización a buscar mano de obra
aún más barata en países en vías de desarrollo, explotando a los
pobres de allí a la vez que volvía de nuevo pobres a las gentes de
aquí. El capitalismo ha progresado también gracias al hundimiento
del comunismo soviético, como si el fracaso de uno supusiese el
éxito del otro. La crítica hacia el sistema capitalista no debe
caer, en nuestra opinión, en defensa alguna del sistema soviético:
aquello eran dictaduras sin respeto por los derechos civiles, pero de
la misma manera que lo es la China actual, la España del genocida
Francisco Franco, el Chile del asesino Pinochet o la Arabia Saudí
amiga de nuestros reyes, todos ellos regímenes despreciables bien
adscritos al capitalismo y fieles aliados de países ejemplos de
libertad como Estados Unidos o los que forman la Unión Europea.
El capitalismo funciona provocando una
desigualdad extrema en la sociedad (36). Porcentajes menores del 5 o
a veces del 1% de la población poseen más del 50% de la riqueza en
los países de nuestro entorno, mientras que el 40% de la población
tendría casi el otro 50% de la riqueza. A la otra mitad de la
población ya no le queda nada. Y esta desigualdad, como indican
muchos estudios, solo se redujo en las décadas posteriores a la
Segunda Guerra Mundial por los efectos de la misma, mientras que
desde los 80 y el comienzo del auge del neoliberalismo económico, no
cesa de aumentar. En estas últimas décadas, incluyendo la crisis
terrible que se inició en 2008 y que diez años después no parece
claro si ha terminado o si ya va a volver a empezar, los ricos lo son
cada vez más, la clase media está cada vez más cerca de abajo que
de arriba y los pobres -cuyo número no cesa de aumentar- son cada
vez más pobres. En estas décadas ha triunfado el dogma neoliberal
(37): privatizaciones masivas de servicios públicos, desregulación
intensa del sector privado, impuestos cada vez menores para los ricos
y las grandes empresas, puertas giratorias constantes entre
responsables públicos y cargos electos hacia las empresas que se
supone debían controlar.
Además, el capitalismo se construye sobre
una serie de trampas en la práctica. Se supone que vivimos en
sociedades donde prima el mérito, donde uno llega hasta donde le
lleva su esfuerzo. Pero esto para nada es así. Nosotros somos
profesionales sanitarios porque nuestras familias tenían dinero para
mantenernos sin trabajar durante todos los años de carrera. ¿Que
luego fue nuestro esfuerzo lo que nos permitió aprobar y
especializarnos? Claro que sí. Pero si nuestras madres hubieran
limpiado escaleras y nuestros padres hubieran estado en paro,
nosotros habríamos tenido que empezar a trabajar bastante antes de
los 25 y hoy podríamos estar currando por mucho menos de 1.000 euros
al mes o directamente en paro mientras mucho listo achacaría nuestra
posición social a nuestra falta de esfuerzo. El principal dato que
indica los resultados académicos de una persona es el estatus
socioeconómico de sus padres. No nos digan que eso cuadra mucho con
una sociedad que se dice basada en el mérito. Pregunten por ahí con
qué frecuencia los padres y madres de los jueces o de los médicos
trabajan en la limpieza o en la construcción. Y no decimos que no
haya casos, por supuesto, pero calculemos la proporción. La única
forma de crear una sociedad cuyas desigualdades se basaran
exclusivamente en el mérito y el esfuerzo, si eso fuera lo que
quisiéramos, sería abolir la herencia. Pero los partidos que más
dicen creer en el mérito propio, menos impuestos quieren cargar a
las sucesiones. Como luego la sanidad y la educación públicas van
sobradas de dinero...
El capitalismo pone en el centro el
trabajo, el esfuerzo y, de ahí, se supone que uno obtiene una
recompensa en forma de dinero con el que vivir o que reinvertir. Pero
nuestras sociedades capitalistas solo funcionan -si es que a esto le
podemos llamar funcionar- porque hay una enorme cantidad de trabajo
de cuidados que se hace gratis, fuera del mercado y sin la cual el
sistema se derrumbaría sobre sí mismo. El cuidado dado a los niños
pequeños, a las personas ancianas, a los enfermos o a las personas
dependientes es en gran medida suministrado de forma gratuita por
familiares o amigos, pero -casi siempre- por mujeres, que son vistas
como personas no activas laboralmente porque no ganan un sueldo, ya
que la enorme cantidad de trabajo que llevan a cabo se realiza sin
pago, sin descansos, sin vacaciones, sin reconocimiento. Para que
luego haya quien diga que nuestra sociedad ya no es machista: el
capitalismo necesita imprescindiblemente el machismo estructural y el
patriarcado que lo articula para liberar al género masculino de todo
este trabajo de cuidados y mandarlo a producir a las fábricas y las
empresas.
Otra trampa del capitalismo actual es aún
más curiosa. Realmente vivimos en una régimen que es solo
capitalista a medias. Hay capitalismo a tiempo completo para los
pequeños empresarios y los trabajadores, pero las grandes fortunas,
el poder financiero, la banca y las grandes empresas solo son
capitalistas en lo referente a los beneficios. Para las pérdidas son
comunistas, es decir, eso pasa a ser problema del Estado y de los
dineros públicos. Cuando los bancos ganan dinero, es muestra del
buen funcionamiento de la empresa privada y de la mano invisible del
mercado (debe ser invisible porque así no vemos cómo nos quita el
dinero de los bolsillos), pero cuando lo pierden, se les regalan
decenas de miles de millones de euros (que se dice pronto). Pérdidas
socializadas ipso facto
(y si se creen eso de que había que salvar el dinero depositado por
la gente en los bancos, tengan en cuenta que los depósitos se podían
haber cubierto con dinero público por una cantidad sensiblemente
inferior y dejar luego que se hundieran los bancos, como manda el
sistema capitalista para las empresas que van mal; recuerden que
nadie rescata la frutería de la esquina); si una empresa privada
gestiona un hospital o unas autopistas y no dan beneficios, pues no
pasa nada, se rescatan con dinero público y, luego, vuelta a
privatizar. Si los bancos necesitan dinero en cantidad, se lo presta
el Banco Central Europeo (con dinero público, es decir, nuestro) al
0% de interés, para que luego los bancos nos lo puedan prestar a
nosotros al interés abusivo que les apetezca. Si es que no sabe uno
si es que ellos son muy listos o nosotros muy tontos.
Bueno, pues todo esto que les señalamos
sobre la sociedad capitalista en la que vivimos y en la que
intentamos rehabilitar a nuestros pacientes (con pensiones exiguas
ellos, sueldos a la baja y malos contratos nosotros, con alquileres
disparados, pensiones en peligro, etc., cortesía directa del
capitalismo), todo esto es un poco lo de menos. Porque el principal
problema del capitalismo y algo de lo que cada vez se habla más
aunque a nadie nos guste mucho detenernos a pensar en ello, es el
cambio climático.
El cambio climático y sus riesgos
Les reconocemos que alguna de nosotras se
reía cuando le planteamos que íbamos a ser capaces de encontrar un
hilo conductor entre la postpsiquiatría y el cambio climático pero,
mal que bien, hemos llegado. Puede sonar un poco extraño tratar este
tema en una publicación de psiquiatría y salud mental, pero nos
tememos que este es el tema que debería tocarse en cualquier
artículo o jornada, en cualquier ambiente familiar o laboral, en
cualquier entorno, durante la próxima década, si queremos frenar un
poco el desastre que se nos viene encima (38). El sistema capitalista
que hemos descrito solo es capaz de funcionar quemando salvajemente
combustibles fósiles, provocando emisiones masivas de dióxido de
carbono a la atmósfera, lo cual, unido a la emisión del metano
originado en las masificadas explotaciones ganaderas y a la enorme
pérdida de superficie forestal que realiza su función natural de
captura de ese dióxido de carbono, provocan el más que demostrado
efecto invernadero, por el cual estos gases impiden la disipación de
parte del calor que el planeta recibe del sol, con lo que se conserva
más cantidad de la debida de dicho calor. Esto trae consigo la
elevación de la temperatura del planeta. Hasta ahora,
aproximadamente un grado respecto a la temperatura preindustrial, con
el objetivo marcado en las últimas reuniones internacionales de no
superar de aquí a fin de siglo los dos grados o, aún mejor, el
grado y medio. El aumento de las temperaturas es ya inevitable, pero
cuanto más consigamos limitarlo, menores serán las consecuencias.
Señalaremos también que los escépticos
del cambio climático no existen: la inmensa mayoría de los
científicos no tiene dudas al respecto y los lobbys de la industria
petrolera y otros, así como sus políticos a sueldo, tampoco son
verdaderos escépticos: saben que el calentamiento es real, pero
intoxican a la opinión pública con supuestas dudas para poder
seguir haciendo negocio con sus reservas de petróleo o gas,
indiferentes a la salud de la población y confiando en que sus
inmensas fortunas les ayuden a protegerse en el mundo caótico que se
avecina. No debería sonarnos demasiado paranoico: es lo mismo que
hizo la industria del tabaco respecto al cáncer de pulmón y lo
mismo que hace habitualmente la industria farmacéutica (recibiendo
multas ridículas por ello) con efectos secundarios que oculta de sus
fármacos (y si no nos creen, recuerden la rosiglitazona (39) o el
rofecoxib(40)).
El aumento de temperatura solo es una de
las consecuencias a que nos enfrentamos. Al ser el clima un mecanismo
extraordinariamente complejo, muchos efectos son difíciles o
imposibles de predecir, pero sabemos que para muchos de ellos hay un
punto de umbral. Por ejemplo, está estudiado (41) que a mayor
temperatura, mayor fusión del hielo de Groenlandia, el problema es
que cuando se alcance una determinada cantidad de hielo fundido, este
deshielo ya será imparable aunque la temperatura no siga aumentando
y, si llega a producirse, traerá consigo una aumento del nivel de
los océanos que puede ser de 6 o 7 metros. Eso implicaría la
desaparición de la mayoría de las ciudades costeras del mundo tal
como las conocemos. Que esto no vaya a ocurrir a lo mejor hasta
dentro de 50, 100 o 200 años no le resta nada de gravedad. Otro
ejemplo (42): el permafrost es suelo congelado que retiene ingentes
cantidades de metano. Si inicia un proceso de deshielo, liberará
todo este metano, gas que provoca veinte veces más efecto
invernadero que el dióxido de carbono.
Son solo algunos ejemplos. Y como siempre,
serán los más pobres los más afectados. Ya hay muchas zonas de
África con sequías más intensas de lo que deberían ser, con lo
que eso implica en términos de alimentación y supervivencia. Miles
de refugiados climáticos ya se dirigen hacia Europa, buscando algo
del bienestar que los europeos disfrutamos, entre otras cosas, por
haber expoliado sus riquezas y haberles reducido a la esclavitud
durante siglos, de la misma forma que seguimos apoyando allí
gobiernos dictatoriales corruptos, mientras las materias primas como
el coltán para nuestros móviles sigan llegando a occidente y
podamos usar mano de obra bien barata para nuestras camisetas.
En el tema del cambio climático hay que
huir a la vez de dos extremos. No se puede caer en el catastrofismo.
Para empezar, porque si no conseguimos reducir sus efectos, tendremos
toda la vida y la de las próximas generaciones para ser
catastrofistas, no hay prisa por empezar y menos ahora, que todavía
disponemos de algunos años para disminuir mucho los efectos más
dañinos del calentamiento global. Pero tampoco hay que caer en el
optimismo ingenuo de pensar que alguien inventará algo para quitar
esos gases de la atmósfera o para enfriar el planeta. La mayoría de
los científicos dudan seriamente que eso llegue a ocurrir y
posiblemente cualquier tecnología que pueda ayudar será de efectos
limitados (y no estará exenta de grandes riesgos) ante la magnitud
del problema. A nivel tecnológico, lo más útil sería dejar de
consumir ya carbón, petróleo y gas, dejar sin tocar las reservas
que aún quedan y no emitir más a la atmósfera, junto a una
modificación brutal de nuestros hábitos de vida, un abandono del
capitalismo y de la obsesión por el crecimiento económico e ir
creando una sociedad donde los objetos duren mucho más, se consuma
mucho menos, se desarrolle la actividad laboral y vital mucho más a
nivel local, con un transporte mucho más limitado que ahora, etc.
Un error común es pensar que el problema
del cambio climático es como el de la capa de ozono. Este último
obedecía a determinados gases de los aerosoles que fueron prohibidos
y sustituidos por otros, sin problemas para las industrias
fabricantes ni para los consumidores. Un problema concreto con una
solución concreta. Adaptando el comentario de Andreu Escrivá en su
imprescindible libro sobre el cambio climático “Aún no es tarde”
(43), el agujero de la capa de ozono era una alergia que se solucionó
quitando de la dieta el alimento en cuestión, mientras que el cambio
climático es una obesidad mórbida en un paciente diabético,
cardiópata, fumador, bebedor y toxicómano, con insuficiencia
respiratoria, renal y hepática, que no quiere cambiar nada de su
estilo de vida ni acepta indicación médica alguna.
Entre el catastrofismo y la ingenuidad, que
no valen para nada, hay otra actitud, habitual en todos nosotros, que
tampoco va a ayudarnos: el mirar para otro lado, el decirnos
-nosotras lo hemos hecho durante mucho tiempo- qué se le va a hacer;
no podemos evitarlo; ya lo arreglarán; total, falta mucho para que
se note... El cambio climático es el elefante en la habitación de
la humanidad en el siglo XXI y, aunque no hablemos de él, no
desaparecerá sino que se hará más grande y nos hará más daño.
Pero hay un detalle importante en el que detenerse: luchar contra el
cambio climático implica actividades cotidianas del día a día que
son responsabilidad de todos y que debemos hacer: reciclar
adecuadamente residuos, usar menos el coche o el avión, comer menos
carne, gastar menos energía, etc., etc. Todo eso está muy bien,
pero no nos engañemos ni nos dejemos culpabilizar: el cambio
climático es culpa de toda la sociedad pero el grado de dicha culpa
no es el mismo. Ustedes y nosotras tienen -tenemos- escasa
responsabilidad. Nuestro papel, tanto en la creación del problema
como en su solución en base a nuestra actividad diaria, es menos que
mínimo. Hay cien empresas en el mundo que son responsables de la
mayor parte de emisiones de gases de efecto invernadero del planeta
(44). Listado de empresas que, nos atreveríamos a aventurar,
coincidiría bastante con las que hacen presión con tan buenos
resultados sobre nuestros representantes públicos (aunque no sabemos
si a sobornar se le puede llamar “hacer presión”) y, a la vez,
evaden masivamente impuestos de formas más legales o más ilegales.
Es decir, que reciclar está muy bien y es imprescindible pero, dicho
esto, creemos que lo principal es ser conscientes de dónde están
los culpables y, por tanto, las soluciones. Esta batalla va a tener
mucho de lucha política, de hacer huelgas, protestas, artículos
como este, y también va a ir de votar a partidos políticos que de
verdad quieran hacer algo para intervenir en este problema. Parece
mentira que tengan que venir movilizaciones de adolescentes a
señalarnos la importancia de no destruir el clima. Y debemos
recordar que no es el planeta el que corre peligro, sino nuestra
supervivencia como especie en él. Esto no es un movimiento más o
menos hippie de “salvar la Tierra”, porque la Tierra seguirá
existiendo aunque la temperatura llegue a 60 grados, con otra
vegetación y otra fauna. Somos nosotros, los seres humanos y nuestra
civilización, quienes nos jugamos la supervivencia.
El cambio climático es el principal
problema de nuestra sociedad y está causado por el sistema
capitalista que devora por igual materias primas, recursos naturales,
hombres, mujeres y niños por un poco -o un mucho- más de beneficio.
¿Se acuerdan de la imagen del barco como
sociedad humana donde estábamos todos metidos? Pues los que mandan,
los que tienen el dinero, los que controlan el timón y las máquinas,
están usando la madera de la cubierta para alimentar la caldera, y
luego seguirán con la del casco, hasta que no podamos seguir a
flote. Y su ambición e incompetencia han provocado que ya haya fuego
en la bodega. Y está muy bien que nos preocupemos mucho por mejorar
la psiquiatría tal como la conocemos, y la postpsiquiatría es un
intento sincero, útil y necesario de crear una mejor psiquiatría
para las personas que atendemos pero, por muy bonito que nos quede
nuestro camarote, de nada servirá si el barco arde y se hunde. Hemos
dedicado a la postpsiquiatría casi diez años de trabajo, estamos
orgullosos de ello y probablemente seguiremos, pero no queremos
acabar como la orquesta del Titanic, intentando hacer sonar las
mejores notas de la melodía mientras el barco se iba al fondo.
La postpsiquiatría es un intento de
denunciar los defectos de la psiquiatría actual para desarrollar una
mejor. Pero como nos dijo una vez alguien, no habrá una psiquiatría
mejor sin una sociedad mejor. Y no habrá sociedad mejor sin
abandonar el capitalismo, no por ninguna nostalgia comunista
prosoviética de banderas rojas, hoces y martillos, sino por un
movimiento, aún solo esbozado, que esté formado por muchos hilos
que den forma a un gran tapiz: los hilos del feminismo más
combativo, del ecologismo imprescindible, del decrecimiento, de la
sostenibilidad, de la economía colaborativa, del predominio de lo
público en todo lo necesario (sanidad, educación, energía,
transporte...), del fin de la desigualdad por nacimiento y no por
mérito, del fin del racismo, de la explotación laboral... Y todos
ellos, también ahí el hilo de la postpsiquiatría, deberían formar
la red de una nueva sociedad postcapitalista en la que vivir mejor,
sin duda con menos riquezas materiales, sin duda con más tiempo para
disfrutar de nosotros mismos y de los nuestros, más pausa y menos
prisa para cuidarnos... Es un sueño, sin duda, pero en nuestras
manos está el intentarlo.
No sabemos si ha sido el artículo que
esperaban, pero creemos que ha sido el artículo que necesitábamos,
nosotras las primeras. Podríamos habernos limitado a hablar de
nuestro libro, nunca mejor dicho, pero es que, de verdad, el mundo en
que vivimos está ardiendo. Lo hace despacio, casi no se nota, y aún
hay mucho tiempo para intentar apagarlo y minimizar los daños, pero
mientras no hagamos nada, el fuego se irá extendiendo y lo que
destruya quedará destruido para siempre. Y sobre todo, no olvidemos
que lo que arde, y esto ya no es una metáfora, es el mundo. Es
decir, no se podrá salir de aquí cuando el incendio empiece a
quemarnos porque este aquí es todo lo que tenemos. Debemos ser
conscientes del fuego y poner todos los medios para que haga el menor
daño posible.
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