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Tengo un pez que se sienta en el suelo de la pecera a descansar. Mi hijo opina que no está enfermo, sino que es peza y está embarazada: necesita reposo. Para que yo me quede tranquila, el niño chuta el cristal con los dedos hasta que la peza no puede soportarlo y cambia de posición maldiciéndonos. Enseguida interviene mi hija, que por supuesto está a favor de la idea de embarazo. Propone comprar una redecilla que, en el posparto, sirva a la peza para depositar con garantías su prole en una guardería protectora. Y no es mala idea, porque todos sospechamos del gordote negro que chupa las plantas. Esa actitud de abate, ese lacónico pasar por vegetariano nos inquieta. Nos dijeron que ayudaba a limpiar el acuario, y es cierto que desarrolla su labor de un modo impecable. Eficaz. Pero igual no nos gusta mucho. Y como no hemos vuelto a saber nada del rayadito que nos divertía, un haragán que soltaba largos hilos negros rizados (ni del diminuto fosforescente, ni del blanco), por deducción el abate va a ser papá. Un papá austero y trabajador. Nos preguntamos, con ojos de huevito, si no será difícil querer a un pez que crece tanto.