En nuestra opinión, ésta será una de las mejores entradas de nuestro blog, pero no es nuestra. Vamos a transcribir (porque resumirlo sería una pena: cada coma es imprescindible) un escrito que nos llegó gracias a la incansable labor de (in)formación de Juan Gervás. Se trata de un trabajo de Alberto Ortiz Lobo, psiquiatra, a quien ya habíamos leído en un artículo que nos marcó profundamente hace años y que hemos citado alguna vez, titulado Industria Farmacéutica y Psiquiatría, así como en un reciente editorial publicado en la Revista de la AEN, que debería movernos a todos los profesionales a la reflexión. El otro autor es Vicente Ibáñez Rojo, también psiquiatra y autor de un informe titulado Consecuencias psicológicas y psiquiátricas de la guerra. El texto que vamos a recoger en nuestra entrada se titula La prevención cuaternaria en salud mental, y está en prensa para ser publicado próximamente en el libro Acciones de Salud Mental Comunitaria: principios y estrategias, editado por Desviat y Moreno, para la colección Estudios de la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
Si sólo pudiéramos releer un artículo de psiquiatría durante todo el próximo año, nos gustaría que fuera éste. A continuación, y esperando tener el libro completo en nuestras manos lo antes posible, lo transcribimos con nuestro agradecimiento a sus autores por la reflexión que intentan promover.
LA PREVENCIÓN CUATERNARIA EN SALUD MENTAL
Alberto Ortiz Lobo, psiquiatra, Centro de Salud Mental de Salamanca, Madrid.
Vicente Ibáñez Rojo, psiquiatra, Unidad de Gestión Clínica Salud Mental, Hospital Torrecárdenas, Almería.
Para citar: Ortiz Lobo A, Ibáñez Rojo V. Prevención cuaternaria en salud mental. En: Acciones de Salud Mental Comunitaria: principios y estrategias. Desviat M, Moreno A, eds. Asociación Española de Neuropsiquiatría. Estudios. Madrid, 2012. En prensa.
INTRODUCCIÓN
El concepto de prevención cuaternaria deriva de la propuesta inicial de Marc Jamoulle, médico general belga, y se define como la intervención que evita o atenúa las consecuencias de la actividad innecesaria o excesiva del sistema sanitario. Los procesos de diagnóstico y tratamiento siempre van acompañados de daños colaterales que habitualmente son muy inferiores a los beneficios, pero esto no sucede así siempre. En numerosas ocasiones, se sobreestiman los efectos positivos y se minimizan los riesgos y perjuicios a los que exponemos a los pacientes. La calidad de los procesos solo asegura que las cosas se hacen bien, pero no evita los efectos adversos de las cosas bien hechas. La prevención cuaternaria pretende que la actividad sanitaria no sea un factor patógeno, cuando en nombre de la prevención o curación se inician cadenas diagnósticas o terapéuticas innecesarias o imprudentes que acaban produciendo muchas veces un daño innecesario (1). La idea principal es evitar el sobrediagnóstico y el sobretratamiento en los pacientes y el objetivo es disminuir la incidencia de iatrogenia porque la morbi-mortalidad que produce es un grave problema de salud pública. Un estudio de 1981 encontró que más de 1/3 de las enfermedades de un hospital universitario estadounidense eran iatrogénicas, casi una de cada 10 eran graves y en el 2% de los casos el resultado era la muerte. Las complicaciones se debían en su mayoría a la exposición a fármacos (2). La iatrogenia daba cuenta de entre 225.000 y 284.000 muertes al año, la mitad por efectos secundarios de una medicación “bien prescrita”, constituyendo la tercera causa de muerte en USA (3, 4). Puesto que el fundamento de la medicina es el primum non nocere, la prevención cuaternaria debería primar sobre cualquier otra opción preventiva o curativa y, bien entendida, forma parte de lo que se llama «seguridad del paciente» y, por tanto, de nuestro quehacer clínico cotidiano (5).
En salud mental, la prevención cuaternaria incluye proteger a nuestros pacientes de intervenciones farmacológicas o psicoterapéuticas excesivas, inadecuadas o innecesarias en pacientes diagnosticados. Esto es especialmente importante en los trastornos mentales graves, donde los ingresos innecesarios y la sobreprotección del sistema psiquiátrico pueden producir una estigmatización que marque y dificulte la vida del paciente en lo sucesivo, pero también es crucial evitar el sobrediagnóstico y sobretratamiento en personas que consultan por sufrimientos vinculados a la vida cotidiana y que no constituyen trastornos mentales ni precisan actuaciones preventivas o curativas (6). En estos casos, la cuestión de fondo es el umbral con el que se decide hacer las cosas, además de hacerlas bien. Cuando se hacen más cosas, aunque estén bien hechas, se aumenta la morbilidad y mortalidad generadas por la actividad del sistema sanitario. Obviamente, nadie va a perjudicar intencionadamente a sus pacientes, pero la ignorancia o minimización de los daños que podemos infligir, la sobrevaloración de nuestras capacidades preventivas, diagnósticas o terapéuticas, así como nuestras necesidades personales de tener siempre respuestas para todo o de ser incapaces de decepcionar a los pacientes que nos están pidiendo una solución, nos lleva a intervenir de forma innecesaria, inadecuada y excesiva.
No es fácil detectar y cuantificar la iatrogenia puesto que sus efectos pueden adscribirse o mezclarse con otros cuadros clínicos. En la mayoría de las especialidades médicas donde cuentan con tecnología “objetiva” puede ser más factible, pero en salud mental donde ya resulta complicado medir con cierta objetividad los síntomas, filiar su causalidad se convierte en una tarea casi imposible. Esta dificultad precisamente nos tiene que incitar a ser más cautos y observadores. El perjuicio que podemos infligir a los pacientes abarca todo el episodio de atención, desde la prevención hasta el tratamiento pasando por el proceso diagnóstico, así que es importante conocer toda la iatrogenia que podemos generar en cada uno de estos momentos clínicos para poder calibrar con honestidad y precisión el balance riesgo-beneficio de nuestras intervenciones.
IATROGENIA DE LA PREVENCIÓN PRIMARIA
La prevención es popular, siempre ha gozado de buena prensa y está revestida de un halo de inocuidad que le hace casi inmune a cualquier crítica. No ha sido hasta finales de los años setenta que se empezaron a cuestionar los verdaderos beneficios de las intervenciones preventivas en el individuo. En los últimos años, ante la expansión desmedida de las actividades sanitarias preventivas, se ha denunciado la propaganda de la que participan políticos, periodistas y médicos que adscribe a la medicina preventiva un poder extraordinario que permitiría alcanzar niveles de salud elevados a través del sistema sanitario cuando estos dependen básicamente de otros factores como la justa distribución de la riqueza, la efectiva implantación de la democracia, la educación formal, el ejercicio de un trabajo en condiciones aceptables, la vivienda digna, etc. De hecho, en los modelos preventivos de salud, los recursos sanitarios se desplazan de los enfermos a los sanos, de los mayores a los jóvenes, y de los pobres a los ricos por lo que algunos autores reivindican llamar a los sistemas sanitarios “Servicios Nacionales de Enfermedad” (7).
Las actividades preventivas generan iatrogenia en el presente en personas sanas para evitar, presuntamente, una posible patología en el futuro lo cual cuestiona el primer principio ético de no maleficencia que formuló Hipócrates con su primum non nocere. Cuanto más intervencionistas son estas actividades, mayor es su potencial de dañar a los individuos. La prevención está basada en los factores de riesgo pero la noción de riesgo es de base probabilística, carece de significación lógica y determinista a nivel individual. Suele hacerse un abuso ostensible de la naturaleza de dichos factores, al equipararlos a verdaderas causas de enfermedad que, lógicamente, no son. Aun así, en medicina se cuenta al menos con “datos duros”, producidos por instrumentos tecnológicos que miden signos clínicos: recuento leucocitario, niveles de hormona tiroidea, presión sanguínea… pero en salud mental todas las valoraciones sintomáticas de nuestros pacientes están teñidas por la subjetividad del profesional y del paciente, e incluso cuando rellenan unos tests, son “datos blandos” que oscurecen cualquier capacidad predictiva (8).
La prevención implica la idea de que las personas son responsables de su salud para motivarlas en un cuidado mayor de sí mismas, pero las expectativas irreales en la prevención junto con esta responsabilidad personal pueden convertir a los que enferman en «víctimas culpables» por no haber cumplido los consejos y protocolos médicos que dictan lo que es una vida sana. Existe también el peligro de que personas sanas se conviertan en pacientes cuando pasan a ser sujetos de consejos y controles médicos, con el riesgo consecuente de la medicalización de ciertos aspectos normales de sus vidas (9). Un ejemplo frecuente son las intervenciones en duelos normales que solicitan tratamiento. Como no hay patología en ese momento, la justificación para tratarlos sería prevenir que empeoren, es decir, que se conviertan en duelos patológicos o trastornos afectivos. Los resultados de un metaanálisis de 23 ensayos clínicos aleatorizados que comparan terapia del duelo vs. no-tratamiento muestran que el tratamiento empeora a los pacientes. El 38% de los pacientes que recibieron el tratamiento hubieran alcanzado un estado de funcionamiento superior si se les hubiera asignado al grupo de no-tratamiento (10). Otro ejemplo es el intento de prevención del trastorno de estrés postraumático (TEPT) con el “debriefing” (grupos de víctimas de un hecho traumático que se reúnen tras haberse producido, habitualmente dirigidos por un profesional, y que relatan la experiencia vivida desde el presupuesto de que se elaborará e integrará mejor). Diversos estudios no han conseguido demostrar esta idea (11), pero lo más preocupante es que un metaanálisis encontró que el resultado de las víctimas que hacían el debriefing podía ser peor, presentando una mayor incidencia posterior de TEPT (12).
Una cuestión tal vez más preocupante es la prevención primaria de la psicosis. Diversos equipos de investigación, tratando de adelantarse al diagnóstico de psicosis para evitar su inicio, han definido una población que llaman “estados mentales de alto riesgo para psicosis”. Sin poner en duda la buena intención de estos equipos y el interés de investigar los estadios iniciales o previos de la psicosis para mejorar nuestra capacidad de entender y ayudar a esta población, corremos el riesgo de medicalizar un estado no patológico. Los instrumentos para definirlos son inadecuados, aparecen muchos falsos positivos y solo un porcentaje de esta población evolucionará hacia la psicosis por lo que se puede extender el uso de neurolépticos en una etapa de la vida en la que se está terminando de configurar el aparato mental. De hecho hay una gran polémica en cuanto a la idea de convertir este estado en un diagnóstico del DSM-V por los daños colaterales que pueden producirse en población sana como consecuencia de efectos secundarios del tratamiento médico, el estigma asociado al diagnóstico o la limitación de las expectativas vitales (13, 14, 15, 16). El éxito de la idea de la intervención temprana en la psicosis ha exportado este modelo a todos los grupos diagnósticos sin que la investigación los apoye suficientemente, como en el trastorno afectivo bipolar (TAB). Así por ejemplo, un cuadro afectivo maniforme en un joven con antecedentes de haber estado con el ánimo bajo en la escuela puede ser igual a sufrir un TAB para toda la vida, con el subsiguiente tratamiento farmacológico indefinido y el paquete de intervención psicoeducativa para garantizarlo (17).
Lamentablemente, carecemos de conocimientos completos acerca de la etiología de la mayoría de los trastornos mentales. Sin embargo, sí que hay cierta evidencia en la correlación entre algunos de los estados psiquiátricos más graves, como la experiencia de escuchar voces o la psicosis, y factores como los traumas y abusos en la infancia (incluidos los sexuales, físicos y raciales), la desigualdad económica y social, el abandono y el estigma. Así, los programas preventivos deberían actuar sobre los recursos generales de la comunidad, para reducir estas condiciones que podemos considerar perjudiciales, aunque no podamos asegurar de forma fehaciente que conduzcan a un trastorno mental determinado. En estas circunstancias, parece que la prevención primaria en salud mental debe reorientarse de las intervenciones sanitarias en individuos concretos a abordajes de carácter social en poblaciones de riesgo y con especial énfasis en la salud mental infanto-juvenil.
IATROGENIA DEL DIAGNÓSTICO
Hay pocos temas tan polémicos en psiquiatría como el de los diagnósticos. La nosología en psiquiatría y salud mental no es algo cerrado, definitivamente consensuado. La enorme variabilidad en número y contenido de las categorías diagnósticas a lo largo de la historia da cuenta de su provisionalidad. No tienen, por tanto, un carácter sustantivo, de verdad inmutable, sino que su vigencia depende del momento histórico y social, de qué tipo de profesionales ostenta el poder y la representación social de la profesión. A pesar de ello, entre los pacientes, pero también entre los profesionales, las etiquetas diagnósticas tienen una capacidad de cosificación extraordinaria, como si a través de ellas pudiéramos definir y concretar la esencia del individuo, su conciencia y su subjetividad. Frases como: “es un borderline” (o un esquizofrénico o un bipolar) resumen, como si ya estuviera de más seguir explicando nada, quiénes son nuestros pacientes, cómo piensan, qué sienten y cómo actúan. Nos producen una visión en túnel porque estas etiquetas influirán en las cosas que vamos a resaltar de ellos y también restringen la comprensión que realizan los propios pacientes de sus experiencias, desechando posibles alternativas más funcionales. Cuando diagnosticamos a un paciente, lo que estamos haciendo es interpretar sus características personales, su malestar o su relato vital en el marco de un sistema de creencias orientado a la patología. Esto puede limitar su sensación de autonomía y gobierno y favorece la necesidad de que sea el experto profesional quien gestione sus emociones y experiencias. Además, las categorías diagnósticas y el lenguaje psicoterapéutico por su carácter estigmatizador pueden contribuir a la pérdida de status social del paciente que puede tener mayores expectativas de ser rechazado y generarle además vergüenza (18, 19).
La medicina basada en la narrativa propone alternativas para evitar esto. Si miramos la historia de esa persona en ese momento vital que le trae a nuestra consulta, más allá de la posibilidad de que cumpla criterios diagnósticos (que cumpla criterios de depresión sin atender al contexto por ejemplo), valoraremos conjuntamente con él la pertinencia de producir un diagnóstico que además de no aportar nada en ese momento pueda producir iatrogenia (20). El modelo de las decisiones compartidas que se está extendiendo en nuestra práctica puede ser útil en incluir al paciente en este proceso de producir o no un diagnóstico (21).
Un tema clave es el del estigma asociado a los diagnósticos psiquiátricos. Read et al. han revisado la literatura sobre estigma y esquizofrenia para valorar si la orientación de: “la esquizofrenia es una enfermedad como cualquier otra”, que pretende normalizar el diagnóstico y evitar el estigma, ha ayudado a reducirlo. Encontraron que esto había supuesto un cambio de la visión social de la esquizofrenia ya que desde entonces pasaba a ser entendida como una enfermedad de causa biológica. Sin embargo en 18 de los 19 estudios, esta visión se correlacionaba con un aumento del estigma. Las atribuciones biológicas parece que se asocian a un mayor rechazo y discriminación debido a que promueven creencias de que los enfermos mentales son impredecibles y peligrosos. Sin embargo, en estudios en los que se proporcionaba una explicación psicosocial de los síntomas (como debidos a traumas, acontecimientos vitales, pérdidas, etc.), el público era menos propenso a dar atribuciones negativas (22). Estos motivos están relacionados con el cambio de nomenclatura en las psicosis en la psiquiatría japonesa (23). La idea de que este diagnóstico puede limitar las posibilidades de recuperación está movilizando a colectivos de usuarios y profesionales para buscar alternativas (24) como la campaña para abolir la etiqueta de esquizofrenia (CASL[1]) o la CAPSID[2], campaña para abolir los sistemas diagnósticos psiquiátricos como la CIE y el DSM. Por otro lado, no se ha demostrado una mejoría global en el pronóstico de los pacientes diagnosticados de trastorno mental en Europa y América del Norte durante el siglo pasado. Los estudios que comparan las evoluciones clínicas de los pacientes en países en desarrollo con los occidentales sugieren que el progreso atribuido a la corriente psiquiátrica moderna basada en diagnósticos no ha supuesto una mejora en su pronóstico. De hecho, hay alguna evidencia que sugiere que utilizar diagnósticos psiquiátricos y modelos teóricos asociados a ellos supone una peor evolución clínica para algunos pacientes. Parece que el hecho de tener un diagnóstico psiquiátrico limita las posibilidades de encontrar trabajo, desarrollar una vida familiar plena, tener éxito social y relacionarse con iguales (25).
IATROGENIA DEL TRATAMIENTO
Las intervenciones terapéuticas en salud mental pueden dañar al paciente de distintas maneras:
1. Indicación de un tratamiento que no procede. Esto sucede con frecuencia cuando tratamos a personas sanas, que pueden tener problemas sociales, pero no sanitarios (códigos Z). Se ha estimado que alrededor de la cuarta parte de los pacientes que acuden a un centro de salud mental remitidos desde atención primaria no presentan ningún trastorno mental diagnosticable y la mitad de ellos llega con tratamiento psicofarmacológico pautado (26). Pero también puede suceder en pacientes diagnosticados, cuando hacemos indicaciones de psicoterapia o psicofármacos que no proceden en general (p. ej. psicoanálisis para el tratamiento específico de los rituales en un trastorno obsesivo compulsivo, usos fuera de etiquetado de los psicofármacos, etc.) o para cualquier paciente en concreto según sus características personales.
2. Tratamientos excesivos en cantidad (p. ej. dosis inadecuadas de psicofármacos, prescripción de demasiadas intervenciones psicosociales en trastornos mentales graves que precisen menor estimulación en ese momento clínico, etc.).
3. Tratamientos inadecuados técnicamente (p. ej. mezclas injustificadas de psicofármacos, prescripción inadecuada debido a una titulación o supresión mal hechas, psicoterapias técnicamente mal realizadas, etc.).
Aunque parte de la iatrogenia del tratamiento puede tener que ver con la ignorancia y deficiencia técnica del profesional, no serán pocas las ocasiones en que perjudicaremos a nuestros pacientes con tratamientos excesivos, improcedentes o inadecuados para intentar calmar nuestra impotencia ante situaciones clínicas graves, estancadas o ante demandas que somos incapaces de decepcionar, aunque no tengamos nada eficaz que hacer. El balance final es haber sumado daños a la situación clínica previa. La vanidad puede ser otro enemigo en el momento de indicar un tratamiento cuando nos lleva a sobreestimar nuestra capacidad de ayudar a nuestros pacientes. Además, no podemos olvidar la iatrogenia debida a los tratamientos prescritos correctamente según la información de la que disponemos, riesgos sobre los que estamos obligados a informar (discinesia tardía, diabetes, etc.). Nuestros conocimientos sobre cómo actúan la psicoterapia y los psicofármacos son limitados y aunque tengamos teorías plausibles sobre algunos de nuestros tratamientos, esto no es suficiente para garantizar evoluciones clínicas positivas. No debemos olvidar que el último objetivo es mejorar el cuidado de nuestros pacientes, no mantener y justificar el status actual de nuestras intervenciones (27).
1. Iatrogenia de la relación terapéutica
Independientemente del tipo de tratamiento que se lleve a cabo (psicoterapéutico, psicofarmacológico o ambos), el desarrollo de una relación terapéutica entre un profesional de salud mental y un paciente, conlleva la asunción de unos cuantos mensajes implícitos que pueden perjudicar al paciente.
Cuando un paciente está en tratamiento se le está comunicando de forma latente que su problema no mejorará, o incluso empeorará si no realiza el tratamiento y, si este se interrumpe de forma anticipada (lo que sucede en numerosas ocasiones), no habrá mejorado lo que estaba previsto o corre el peligro de ponerse mucho peor. Esta dependencia respecto de la intervención profesional tiende a empobrecer los aspectos no sanitarios saludables y curativos del ambiente social y a reducir la capacidad psicológica del paciente para afrontar sus problemas. Incluso en aquellos marcos de tratamiento basados en la psicología de la salud o dirigidos a “potenciar” al paciente y dotarlo de nuevos recursos o maximizar los que tiene, se le comunica de forma implícita que es alguien deficitario al que un experto le tiene que dar algo que él no alcanza ni puede conseguir por su cuenta.
En la configuración relacional paciente-profesional se pueden producir ganancias secundarias en la medida que el paciente, al sentirse mal recibe atención y el profesional, al etiquetarlo, siente que lo necesitan. De esta manera se favorece que el paciente se sitúe en un rol pasivo y enfermo ante los avatares de su vida y se respalda el debilitamiento de las redes tradicionales de contención. Ya no tiene que contarle a su pareja, su familia a sus amigos o compañeros lo que le sucede, puesto que un “experto” (ajeno por lo demás a su vida) se hace cargo de su situación. Si algunas de las críticas que se hacen a la sociedad posmoderna tienen que ver con la pérdida de lazos sociales, la naturaleza líquida de las relaciones, provisionales y de conveniencia, o la tendencia a la infantilización en el afrontamiento de las vicisitudes de la vida, la relación terapéutica se ajusta temerariamente a muchas de ellas (18).
2. Iatrogenia del tratamiento psicofarmacológico
Cada vez hay más pruebas de que la posible eficacia de los psicofármacos se debe más a factores inespecíficos que a supuestos mecanismos bioquímicos específicos que se ajustan un diagnóstico o una sintomatología. Así, los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) supuestamente sirven para el tratamiento de condiciones tan dispares como el trastorno obsesivo compulsivo, el trastorno límite de la personalidad, los trastornos de la alimentación, el trastorno de pánico, la fobia social, la depresión, el trastorno del control de los impulsos, etc. o los nuevos neurolépticos que se están revelando últimamente también como antidepresivos, estabilizadores del humor y, por supuesto, ansiolíticos. De manera que las pocas categorías de fármacos que se usan en psiquiatría se utilizan de forma inespecífica en un gran abanico de trastornos. Parece que los psicofármacos no corrigen desequilibrios en los neurotransmisores sino que, al contrario, los provocan, inducen estados psicológicos que pueden resultar útiles de forma inespecífica en el tratamiento de ciertos síntomas (28, 29). El cambio de su denominación de timolépticos a antidepresivos o de neurolépticos a antipsicóticos ha sido una excelente maniobra comercial que ha favorecido su expansión con el argumento, implícito en su nombre, de una supuesta especificidad. Este efecto difuso de los psicofármacos pone cada vez más en perspectiva su eficacia y alerta sobre los daños que pueden causar.
Se cuestiona cada vez más la creencia de que los neurolépticos sean un tratamiento imprescindible para las psicosis (30, 31) y en cambio se acumulan pruebas sobre las limitaciones que producen y se consideran una posible barrera para la recuperación de las personas que los toman. Hay datos que apoyan la idea de que parte de la cronicidad y de las recaídas se deben precisamente a estar en tratamiento con neurolépticos porque pueden producir psicosis de rebote por sensibilización, disfrenia tardía y síntomas negativos (32, 33, 34, 35, 36, 37). Así, algunos pacientes (o muchos, no tenemos datos) se mantienen en tratamiento con neurolépticos para no recaer del problema que les generan estos, mientras se acumulan otros efectos secundarios y se limita su recuperación. Si bien esta idea puede resultar especulativa y se apoya solo en algunos estudios, no lo es más que la idea que presupone lo contrario aunque esté basada en multitud de estudios diseñados y financiados con el fin de aprobar los fármacos (38). Recientemente se ha descubierto por estudios neuropatológicos que los antipsicóticos no tienen efectos neuroprotectores en el tratamiento de la esquizofrenia, como se pensaba sino que, al contrario, pueden contribuir a la disminución del volumen cerebral de los que los utilizan (39, 40). Aunque veamos estos hallazgos como novedosos recuerdan a la hipótesis que se sostenía hace años que postulaba que la mejoría en la conducta y síntomas psicóticos era proporcional al daño cerebral que producían, lo que se confirmaba con estudios de imagen (41). Todo esto puede explicar los peores resultados en algunas areas relacionadas con la recuperación de una vida productiva de los pacientes que toman tratamiento de forma indefinida frente a los que no (42). A pesar de los datos que se acumulan sobre el aumento de mortalidad y morbilidad en ancianos con deterioro cognitivo (43), que ha llevado a generar alertas y avisos en el etiquetado de los antipsicóticos y a que muchos no tengan esta indicación en la práctica clínica, se siguen usando de forma indiscriminada (44).
La elevada incidencia de obesidad, diabetes, hipertensión arterial y otros efectos ha llevado a describir el “síndrome metabólico“ producido por neurolépticos “atípicos” con una gran morbimortalidad asociada. Aparecen guías para su manejo, prevención (incluso con fármacos) y tratamiento, pero se cuestiona poco la inevitabilidad de semejante iatrogenia, con alternativas farmacológicas más baratas, a bajas dosis o con abordajes sin fármacos que están mostrando su eficacia (45, 46). La presencia de estos graves efectos secundarios con neurolépticos de segunda generación y el descubrimiento de que no aportan mayor eficacia que los de primera (algunos menos), ha llevado a replantearse la actual indicación de estos como fármacos de primera línea frente a los antiguos (47). Pero a pesar de todo esto, hay una tendencia creciente en usarlos para indicaciones fuera de etiquetado, como la ansiedad (48).
Respecto a los antidepresivos, su eficacia per se ha sido muy cuestionada en los últimos años. Los últimos meta-análisis dan cuenta de que la mayoría de los beneficios de los antidepresivos pueden explicarse por el efecto placebo y solo alrededor del 20% de la varianza puede ser atribuible al fármaco (49, 50). Asimismo, comparados con el placebo, los antidepresivos no son más eficaces en las depresiones leves o moderadas y únicamente se muestran superiores en el tratamiento de las depresiones más graves (51, 52). Sin embargo, los antidepresivos han demostrado una gran capacidad para dañar a los pacientes. Cuando se usan en ancianos, hay un incremento en esta población de caídas, fracturas, morbilidad debido a hiponatremias, accidentes cerebrovasculares, infartos de miocardio, epilepsias, intentos de suicidio y más muertes en general. Curiosamente, todos estos efectos adversos los producen en mayor medida los ISRS y los nuevos antidepresivos que los tricíclicos, probablemente porque los primeros se utilizan a mayores dosis comparativamente, debido a su aparente inocuidad (53). En adolescentes aumentan el riesgo de suicidio y conducta violenta (54) lo que llevó a la FDA a obligar a las compañías a añadir una advertencia en la etiqueta[3]. En adultos con trastorno bipolar los antidepresivos pueden no ser eficaces, aumentar las recaídas maniacas y favorecer la desestabilización del paciente (55, 56) y revisiones recientes no los recomiendan (57).
Pero hay otras poblaciones que también son especialmente vulnerables a los psicofármacos, como las personas con discapacidad intelectual y trastornos de conducta y, especialmente, los niños. Recientemente, un trabajo ha estudiado la prevalencia de problemas metabólicos en personas con discapacidad intelectual y tratamiento neuroléptico frente a los que no toman y concluye que el aumento de morbilidad no es demasiado importante, pero no queda claro el beneficio de su uso en estos pacientes (58). El extraordinario incremento en los últimos años del diagnóstico de trastorno por déficit de atención e hiperactividad con el consiguiente empleo masivo de estimulantes en niños en los países occidentales es alarmante. Este hecho se está produciendo cuando la validez de este diagnóstico es muy discutida, los estimulantes no aportan beneficios en su uso a medio y largo plazo y sus efectos adversos sobre un sistema nervioso en formación están por determinar (59).
En estas circunstancias y con todos estos datos controvertidos de los psicofármacos, la prescripción se convierte en una tarea compleja en la que debemos calibrar cuidadosamente el balance riesgo-beneficio. Sin embargo, algunas guías de prescripción clínica (GPC), lejos de auxiliarnos, pueden volvernos más incautos y favorecer que dañemos a nuestros pacientes: el 90% de los autores que participaron en tres importantes GPC tenían lazos financieros con las empresas farmacéuticas cuyos productos aparecían recomendados y este conflicto de intereses no aparecía reflejado en la guía (60).
3. Iatrogenia del tratamiento psicoterapéutico
La psicoterapia no tiene el equivalente de control que ejerce la FDA con los medicamentos. No hay ninguna institución que monitorice de forma sistemática los efectos adversos de las distintas intervenciones psicoterapéuticas y por tanto, han de ser los propios profesionales los que asuman por completo esta tarea. Sin embargo, las páginas dedicadas a la iatrogenia de las psicoterapias en los manuales y tratados de terapias psicológicas son escasas o inexistentes y muchos profesionales sostienen que considerar los efectos adversos de las psicoterapias es innecesario porque se ha demostrado que su eficacia en el tratamiento de los trastornos mentales es evidente y superior al placebo.
Aunque no es sencillo medir los perjuicios que puede ocasionar la psicoterapia, se ha calculado que entre un 3 y un 10% de los pacientes empeoran tras realizar un tratamiento psicoterapéutico (61). Esta prevalencia es mayor en la literatura sobre el tratamiento de las drogodependencias donde se estima que entre el 7% y el 15% de los pacientes que participan de un tratamiento psicosocial para el uso de sustancias se encuentran peor clínicamente que antes del tratamiento (62). Estos porcentajes pueden considerarse elevados porque incluyen pacientes cuyo empeoramiento no está relacionado con la psicoterapia y hubieran evolucionado igual de mal sin tratamiento. Sin embargo, también estos porcentajes pueden considerarse demasiado bajos porque no incluyen a aquellos pacientes que podían haber mejorado espontáneamente, sin haber recibido una psicoterapia o que incluso podían haber mejorado más, sin el tratamiento. Otro problema metodológico importante es que gran parte de los estudios solo compara a los pacientes que han finalizado el tratamiento y desechan a los que lo abandonaron. Aunque a veces las altas prematuras pueden ser debidas a una mejoría rápida, muchas otras son por un empeoramiento clínico o por insatisfacción con la terapia. En cualquier caso, la débil alianza terapéutica es un buen predictor de abandono y una alianza débil es, en sí misma, un indicador o una consecuencia de una terapia fallida (63).
La psicoterapia puede dañar de múltiples formas: produciendo un empeoramiento de los síntomas, la aparición de otros síntomas o un aumento de la preocupación sobre los síntomas existentes, generando una excesiva dependencia del terapeuta o por el contrario, una reticencia a buscar tratamiento en el futuro, alteraciones en el funcionamiento del individuo o daños a terceros (familiares o amigos del paciente), etc. El origen de todos estos efectos adversos también es múltiple y puede deberse a variables del paciente, del terapeuta o de la interacción paciente-terapeuta, a una técnica psicoterapéutica fallida, o una situación social sin solución (64).
Todos estos hechos han llevado a algunos autores a estudiar no ya las terapias fundamentadas empíricamente sino precisamente las Terapias potencialmente dañinas. Lilienfeld ha elaborado un listado de estas psicoterapias basado en los niveles de evidencia que aportan los ensayos clínicos aleatorizados, estudios cuasiexperimentales y diseños naturalísticos de una revisión sistemática de la literatura científica (63).
4. Iatrogenia del tratamiento rehabilitador
Muchos usuarios piensan que lo que más sufrimiento y limitaciones les ha producido en su vida, es el hecho de haber caído en manos del sistema psiquiátrico. Algunos movimientos de usuarios (como el ENUSP – European Network of (ex-)Users and Survivors of Psychiatry- y movimientos americanos similares) trabajan activamente para trasladar esta visión en los órganos internacionales y nacionales que deciden sobre política de salud mental[4]. Según este movimiento los efectos adversos no solo están relacionados con el estigma sino también con el hecho de entrar en un sistema de supervisión de casi todas las facetas de la vida[5] (65). Esto tiene su mayor exponente en los planes de tratamiento/rehabilitación para pacientes con trastorno mental grave, vividos en muchas ocasiones como algo impuesto y limitante (66). Mientras que el usuario probablemente se guía en sus demandas por criterios de bienestar subjetivo, definición personal de ser feliz y de calidad de vida percibida subjetivamente, el profesional por el contrario “construirá” esas demandas bajo el referente del modelo de intervención “objetivo” que maneje fijándose por tanto en variables o factores de valoración como la autonomía, desempeño, capacidad de afrontamiento, adaptación y otros. El uso rígido y estereotipado de procedimientos, programas e intervenciones por más que esté ampliamente demostrada su fiabilidad, no están exentos de ser una fuente importante de comportamientos iatrogénicos del profesional precisamente por su rigidez en la aplicación sin atender a las características idiosincrásicas de la persona (67). El sistema por ejemplo impone donde y con quien vivir (donde hay plaza, no según la necesidad individual) (68).
En el transcurso de su contacto con los dispositivos atencionales el individuo aprende un lenguaje nuevo, el lenguaje del síntoma que se convierte en el único medio de comunicación válido. La red social o familiar se sustituye (en el caso de que la haya) por el apoyo profesional, porque toda la experiencia personal entra dentro del campo de la patología. Esto se produce en un contexto relacional usuario-profesional cargado de confianza, en el que el usuario elige al profesional como fuente autorizada y verídica sobre si mismo, y a su vez el profesional realiza intervenciones que para el usuario, por autoculpabilización o conclusión razonada, significan que hay en él una tendencia a alterar y distorsionar la propia percepción de si y del mundo. Como consecuencia de ambos factores, el usuario finalmente incorpora y asimila completamente la definición de si mismo que atribuye al profesional, y esto le lleva a dudar constantemente de su propio juicio, llevándole a sentirse desorientado, confuso y finalmente a una construcción del propio self como tendente al autoengaño (67).
Por otro lado el sistemático trabajo en las intervenciones psicosociales con personas con trastorno mental grave sobre conciencia de enfermedad puede producir el fenómeno de enrolamiento clínico y desenrolamiento social (69). Tener conciencia de enfermedad es aceptar la perspectiva del profesional, asumir las indicaciones terapéuticas y reubicarse en una nueva existencia social. Se pueden generar serias dificultades para que la persona, especialmente la que tiene una “gran conciencia de enfermedad” participe en conversaciones con otros no diagnosticados y temor al rechazo. Esta conciencia "impuesta" puede generar iatrogenia al relacionarse con baja autoestima, desesperanza y negativamente con el bienestar emocional, el estatus económico y las oportunidades vocacionales (70).
Un subgrupo de pacientes con importantes déficits puede deteriorarse cuando se aumenta la estimulación social por la rehabilitación”. Esto es todavía más importante por el hecho de que estos pacientes no pueden distinguirse previamente ni por sintomatología ni por su conducta social (71).
La rehabilitación “dentro” de este sistema alienante condiciona unas perspectivas socio-laborales limitadas, y acaba generando en muchos casos individuos pensionados y dependientes, sin responsabilidad y perspectiva vital autónoma. Existe riesgo de dependencia hacia los profesionales y la prolongación de la exclusión de la comunidad (72).
CONCLUSIONES
Desafortunadamente nuestra capacidad terapéutica como profesionales de la salud mental es bastante limitada y antes de diagnosticar y prescribir algún tratamiento es preciso reconsiderar con una actitud crítica los beneficios que podemos proporcionar y los daños que vamos a infligir.
Para ayudar a nuestros pacientes en nuestra labor diaria como clínicos, deberíamos responder de forma honesta (considerando y desechando nuestras necesidades personales) a la pregunta: Ante el problema humano que tengo delante, ¿voy a obtener mejores resultados considerándolo una enfermedad (o una subenfermedad o una preenfermedad) que si no fuera tratado como tal? y actuar en consecuencia. Desde esta perspectiva, tenemos que evitar someternos a tener una solución para todo e inmediata y trabajar nuestra tolerancia (y la del paciente) a la incertidumbre. Esto significa reconsiderar la fórmula de “esperar y ver” antes de prescribir y reivindicar la indicación de no-tratamiento que puede impedir los efectos negativos de intervenciones innecesarias o excesivas. No se trata de abogar por la austeridad o el pesimismo sino, más bien, definir de forma más realista los límites de nuestras actuaciones (73). Buena parte de los malestares y problemas menores de salud mental se van a beneficiar muy poco de nuestras intervenciones psicológicas o psicofarmacológicas porque tienen su raigambre en problemáticas de otra índole (social, laboral, económica o, en todo caso, fuera del sistema sanitario) (74) y muchos otros se van a resolver espontáneamente (75).
De igual manera, las personas con trastornos mentales graves y persistentes no pueden convertirse en víctimas de nuestra impotencia, piedad o vanidad profesional a través de intervenciones excesivas, innecesarias o inadecuadas respectivamente. En muchas ocasiones, especialmente en personas con problemas mentales graves, aunque decidamos tratar tenemos que mensurar nuestras intervenciones y considerar la enorme iatrogenia de los sistemas de atención y los psicofármacos. Más allá de un momento inicial de confusión, la mejor manera de hacer esto es informar al paciente poniendo en la balanza los riesgos y beneficios contrastados (por la medicina basada en pruebas más que por la medicina basada en el marketing). Una guía para nuestras actuaciones en el contexto de los planes de intervención con personas con problemas mentales graves puede ser la Convención de las Naciones Unidas de los Derechos de las Personas con Discapacidad, que nos recuerda que el paciente tiene derecho a elegir donde vive, a que se pongan los medios necesarios para que trabaje en igualdad de condiciones, a elegir tratarse o no y con qué... Los recursos que ofrecemos son lugares de tránsito, los profesionales no somos los directores de las vidas de los usuarios de los servicios donde trabajamos.
Tenemos que considerar que la prevención primaria no es inocua y su lugar de aplicación no es la consulta sanitaria individual, sino que tiene un enfoque comunitario y social. Con las etiquetas diagnósticas corremos el peligro de alejarnos del paciente y cosificarlo, y siempre será menos dañino para él considerar sus síntomas en el contexto de su historia personal, familiar, social, académica y laboral, dándoles un sentido psicosocial y no exclusivamente biológico. En los tratamientos, habría que contar con el paciente, hacerle partícipe de la elección y no podemos olvidar que la alianza terapéutica es el factor más importante asociado a un buen pronóstico clínico. Antes de indicar un tratamiento, deberíamos considerar que la templanza es mejor virtud que el furor curandis y tener en cuenta que la indicación de no-tratamiento es una intervención más de nuestro repertorio asistencial y de enorme valor, porque es el máximo exponente de la prevención cuaternaria.
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Hasta aquí, el texto de Ortiz e Ibáñez que, de verdad, nos ha dejado impresionados y creemos que sería un punto de partida para replantarnos muchas de las cosas y casos de nuestra práctica. Hemos incluido también la bibliografía, que creemos importante, pero no así unas notas finales a pie de página (por problemas con el formato de la página web que no hemos sabido resolver). En cualquier caso, recomendamos sin duda la lectura del libro donde próximamente se recogerán éste y otros trabajos.
Textos así nos reconcilian con nuestra profesión y nos hacen ver la importancia del trabajo que podemos desarrollar para ayudar a nuestros pacientes y, sobre todo, para no perjudicarlos.