En Villaornate. Diciembre 2013. Foto: Secundino Pérez |
El cumbre mira a Platerías y las ventanas, con la puerta principal, a la calle Mayor.
Es de adobe y tapial, aunque ahora está forrada de ladrillos.
Los suelos eran de barro, cubiertos de mazarrón rojo y encerados. Baldosas en la cocina de invierno, mosaico en la de verano. Ahora ya no sé como son. Hace mucho tiempo que no los piso salvo en sueños.
La escalera en la que a veces nos sentábamos para jugar mis hermanas y yo, en verano, mientras mi padre dormía la siesta en un escaño, iba a parar al doble, algo así como un desván. Una segunda planta sin habitar, pero llena de historias. Misterioso lugar en cuyo techo colgaban las alambres de secar el tabaco que mi abuelo trajo de Cuba. También había unas tinajas de miel, de los enjambres del huerto; racimos de uvas sobre unos papeles de periódico y algunos muebles viejos.
La casa en la que yo nací tenía pozo, cocina económica, chimenea, vasares y muladar. Arca y baúles, tinajas y cántaros. Gallinero y cuadra para los gochos. Una mesa cuadrada en el comedor con pañitos blancos de ganchillo y, sobre ellos, unas bandejas de cristal para los dulces de la fiesta. Puerta verde, persianas verdes y un carro verde.
En la esquina de calle Mayor con Platerías había una piedra grande, llena de arrugas, irregular, porosa, sobre la que yo me subía a cantar.
Así era la casa de la calle Mayor |