La intemperancia, por supuesto, caracteriza a Haddock, mejor aún que el ron o el whisky, palabras que embriagan al ardiente Capitán. Colérico crónico, cediendo constantemente a su propensión, bebe en su inagotable léxico de impresionantes insultos para regar a sus enemigos. En sus crisis se deja arrastrar, , en un sostenido crescendo, la violencia de la invectiva se exacerba hasta el más alto grado de delirio verbal.
El singular heroísmo del Capitán no podría expresarse sino con un lenguaje original. Está claro que la ofensa encierra la fuerza catártica de los viejos tacos, pero para aniquilar al enemigo, para insultarlo a muerte, no se acomoda a convencionalismos del género. Nada de palabrotas muy poco argot. De la boca furiosa de Haddoc no brotan jamás apóstrofes groseros. Exentos de toda bajeza, estos sordida verba o tienen nada de sórdidos; aunque son lanzados para ofender al adversario, estos insultos no hieren jamás los ojos del lector. Philippe Goddin, en Hergé y Tintín, Reporteros, narra como la palabra Clysopompe, inconsideradamete proferida por Haddock, fue tachada de su vocabulario.
Haddock no se abandona a la simple liberación con un vocabulario adaptado a su temperamento. Su gusto inmoderado por el anatema se inscribe dentro de una tradición literaria, la de los polemistas más virulentos, quienes, de Juvénal a Céline, de Rabelais a Bloy, de la sátira menipea al dadaísmo y al surrealismo, pasando por Ernest Coeurderoy, Jules Vallès, George Darien, Guy Debord, Carlo Emilio Gadda, Octave Mirbeau (el autor sólo nombra aquí sus preferencias), se liberan de una cólera o de un desespero luchando con las palabras, armas mortíferas en esta perpetua guerra dirigida contra los mediocres y los malvados.
Si Haddock lucha tan bien es porque su panoplia, como la que adorna los muros de la villa de Tartarin, es de una diversidad increíble. Hace flechas de todo palo para lanzar al adversario. Anatomía, botánica, criminología, dietética, economía, entomología, etnología, historia, literatura, medicina, meteorología, moral, ornitología, psiquiatría, química, retórica, teología, zoología son algunas de las categorías a las que recurre la furia enciclopédica del Capitán.
Guardián de la lengua, Haddock vuelve a poner en circulación, sin que nadie lo esperara, arcáicos o desusados vocablos tales como: anacoluto, ectoplasma, oficleido, zuavo... Rompiendo con todos los estereotipos del insulto, estas palabras, violentamente iluminadas por los rayos de la rabia, golpean la imaginación y se instauran en la memoria de los hombres. Algunos se han convertido en clásicos: bachi-buzuk, vendedor de alfombras, bebe-sin-sed; otros continuarán mucho tiempo intrigándonos.
La riqueza de este diccionario n oes la de un museo, donde las estructuras morfológicas se conservan en tarros de formol. Conservatorio de la lengua, de la que Haddock es, por encima de todo, inventivo ilustrador.
Gracias a él, desprovistas de su uso convencional, arrancadas de la rutina, las palabras son lanzadas en un espléndido y barroco vuelo que les devuelve un vigor sorprendente. Como inspirado poeta, el Capitán restituye a los vocablos su valor sonoro, forja de inesperadas metáforas, ametrallador de estrepitosas imágenes.
En toda la poesía antigua y entre nuestros poetas del siglo XVI, la inspiración estaba concebida como una embriaguez otorgada por los dioses. No es pues una coincidencia que en la obra de Hergé este "ardiente furor" -como decía Ronsard- lo encarne un borrachín.