Artículo de Ferran Bono
Bajo
las aguas del Puerto de Sagunto hay un museo ignoto. Está formado por rotundas
y caprichosas piezas de escoria. La que se arrojaba al mar cuando salía a 1.500
grados por la bigotera de los altos hornos que convertían el hierro en acero.
Uno de esos conglomerados de escoria se extrajo de las profundidades y se
exhibe hoy a los pies de un imponente mole de casi 65 metros de altura. Es el
número 2, el único de los tres hornos de la desmantelada siderurgia saguntina
que se mantiene erecto. No solo eso. Tras una larga espera, por fin ha
finalizado su rehabilitación y su figura emerge revivida como un hito de un
pasado industrial que dio a luz un enclave, el Puerto de Sagunto.
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Además
de sus indudables connotaciones históricas, el horno construido en 1922 produce
un notable impacto visual por sí mismo, como artefacto estéticamente
emparentado con las vanguardias artísticas, con el cubismo evolucionado de
Léger hacia las estructuras tubulares industriales o con la adoración fabril y
febril de los futuristas italianos por la máquina. Podría ser objeto de
cualquiera de las fotografías de la pareja de artistas Bernd y Hilla Becher.
Hoy, el horno es un museo vivo de arquitectura industrial.
Incluso
un urbanita indolente, poco dado a salir de su madriguera, puede sentir el
magnetismo de su estructura fálica, sin descartar ninguna interpretación
freudiana. Aunque, según cuentan, fue el propio Freud quien aclaró a un
detractor —que maliciosamente había reparado en el gran tamaño y en la
delectación con que el padre del psicoanálisis se fumaba un puro— que, a veces,
un puro no es más que un puro.
En
este caso, el horno es más que un horno, porque condensa la existencia de miles
de personas. No en vano, cuando se dio por inaugurada el pasado mes la
restauración de la torre metálica y se tocó la sirena de la acería, la emoción
se desató. Había entre la comitiva política antiguos trabajadores y familiares para
quienes la sirena regulaba sus vidas.
Fue
“muy emocionante”, relata una de las guías que hoy muestra amable y
didácticamente cómo funcionaba el horno alto número 2, para qué servía el gran
tubo que abraza la panza metálica o cómo se practicaban y tapaban los orificios
por los que se escupía, por un lado, las coladas de arrabio (el hierro fundido
que aún lleva oxígeno y del que se obtiene el acero en el convertidor) y por el
otro, la escoria, que a partir de los años cincuenta se empleó como materia prima
de la fábrica de cemento Asland.
Tal
vez lo más impresionante sea la visita al interior del horno, al crisol, donde
se producían los procesos químicos a más de 1.000 grados. Sus paredes rugosas e
irregulares, repletas de salientes, y su color ferruginoso le confieren un
aspecto de cueva ancestral, que invita a tender un puente con la Edad de
Hierro, en la que se empezó a emplear y fundir el mineral hace más de 3.000
años.
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16
años ha costado acabar la rehabilitación, diseñada y realizada por los arquitectos
valencianos Carmel Gradolí, Arturo Sanz y Luis Francisco, y que ha merecido el
Premio Unión Europea de Patrimonio Cultural en la categoría de conservación.
Aún falta por instalar el ascensor que discurrirá por el plano inclinado por
donde antes subían las vagonetas cargadas del hierro proveniente de las minas
de Ojos Negros, pero ya se puede ascender al nivel dos.
Desde
allí se atisban bien las montañas por las que penetraba el tren minero. Ante
las desavenencias con los dirigentes del Ferrocarril Central de Aragón, que
cubría la actual línea entre Sagunto y Teruel, la Compañía Minera Sierra Menera
optó por construir la suya de vía estrecha. Hoy se ha transformado en la Vía
Verde de Ojos Negros. Si se concluye totalmente (algunas partes de la antigua
vía han sido invadidas por la autovía Mudéjar y otras construcciones y
edificaciones), el recorrido cubrirá 205 kilómetros, y descenderá desde los
1.000 metros de altura hasta el mar, allí donde se depositaban las piezas de
escoria.
Fuente
texto http://ccaa.elpais.com