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jueves, 3 de noviembre de 2016

¿Cuánto influye un profesor?



Hace unos días recibí un correo. Claro que esto no extrañará a nadie, imagino, ya que lo inusual sería que hubiera recibido una carta: una carta, sí, de las de antes, con sello y todo, de esas sobre las que hablé a Niña Pequeña:

- Mamá.

- ¿Hum?

- Mamá, que me ha dicho Irene que quiere que le escriba una carta -me dijo, hace unas semanas, con su mejor cara de extrañada.

- ¡Qué buena idea! Yo escribía muchas cartas hace años...

- Claro, pero, ¿cómo se escribe una carta? -respondió, gesticulando nerviosamente...

Hace unos días recibí un correo, decía. Me lo remitía un antiguo alumno y me exponía en ella el disgusto y daño que yo le había provocado días antes, cuando había venido de visita al colegio, acompañando a su novia -otra antigua alumna. Yo, que sí tengo bastante contacto aún con ella, me detuve en el recreo a hablar.

Y eso le dolió. 

No le miré, me escribió. Me había centrado en su novia, y lo comprendía, pero decía no merecerse que no le hubiera hecho caso, yo, que había sido su tutora en el corto periodo de tiempo en el que había estado en el colegio. 

Releí su correo varias veces, recordando la visita, la grata conversación con mi antigua alumna; recordaba dónde nos habíamos sentado en el patio, el árbol que nos hacía sombra, la compañía de otra alumna que estaba conmigo en ese momento... Percibía en mi distancia la figura de él, en segundo plano, mirándome de reojo. 

Y lo que me dolió a mí, sí, lo que me hizo daño al releer entre líneas que no había sido protagonista de una conversación conmigo, es que yo no le había reconocido. Yo no sabía quién era, pues los rostros de los miles de alumnos que han pasado por mis clases se mezclan a veces en un cúmulo de adolescentes a los que luego pierdo...

No recordé a Álvaro, y así se lo dije, lamentando mi falta: no reconocerle, no haberle vuelto a pasar por el corazón. Días después recibí una respuesta llena de cariño, como una mano que espera empezar de nuevo...

- Mira, Negre, te mando además una foto de aquella tutoría, para que nos pongas cara a todos de nuevo, para que sepas quiénes somos, porque, al verla, me he dado cuenta de que sé sus nombres, que fueron importantes para mí. 

Y supe quiénes eran. Les puse cara, gestos, bromas y recuerdos, sacados de un baúl de hace siete u ocho años... Las letras de Álvaro en un correo que no he borrado, porque estos días lo he vuelto a releer, a pesar de haberle contestado para empezar de nuevo, sintiéndome una vez más eslabón de una cadena y testigo privilegiado de una vida que se ha cruzado con la mía: 

- Quiero que sepas, Negre, que fuiste importante. Que aprendí cosas de la vida real escuchándote. Aunque yo no fuera tu mejor alumno. 

Acababa su correo con un gracias. Acabé mi respuesta con un gracias...


martes, 27 de septiembre de 2016

No me convence el bilingüismo educativo

Hace pocos días hablábamos del azafrán a la hora de la comida: Él había hecho paella -una de esas comidas que sabe hacer con muy buena mano- y Niña Pequeña nos preguntó cómo el arroz podía ser de color amarillo. Mi alma de profe de Historia salió a la luz y le expliqué las maravillas del azafrán, el oro rojo...


- Porque tú sabes que en una flor hay estigmas y pistilos... -dije, dejando el tenedor apoyado en el plato.

- No, mamá, yo no sé eso -respondió ella, mientras removía su plato buscando calamares.

-¿Cómo que no? Si te lo han explicado en Science, Niña Pequeña.

- Pues por eso: en Inglés. Por eso no me lo sé -dijo ella, comiendo tranquilamente el calamar rescatado de entre el amarillento arroz.

Mi hija no sabe lo que es un pistilo, ni el estigma de una flor, ni distingue fuerza de masa, ni recuerda que los mamíferos tienen pelo y los ovíparos ponen huevos... Mi hija es una víctima del bilingüismo, como tantos otros niños que aparecían hace unos días en una encuesta que yo ojeaba: los alumnos de Primaria habían empeorado en su comprensión lectora en castellano, su capacidad de hilar ideas y redactarlas estaba en un dudoso puesto  a la cola de Europa y seguían sin saber distinguir las mínimas normas de ortografía. En algunos colegios de Madrid se estaban eliminado horas de Refuerzo de Lengua -una optativa de 1º de ESO- para darle horas al Inglés, y a mí me llevan los demonios...

Vaya por delante que no estoy en contra de aprender idiomas, que, como cualquier disciplina humanística, abren la mente, permiten conocer culturas, expresarse mejor, salir al mundo,... Conozco a sus profesores de Science y Arts -compañeros míos en mi trabajo-, algunos de ellos amigos desde hace décadas, grandes profesionales en lo suyo. No es cosa de ellos, no, sino quizá mía, que defiendo a ultranza -pero nunca delante de las familias, claro, porque me va el sueldo en ello- que el bilingüismo impuesto por la Ley (des)educativa -la que sea: la actual, la de hace tres años, la que vendrá en otros dos- no es real, sino una falacia, una imposición variable y en función del sitio de España donde hayas caído: los profesores de Castilla-La Mancha deben demostrar un nivel B2 en Inglés, en Madrid un C1 mínimo, en Castilla y León, un B1...

Y yo, que soy hija de un bilingüe, estoy convencida de que eso, lo de mamar otro idioma desde pequeño, en casa, en vida cotidiana, es lo que marca la diferencia: lo es la más pequeña de mi familia, hija de un italiano, mi primo, que estudió en un colegio extranjero, mi amiga, la de Alemania, que huyó en fuga de cerebros y nunca volvió... Niña Pequeña ha mejorado su dicción, entiende las canciones, se comunica con sus profesores en Inglés,..., pero no tiene conceptos adquiridos de materias científicas, explicadas en una lengua que no es la suya. 

Mis alumnos, tampoco. Me llegan con doce años sin, la inmensa mayoría, saber resumir, comprender un texto, escribir diez líneas sin hacer una veintena de faltas de ortografía, sin extraer de dos párrafos ideas principales... Y yo me las veo y me las deseo para intentar encauzar esos fallos, maquillarlos para la Inspección, disimular que, sin duda, sabrán mucho Inglés, pero cuando estén en 4º de ESO habrá una reválida que se les aplicará en castellano (quizá, porque en el fondo, lo del bilingüismo no es tal, y no son alumnos extranjeros o de colegios extranjeros que esos, sí, tienen derecho a un examen especial en su idioma materno).

Y sin esa reválida, un examen de tipo test que medirá contenidos, no podrán titular. Que la Ley (des)educativa nos imponga a los profesores explicar siguiendo "metodologías activas", "personalicemos la enseñanza" (aulas a más de treinta alumnos), "atendiendo a los niños con dificultades" (repito: aulas a más de treinta alumnos) y procurando "explorar y poner en prácticas competencias, no tanto contenidos", eso, es otra historia para otra entrada del blog. 

Qué país. 

My God.


sábado, 24 de septiembre de 2016

145. Punto y seguido

145.

Este es el número de alumnos que tengo este curso, todos de Secundaria. Seguramente, tras estos casi veinte años dando clase, he alcanzado ya el número de 2000... Mis alumnos mayores, los primeros, aquellos que eran solamente siete u ocho años menores que yo, empiezan a traer a sus hijos más pequeños a mi instituto (a pesar de todo, o por eso, porque fue el suyo antes).

145. Repartidos en clase de treinta personas o más, haciendo frente numérico a eso que la LOMCE llama "calidad educativa", "atención personalizada" y demás mandangas y que, listas en mano, se queda en papel trasnochado y listo para lanzar a la chimenea...

He visto ya a todos mis alumnos; de la mayoría sé su nombre, algunos datos, ciertas curiosidades de su vida escolar, un par de inquietudes,... A algunos, por afinidad o porque ellos lo han elegido así, los conozco: sé sus miedos, sus deseos, sueños, inquietudes, rabietas, misterios y bastantes alegrías. Muchas horas de patio y pasillos permitieron, en esos casos, crear lazos y ser domesticados, al modo del zorro del Principito...

Tengo 145 nombres en mi agenda de aula, 145 palabras que tienen rostro y corazones que, seguramente, anhelan millones de cosas que están terriblemente alejadas de la realidad de las aulas y de lo que la Ley (des)educativa me obliga a enseñarles. Y sé que tengo, este curso, 145 razones para levantarme, preparar mis cosas del colegio, abrir mi agenda para ver qué toca hoy y escuchar aquel "hola, profe", tras el timbre, que moverá mi motivación diaria y me recordará, 145 veces repetido, que esto es lo mío. 

Feliz curso.


 

miércoles, 27 de julio de 2016

A mí sí me gusta mi trabajo

Hacía tiempo que no la veía, pero hoy nos encontramos en el aparcamiento; bueno, realmente no sé si me vio o me esquivó con la mirada, o hizo como si sí, pero va a ser que no, o quizá pensó que si ella no me miraba, yo me volvería invisible y así no tendría que hacerme frente y saludarme.

Porque debe de ser difícil para ella saludarme ahora, mirarme siquiera, en este tiempo estival, en el que el calor se desgrana perezosamente desde el mediodía y las horas van más lentas... Entiendo su dificultad, pues es madre de dos niños en edad escolar y durante ocho largas semanas -ocho taurinas, lentas y agónicas semanas- tiene que estar pendiente de ellos, día y noche, hora tras hora, y pensar cómo ocupar el tiempo de su retoños, impedir por todos los medios que se aburran en vacaciones, proveerles de distracciones, campamentos, deberes vacacionales y todo lo posible para que estén ocupados -porque, ya se sabe, si el cerebro no está a pleno rendimiento intelectual, busca su desconexión en forma de imaginación y esto, en la adolescencia, vete tú a saber, Negre...

Ella me dijo hace siete años -aún lo recuerdo, pues Él tuvo que salir en mi defensa, que yo estaba harta de oír y tener que escuchar- que no era justo mi horario de profesora, que los niños se aburren en vacaciones, que mira, Negre, a ver entonces quién me entretiene a los niños, que la conciliación laboral consiste en que yo dejara a mi hija con alguien para cuidar a sus pequeños en mi colegio, hasta las ocho de la tarde -otra vez: ocho, ocho semanas, ocho horas-, momento en el que ella  los recogería...

Desde entonces -siete años- ella disimula, no me saluda y me hace invisible con su mirada vacía. Y es que tengo un defecto: estoy de vacaciones, no voy a mi trabajo, no me ocupo de sus hijos. La he dejado sola, tiene que ver cómo entretener a sus retoños.

Y en septiembre, cuando volvamos a estar en el aparcamiento -cada mañana, cerca de las ocho... ocho semanas, ocho horas...- su hijo pequeño me verá al bajar las escaleras:

- ¡Hola, Negre! -dirá, como viene haciendo desde hace años.

- Hola, pequeño -responderé, ante la mirada silenciosa e invisible de su madre, porque, en el fondo,  a ella no le gusta mi trabajo.

'País...

    

sábado, 23 de julio de 2016

¿Qué dibujo animado serías?

Tarde que promete calurosa y obliga a deshacerse en los hielos del refresco del vaso. Mi amiga me ha invitado a merendar y dejar pasar el tiempo en el patio de su casa; a mi lado, como si nada, una de sus hijas, futura alumna mía, comparte patatas fritas y verano conmigo.

- Oye, elige un dibujo animado -le digo. Vamos a estar juntas el próximo curso: hay que conocerse.

- ¿Por qué? -me pregunta, sin dejar de comer, cansada de todo, patatas fritas.

- Tú elige uno -le replico, sin darle opción. Hay que dejar claras las cosas desde el principio...

Mira al vacío entre patata y patata... Tanto, que temo que se le haya olvidado mi petición o haya decidido no hacerme caso.

- Creo que sería Rapunzel, Negre -dice, al cabo de un rato.

- ¿Por qué?

- Porque estoy siempre encerrada en una torre -me dice, con la seguridad de quien ha tomado una buena decisión.

- ¿Te refieres a que no te dejan hacer lo que quieres y tienes muchas normas? -le pregunto, oteando en el horizonte la adolescencia que llama a las puertas de la casa de mi amiga.

- Quizá. Yo quiero tocar la hierba... -me dice, mientras me mira con unos preciosos ojos claros...

El próximo curso...




 

jueves, 21 de julio de 2016

¿A qué sabe el amor?

Hoy me acerqué a la pastelería. Aún no han arreglado el cruce que es sólo la mitad de lo que pudo ser, y la señal que lo indica sigue siendo, como expliqué aquí una vez, la mitad de lo prohibido -que es como no saber si sí o si no-...Tenía una buena razón: llevar esta tarde al goloso hijo de una amiga una tarrina de helado...

Entrar en esta pastelería es adentrarse en un laberinto de colores y destellos comestibles; fue aquí donde descubrí qué son los macarons, ese dulce de tonos pasteles que una grande -Catalina de Médicis- llevó a Francia en el s. XVI... Me interno en su pequeña sala: cuatro mesas negras altas, con sus taburetes, madre y dos niños pequeños desayunando bollos y leche con cacao; al fondo una mujer pide un café y, de paso, dame también uno de estos para picar. Un abuelo cuenta minuciosamente el dinero necesario para su barra de pan y yo, mientras, paladeo con la vista el frescor de las galletitas francesas aquellas e imagino los sabores de mantequilla de las pequeñas pastas de té. Han arreglado -menos mal- la máquina de refrigeración de los helados y, aunque no hay de chocolate, el hijo de mi amiga quizá quiera degustar el sabor de galletas y queso...

- Hola, Negre. ¿Qué deseas? -me dice la dependienta, sacándome de mi sabroso trance. 

- Hola. Querría.... -Querría... Un corazón de mermelada aposentado como por sorpresa sobre una tarta de queso. Un amor tan dulce que crujiera en trozos de fresa. Un dulce de hilvanados sentimientos... Delante de mí, en la esquina, como si nada, alguien se llevó un fragmento y dejó un corazón roto para degustación de paladares resistentes a tormentas y afectos...




 

jueves, 25 de febrero de 2016

¿Por qué hay que ser amable en el trabajo?



Suele gustarme dar clase... O estar con mis alumnos. O compartir tiempo con niños y jóvenes, más bien, y darme cuenta, cuando miro hacia atrás y vuelvo a encontrármelos: mayores, más altos, quizá algo más maduros y con algún golpe de la vida, años después. Y yo sigo siendo Profe, y ellos los adolescentes que dejé antes de que cumplieran la veintena...: un eslabón en una cadena, algunas frases lapidarias dichas hasta la saciedad -para que se les queden grabadas, como hicieron conmigo cuando era yo la adolescente y ella, mi profesora de Latín de los años nada dorados de Bachillerato. 

Como dice una de mis compañeras de trabajo, esto no es ir a la mina, pero desgasta: la cabeza, el cuerpo, las horas dedicadas sin esperar fruto, el tiempo de preparación de clases, los fines de semana robando tiempo a la familia para entregarlo -porque sí, porque cómo no- a los alumnos a la siguiente semana,... Hace dos cursos -porque los profesores contamos el tiempo por cursos, no por años naturales, y el verano es el tiempo de recordar, olvidar, coger fuerzas, crear, soñar- que decidí que era ya tiempo de disfrutar de mi trabajo, que ya me había aprendido que, con frecuencia, esta profesión no es aceptada socialmente -somos los vagos nacionales, los que no trabajan nunca, los que entran en clase, dicen cuatro cositas sin importancia y volvemos a nuestras casas a seguir vegetando en nuestros carísimos sillones-, que nos quieren poco y nos aceptan menos, y que, después de más de media docena de leyes educativas en casi veinte años de profesión, está claro que lo educativo es deseducativo y un arma política más para las campañas electorales. 

Una vez hecha, mental y públicamente, esta declaración de principios y honestidades, llegó el momento de divertirme en el trabajo: dejar atrás lo malo y quedarme solamente con lo bueno -lo que les digo, una y otra vez, a las personas que, de vez en cuando, tengo como tutorandos en prácticas, futuros profesores que ven una puerta abierta a la ilusión y el futuro. Y comencé a divertirme, a reír en las clases y a ver a mis alumnos como pequeños eslabones en mi propia cadena. Y me fue mejor, mira por dónde: sin ansiedades, sin angustias, sin disgustos y con objetivos más alcanzables, personables y cercanos. Disfrutar. Dejarse sorprender. Ir a lo esencial en los contenidos y a lo importante en lo personal. 

Me lo recordaba ayer una alumna de 1º de ESO, recién aterrizada en la adolescencia:

- Profe: me gustan tus clases, porque eres la única que entra en clase sonriendo.

Y con eso, dijo todo. 

 

sábado, 16 de enero de 2016

Los olores tienen que ver con los recuerdos.

Hoy me rodeó su olor a hojas de otoño y calor de madera requemada: en la esquina, justo delante del Banco aquel en el que nunca entro, porque una vez se rieron de mí al hablar de mi casa. Justo ahí, esquina con esquina, en el cruce de semáforos que más veces he atravesado en mi vida, en ese mismo sitio esta mañana apareció -para mí, de repente-, la castañera.

Tapada con una manta que no era de cuadros, como las que una castañera que se precie lleva siempre, pero enfundada en gorro y chal, ella no sabía que el aroma de su dulce es para mí el recuerdo de alguien al que hace años que no veo y cuya ausencia a veces me acompaña con un dolor quedo, de esos nostálgicos de tarde otoñal y leche caliente acurrucada... 

No lo sabe, pero quise resistirme -indómita, troyana- a la tentación de la carnosa pulpa caliente y la cáscara ennegrecida por el humo, y por eso pasé por delante varias veces, en mi camino para cumplir con varios recados mañaneros. 

Y no lo sabe, pero al final cedí, creo que al recuerdo de una tarde en Madrid:

 - Negre, nos volveremos a ver y entonces pasearemos y comeremos castañas juntos...


     

martes, 15 de diciembre de 2015

De despedidas anónimas y madrileñas

Adiós.



Las vi por última vez hace una semana; coincidí con ellas, paso a paso, durante todo un largo año: inmutables en las tardes de recogida de los lunes y miércoles, línea 6 del Metro de Madrid. Y me recordaban a la Tíamagda, por lo arregladas e impecables: el cabello peinado como si no fueran las nueve de la noche y sí las de la mañana, las blusas de vestir sin arrugas y el color del atuendo acomodado.

Los últimos meses esperaba ya encontrarme con ellas... Nunca me saludaron, aunque yo acoplé siempre mi paso al suyo al llegar al largo pasillo del cambio de línea: sabía que en la curva se pararían un momento, lo justo para que yo pudiera alcanzarlas y calcular así el tiempo que quedaba para llegar al siguiente tren. Porque nunca, ninguna semana de estos meses, dudé de su puntualidad serena y medida, la de la calma de quien ha convertido en rutina el fin de la jornada: las mismas personas, la misma hora y los mismos comentarios sobre -¡qué sé yo!- compañeros de trabajo y chismes varios.

No pude despedirme de ellas, aunque yo sabía que ese momento llegaría y ya no vería sus cabellos rubios de mayor ni me sorprendería por el tono rojo atrevido de una de ellas. 

- Negre, deberías decirles adiós el último día que tengas que hacer ese viaje -me dijo mi amiga una mañana, entre carpetas y tizas de la sala de profesores.

- ¿Cómo iba a hacer yo eso? -pregunté, sorprendida: no me gusta hablar en público, no me gusta lo que no puedo controlar. No me gustan las sorpresas. 

- Porque escribirás sobre ellas para retener el momento y no lo sabrán... -me respondió, serena como siempre.

La última tarde se cumplió hace hoy casi una semana. Era miércoles y lo que me llevaba, semana tras semana, a un barrio alejado de Madrid, llegaba a su fin; confiaba verlas, acomodar el paso silencioso de mis zapatillas de cuero al taconear firme de ellas y despedirme de cada una -pareja de compañeras, amigas al fin y al cabo, por lo que lunes a lunes pude observar- mentalmente. Pero no las vi y caminé sola por el pasillo, tomé la curva rodeada por desconocidos y las busqué en el asiento de piedra de la derecha, en el que las tres nos sentábamos a dejar pasar los cinco minutos de espera: ellas, hablando del día, yo, leyendo acompañada por ellas...


    

lunes, 30 de noviembre de 2015

Hoy es el cumpleaños de Niña Pequeña (van 9)

Mamá.

- ¿Hum?

- Mamá, dame una pista sobre mis regalos -me dice con los ojos luminosos.

- No puedo, Niña Pequeña, ¡que entonces no serían sorpresa! -le digo, sonriendo.

- Ah. Claro... -me dice, pensativa. 

...

- Mamá.

-¿Hum?

- Mamá, creo que las sorpresas hoy me gustan solamente a medias -me dice, mientras le señala a su oso de peluche favorito los años que hoy cumple: 9 años de noches de otoño frío e invernal. 9 años de una vida por empezar. 


 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Dama y caballero



Ella no lo sabe, pero él ha sacado un peine de brillante carey antes de verla: en la escalera automática, pasándolo ligero con la mano derecha  y repasado cada lado con la izquierda, con la rapidez y precisión que sólo la edad y las canas puede conceder... Apuesto y caballero me lo imaginaba yo, dos o tres escalones más abajo, donjuán entrado en años y raya de pantalón impecable, gris todo, diplomático.

Él no lo sabe, pero ella le espera un vestíbulo más arriba, arreglando coquetamente el fular violáceo, a juego ligero con el traje de chaqueta y sus manos cuidadas de uñas perfectas; se recompone el pelo apenas unos minutos antes de que él llegue a su encuentro.

Se acercó él y a ella se le iluminó la cara, dejándose besar en ambas mejillas. No oí lo que se dijeron, pero adiviné, otro vestíbulo más arriba, que él le había ofrecido, galán, el brazo, y ella se había dejado mecer...

 

sábado, 14 de noviembre de 2015

Tengo un alumno que es un guepardo.


Se sienta al fondo, pero no es como los que se sientan allí, a la derecha. Él tiene la mirada afilada de ironía contenida, y no son los suyos los ojos de aquella otra compañera, rabiosa y hambrienta de miradas: él observa como el guepardo que calcula la fuerza de la gacela más débil, porque sabe que puede y que si quiere, podría cazarla sólo por el gusto de demostrar a toda la sabana de su clase que es la fiera dominante.

Lo adivino ya mayor, pasada esta enfermedad pasajera y necesaria que es la adolescencia y la fiebre de las hormonas, seguro y dueño de sí, caminando con paso decidido por un pasillo de cristaleras, el del undécimo piso del edificio de oficinas, la línea recta de su traje de chaqueta, impecable. Guepardo, al fin al cabo, y seguro que por entonces ya zorro viejo. Supongo que en ese tiempo tendrá la mirada aguda y condescendiente, cediendo el terreno calculado para simular ser quien no es, todo genio, como lo era en el pasillo del tercer piso: nada inocente.

Yo tengo suerte, porque no soy su presa; y como no lo sería, y él lo sabe y yo sé que lo sabe y él sabe que yo lo sé, sólo me mira penetrante y vivo, y se ríe porque los dos sabemos de su habilidad, pero callamos para poder yo observar cómo vigila...

-¿Preparado? -le pregunto, una mañana más, como siempre, mientras él controla su sitio desde el quicio de la puerta.

- Claro, Negre -me responde, con media sonrisa.

   

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Una historia de trenes.

Me recordó a mí misma años atrás, cuando comenzó mi particular lucha con Popistar para dar de baja el módem usb, tarea que parecía imposible por lo ardua y áspera, o cuando, más recientemente, me debatí al filo de la invisibilidad cibernética: 

- Hola, buenos días. 

- Hola, dígame en qué puedo ayudarle.

- Quería dar un aviso por una incidencia de mi módem... Sí... Espero... Claro, claro, a este otro número... Sí... No: he llamado varias veces. Sí... No: no hay conexión. Sí. Sí... Claro, les da señal de que va bien, pero no...

Joven, morena, moderna, de edad indefinida, en esa neblina que hay entre los veintitantos y los treintapocos, de bolso grande que parece mochila o zurrón quijotesco, móvil en ristre, leggings antiguos, pierna flaca y sin perro corredor. El vagón de tren disculpando la conversación con miradas curiosas.

- Vamos a ver -dice ella-, he llamado ya varias veces, quiero saber el estado de mi traslado.

Acompaña un silencio, un segundo, ella abre grácilmente -como sólo pueden hacerlo ellas, las de entre veintitantos y treintapocos- un barrita moderna y energética, chocolate, muesli, todo herbolario y naturaleza pegajosa. 

- Sí... Ya he llamado más veces, sí, al número indicado, sí. No... No... 37. 64. 

Medidas que barruntamos no son las de los leggings -aunque podrían serlo, a la vista de sus también moderna y esbelta cintura, veintitantos, treintaypocos

- Me va a decir usted que no he llamado yo a ese teléfono ya. Que me he mudado, oiga, que quiero saber cómo va mi traslado.

Internet. La gloria de la nube. La red galáctica. Popistar. Mi infancia cibernética son recuerdos de un módem sin Sevilla.

- ¿Sabe que le digo? Que me doy de baja. Que llevo ya dos semanas así, que ya está bien. 

Presuponemos que la cosa no ha ido bien. La joven -morena, moderna, veintitantos, treintapocos, 37, 64- hace gestiones con su teléfono tras colgar, mientras masculla injurias, quejas y lamentos que nadie escucha al final de la línea. Una hebra de solidaridad y empatía me encoge el corazón, mientras levanto la vista de mi libro.

- No conseguirás nada por teléfono: escríbelo en Twitter. Las redes sociales, su poder, hazlo público. ya verás -le digo, experimentada clienta insatisfecha. Me mira con sonrisa de medio lado, como quien reconoce en el otro a un compañero de camino y fatigas.

- ¿En serio?

- En serio. Hazme caso. Me lo arreglaron a mí en dos días. La red es muy fuerte. 

Me da las gracias, moderna, urbanita, entre veintitantos y treintapocos. Casi le hubiera pedido que me buscara en la red, para seguir la historia, para escribir sobre ella. 

 

sábado, 12 de septiembre de 2015

Inicio de curso: comienza el duelo.

Hay un nuevo alumno al fondo a la derecha. Como aquel otro, es también moreno, aunque su cabello no se revuelve en guedejas ni muestra honradez en sus ojos, sino la mirada desafiante del león que otea su presa. Aquel confiaba en mi palabra para que su madre le dejara ya salir del colegio y reunir sus sueños rotos de escolar con poco futuro; este otro no me conoce, lo miro y quiero verle, me mira y me provoca: obligación de escolares con poco futuro, ver hasta dónde el profesor está dispuesto a trazar la línea de frontera...

Se recuesta en la pared de azulejos desvaídos, dejando sobre la mesa -otro más- una mochila vacía; canturrea con voz monótona, pero audible, retando a cualquiera a hinchar pecho y plantarle cara. Los otros 30 alumnos respiran el aire tenso de la espera y los dos del fondo me miran de reojo. Me conocen. Ignoro el reto que me lanza en el primer día de clase y el tarareo va cesando durante mi paseo entre los pupitres de sus compañeros. 

- Igual deberías sentarte bien -le digo, con voz amable y marcando bien las sílabas en una bravata-. Por si luego te duele la espalda. 

- No, profe -contesta, cortante, rival-: estoy comodísimo -dice, mientras se abraza a la mochila, ablandada de vacío: sin estuche, sin cuaderno, sin un libro. Adivino que sólo tiene el bocadillo del recreo y, escondido, un paquete clandestino de tabaco.

Han comenzado las clases...

 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Hoy, día sin coche.



Hoy fui andando por la calle. Sí. Como suena: tap, tap. Tap, tap. Y la acera era más gris que otras veces, las hojas de los árboles, más amarillas, luciendo ya otoño, el cielo más azul, la gente, más densa. Notaba el vaivén de la mochila en la espalda y oía las espirales de agua de mi botella y hasta el aire hizo un remolino de papeles y bolsas... Caminaba -tap, tap, tap, tap- y el sol brillaba, la calle bullía, un niño arrastró a su madre y hasta me pareció que respiraba...

   

lunes, 6 de julio de 2015

Los deberes de verano no sirven para nada.

Falta poco para que oiga la máxima del verano: 

- Pues sí, Negre, a ver si empieza el colegio, que los niños se aburren en vacaciones

Espeluznante. 

No será ahora cuando alguien me lo diga, pues todavía madres y padres de retoños y adolescentes viven en la resaca de boletines de notas en los que lo que se pregunta no es cuántas asignaturas has aprobado, sino cuántas has suspendido -por aquello de que lo normal es no superar nada, tal cual están las cosas, que así los jóvenes adultos, acostumbrados desde niños a la máxima de mínimo esfuerzo, pensarán menos. Ellos, los adultos, aún casi no se han dado cuenta de que el colegio acabó y de que los diez meses en los que los profesores se encargan de sus hijos ya han pasado, esos docentes están ahora cargando pilas -o estudiando, o preparando material o convirtiendo lo bueno del curso en mejor, o en olvidar las pesadillas invernales- y sí: les toca a ellos. 

Espeluznante.

Que un vecino, o una amiga, o 140 caracteres me insinúen que un niño se aburre en vacaciones y que lo que tiene que hacer son cuadernillos de deberes de verano, hojas de repaso de cuentas y caligrafías, comentarios de lecturas no elegidas por el pequeño -o el adolescente-,... Señoras, señores: los deberes no valen para nada. O sí. Para acallar conciencias, para inmovilizar aulas o para tener a los niños medio tranquilos un rato en casa. 

- Negre, ¿qué tengo que hacer en verano? -me decía una alumna unos días antes de terminar el curso. Rubia, ojos azules, trabajo impecable todo el curso, capaz de relacionar unas ideas con otras y enlazar aprendizajes previos con nuevos, educada hasta el extremo y candorosa en el trato. Doce años bien llevados, infantiles, dóciles, curiosos.

- Leer, pequeña, leer -le contesté, mientras sostenía su mirada asombrada de dos meses sin trabajo extra que no necesitaba y asomaba una sonrisa en su cara preadolescente. 

Esta, mi alumna, no se aburrirá en el periodo estival. Y me la imagino haciendo los deberes necesarios: horas de lectura en el sofá del piso de la playa, carreras y juegos de pelota y pala a orillas del mar, paseos con helado viendo como atardece, charlas de sobremesa con sus padres o siestas de recuperar energías en la terraza soleada. Y en invierno -ese largo invierno que comienza a principios de septiembre y acaba a finales de junio, laboral, escolar, inmovilista las más de las veces- ya vendrán las tareas, los libros de texto, cuadernos de grapas y evaluaciones. 

Porque de eso, de la utilidad de las evaluaciones -las sumativas, las que todo el mundo entiende, las que deberían ser las menos-, de esas ya hablaré en otro momento...

    

miércoles, 1 de julio de 2015

Hace falta tensión.




Hace falta tensión, Negre -dice al grupo como sólo sabe hacer, enarcando una ceja-. Hace falta tensión -repite, marcando con fuerza la /n/, dejando apenas un nanosegundo entre sílaba y sílaba: tennn...sión. 

Porque la tensión nos empuja hacia delante y nos hace avanzar, Negre -continúa. Y tensión me suena a mí, de repente, en los segundos en que tardo en pasarlo todo meticulosamente al acta que hago durante la eterna reunión, a crisis y a cambios y a estar atentos, en vigilancia para no pasar de puntillas. Tensión, la de mi espíritu ignaciano de buscar en cada día dónde quedó la razón para levantarse. Tensión es movimiento impune a pesar de los rechazos y se desmolda en las vacaciones de un profesor que, cierto, no estuvo diez meses en la mina, pero su alma está ya rota a más cuarenta grados de termómetro de acera.

Y son necesarias personas que mantengan esa tensión, Negre, dice de nuevo. Yo creo que es consciente de que tiene autoridad sobre mí cuando habla, que -efectivamente, como le he oído alguna vez- a él nunca nadie le dice no cuando lo pide, porque decirle eso es como quitarle de golpe el respeto debido o insultar a su presencia constante y callada. Por eso, por su autoridad, afianza la palabra: tensión, tennnsión, y si él lo dice, sin duda será cierto: voltaje, intensidad, fuerza, resistirse a fuerzas que se atraen o se rechazan y no salir huyendo a refugiarse, aunque prefiero, en el fondo, mientras tecleo, aquello de crisis y cambios que hacen avanzar. E imagino que lo dice, él, mi amigo Josémanuel, porque de cambios, crisis, tracciones y vivir intensamente la vida, sabe un rato.

Por si acaso, termino el acta, doy por concluida conmigo misma la reunión, la envió por correo electrónico a quien procede y me niego a asumir, un año más, un cargo colegial que ya no me corresponde.

- Tras hablar contigo, Negre -me dijo hace un mes él, el que fue mi jefe-, ahora entiendo que es por un acto de coherencia. 

Pues eso. Adiós. Hola. Bienvenidos, cambios, tensión, tracciones, voltajes.


   

martes, 2 de junio de 2015

¿Qué haces con el tiquet del parking?

Frenar el Negrevercarruaje suavemente, equilibrar pie derecho, caja de cambios, la ventanilla que baja automáticamente, el botón que es apretado, el tiquet del garaje y salpicadero. La tentación vencida de sujetar la tarjeta con la boca, como en un suave beso apresurado, como si no fuera posible alargar la mano para dejarla: la prisa por seguir, levantar el pie del freno, acelerar ligeramente, subir -o no- la ventanilla, buscar dónde aparcar en este parking cercano a la estación.