Durante
los primeros años de vida apenas fui consciente de su presencia y de su
sonrisa, pero supongo que siempre supe que estaba ahí, que podía recurrir a él
si tenía algún problema. Sé ahora que me vigilaba de reojo mientras iba
rellenando con letra pulcra, poco a poco, los libros de pasatiempos con los que
siempre se entretuvo.
Cumplí
años, soplé velas y pasamos las tardes juntos, cada uno en sus juegos y en sus
tareas.
Hoy,
recién cumplidos los diez, sintiéndome mayor y fuerte, me paro junto a él y lo
miro. Su sonrisa sigue ahí, pero no tiene gracia alguna. Sus ojos están fijos
en un punto más allá de mi espalda pero no me ve. Estamos en la misma
habitación de siempre pero está perdido, y yo no logro encontrar a mi abuelo en
él aunque lo sea.
Bajo
la cabeza. El cuaderno de pasatiempos está en sus manos, abierto por la página
36 con ese laberinto gigante que no creo que vaya a terminar nunca. Es entonces
cuando decido dejar de jugar, que lo haré yo y que lo traeré de vuelta.
(microrrelato
escrito para la convocatoria de ENTC
del mes de junio: “…en el laberinto…”)
Precioso. Muy tierno y evocador, aún guardando una gran amargura de realidad.
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