DÍA SANTO
transcrito por sidonie
“¿No tenéis ningún camino que cruce al otro lado?” preguntó Andrew finalmente.
Tally negó con la cabeza entre suspiros, mientras un cosquilleo le recorría los dedos estirados, como le había ocurrido en todos los puntos del bosque por donde había tratado de seguir avanzando desde hacía una hora. La barrera de muñecos se extendía de forma ininterrumpida hasta donde se perdía su vista, y todos ellos parecían funcionar a la perfección.
Al apartarse del fin del mundo, el hormigueo que sentía en las manos disminuyó. Tras lo que había experimentado en su primer intento de traspasar aquella frontera, Tally cejaba en su empeño en cuanto sentía aquel cosquilleo –con una vez bastaba–, pero estaba convencida de que los otros muñecos tenían la misma potencia que el que la había obligado a hincarse de rodillas en el suelo. Las máquinas de la ciudad podían durar mucho tiempo, y los árboles acumulaban energía solar de sobra.
“No. No hay otro camino.”
“Yo creía que sí lo había” dijo Andrew.
“Pareces decepcionado.”
“Confiaba en que pudieras enseñarme… lo que hay más allá.”
Tally frunció el ceño.
“Pensaba que no me creías cuando te decía que había algo más allá.”
Andrew sacudió la cabeza enérgicamente.
“Te creo, Tally. Bueno, lo del vacío sin aire y la gravedad no, pero debe de haber algo más allá. La ciudad donde vives debe ser real.”
“Donde vivía” le corrigió ella, alargando los dedos de nuevo. Enseguida notó en ellos un cosquilleo increíble, como si hubiera estado sentada encima de su mano una hora o más. Tally retrocedió, frotándose el brazo. No tenía la menor idea de la tecnología que utilizaba la barrera, pero seguir intentando traspasarla no debía de ser muy recomendable para la salud. No tenía mucho sentido arriesgarse a sufrir un daño irreparable en el sistema nervioso.
Tally miró a los muñecos colgados que parecían mofarse de ella mientras danzaban mecidos por la brisa. Estaba atrapada allí dentro, en el mundo de Andrew.
Recordó todas las travesuras que había hecho en sus días de imperfecta, como salir a escondidas de su residencia para cruzar el río por la noche y colarse en una fiesta de la mansión de Peris, después de que este se hubiera convertido en perfecto. Pero sus habilidades de perfecta no tenían por qué funcionar allí fuera. Por la conversación que había mantenido con la doctora Cable, sabía que las fronteras de la ciudad eran fáciles de burlar. La seguridad estaba concebida para estimular la creatividad de los imperfectos, no para acabar con el sistema nervioso de un posible intruso.
Sin embargo, aquella barrera había sido creada para mantener a los peligrosos preoxidados lejos de la ciudad y proteger a los campistas, los excursionistas o a cualquier otra persona que vagara por el bosque. No parecía que aquellos muñecos fueran a sucumbir a los toques que Tally pudiera darles con la punta de su cuchillo.
El hecho de pensar en las travesuras que había hecho siendo imperfecta la llevó a echar mano de la honda que tenía en el bolsillo trasero. No parecía muy probable que con ello pudiera burlar la seguridad que protegía la frontera del fin del mundo, pero tal vez mereciera la pena intentar una aproximación directa.
Tally encontró una piedra lisa y plana y la colocó en la honda; al tirar del trozo de cuero, este crujió. Luego la soltó y la piedra salió disparada, pero se desvió aproximadamente un metro del muñeco más cercano.
“Supongo que me falta un poco de práctica.”
“¡Young Blood!” exclamó Andrew. “¿Es eso sensato?”
Tally sonrió.
“¿Acaso tienes miedo de que rompa el mundo?”
“Se dice que los dioses han puesto a esos hombrecillos ahí para señalar la frontera del olvido.”
“Sí, bueno. Supongo que son más bien como las señales de ‘Pasar’ y ‘No pasar’… para que no os mováis de aquí. El mundo sigue más allá, créeme. Esto no es más que un ardid para impedir que lo sepáis.”
Andrew apartó la mirada, y Tally pensó que iba a seguir discutiendo con ella, pero en lugar de ello se arrodilló y cogió una piedra del suelo del tamaño de su puño. Luego echó el brazo hacia atrás, apuntó y la lanzó. En cuanto la piedra salió disparada de su mano, Tally vio que daría justo en el blanco. Al impactaren el muñeco más cercano, este comenzó a dar vueltas, haciendo que el cordel se tensara alrededor de su cuello; luego la figurilla giró hacia el otro lado, desenrollándose como un tapón.
“Eso ha sido muy valiente por tu parte” comentó Tally.
Andrew se encogió de hombros.
“Como ya te he dicho, Young Blood, creo en lo que dices. Puede que esto no sea realmente el fin del mundo. Si eso es cierto, quiero ver lo que hay más allá.”
“Bien hecho.”
Tally dio un paso al frente y estiró una mano. No había cambiado nada; sus dedos zumbaron con la energía latente que había en el aire y un hormigueo le subió por el brazo hasta que lo retiró. Claro. Todo sistema diseñado para aguantar en la intemperie durante décadas, sobreviviendo a las granizadas, a los animales hambrientos y a los rayos, podría resistir probablemente el impacto de unas cuantas piedras.
“Esos hombrecillos siguen haciendo su función.” Tally se frotó los dedos para reactivar la circulación de la sangre. “No sé cómo se puede traspasar esta frontera, Andrew. Pero el intento ha estado bien.”
Andrew estaba mirándose la mano vacía, como si estuviera un tanto sorprendido consigo mismo por desafiar la obra de los dioses.
“Es raro querer traspasar el fin del mundo, ¿no?”
Tally se echó a reír.
“Bienvenido a mi vida. Aunque siento haberte hecho venir hasta aquí para nada.”
“No, Tally. Ha estado bien verlo.”
Tally trató de interpretar la expresión de su rostro, que reflejaba una mezcla de intensidad y desconcierto.
“¿Ver qué? ¿Cómo resulta seriamente dañado mi sistema nervioso?”
Andrew negó con la cabeza.
“No. Tu honda.”
“¿Cómo dices?”
“Cuando vine aquí de niño, sentí los hombrecillos arrastrándose dentro de mí y me entraron ganas de volver a casa corriendo.” Andrew la miró, aún perplejo. “Tu reacción, en cambio, ha sido la de tirarles una piedra. Ignoras muchas cosas que hasta un niño sabe, pero tienes una idea muy clara de cómo es este… ‘planeta’. Actúas como si…” Su voz se fue apagando, como si el conocimiento que tuviera del lenguaje de la ciudad se le quedara corto.
“¿Cómo si viera el mundo de un modo distinto?”
“Sí,” respondió Andrew en voz baja, con una mirada más intensa aún que antes.
Lo más probable, pensó Tally, era que Andrew nunca se le hubiera pasado por la cabeza hasta aquel momento que la gente pudiera ver la realidad de formas completamente distintas. Entre sobrevivir a los ataques de los intrusos y conseguir la comida que necesitaban para subsistir, a los aldeanos no debía de quedarles mucho tiempo para discusiones filosóficas.
“Eso es lo que pasa cuando uno sale de la reserva,” dijo Tally. “Quiero decir, cuando uno va más allá del fin del mundo. Y hablando de eso, ¿estás seguro de que vayamos a donde vayamos nos encontraremos con esos hombrecillos?”
Andrew asintió.
“Mi padre me explicó que el mundo era un círculo, y que había siete días de camino a pie de punta a punta. Este es el límite más cercano a nuestro poblado. Pero mi padre recorrió en una ocasión todo el perímetro del mundo.”
“Interesante, ¿Crees que buscaba una salida?”
Andrew frunció el ceño.
“Nunca me lo dijo.”
“Bueno, me imagino que no consiguió encontrar ninguna. ¿Y cómo voy a salir de este mundo vuestro y llegar a las Ruinas Oxidadas?
Andrew se quedó en silencio un rato, pero Tally vio que estaba pensando, tomándose su tiempo mientras cavilaba sobre la pregunta que le había hecho.
“Tendrás que esperar al próximo día santo,” respondió finalmente.
“¿Al próximo qué?”
“Los días santos señalan las visitas de los dioses. Y siempre vienen en aerovehículos.”
“Ah, ¿sí?” Tally suspiró. “No sé si a estas alturas ya te lo habrás imaginado, pero en teoría yo no debería estar aquí. Si los dioses mayores me ven, estoy acabada.”
Andrew se echó a reír.
“¿Crees que soy tonto, Tally Young Blood? Por la historia que contaste de la torre, deduzco que te han expulsado.”
“¿Expulsado?”
“Sí, Young Blood. Por eso llevas esa marca,” dijo Andrew, rozándole la ceja izquierda.
“¿Marca? Ah, vale…” Por primera vez desde que estaba allí, Tally se acordó del tatuaje flash que lucía en la frente. “¿Así que crees que esto tiene algún significado?”
Andrew se mordió el labio, bajando la vista del rostro de Tally al suelo.
“Seguro del todo no lo estoy. Mi padre nunca me enseñó esas cosas. Pero en mi pueblo solo marcamos a aquellos que han robado.”
“Ya. Pero pensabas que, fuera por lo que fuera, me habían… marcado, ¿no?”
Andrew volvió a alzar la vista avergonzado, y Tally puso los ojos en blanco. No era de extrañar que su presencia hubiera confundido tanto a los aldeanos; al verla, debieron de pensar que el tatuaje flash era una especie de signo deshonroso.
“Pues no es más que una moda. A ver, te lo explicaré de otro modo. Es algo que mis amigos y yo hicimos por diversión. ¿No te has fijado que a veces se mueve?”
“Sí. Cuando te enfadas, y también cuando sonríes, o cuando te quedas pensativa.”
“Exacto. Pues a eso se le llama ser ‘chispeante’. El caso es que me he escapado. No me han expulsado.”
“Y querrán llevarte de vuelta a casa, claro. Pues verás, los dioses cuando vienen dejan sus aerovehículos y van andando al bosque…”
Tally pestañeó antes de que una sonrisa iluminara su rostro.
“¿Y tú me ayudarías a robar a los dioses mayores?”
Andrew se limitó a encogerse de hombros.
“¿No se enfadarán contigo?”
Andrew suspiró y se acarició la mandíbula lampiña mientras reflexionaba sobre ello.
“Debemos tener cuidado. Pero me he dado cuenta de que los dioses no son… perfectos. Al fin y al cabo, tú lograste escapar de la torre.”
“Vaya, vaya, dioses imperfectos.” Tally dejó escapar una risita. “¿Qué diría tu padre, Andrew?”
“No estoy seguro,” respondió él, negando con la cabeza. “Pero no está aquí. Ahora soy yo el sacerdote.”
Aquella noche acamparon cerca de la barrera de los hombrecillos. Según Andrew, era poco probable que alguien, fuera intruso o no, se aventurara a acercarse hasta allí de noche. Aquel era un lugar que infundía pavor a causa de la superstición; además, a nadie le atraía la idea de acabar con el cerebro fundido por levantarse para hacer pis en plena noche y meterse donde no debía.
A la mañana siguiente emprendieron el camino de vuelta al poblado de Andrew, dando un rodeo para evitar pasar por las tierras de caza de los intrusos. El trayecto duró tres días, en el transcurso de los cuales Andrew hizo gala de su conocimiento del bosque, mezclando su sabiduría de aldeano con los conocimientos científicos que había adquirido de los dioses. Entendía el ciclo del agua y tenía nociones sobre el funcionamiento de la cadena alimenticia, pero después de un día de discusión sobre la gravedad, Tally se dio por vencida.
Llegaron a las proximidades del poblado cuando aún faltaba casi una semana para el siguiente día santo. Tally pidió a Andrew que le buscara una cueva donde esconderse, una que estuviera cerca del claro donde los dioses aparcaran sus aerovehículos. Había decidido quedarse donde no la vieran. Si ninguno de los aldeanos sabía que había vuelto, no podrían delatarla a los dioses mayores. Y tampoco quería que culparan a nadie de esconder a un fugitivo.
Andrew se dirigió de vuelta a casa, donde tenía pensado contar cómo había traspasado Young Blood la frontera del fin del mundo. Al parecer, los aldeanos sabían mentir… al menos los sacerdotes.
Y su historia sería cierta en cuanto Tally pudiera hacerse con un aerovehículos. No era una conducta experimentada, pero había hecho el mismo curso de seguridad que hacían todos los imperfectos a los quince años, en el que enseñaban a volar recto, a nivelar el aparato y a aterrizar en caso de emergencia. Tally sabía que algunos imperfectos se pasaban el día volando como una travesura más de las suyas, y decían que era fácil. Claro que lo único que robaban eran vehículos a prueba de tontos que volaban sobre la reja metálica de la ciudad.
Sin embargo, no podía ser mucho más difícil que ir en aerotablas, ¿no?
Durante los días de espera en la cueva, Tally no podía dejar de pensar en cómo estarían los demás rebeldes. Mientras había tenido que preocuparse por su propia supervivencia, no le había costado olvidarse de ellos. Pero ahora que se pasaba el día sin tener otra cosa que hacer más que mirar el cielo, Tally veía cómo aquella preocupación la sacaba poco a poco de quicio. ¿Habrían escapado los rebeldes de la persecución de los especiales? ¿Habrían encontrado ya a los habitantes del Nuevo Humo? Y, lo más importante, ¿cómo estaría Zane? Solo esperaba que Maddy hubiera podido curar sus dolencias.
Tally recordó los últimos minutos que habían pasado juntos antes de que Zane saltara del globo… las últimas palabras que él le había dicho. En su maltrecha memoria no conservaba ningún recuerdo como aquel. Las palabras de Zane la habían hecho sentir mucho mejor que cualquier travesura o sensación chispeante de su vida, como si el mundo hubiera cambiado para siempre.
Y ahora ni siquiera sabía si Zane seguía con vida.
Su estado de ánimo empeoraba al pensar que Zane y los otros rebeldes debían de estar igual de preocupados por ella, preguntándose si la habrían capturado o se habría matado en la caída. Habrían esperado verla en las Ruinas Oxidadas hacía al menos una semana, y a aquellas alturas seguro que pensaban lo peor.
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Zane se rindiera y la diera por muerta? ¿Y si nunca lograba salir de la reserva? Nadie tenía una fe que durara eternamente.
Cuando no se atormentaba con aquellos pensamientos, se dedicaba a hacerse preguntas sobre el limitado mundo de Andrew. ¿Cómo habría aparecido? ¿Por qué permitirían a los aldeanos vivir allí, cuando el Humo había sido destruido sin piedad? Tal vez se debiera al hecho de que los aldeanos estaban atrapados, con sus creencias en antiguas leyendas y su sed de venganza desde tiempos inmemoriales, mientras que los habitantes del Humo sabían la verdad acerca de las ciudades y la operación. Pero ¿qué sentido tenía mantener viva una cultura salvaje, cuando el objetivo primordial de la civilización era precisamente frenar las tendencias violentas y destructivas de los seres humanos?
Andrew la visitaba todos los días, y le llevaba frutos secos y tubérculos con los que acompañar su comida de dioses deshidratada. Asimismo, insistió en ofrecerle tiras de carne seca hasta que Tally se dignó a probarla. Su sabor se correspondía con su aspecto, tan saldado como un alga y tan duro como un zapato viejo, pero Tally aceptaba con gratitud todo lo demás.
A cambio le contaba historias del lugar de donde venía, sobre todo aquellas que mostraban que en la ciudad de los dioses no todo era de una perfección divina. Le habló de los imperfectos y de la operación, y le reveló que la belleza de los dioses no era más que un mero truco tecnológico. A Andrew se le escapaba la diferencia entre magia y tecnología, pero aún así la escuchaba con atención. Había heredado un sano escepticismo de su padre, cuyas experiencias con los dioses, al parecer, no siempre habían inspirado al viejo sacerdote todo el respeto que merecían.
Sin embargo, Andrew podía ser una compañía de lo más frustrante. A veces hacía reflexiones muy perspicaces, pero otras veces tenía una mente tan obtusa como cabía esperar de alguien que creía que el mundo era plano, sobre todo en lo referente a la supremacía masculina, un tema especialmente irritante para Tally. Ella sabía que tenía que ser más comprensiva, pero no estaba dispuesta a dejarle pasar ni una; nacer en una cultura que daba por sentado que las mujeres eran criadas de los hombres no parecía que casara con el plan. A fin de cuentas, Tally le había vuelto la espalda a todo lo que le habían hecho anhelar desde pequeña: una vida sin esfuerzo, una belleza perfecta y una mentalidad de perfecta. Así pues, le parecía que Andrew podía aprender a asar sus propios pollos.
Puede que las barreras que rodeaban el mundo de perfección de Tally no fueran tan visibles como los hombrecillos que pendían de los árboles, pero resultaban igual de infranqueables. Tally recordó cómo se había acobardado Peris al asomarse desde el globo y ver la naturaleza que se extendía a sus pies, y cómo se había mostrado reacio a saltar y dejar atrás todo lo que conocía. Todo el mundo estaba condicionado por el lugar donde nacía, confinado por sus propias creencias, pero al menos había que intentar que la mente se desarrollara más allá de dichos límites. De lo contrario, era como si uno viviera en una reserva, adorando a un puñado de falsos dioses.
Llegaron al amanecer, tal como estaba previsto.
Desde lo alto le llegó el estruendo de dos vehículos… de los que utilizaban los especiales, cada uno con cuatro hélices elevadoras que permitían propulsar el aparato en el aire. Era una manera ruidosa de viajar, y el viento que generaba sacudía los árboles como en una tormenta. Desde la entrada de la cueva, Tally vio una enorme nube de polvo que se elevaba desde la zona de aterrizaje, y luego oyó el gemido de los rotores convertido en una profusión de reclamos asustados. Tras casi dos semanas de sonidos naturales, el estrépito de los potentes motores le resultaba extraño, como si fueran máquinas de otro mundo.
Tally se acercó con sigilo al claro con la luz del alba, moviéndose en un silencio absoluto. Tras haber recorrido aquel mismo camino cada mañana a modo de ensayo, había acabado familiarizándose con cada árbol que había a lo largo del trayecto. Por una vez, los dioses mayores iban a enfrentarse a alguien que conocía todos sus trucos, y que tenía los suyos propios.
Al llegar al borde del claro, se detuvo al abrigo de los árboles para observar la situación. Cuatro perfectos medianos estaban descargando el contenido de los vehículos, sacando utensilios para excavar, aerocámaras y jaulas para especímenes y metiéndolo todo en carros. Los científicos parecían campistas vestidos con ropa de abrigo gruesa, prismáticos colgados del cuello y cantimploras sujetas a los cinturones. Andrew le había dicho que nunca se quedaban más de un día, pero parecían estar preparados para pasar semanas en plena naturaleza. Tally se preguntó cuál de ellos sería el doctor.
Andrew trabajaba entre los cuatros perfectos, echándoles una mano como correspondía a un sacerdote servicial. Cuando los carros estuvieron cargados con todo el material, los científicos y él los empujaron en dirección al bosque, dejando a Tally sola con los aerovehículos.
Tally se cargó la mochila a los hombros y se acercó al claro con cautela.
Aquella era la parte más peliaguda del plan. Tally ignoraba qué tipo de sistema de seguridad llevarían a bordo los aerovehículos. Confiaba en que a los científicos no se les hubiera ocurrido activar más que las opciones de protección a prueba de niños, es decir, los códigos más sencillos que impedían que un crío se pusiera a los mandos y se fuera volando. Seguro que los científicos no suponían que los aldeanos pudieran saber los mismos trucos que una joven de ciudad como Tally.
A menos que les hubieran avisado de la presencia de fugitivos en la zona…
Pensar aquello era absurdo, naturalmente. Nadie sabía que Tally estaba allí tirada sin tabla, y desde la noche que había salido de la ciudad no había visto ningún aerovehículos. Si los especiales andaban buscándola, desde luego no lo hacían por allí.
Tally llegó hasta uno de los aerovehículos y asomó la cabeza por la puerta abierta de la zona de carga; en su interior no vio más que pedazos de espuma de embalaje moviéndose de un sitio a otro con la suave brisa. Unos pasos más allá estaba la ventanilla de la cabina del pasajero, también vacía.
En el momento en que se disponía a abrir la portezuela de la cabina, una voz de hombre le llamó la atención a su espalda.
Tally se quedó petrificada. Después de pasar dos semanas durmiendo a la intemperie, llevaba la ropa sucia y andrajosa, así que desde lejos podía pasar por alguien del poblado. Pero en cuanto se diera la vuelta, su rostro de perfecta la delataría.
El hombre le llamó la atención de nuevo en el idioma de los aldeanos, pero la entonación de su voz rasposa dejaba ver un aire de autoridad propio de un perfecto mayor. Tally oyó un sonido de pasos que se acercaban cada vez más. ¿Debía meterse de golpe en el aerovehículos e intentar escapar?
La voz del hombre fue apagándose a medida que se acercaba a ella. Se había fijado en la ropa de ciudad que llevaba bajo la capa de mugre que la cubría.
Tally se dio la vuelta.
El hombre iba equipado como los demás, con prismáticos y una cantimplora. Su rostro de perfecto mayor no podía reflejar más sorpresa. Habría salido del otro aerovehículos y se habría quedado un poco más rezagado que el resto; por eso la había pillado.
“¡Santo cielo!” exclamó, cambiando de idioma. “Pero ¿qué haces tú aquí?”
Tally pestañeó en silencio durante un instante, mientras su rostro de imperfecta adoptaba una expresión ausente.
“Íbamos en un globo.”
“¿Un globo?”
“Tuvimos un accidente. Pero no recuerdo exactamente…”
Al dar un paso adelante para acercarse a ella, el hombre arrugó la nariz. Puede que Tally tuviera el aspecto de una perfecta, pero olía como una salvaje.
“Creo que vi algo en las noticias de unos globos que tuvieron problemas, pero ¡eso fue hace un par de semanas! No es posible que hayas estado aquí todo ese…” El hombre miró la ropa hecha jirones de Tally y volvió a arrugar la nariz. “Aunque supongo que así ha sido.”
Tally negó con la cabeza.
“No sé cuánto tiempo llevo aquí.”
“Pobrecita.” Tras superar su sorpresa inicial, al perfecto mayor le embargó la preocupación. “Ahora estás a salvo. Soy el doctor Valen.”
Tally sonrió como una buena perfecta, al comprender que aquel debía de ser el doctor. Al fin y al cabo, seguro que un simple ornitólogo no conocería el idioma de los aldeanos. Aquel era el hombre que estaba al mando.
“Me da la sensación de llevar siglos escondida,” dijo. “Con todos estos locos que hay aquí fuera.”
“Sí, pueden ser realmente peligrosos.” El hombre sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que una joven perfecta de ciudad hubiera sobrevivido allí durante tanto tiempo. “Tienes suerte de haber podido mantenerte alejada de ellos.”
“¿Quiénes son?”
“Son… parte de un estudio muy importante.”
“¿Un estudio? ¿De qué?”
El hombre se rió entre dientes.
“La respuesta a esa pregunta es muy complicada. Debería informar a alguien de que te hemos encontrado. Seguro que todo el mundo está deseando saber que estás bien. ¿Cómo te llamas?”
“Pero ¿qué estudian aquí?”
El doctor Valen pestañeó, perplejo ante el hecho de que una nueva perfecta hiciera preguntas sin parar en lugar de pedir que la llevasen a casa de inmediato.
“Bueno, estamos buscando ciertos fundamentos de la… naturaleza humana.”
“Claro. Como la violencia, ¿no? La venganza.”
El hombre frunció el ceño.
“Sí, en cierto modo sí. Pero ¿cómo…?”
“Era lo que imaginaba.” De repente Tally lo veía todo muy claro. “Como están estudiando la violencia, necesitan un grupo de personas violentas y brutales, ¿no es así? ¿Es usted antropólogo?”
La confusión seguía instalada en el rostro del hombre.
“Sí, pero también soy médico. ¿Seguro que te encuentras bien?”
De repente, Tally reparó en una cosa.
“¿Un médico de la cabeza?”
“De hecho, los llamamos neurólogos.” El doctor Valen se giró con cautela hacia la puerta del aerovehículos. “Pero antes de seguir charlando creo que debería avisar de que te hemos encontrado. No me he quedado con tu nombre.”
“No se lo he dicho.”
El doctor se paró en seco ante el tono en que respondió Tally.
“No toque esa puerta,” le ordenó ella.
El hombre se volvió hacia ella de nuevo, perdiendo por momentos su compostura de perfecto mayor.
“Pero tú eres…”
“¿Una perfecta? Piénselo bien,” dijo Tally sonriendo. “Soy Tally Youngblood. Mi mente es muy imperfecta. Y voy a llevarme su vehículo.
Al doctor le daban miedo los salvajes, al parecer, incluso los de aspecto hermoso.
Se dejó encerrar en el contenedor de carga de uno de los aerovehículos sin oponer resistencia, y entregó los códigos de despegue del otro. Tally podría haber burlado el sistema de seguridad por sí sola, pero su ayuda le permitió ganar tiempo. Y la expresión del rostro del doctor Valen mientras le daba los códigos era digna de ver. Él estaba acostumbrado a tratar con los aldeanos valiéndose del respeto reverencial que infundía su condición divina, pero le bastó ver de refilón el cuchillo con el que le amenazaba Tally para saber quién mandaba allí.
El hombre contestó unas cuantas preguntas más de Tally, hasta que a la joven no le quedaron dudas sobre lo que se hacía en aquella reserva. Aquel era el lugar donde se había desarrollado la operación, pues de allí se habían sacado los primeros sujetos con los que se había puesto a prueba. El objetivo de las lesiones cerebrales era inhibir la violencia y el conflicto, así pues, ¿qué mejor que experimentar con humanos enzarzados en una enemistad mortal interminable? Como adversarios rabiosos encerrados en una misma sala, las tribus atrapadas dentro del recinto cercado de hombrecillos mostrarían todo aquello que uno quisiera saber sobre los orígenes de la violencia en el comportamiento humano.
Tally movió la cabeza de un lado a otro. Pobre Andrew. Todo su mundo era un experimento, y su padre había muerto en un conflicto que no significaba absolutamente nada.
Una vez dentro del aerovehículos, Tally se tomó su tiempo para familiarizarse con los mandos antes de despegar. El aparato parecía tener un funcionamiento similar al de un vehículo de ciudad, pero no debía olvidar que no se trataba de un vehículo a prueba de tontos, por lo que se lanzaría directamente contra una montaña si recibía dicha orden. Así pues, tendría que ir con cuidado al pasar por las altas agujas de las ruinas.
Lo primero que hizo Tally fue cargarse el sistema de comunicación para evitar que el vehículo informara a las autoridades de la ciudad de su paradero.
“¡Tally!”
Sobresaltada por aquel grito, miró por las ventanillas frontales, pero no vio más que a Andrew, que estaba solo. Tally salió por la puerta del piloto e, indicándole con un gesto que guardara silencio, señaló hacia el otro vehículo.
“He encerrado al doctor ahí dentro,” dijo entre dientes. “No dejes que te oiga. ¿Qué haces aquí?”
Andrew miró el otro vehículo con los ojos desorbitados ante la idea de que allí dentro hubiera un dios encerrado.
“Me han enviado para ver dónde estaba el doctor,” susurró. “Ha dicho que vendría detrás de nosotros.”
“Pues no se va a mover de aquí. Y yo estoy a punto de irme.”
Andrew asintió.
“Entendido, Young Blood. Adiós.”
“Adiós. No olvidaré todo lo que has hecho por mí,” dijo Tally con una sonrisa en los labios.
Andrew se la quedó mirando con aquella expresión de sobrecogimiento que inspiraban los perfectos.
“Yo tampoco te olvidaré.”
“No me mires así.”
“¿Cómo, Tally?”
“Como si fuera un… dios. Solo somos humanos, Andrew.”
Él asintió lentamente, bajando la vista al suelo.
“Lo sé.”
“Humanos que distan mucho de ser perfectos. De hecho, algunos de nosotros somos peor de lo que podrías llegar a imaginar. Llevamos mucho tiempo haciéndole cosas horribles a tu gente. Os hemos utilizado.”
“¿Y qué podemos hacer?” preguntó Andrew, encogiéndose de hombros. “Vosotros sois muy poderosos.”
“Sí, es cierto.” Tally negó con la cabeza. “Pero sigue intentando traspasar la barrera de los hombrecillos. El mundo real es enorme. Quizás consigas llegar lo bastante lejos para que los especiales dejen de buscarte. Y yo intentaré…” Tally no acabó de expresar la promesa. ¿Qué era lo que intentaría hacer?
En el rostro de Andrew se dibujó una sonrisa.
“Ahora estás chispeante,” le dijo, tocándole el tatuaje flash.
Tally asintió tragando saliva.
“Te esperaremos, Young Blood.”
Tally pestañeó y lo abrazó sin decir nada. Luego volvió a meterse en el aerovehículos y encendió los rotores. A medida que el zumbido de los motores iba en aumento, observó cómo los pájaros salían desperdigados del claro, aterrorizados por el estruendo que generaba la máquina de los dioses. Andrew se apartó de ella.
En cuanto Tally rozó los mandos, el aparato se elevó con una potencia que hizo vibrar todo su cuerpo. El movimiento de los rotores sacudió la copa de los árboles que había alrededor, pero el vehículo fue subiendo bajo control a un ritmo constante.
Tally miró abajo mientras el aparato se abría camino entre los árboles y vio a Andrew saludándola con la mano, con su sonrisa aún esperanzada llena de mellas y dientes torcidos. Tally supo entonces que tendría que volver, tal como había dicho él; ya no había más remedio. Alguien debía ayudar a aquella gente a escapar de la reserva, y no tenían a nadie más que a Tally.
La joven suspiró. Al menos había una cosa que no cambiaba en su vida: seguía complicándose cada vez más y más.
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