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martes, 4 de febrero de 2014

De vuelta a casa





En Villaornate. Diciembre 2013. Foto: Secundino Pérez
Aquí estoy, en medio de dos calles. Delante de la casa en la que nací hace 49 años.

El cumbre mira a Platerías y las ventanas, con la puerta principal, a la calle Mayor.

Es de adobe y tapial, aunque ahora está forrada de ladrillos.

Los suelos eran de barro, cubiertos de mazarrón rojo y encerados. Baldosas en la cocina de invierno, mosaico en la de verano. Ahora ya no sé como son. Hace mucho tiempo que no los piso salvo en sueños.

La escalera en la que a veces nos sentábamos para jugar mis hermanas y yo, en verano,  mientras mi padre dormía la siesta en un escaño, iba a parar al doble, algo así como un desván. Una segunda planta sin habitar, pero llena de historias. Misterioso lugar en cuyo techo colgaban las alambres de secar el tabaco que mi abuelo trajo de Cuba. También había unas tinajas de miel, de los enjambres del huerto; racimos de uvas sobre unos papeles de periódico y algunos muebles viejos.

La casa en la que yo nací tenía pozo, cocina económica, chimenea, vasares y muladar. Arca y baúles, tinajas y cántaros. Gallinero y cuadra para los gochos. Una mesa cuadrada en el comedor con pañitos blancos de ganchillo y, sobre ellos, unas bandejas de cristal para los dulces de la fiesta. Puerta verde, persianas verdes y un carro verde.

En la esquina de calle Mayor con Platerías había una piedra grande, llena de arrugas, irregular, porosa, sobre la que  yo me subía a cantar.


Así era la casa de la calle Mayor

viernes, 6 de diciembre de 2013

Tía Eloina



Os convoco a todas: las ausentes y las presentes

Las abuelas que nunca vi, ni me tocaron

Yo no existía

¡Qué triste es no haber sentido el cariño de una abuela! (Quien no conoce abuela, no conoce cosa buena)

Sólo puedo imaginármela tendida en la cama, ausente de la vida,

por la vida robada de su hijo en la guerra.

Postrada, ebria de soledad, la otra, tirana. Látigo para mi madre, cuando aún no era mi madre.

No conocí abuelas, pero tuve y tengo muchas mujeres buenas, fértiles, sabias.

Mi sol y mi luna. Lucía.

Nací rodeada de mujeres, muchas adultas y dos niñas. Mis hermanas.

Después de mi primer grito, tía Eloína llegó enseguida, en el taxi... como hacía en cada parto. 

Crujían las tablas del puente de Villafer.


Se entornaba la puerta verde y entraba una mujer alta, buena moza.

Morena, de las del 'Moreno' de San Miguel.

Antes o después llegaba. Siempre venía.
 
A mover la casa y atender a mi madre, a su hermana, y a las criaturas.

Y siguió viniendo a casa cada verano, con su ristra de refranes en la boca.

Y su pequeño mundo guardado en una maleta

¡Qué gran corazón! Fue la abuela de veintitantos sobrinos y sobrinas. No lloró por su destino.

Ama de cría, lavandera, vendimiadora, agricultora. Trabajó duro, muy duro.

Su cabeza siempre le daba vueltas y tenía miedo a caerse

Un día de invierno, febrero de 1973, resbaló en la nieve y se quedó tendida en la acera

Y la chica se fue corriendo, riendo…

Tía Eloína se levantó sola.

¡La cuna que te meneó!, nos gritaba cuando intentaba enfadarse. Nos reíamos.

La recuerdo bailando con mi madre en las fiestas y en la cocina. Escogiendo garbanzos o lentejas.

En la manga del río, con la pozaleta de ropa.

En las tierras, entresacando remolacha. Sudando.

Y cantando. Con sus vestidos de florecitas y sus jabones olorosos.

Nos hacía picatostes en Semana Santa

La tía Eloina era el regazo de mi madre. Llenaba nuestra casa con sus visitas.

Hace años que se fue. Su cabeza dejó de dar vueltas. Lejos. La despedimos en su pueblo.

A orillas del Esla. Todo sucedió cerca del río.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Todos los muertos

Las personas que vamos perdiendo viven en nuestros recuerdos. Yo no entendía ni compartía lo de ir al cementerio. Con mi padre tuve que ir dos veces: primero cuando le amputaron una pierna. Estábamos esperando a la puerta del quirófano el resultado de la operación, que ya de por sí era traumática, y salió alguien a preguntarnos qué queríamos hacer con la pierna. No teníamos ni idea. Ni lo habíamos pensado ni sabíamos qué había qué hacer. Nos explicaron que algunas personas se desentendían de esas partes del cuerpo que van perdiendo en vida (con lo cual se trataban como desecho sanitario) y que otras preferían enterrarlas. No habíamos hablado con mi padre del asunto, pero cuando él salió del quirófano nos espetó: "¿Dónde está la pierna? Hay que enterrarla". 
 
Cumplimos su voluntad. Avisamos a los del seguro de las pompas fúnebres y se ocuparon de recogerla en el hospital y trasladarla hasta el cementerio, pues así está regulado. Fue muy cómico, aunque parezca mentira, abrir un nicho para enterrar una pierna.Allí estaba la bolsa cuando murió mi padre, casi dos años después. 

Recuerdo que aquel día de febrero, un día soleado y frío, mi primo Miguel, su ahijado, iba detrás del coche fúnebre y delante del mío. Al poco tiempo nos tocó enterrarle a él. Mucho más joven y por una muerte repentina.

No pude ir al cementerio el primer día de Todos los Santos después de la muerte de mi padre. Parece que tenía trabajo. O tal vez miedo a regresar a aquel lugar. Desde entonces no he faltado nunca. Si tengo ocasión me acerco en otro momento del año y le dejo unas flores. Es un ritual. Un pacto con las creencias de mi padre. 

Entonces, miro la tumba de los abuelos y siempre recuerdo que, cuando era niña, mi madre, al igual que todas las demás, nos llevaba al cementerio el Día de Todos los Santos. Con los frutos del ciprés hacían una cruz sobre la tumba de tierra y solía tener mi madre unos claveles chinos de color naranja, o quizá eran crisantemos. Con estas flores hacíamos una cenefa alrededor del sepulcro que se distinguía por elevarse como un rectángulo sobre el suelo del cementerio.

miércoles, 30 de octubre de 2013

En el aprisco

Era un olor fuerte, áspero; a veces me cortaba la respiración. No puedo decir que fuera apestoso. Quizá por la costumbre. La calle Platerías estaba llena de apriscos. Al final de la calle Mayor, en el límite del pueblo, la gran casa labriega, tal y como la veían aquellos ojos saltones de niña flaca de corta edad. Un corral con suelo de barro y cantos y un corredor de madera. Mi padre trabajó allí de pastor durante algunos años hasta que 'el amo' vendió el rebaño.

Había tal cantidad de ovejas en el pueblo que eran parte inseparable de nuestras vidas. Como lo eran el queso, los vellones de lana tendidos en el suelo del revés, tan suaves y esponjosos al tacto, y los corderos recién nacidos. Aún puedo oír los berridos de los pequeños animales detrás de sus madres. Y veo a mi padre recogiendo a los despistados y apartando a las ovejas paridas para que cumplieran la sagrada misión.



También tuvimos algunas chivas negras que ordeñaba mi padre. Bebíamos su leche rebajada con agua. Aquello sí que era un sabor fuerte. Pero mucho mejor que el Calcio 20, que nunca me gustó. No podía ni ver la botella blanca y menos aún los huevos batidos con quina Santa Catalina. ¡Qué asco!

La cabra formaba parte del universo real e imaginario de la infancia. Mi padre nos leía el cuento de los siete cabritillos, a los que el lobo consiguió engañar después de aclararse la voz con claras de huevos y untarse la pata en un saco de harina.

Fue tiempo después, en otro pueblo, cuando aprendí a mullir el aprisco. No sé si íbamos siempre juntos o si yo le obligaba a venir conmigo, pero me recuerdo acompañada de mi hermano, el mayor de los chicos, aunque de menos edad que yo. El estiércol de las ovejas formaba una alfombra blanda y más oscura cuanta más necesaria se hacía ya la paja. El olor era intenso, asfixiante, algo de gas metano debía expulsar el estiércol, y sin llegar a sentirlo repugnante del todo, ya digo, por la costumbre, nos apretábamos la nariz con los dedos para atravesar la cuadra.

Mullir el aprisco era un trabajo menor, pero muy importante para el bienestar de las ovejas y del pastor que, después de traerlas del campo, tenía que pisar el terreno varias horas mientras ordeñaba a mano a las borregas. Rítmico. Un trabajo laborioso y preciso ese de sacar el zumo blanco de la ubre. Mi padre tenía el dedo pulgar derecho deformado por la faena tantas veces repetida, tantos años.

Para descargarse un poco y porque era lo normal en su tiempo, quizá ya no tanto en el nuestro, nos encomendaba la tarea una o dos veces por semana, no recuerdo si sólo en verano o durante todo el año. En todo caso nunca pasé frío allí. Nos subíamos al granero que estaba encima de la cuadra y arrastrábamos la paja, con un rastrillo y a veces también con los pies, hasta un agujero rectangular justo en mitad del aprisco. La veíamos caer como una lluvia dorada. Y nos tapábamos la boca para no comernos el polvo que se levantaba.

Desde arriba veíamos la montaña dorada. Y, ¡zas! nos tirábamos encima por el bocarón. A estas alturas, la paja ya había traspasado nuestras ropas y nos picaba el cuerpo por todas partes, así que no había problema en revolcarse un poco más y sentir el colchón despedazarse en miles de microláminas áureas y una nube de polvo. Luego había que extender la montonera por toda la cuadra y convertir el estiércol en oro. La mierda en una alfombra seca y brillante. El olor de las ovejas era reemplazado por un aroma a espiga seca y tiesa.

Eso era mullir el aprisco.

martes, 3 de septiembre de 2013

Días de radio

Primero fue una radio grande con dos grandes ruedas. La una para mover el dial. Buscaba incansablemente con un ruido de fondo como de lluvia torrencial sobre un tejado de hojalata. Hasta que la voz mágica, aunque fría y distante, emergía de las ondas: 'Diario hablado de Radio Nacional de España'. Daba igual en qué emisora estuviera la aguja. Esa voz salía de todas ellas. Durante un tiempo me preguntaba dónde estaba esa persona, de dónde salía su voz y cómo traspasaba la gran caja por todos sus recovecos parlantes. Acabé por asumirlo como algo natural. ¿Acaso sabemos las personas de dónde sale nuestra voz o por qué callamos? Dejé de hacerme preguntas y escuchaba. Me gustaba pegar la oreja al mueble hablante y buscar nuevas invisibles.

Cuentan que por la noche mi padre movía también la otra rueda. Bajaba el volumen del aparato y buscaba en la onda corta otras voces, libres en la clandestinidad. Radio Pirenaica saltaba la frontera de la censura desde Bucarest, aunque todo el mundo se imaginaba a Carrillo y a la Pasionaria en un refugio al otro lado de los Pirineos. Eso lo supe más tarde. Luego vinieron los transitores y el vicio de las radionovelas. Lucecita. La sempiterna historia de la criada guapa enamorada y engañada por el señorito. Pronto pasaste a los 40 principales... Música. Música y música. Pero era inevitable seguir las aventuras del abuelo Porreta por la mañana y aún oías la voz de Gelete antes de dar el salto desde la cocina a la calle. Corriendo. Con los libros en la cartera. De Radio León a Radio 3... Días de radio.En León, en Madrid, en Ponferrada... Otra vez en León.

Hoy me he metido en la radio. Y me he convertido, por un ratito, en una invisible parlante.

miércoles, 28 de agosto de 2013

El trillo dorado



Sobre un trillo viajé en círculo
Dorado sueño,
Sol de paja
Polvo
Como recuerdos borrosos de la infancia
Pepitas de oro
Para el granero
Alimento del alma, aire que mueve las nubes
¿Traerá la lluvia lágrimas?
Ay, Ay
Madre
La silla se tambalea
Suda la mula ciega
Desaparece la alfombra
Dorada
Y la era se desnuda al atardecer
Para bañarse en
Rojo. Cielo con destellos rosados
Amarillento suelo perdido
Fino, lustroso
Chispas de paja revolotean entre el polvo
Como un recuerdo vívido
Como el deseo
Dorado

jueves, 15 de agosto de 2013

Por San Roque, Armunia





Vecinas y vecinos de Armunia,

Un año más agosto nos convoca a las fiestas de San Roque, a las que pocas veces he faltado desde el verano de 1973. Aquel año  mi padre vio en este pueblo, en los aledaños de la capital, un futuro para la familia.
Agosto. 2010. Año jubilar. De crisis, pero de nieves y de bienes, espero, me corresponde abrir el festejo. 
 
Lo hago con el recuerdo de aquella segunda infancia. Cuando la fiesta de Armunia era tan grande como la vega y afamada por su mercado de melones y sandías, que se erigían en suculentas montañas para la ocasión. Tómbolas, verbenas y caballitos… y gente, mucha gente…
 
Plaza España, Vista Alegre, el Jano y la Era son las referencias espaciales de aquel tiempo de calles de tierra, rebaños de ovejas y juegos en la escuela. La hoguera de San Juan, la Pastorada y el auto de Reyes y las fiestas de San Roque, los acontecimientos señeros que rompían la rutina de los días.
Entonces Armunia era cabeza de ratón; pero aspiraba a ser León.

Sus terrenos dieron la bienvenida a industrias prósperas como Antibióticos y Vile; a centros de enseñanza, como el Don Bosco y el Instituto García Bellido, la Escuela de Ingenerías Agrarias, las escuelas primarias de Lope de Vega; Gumersindo Azcárate, el nuevo Padre Manjón y María Auxiliadora más tarde, casi al mismo tiempo que el centro de salud.
 
Para ser León, Armunia sacrificó también sus vegas, sobre las que, tarde y mal, porque no dejaban de ser humedales, se construyeron más de medio millar de viviendas sociales que aumentarían la población con un aluvión de nuevas gentes llegadas desde todos los puntos de la ciudad y de la provincia. 
 
Era una buena causa. 
 
Y sus calles fueron bautizadas con literatura. De Góngora a Rosalía de Castro; de Jorge Manrique a Miguel Hernández; de Gabriela Mistral, primera mujer premio Nobel de Literatura, a Federico García Lorca… el poeta que cantó a los gitanos desde la dignidad y la justicia y que murió asesinado en un aciaga noche de agosto del verano del 36.
 
Se cerraba el Ayuntamiento de Armunia y se abría la guardería Santa Margarita, una de las primeras que hubo en la capital. Eran nuevos tiempos. Las mujeres, cada vez más, trabajaban fuera de casa y escaseaban las abuelas para cuidar a las criaturas tan cerca de la ciudad. El mundo estaba también en crisis, en proceso de cambio.
 
No calcularon los políticos la dimensión de aquellos cambios para un pueblo que de municipio pasó a pedanía; y de cabeza de ratón a cola de León. A los políticos se les dan mal las matemáticas y, peor aún la sociología, más allá de las fechas electorales y las campañas de marketing y propaganda para seguir en el poder o arrebatárselo al contrario.
 
Casi cuarenta años después, la cohesión social entre pueblo y barriada es todavía una utopía, aunque ahora Armunia luce el cartel del nuevo ARI (Área de Rehabilitación Integral) y hay quienes cifran su prosperidad en nuevas obras: el CIA, aún pendiente de abrir y de ofrecer a la ciudadanía un contenido; el Palacio de Congresos y Exposiciones, en la antigua Azucarera; el Parque Tecnológico, entre lo que queda de era y Oteruelo. Y la expectativa de un desarrollo urbanístico sobre las antaño fértiles huertas.
 
Pero el hormigón carece de afectos. No está pensado para fraguar las relaciones humanas. Requiere de acciones sociales y políticas, y también individuales y personales, para trascender el mero enriquecimiento de unos pocos y ser fuente de riqueza colectiva. 
 
Armunia tiene derecho a ser León y no ser marginada a cola de León. Y tiene el deber de no conformarse. De participar de la construcción de un futuro que, inevitablemente, aquí y en el mundo entero, pasa por el mestizaje, la tolerancia y la solidaridad. 
 
La vieja presa debe dejar de ser línea de divisoria y convertirse en cauce de unión. Alguien debería pensar en recuperarla como espacio natural, con sendas a ambos lados y, por pedir, hasta una bolera, un tablao para jotas y flamenco y el recuerdo de alguno de sus molinos.
 
Volvamos a creer en San Roque, en unas buenas fiestas de Armunia para todo el mundo. Que se levanten sobre la era montañas de melones y sandías. 
 
No nos lamentemos de la enfermedad del abandono. 
 
Comamos y bebamos; bailemos y riamos. Cantemos… y contemos una nueva era para Armunia.

¡Que comience la fiesta…!
¡Viva San Roque!
¡Prosperidad para Armunia!


Ana Gaitero Alonso.
Pregón de las fiestas de San Roque, en Armunia
Pronunciado el 16 de agosto de 2010 en la era del pueblo (o en lo que de ella queda).