Mostrando entradas con la etiqueta narrativa eslava. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta narrativa eslava. Mostrar todas las entradas

viernes, noviembre 27, 2015

Noches blancas, Fiódor Dostoievski


Trad. Marta Sánchez-Nieves. Ilust. Nicolai Troshinsky. Nórdica, Madrid, 2015. 125 pp. 18 €

Ariadna G. García

Fiodor Dostoievski apenas tenía 27 años cuando escribió su novela corta Noches blancas, obra heredera de motivos y temas románticos, aún alejada –en lo estético y en lo ideológico– de sus grandes novelas, Crimen y castigo (1866), El idiota (1868) y Los hermanos Karamazov (1880). En esta nouvelle, sin embargo, el joven escritor ruso adelanta algunos de los rasgos característicos de sus futuras obras, como el fino y detallado análisis de la psicología de cada personaje, en contraste con la escasez de datos plásticos que pudiesen retratarlos físicamente. Dostoievski delega la responsabilidad enunciativa en un narrador en primera persona que carece de nombre, pero que denomina a sí mismo un soñador. Se trata de un personaje de diseño romántico, hermano del Manrique de El rayo de luna pergeñado por Bécquer. Ambos comparten el gusto por los largos paseos solitarios, sus enamoramientos de damas irreales o su pereza vital para el desempeño de grandes trabajos. Desde el comienzo de la obra, el lector empatiza con él, con sus ansias de totalidad y con su frustración. En esto somos hijos del Romanticismo. Este soñador, por otra parte, se nos revela un personaje moderno, consciente de su estatus ontológico. No sin cierta ironía, se considera un tipo, un carácter, al que falta desarrollo, quizás porque no ha vivido lo suficiente, porque le falta un cúmulo de experiencias para acabar de hacerse. Dostoievski, con estas aprecaciones metaliterarias (tan actuales hoy), juega con las convenciones de la novela aristocrática rusa. En su monólogo –de estilo delicado y elegante–, este soñador relata a los lectores su única aventura sentimental, hito que transcurre a lo largo de tres noches blancas –en las que el sol no acaba de ponerse– en la ciudad de San Petersburgo. Esta ambientación fantástica –por lo peculiar y lo extraordinario de un fenómeno natural que sólo se registra en las inmediaciones de los Polos– avecina la obra al Romanticismo, confiere un halo de misterio a las dos criaturas que se encuentran, por azar, bajo el sol de medianoche. ¿Será verdad lo que el narrador nos cuente bajo el embrujo del solsticio de verano, o será un devaneo de su alma soñadora? Lo cierto es que, si bien la atmósfera es romántica, los monólogos que intercambian ambos protagonistas nos describen, con detalle, la miseria y estrecheces de unas vidas bastante apegadas al mundo real. Junto al canal del río, el soñador entabla un diálogo con un dama melancólica y triste. La pareja pacta confesarse sus secretos con la intención de acompañarse mientras llega –o no– el prometido de ella, tras un año de viaje. Estas largas intervenciones, junto a las réplicas cortas que se dirijan, serán las encargadas de caracterizar a cada personaje. A Dostoievski no le interesan las transiciones entre las tres noches, ni la escenografía, se centra en los diálogos. Por ellos iremos conociendo las complejidades afectivas de dos individuos que nos representan a todos con sus dudas, anhelos y contradiciones.
La edición del libro que ha preparado Nórdica es una delicia. Si la maquetación es impecable y la traducción amena, las ilustraciones del joven Nicolai Troshinsky (por la viveza de su colorido, por lo sorprendente de sus perpectivas y por la habilidad del trazo) justifican las ansias de posesión del volumen que enciendan a todo buen amante de la lectura y de la pintura.

martes, junio 09, 2015

Diarios de la Revolución de 1917, Marina Tsvietáieva

Trad. Selma Ancira. Acantilado, Barcelona, 2015, 224 pp. 14 €

José Miguel López-Astilleros

Marina Tsvietáieva (1892-1941), junto con Anna Ajmátova y Nina Berbérova, es una de las escritoras rusas fundamentales del siglo XX. Las tres pertenecieron a una burguesía ilustrada y sufrieron los rigores del poder bolchevique, cada una de una de una manera diferente. En ella literatura y vida se confunden, y son fuente recíproca que desemboca en un mismo surtidor, el de toda su obra. Su poesía, sus ensayos, sus obras dramáticas, sus cartas y sus escritos autobiográficos nacen tanto de su experiencia vital como literaria, en un momento en el que la historia de Rusia se escoraría hacia una brutal dictadura, contra la que se rebeló de una manera incuestionable, produciéndole un sufrimiento del que nos dejó amplio testimonio, pues el ansia por escribir no la abandonó jamás, incluso en los momentos más duros de su vida, hasta que no pudo más y terminó quitándose la vida un 31 de agosto de 1941. Hoy, que tanto abunda el falso género autobiográfico de historias insulsas, disfrazadas de géneros literarios más o menos novedosos, se agradece su «temeraria sinceridad», rasgo que más admiraba de su amado Alexander Blok, como señala Irma Kúdrova en el prólogo a Un espíritu prisionero. Adentrarse, pues, en su vida a través de sus diarios y textos autobiográficos, como este, es doloroso por la angustia que rezuman, y apasionante por el amor a la vida y la literatura que destilan, tanto desde el punto de vista literario como histórico y testimonial.
Desde 1990 se ha venido publicando en España una buena parte de su obra. Entre los libros autobiográficos más importantes están Un espíritu prisionero y Confesiones (ambos en Galaxia Gutenberg), además de Indicios terrestres (Cátedra/Versal), que contiene el diario entre 1917 y 1919. La edición de Acantilado viene a completar y complementar los dos primeros libros citados, que venía echándose de menos a disposición del lector español, tras haber sido descatalogado Indicios terrestres.
Estos Diarios de la Revolución de 1917 están compuestos por textos redactados entre 1917 y 1919, aparte del capítulo titulado “Mi buhardilla. Notas moscovitas de 1919-1920”. Coincide este período con el comienzo de la madurez literaria de Marina Tsvietáieva, con obras como el ciclo Poemas a mi hija o Historia de Sónietshka. El libro arranca con un apartado titulado “Octubre en un vagón. (Notas de aquellos días)”, Marina tiene veinticuatro años y se dirige en un tren hacia Moscú, al encuentro con su esposo y sus dos hijas, mientras acontece la Revolución de Octubre. A partir de este momento narrará todas las vicisitudes por las que pasó en aquellos tiempos, sus vivencias, pero lo más sobresaliente es que no sólo aludirá a los grandes acontecimientos, sino a la historia cotidiana de la población, su historia íntima: el caos reinante en las calles, el frío, la corrupción de los capitostes bolcheviques, los saqueos, la escasez y el hambre, con detalles tan conmovedores como cuando cuenta que ella y sus hijas se alimentaban de patatas congeladas, podridas (Irina, su hija menor, murió de hambre en un orfanato en 1920). En una ocasión el penoso transporte de las patatas putrefactas hasta su casa se erige en una trágica metáfora existencial. Incluso tuvo que sobrevivir con los alimentos que algunos buenos amigos le cedían. Frente a estas penurias su calidad humana se eleva hasta límites épicos, así declara que no roba para comer, en cambio sí lo hace para escribir, tal es la pasión por la palabra, que la lleva a sustraer papel y tinta. Y no solo eso, sino que su exquisita educación está por encima de la propia subsistencia y la de sus hijas: «Es indecente estar hambriento cuando el otro está ahíto. La buena educación es en mí más fuerte que el hambre,-incluso que el hambre de mis hijas.» (pág171). Se pone de manifiesto una cierta incapacidad para adaptarse a una sociedad degradada, según ella, con unos valores tan distantes de los suyos, que los critica con ahínco, así llega a decir de los comunistas «...no los odio a ellos, sino al comunismo». No es de extrañar, puesto que ella vivía en un mundo de hipercultura que choca con la realidad más descarnada, y la lleva a sentirse muy sola, desfallecida, desesperanzada.
Otra faceta brillante de estos textos se refiere al arte y al pensamiento. Abundan las disquisiciones sobre el teatro, la poesía, el amor, la muerte o su pensamiento social de raigambre cristiana e influenciado por las Sagradas Escrituras. Se nos rebela en estas páginas también como una pensadora sensible, incisiva y profunda. Queden como prueba estas citas sobre tres temas fundamentales en su obra y en su vida, el amor, la muerte y la literatura respectivamente: «Hay dos maneras de relacionarse con el mundo: la amorosa y la maternal.»; «Saber morir-es saber superar la agonía es decir, de nuevo: saber vivir»; «Hay que escribir sólo aquellos libros por cuya ausencia se sufre.» No está demás advertir al lector primerizo de Marina Tsvietáieva sobre la presencia de los guiones, que representan, según señala Elizabeth Burgos en el prólogo de la Antología poética de la editorial Hiperión, «Un entramado de ritmo y de aliento entrecortados, a la vez juego de acentos entre letras y sílabas…»
Son innumerables los maravillosos descubrimientos que les esperan a quienes se adentren en la vida y en la obra de esta grandísima escritora, sea a través de su poesía, sus deliciosas cartas a Rilke y Pasternak, sus ensayos o cualquiera de sus obras. Y cómo no a través de estos diarios, escritos de una manera vibrante, ígnea podría decirse, fuente inagotable de emociones y conocimiento.

viernes, noviembre 07, 2014

Morfina, Mijaíl Bulgákov

Trad. Charlaine Mira. Ilust. de Zaafra. Traspiés, Granada, 2014. 64 pp. 15 €

Miguel Baquero

Hay escenas, de pronto, en una novela, situaciones descritas con tanta fuerza y habilidad narrativas para decir lo justo, y sugerente, y ni una palabra más, que se quedan indeleblemente grabadas en la memoria del lector, y por más tiempo que pase siempre recordará, si no la totalidad del cuento, sí ese párrafo, esas líneas escritas con la mayor maestría. Así le ocurrió a este reseñista cuando, hace bastante tiempo, leyó Morfina, la brevísima novela, o cuento largo, de Bulgákov —autor ruso ignorado por el régimen soviético y del que se publicaría con carácter ya póstumo su célebre El maestro y Margarita—; un cuento o nouvelle, ésta de Morfina, que hoy, según consta en la solapa de este libro, es considerada como un relato de culto… con merecimiento. Pero vamos a la escena que recordaba y con la que me impresionó encontrarme de nuevo, después de tantos años. Es ésta:
Un médico, para la época del relato —año 1918— bien instalado en Moscú, recibe una confusa misiva procedente de un antiguo compañero suyo de estudios, ahora destinado como médico rural, en la que, escritas sobre un formulario de recetas, sólo se leen estas palabras apresuradamente escritas a lápiz: “Morphini”. No entendiendo qué puede ser aquello, el que se halla bien instalado en Moscú advierte, de pronto, que al dorso de la receta hay otras palabras escritas, con las que su amigo le implora que acusa rápido a socorrerle… Si restamos mi natural torpeza al reconstruirla, la escena recuerda en muchos aspectos —el pedazo de papel, las palabras torpemente garabateadas, la sensación de urgencia que produce todo…— a aquella otra escena: “…sangre, tu vida depende de permanecer oculto…” que, escrita por Allan Poe, considero otra cumbre literaria.
No es cuestión de decir qué se encuentra el doctor cuando, atendiendo a aquella súplica, se preocupa por su amigo. Quizás sea fácil de imaginar; pero, como tantas otras veces, lo importante no es qué se cuenta, pues incluso el maestro Bulgákov nos muestra ya casi de principio el final, sino cómo se cuenta: el proceso de degradación de una persona, escrito tal vez de primera mano. Pues como bien se nos señala en una magnífico prólogo limpio de retóricas de Miguel Ángel Cáliz, Bulgákov, médico en la vida real y mortificado por el dolor de las heridas que había recibido en la Gran Guerra, fue morfinómano en un momento determinado de su vida, cuando el dolor le atenazaba y tenía a mano, en su maletín, el remedio rápido y más eficaz; como asimismo consumieron morfina, se nos señala, otros escritores claves de la literatura como Stevenson, Maupassant o Nietzsche, en aquellos primeros años del siglo XX en que no era demasiado difícil —acaso alguna mala cara de algún farmacéutico suspicaz— que se le expendiera a uno la medicina.
Escrita con una precisión admirable y, por supuesto, sin recrearse en moralejas ni tampoco en dramatismos innecesarios —más que suficiente es la descripción del laberinto en que, poco a poco, se va internando el protagonista— en Morfina podemos ver, quizás por primera vez formuladas, muchas de las reacciones que hoy se han vuelto recurrentes a la hora de caracterizar a un adicto a las drogas, pero que entonces eran sorprendentes y deslumbrantes por lo nuevas, por lo sinceras, por lo directas: el cargo de conciencia, la promesa continua de dejarlo, el autoengaño… El ojo de la literatura, y de la mejor literatura, además, puesto por primera vez —o de las primeras veces— sobre un fenómeno extraño: “la enfermedad del soldado”, que de pronto salía a la luz en forma de extrañas llagas en los brazos de los heridos en la Gran Guerra.
Mención merecen también, por lo realistas, lo gráficas, lo directas, las ilustraciones obra de David González López, "Zaafra", que —caso de la de la pág. 51, la de la pág. 57… pero el lector podría decantarse por otras de igual calidad— reflejan el tono negro, opresivo, maldito del relato con una exactitud admirable.

martes, septiembre 16, 2014

El armario de acero. Amores clandestinos en la Rusia actual, VV.AA.

Trad. Pedro Javier Ruiz Zamora. Editorial Dos Bigotes, Madrid, 2014. 285 pp. 17,95 €

Daniel López García

El armario de acero es el primer título del catálogo de una nueva editorial que nacía el pasado mes abril, la editorial Dos Bigotes. El libro consiste en una colección de textos literarios de diverso género, pertenecientes a un total de dieciséis autores nacidos en Rusia. Sus fechas de nacimiento se encuentran entre los años 1964 y 1990, encontrándose actualmente todos en activo. Realizar un comentario crítico de esta obra no resulta tarea fácil por algunos de los motivos que acabo de indicar. Por un lado, la selección de autores es amplia y sus voces diversas. Si bien son contemporáneos entre ellos, el margen entre los mayores y los más jóvenes es lo suficientemente significativo como para poder abordarlos desde una perspectiva generacional. Además, la naturaleza de estos textos responde a diferentes cauces de expresión, encontrando una mayor presencia del relato breve, junto con poemas y textos híbridos que combinan rasgos del texto teatral y el narrativo. Por último, estamos frente a una antología de autores prácticamente desconocidos en nuestro país para los que está edición supone la primera traducción de su obra al castellano. Por tanto, retomo la nota introductoria de los editores, Gonzalo Izquierdo y Alberto Rodríguez, para este libro en la búsqueda de un ángulo que me sirva de herramienta para su comentario. De ella extraigo lo siguiente:
«La curiosidad está en el origen de El armario de acero. Una curiosidad que en su inicio tuvo una doble dirección: profundizar en nuestro conocimiento acerca de la literatura rusa contemporánea y descubrir cómo ésta abordaba la temática gay y lésbica en momentos de confrontación política y social»
A partir de esta declaración de intenciones, analizo esta obra. La primera dirección que toman los editores es eminentemente literaria, tal y como expresan, y en ese sentido la obra recoge una selección de textos de autores en activo de los últimos treinta años de la historia literaria de Rusia. El conjunto de escritores seleccionados están relacionados con el mundo cultural del país, algunos desde el exilio, y se encuentran vinculados a revistas literarias, editoriales, el mundo académico, e incluso han sido galardonados o seleccionados para algunos de los premios más importantes del panorama literario del vasto país como son el Premio Debut para jóvenes autores o el Premio Andréi Bely, premio literario independiente más antiguo de Rusia. Por tanto, parece evidente que sí nos encontramos ante una selección de textos relevantes de la producción literaria de la Rusia actual.
En cambio, la segunda dirección por la que se mueven, más que con una cuestión literaria en sentido estricto, tiene que ver con el deseo de reflejar una situación política y social que afecta a un grupo de población en concreto. En este sentido, y sin abordar aquí el clásico debate literario sobre la vinculación de la literatura y los fines sociales, considero que la perspectiva que toma Dos Bigotes encierra un acierto dentro de este tipo de editoriales. Desde mi punto de vista, Dos Bigotes a la hora de manejar lo gay en literatura, en lugar de tratarlo como un elemento propio de una sensibilidad diferente y diferenciadora, los editores manifiestan su interés por reflejarlo desde su perspectiva social, la de mostrar esa particularidad como producto de un contexto afectada por unas determinadas tensiones. Y si me permito la digresión en este punto, es porque creo que arroja algunas luces para exponer mi lectura de la obra.
Por tanto, y desde su intención manifiesta, El armario de acero, más que un ejemplo de literatura donde lo gay o lo lésbico es un cauce de expresión de una angustia o un deseo particular, se convierte en un sismógrafo que recoge diferentes inquietudes o reflexiones donde el elemento gay emerge con el objetivo de reflejar una producción literaria vinculada a un contexto social concreto. Este punto es uno de los que estimo de mayor interés a la hora de fijarnos tanto en la editorial como en el libro, ya que los diferencia del resto con las que comparte temática, al menos en su intención. A partir de aquí, los textos seleccionados para esta antología se sitúan entre estos márgenes de lo particular y lo general, entre lo específicamente gay y lo gay concebido como una experiencia que sirve de motivo para tratar otros aspectos de carácter universal. De antemano, sí les aviso que más interesante se convertía mi experiencia lectora en la medida en que lo escritores contenidos en ella se han acercado al segundo margen que cito.
En primer lugar, en el libro podemos identificar una serie de textos de autores que tratan el tema de lo gay asociándolo a los valores de belleza masculina en sus aspectos más armónicos, grotescos, incluso absurdos; el deseo por el cuerpo masculino manifestado en la pulsión y el acto sexual; y la recuperación de estereotipos masculinos tradicionales asociados ahora a prácticas homosexuales, especialmente llamativa es la figura del militar. Entre estos autores –todos hombres- se encuentran Aleksander Belykh (1964), Ilya Ilyn (1975), Vadim Kalinin (1973), Nikita Mironov (1986), Slava Mogutin (1978) -autor que además refleja una actitud de contracultura en lo gay, la homosexualidad como rebeldía centrada en el placer-, Dmtry Volchek (1964) y Maksim Zhelyaskov (1972).
En un segundo grupo encontramos a autores que recrean pasajes con aires costumbristas y escenas donde predominan la soledad y la nostalgia como producto de unas relaciones no satisfechas y de amores imposibles, en las que como contrapunto aparece en ocasiones la solidaridad entre desconocidos: Dimitri Kuzmin (1968), Valery Pechykin (1984) y Vasili Chepelev (1977).
En tercer lugar, reunimos a dos autores que plantean, a partir de los textos literarios, una confrontación más evidente entre lo gay y el contexto político y social. Ejemplo de ello son los textos de Aleksander Anasevich (1971) en el que desarrolla una visión que confronta la soledad de una voz que padece de SIDA y una sociedad que continuamente alardea del sexo, o Sergei Finogin (1990) que refleja en su poesía los cambios en los estereotipos de género a través de la que sea quizá una de las voces poéticas más interesantes de la antología.
Por finalizar, en el último grupo se situarían aquellos autores cuyos textos manifiestan un impulso que aspira a conectar lo particular con un alcance general: Margarita Meklina (1972), Aleksander Murasov (1978), Stanislav Snitko (1989), Natalia Starodubtseva (1979) y Galina Zelenina (1978). Para este lector, este grupo muestra los textos de mayor interés y alcance literario de esta antología, donde curiosamente tres de los cinco autores que destaco son las únicas mujeres de los dieciséis de la antología. De entre estos cinco pongo el acento en dos de ellos, la escritora Margarita Meklina y el escritor Aleksander Murasov. Margarita Meklina a partir de relatos breves crea una red narrativa en la que las voces y sus ecos construyen la historia de unos personajes en el exilio y sus relaciones, por las que accedemos a la expresión de un deseo y una necesidad colectiva. Por su parte, Aleksander Murasov escribe una poesía que se enfrenta a la tradición en un doble sentido: cultural e histórico. De esta manera, la voz poética se siente parte de ellas al mismo tiempo que manifiesta su carácter genuino, para enfrentar el paso del tiempo, el amor y la muerte de una manera universal.

jueves, mayo 01, 2014

Contra aquellos que nos gobiernan, Lev Tolstói

Trad. Aníbal Peña. Errata Naturae, Madrid, 2014. 128 pp. 14,50 €

José Morella

Mi abuelo era campesino. La parcela le daba lo justo y sus hijos prefirieron emigrar a zonas turísticas. No fueron los únicos. Miles como ellos se fueron a los hoteles de la costa a echar 14 o 15 horas al día. Ahí exprimieron las energías de su juventud. Conocieron el estrés y el ambiente jerarquizado del trabajo moderno. Los motivos por los que tanta gente eligió lo mismo son complejos, pero podrían resumirse groseramente con la palabra esperanza. El capitalismo hace una cosa muy bien: prometer. Se cae en el espejismo de que no estamos completos y necesitamos algo que se supone que está en algún otro sitio. Pero ¿y si la libertad fuera justamente vivir sin esperar nada? La esperanza hace que colaboremos en la construcción de un mundo basado en el uso de unos recursos finitos como si fueran infinitos. Hasta que el planeta se engripe y nos elimine -ya lo está haciendo- como quien suda una fiebre. El poder se mantiene, no sólo en los sistemas capitalistas, a base de expresar constantemente una promesa que no se actualiza. Este libro que recomendamos hoy versa sobre la naturaleza de dicha promesa.
Tolstói ya sabía que a mucha gente todo esto le parece un rollo de paranoicos, pero eso se la traía al pairo porque era un grande. Su grandeza, como la de otros atrevidos pacifistas, descansa en la capacidad de no tomarse las cosas de un modo personal. Sabía que sus críticos no tenían mala fe. Es simplemente que tenemos miedo a perder lo que hemos invertido en el sistema, por poco que sea. Nuestros privilegios. El miedo es más humano que el comer. Miedo del caos y el desorden. Del -literalmente- desgobierno. La generación de mis padres en la España del tardofranquismo lo apostó todo a una forma de vida absolutamente nueva -dejar el campo, que para Tolstói era sinónimo de salud y cordura- sin tener idea cabal de adónde se estaban arrojando. La apuesta es tan grande que, una vez hecha, cuesta ver con claridad. Más vale hacerse los suecos. No leer libros como este. No escuchar el mensaje siguiente: para que todos seamos más felices hay que tener menos. Esa generación creció con poco, y por eso el mensaje les cuesta. Yo crecí con algo más y también me cuesta. Eso sí, Tolstói entiende por riqueza algo muy distinto a lo que comúnmente se entiende. Para él la prosperidad no va ligada a la acumulación.
Si yo lo abandonara todo y me pusiera a trabajar la tierra tendría que aprender mucho. Pasaría horas al sol o al viento, horas que hoy paso leyendo, escribiendo, trabajando en aulas cerradas y tomando cafés o cervezas en bares. Enormes privilegios. Si lo pienso mucho siento pánico. Hay que reconocer el pánico y atreverse a quedarse un momento en él, porque cuando aparece suele rondar cerca alguna verdad. La verdad y el miedo son primos hermanos. Es más fácil olvidarse, encender un liadito, pillar alguna cosa de la nevera, mirar algo en el youtube.
El estilo del libro es sencillo, casi panfletario. El inicio es brutal e inequívoco. Tolstói habla con unos estibadores de puerto y les pregunta por sus condiciones de vida. Se te cae el alma a los pies. Podemos hacer la vista gorda, pero todo eso existe aún. En los CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros) no hay ningún australiano ni ningún suizo. Los chatarreros negros que veo por mi barrio trabajan en condición de esclavos. La esclavitud se ilegalizó hace tiempo, pero ningún policía les prohíbe trabajar. Este libro me parece igual de necesario que cuando fue escrito.
Las causas de la esclavitud, nos dice el autor, son las leyes humanas. La propiedad privada de la tierra, que hoy parece casi natural, no lo es. Nació con la usurpación de los conquistadores. La función primera de la propiedad privada fue apoderarse de lo ajeno. Robar a los indígenas porque sí. Los indígenas americanos no eran pobres ni ricos (esa neurosis es la nuestra). Me impresiona la claridad con la que este libro expone que la ciencia económica sirve para oscurecer. Todo sigue igual. David Suzuki, a quien recomiendo desde aquí, lo explica bastante mejor que yo.
«Los hombres verdaderamente civilizados preferirán siempre viajar a caballo en lugar de servirse de las vías férreas», dice Tolstói. Esto puede sonar cándido, pero parece claro que para que todos tengamos nuestros cachivaches -para poder cambiar de móvil cada dos años, lo que sería el equivalente actual del ferrocarril de Tolstói-, hay gente que lo está pasando mal en lugares inhumanos. Lo civilizado sería pues lo contrario del progreso, o un nuevo progreso que vaya hacia atrás. Ser lindos retrógrados. Regresar como forma de avance. Decrecer. Trabajar en cosas que nos hagan sudar y no acordarnos de nuesteros gadgets. El cómico estadounidense Louise C.K. explica que en la acción de poner delante de nuestros hijos un móvil para grabar una tierna obra de teatro escolar nos estamos perdiendo la realidad directa, que es en HD por naturaleza: la alta resolución nos vive en los ojos y nos la perdemos a pesar de que -C.K. lo tiene claro- a nadie le importa un bledo el vídeo de tu hija cantando a lo Beyoncé. Da igual cuántos “me gusta” se acumulen cuando lo pones en facebook. No te importa ni a ti. De hecho, cuando pasó te lo perdiste.
Tolstói sobre las leyes: «dan a quienes las hicieron, siempre que sean violadas, el derecho de enviar a hombres armados para detener al transgresor, encerrarlo y, llegado el caso, matarlo.» Esta agresión no es natural. No nace de un enfado o de una reacción defensiva. Es violencia fría y organizada. La violencia organizada es clave en el pensamiento de Tolstói. Es a la vez lo que asegura la ejecución de la ley y lo que otorga el poder de legislar. Eso incluye a nuestras democracias. Total: este libro es indigerible para muchísima gente.
La vía es la resistencia no violenta. El sermón de la montaña que Tolstói tanto admiraba. Luther King. Thich Nhat Hanh. El compromiso con la no agresión. El poder es muy astuto: los medios de comunicación pueden pasar durante días imágenes de adolescentes quemando un contáiner de basura y estar años sin siquiera acercarse a las condiciones de los trabajadores que hacen nuestra ropa o empaquetan nuestra comida. Cualquier agresión desde cualquier lado va siempre a favor de la injusticia. Las soluciones han de ser pacíficas y radicales: no pedir nunca que el Estado te garantice la propiedad de nada. No pagar impuestos a ningún gobierno (esto suena a chiste hoy en día; los chascarrillos son bienvenidos). Tolstói no pide, por supuesto, perfección ni santidad. Admite grados. Lo importante es no devolver el golpe. No participar en violencia alguna por acción u omisión. Eso es lo imprescindible, lo mínimo. Luego vendrá el contentarse con perder privilegios y dinero. Aprender a sudar y a ser felices al mismo tiempo. Fácil, ¿no?

viernes, abril 18, 2014

Cuentos completos (1880-1885), Anton Chéjov. Edición de Paul Viejo

Varios traductores. Páginas de Espuma, Madrid, 2013. 1.168 pp. 39 €

Julián Díez

A diferencia de otros autores, sí recuerdo bastante fielmente los pasos de mi progresiva adicción a Chéjov. El préstamo por una querida amiga de una edición cubana con una decena de relatos. Las ediciones de Alianza de la biblioteca. La búsqueda, inútil, de tomos de viejos tomos de papel biblia no del todo completos pero de todas formas inencontrables. La compra del recopilatorio, excelente, de Richard Ford. El sucesivo hallazgo de cuentos nuevos sueltos mezclados con los mismos (maravillosos) reeditados una y otra vez en antologías sueltas. La decepción de las autonombradas obras completas de Aguilar, un solo tomo de relatos con apenas 400 páginas. La misma colección que le dedicaba doce volúmenes a Galdós o Balzac decía en su prólogo que era inviable recoger el material de Chéjov.
Hasta que Páginas de Espuma se ha puesto a la tarea. A veces hay editores que parecen saber mágicamente tomar la temperatura al público; este libro es todo lo que podríamos desear. Es la justificación de mi espera, seguramente también de la de otros vista la velocidad con la que apareció la segunda edición. No es solamente el primero de cuatro volúmenes con todo, todo, todo el material corto del maestro del cuento; es que la edición es definitiva, incuestionable, exuberante, por la que Paul Viejo merece cuantos elogios quepan para un antologista. Este libro es redondo como objeto, como fuente de información sobre el autor, como vehículo para el disfrute de su obra. Traducciones impecables, información sobre cada relato, orden cronológico pero índices con distinta categorización. Un diez.
Para el lector familiarizado con Chéjov, el volumen permite entender lo pronto que el autor encontró su propio camino. Esos diálogos de personajes que hablan interminablemente, tan rusos, son en él más vivos y chispeantes que en la mayoría de sus coetáneos. Relatos bien conocidos y aquí presentes, como “El camaleón” (¿se puede hacer un mejor retrato y una reflexión social más incisiva en cuatro páginas?), se basan precisamente en esa fluidez.
También está aquí la tristeza, el dolor; ese universo ruso denso, tan oprimente en muchos sentidos —social, climatológico, psicológico—, pero plasmado con una cercanía que voces como la de Chéjov lo han convertido en uno de los paisajes cotidianos para el lector moderno.
Sin embargo, esta reseña no sería totalmente completa si no recogiera un hecho básico. Puesto que este volumen es el primero cronológicamente, y pese a que en él hay otras obras maestras como “Flores tardías” o “El gordo y el flaco”, este no es un libro que haga del todo justicia al talento de Chéjov. Este es un libro para lectores que ya le conocen y quieren más: por ejemplo, los primeros relatos que publicó Chéjov, en su mayoría el tipo de anécdotas de un par de páginas que se publicaban en los periódicos de la época, no son de un gran valor por sí mismos.
Para el lector que aún no conozca a Chéjov o sólo tenga presentes un par de cuentos que despertaran su curiosidad (vivimos tiempos extraños en los que hay quien ha leído a Carver pero no a Chéjov ni a Maupassant), ahí están por ejemplo los Cuentos reunidos por Alejandro Ariel González para Losada, Los mejores cuentos seleccionados por Ricardo San Vicente para Alianza, o los Cuentos imprescindibles según criterio de Richard Ford en Debolsillo. Esto, que podría parecer un desdoro para el volumen que comento, no es sino una invitación a posponer su compra; después de que disfrute de uno de esos libros, casi cualquier lector amante del relato querrá más. Y el consejo luego entonces es que no dé más vueltas, como las que di yo: no siga picoteando, venga hasta este volumen y espere a los tres que aparecerán en años sucesivos para tenerlo todo en condiciones óptimas.

jueves, abril 10, 2014

Treblinka, Chil Rajchman

Trad. Jorge Salvetti. Seix Barral, Barcelona, 2014. 232 pp. 17,50 €

Arcadio García

Terminada la Segunda Guerra Mundial los supervivientes del Holocausto se hallan en una posición muy comprometida. Por un lado, se convierten en depositarios de la memoria de los muertos y de los inimaginables tormentos que han presenciado en cautiverio, y en tanto tales, se sienten en la obligación de gestionar con escrúpulo ese legado, dándolo a conocer a fin de que las muertes de los otros —que bien pudieron ser las suyas—, no caigan en el olvido. Ni las muertes ni, sobre todo, las formas inconcebibles en las que tuvieron lugar. Por otro, el dolor que se experimenta con la rememoración de semejante experiencia resulta tan insoportable que es legítimo que muchos se resistan a recordar o que aplacen indefinidamente el momento de hacerlo. Para confirmarlo, basta rescatar el título que Jorge Semprún eligió para el testimonio de su paso por el campo de Buchenwald: La escritura o la vida, esto es: o se sobrevive a cambio de instalarse en una amnesia voluntaria, o se recuerda, y se relata a riesgo de poner en juego tu propia supervivencia.
Primo Levi ya identificó la existencia de esos dos grupos: el de los que sentirán la necesidad de dar a conocer, mediante la escritura, el estigma de amoralidad que el nazismo arrojó sobre la condición humana, y la de aquellos a los que el paso por los campos les hará enmudecer, unos de por vida, y otros hasta que alcancen una edad lo suficientemente longeva como para perder toda prudencia. Cabe situar a Chil Rajchman en este segundo grupo. El autor de Treblinka dejó escrito su testimonio con el deseo de que se publicara después de su muerte. En él narra los diez meses que estuvo confinado en ese campo que los nazis construyeron a imagen y semejanza del infierno, y donde las probabilidades de sobrevivir eran escasas: solo 54 presos judíos escaparon con vida de un lugar en el que se calcula que se exterminaron a unas 900.000 personas durante los trece meses que funcionó. Chil Rajchman fue uno de ellos. El joven polaco contaba 25 años cuando fue hecho preso y deportado junto a su hermana pequeña, de la cual fue separado nada más llegar al campo. Nunca la volvió a ver. El único rastro de su paso por el campo fue el vestido que Rajchman identificó entre la montaña de ropa de las que las mujeres eran obligadas a desembarazarse de camino a las cámaras de gas. Rajchman se hizo con un pedazo de retal del vestido y lo llevó en los bolsillos durante meses.
Mientras que en Si esto es un hombre, relato fundacional de la literatura concentracionaria, Primo Levi incluye pasajes donde muestra el discurrir cotidiano en un campo de concentración, y de las estrategias que llevaban a cabo los presos para, mal que bien, prolongar sus vidas unas semanas o meses más, los capítulos de Treblinka constituyen una sucesión pormenorizada de las espantosas formas de causar dolor que se practicaron en ese campo infernal durante el tiempo que funcionó a pleno rendimiento. Así, el texto no da respiro al lector, el relato de las torturas a las que se ven sometidas las víctimas es incesante. Cabe recordarlo: Treblinka no era un campo de trabajo sino un campo de exterminio, esto es, un complejo construido ex profeso para la aniquilación sistemática de personas. Treblinka no contaba con barracones para alojar prisioneros porque en Treblinka no se hacían prisioneros, o se hacían los indispensables, y sometidos a un régimen de esclavitud despiadado: los encargados de cortar el pelo a las mujeres antes de ser gaseadas, los encargados de hurgar en la boca de los muertos y arrancar las piezas de oro de las mandíbulas desencajadas, los encargados de cargar con los cadáveres y arrojarlos a las fosas (siempre a la carrera so pena de ser víctima de la ira de los sádicos guardias ucranianos), los encargados de caminar sobre los muertos en busca de objetos de valor que hubieran escapado al escrutinio miserable de los asesinos. Chil Rajchman fue escogido para llevar a cabo alguna de esas tareas, lo que sin duda contribuyó a aplazar el momento de que le dieran muerte. Finalmente salvó la vida al huir durante la sublevación que se produjo el 2 de agosto de 1944.
A modo de largo epílogo, junto al testimonio de Rajchman Seix Barral recupera El infierno de Treblinka, un excelente trabajo periodístico que Vasili Grossman escribió en 1944, al poco de haber entrado en el campo como corresponsal del Estrella Roja, el periódico oficial del Ejército Rojo, junto al que se trasladó al frente para cubrir la contienda y seguir el avance triunfal de las tropas soviéticas. Grossman estuvo presente durante los interrogatorios que los militares rusos llevaron a cabo a los supervivientes del campo, ya fueran soldados alemanes, vigilantes ucranianos o presos judíos, lo que le proporcionó un material valiosísimo con el que construyó un relato minucioso del funcionamiento del campo y los procedimientos de aniquilación que los nazis emplearon. El texto causó tanta repercusión que llegó a ser citado durante los juicios de Nüremberg.
El trabajo de Grossman y el testimonio de Chil Rajchman se complementan perfectamente. Frente a la perspectiva del reportero que acumula evidencias y, estupefacto, las revela al mundo, hallamos la del superviviente traumatizado que se aventura a expresar, sin pausa, el infierno del que nunca llegó a escapar. Pero quién puede librarse de algo así:
«En Treblinka está prohibido enfermar. Muchos no lo resisten y se suicidan. Eso es un episodio normal entre nosotros. Todas las mañanas aparece gente ahorcada en el barracón. Recuerdo que un padre y un hijo, después de pasar dos días en el infierno, decidieron suicidarse. Como solo tenían un cinturón se pusieron de acuerdo en que el padre se ahorcaría primero y después el hijo lo bajaría y se colgaría con el mismo cinturón. Así sucedió exactamente. Por la mañana estaban muertos los dos y nosotros los llevamos afuera».

viernes, marzo 21, 2014

Máscara, Stanislaw Lem

Trad. Joanna Orzechowska. Impedimenta, Madrid, 2013. 424 pp. 22,95 €

Jaime Valero

Los trece relatos compilados en este volumen de Impedimenta ven la luz por primera vez en castellano (con la excepción de "Máscara", que ya contó con una traducción en el quinto número de la revista Minotauro, allá por 1984) y abarcan buena parte de la trayectoria literaria de Stanislaw Lem (Leópolis, 1921). Presentados en orden cronológico, estos textos nos muestran la evolución del autor entre las décadas de los 50 y los 90, y nos enseñan cuáles fueron los temas que predominaron en su narrativa y que lo intrigaron e interesaron durante toda su vida. Algunos de ellos son comunes a muchos otros narradores de ciencia-ficción; es el caso del contacto con formas de vida extraterrestres, y más concretamente, la descripción de entes biológicos que escapan a nuestra comprensión. Pero al contrario de lo que suele ocurrir en la ciencia-ficción más convencional, donde los alienígenas adoptan formas humanoides y llegan a comunicarse con nosotros, lo que a Lem le interesa mostrar es el profundo desconcierto y la aterradora inquietud que provocaría en nosotros un hipotético encuentro con esta clase de seres. Así lo vemos en los dos relatos que abren esta antología, “La rata en el laberinto” e “Invasión”, y de un modo más ácido y humorístico en “La invasión de Aldebarán”. En esa línea de temas habituales del género encontramos el de la soledad de los viajes espaciales, expresada de forma brillante en el relato titulado “El martillo”. Otra cuestión recurrente, y que a Lem interesa particularmente, es el de la inteligencia artificial y los avances tecnológicos, tema que protagoniza las reflexiones plasmadas en “La fórmula de Lymphater” y “El amigo”, cuya atmósfera resulta sobrecogedora en algunos pasajes. Sorprende que el paso de los años y la vertiginosa evolución tecnológica no hayan dejado desfasados estos escritos, aunque no pueda decirse lo mismo de “Ciento treinta y siete segundos”. Por último, la existencia de Dios, el germen de la vida y el misterio mismo de la existencia se dan la mano en “Moho y oscuridad” y “El diario”, el más complejo de todos los relatos aquí compilados. Tal vez este volumen no sea la mejor forma de acercarse al entramado filosófico y existencial que caracteriza la literatura de Lem, por el desconcierto que estos relatos pueden provocar al lector por la cantidad de temas tratados y porque, antes que respuestas, lo que dejan en nuestra mente son nuevos enigmas. Sin embargo, aquellos que ya se hayan embarcado en los viajes propuestos por Solaris o Retorno de las estrellas, encontrarán aquí un incentivo para seguir adentrándose en los misterios vitales y científicos planteados por Lem.

jueves, febrero 20, 2014

Dos húsares, Lev Tolstoi

Trad. Olga Korobenko. Hermida Editores, Paracuellos del Jarama, 2014. 90 pp. 12,50 €

Sara Roma

No hay nada mejor como encontrarse con una obra poco conocida y casi olvidada de algún gran autor. Ese es el mérito de Hermida Editores, pues siempre encuentra una pequeña joya literaria con la que sorprender a los lectores más exigentes. He aquí una: Dos húsares del genial Lev Tolstói, de quien hace cuatro años se cumplieron el centenario de su muerte.
Se podría decir a grandes rasgos que Dos húsares es una novela breve que cuenta una misma historia en dos épocas distintas. La primera transcurre a principios del siglo XIX; la segunda arranca en 1848, pero ambas se localizan en el mismo lugar, la ciudad de K., y están protagonizadas por idénticos personajes. El conde Turbín es un oficial de húsares que llega a la ciudad de K. dispuesto a dar rienda suelta a sus vicios y pasiones. Su comportamiento dionisiaco es impropio de una persona de su categoría; sin embargo, gracias a su atractiva personalidad sabe granjearse la admiración de muchas personas. Acude a cuantas fiestas es invitado, dispuesto a disfrutar aun a costa de contraer deudas en el juego y verse obligado a retarse por honor. A mitad de la novela es cuando se produce el salto temporal (mayo de 1848) que sirve al autor para centrar la historia en el hijo del conde, un joven gallardo de veintitrés años y oficial de la guardia real que «no tenía sombra de las inclinaciones impetuosas, apasionadas y […] libertinas» de su padre. Por aquel entonces, el regimiento de húsares de S. pasa por la región de K. para pasar solo una noche, tiempo más que suficiente para que el heredero del conde Turbín conozca a algunas personas que se relacionaron con su padre. El pasado siempre vuelve como una fantasma y, como si de una constelación familiar se tratara, el amor, el juego y la seducción vuelven...
La organización temporal de la historia sigue un orden cronológico (con un intervalo de veinte años) aunque Tolstói decide concentrar la narración y los episodios en un par de días en la vida de sus personajes. La contención de los acontecimientos que sabiamente realiza el autor, le sirve para recrearse con un elegante estilo literario en las descripciones de sus escenarios y personajes con el objetivo de obnubilar al lector con el esplendor de una época marcada por el lujo de las apariencias e invitarle a la reflexión. Al final, llega un día en que la juventud llena de esperanzas, el honor, el respeto social, los sueños de amor y de amista, desaparecen para siempre.
Robert McKee asegura que «Un maestro se reconoce porque sabe seleccionar apenas algunos momentos que, sin embargo, nos presentan una vida entera». Así es Tolstói.

viernes, diciembre 27, 2013

Relatos de Sevastópol, Lev N. Tolstói

Trad. Marta Sánchez-Nieves. Alba, Barcelona, 2013. 216 pp. 16 €

Fernando Sánchez Calvo

Tres relatos que son reportajes. Tres semblanzas donde la trama (necesaria) se diluye a favor de la doliente perspectiva (imprescindible). Tres piezas que dejan de ser hermosas leyendas históricas y pasan a ser hechos. Tres caras de la misma moneda que no son literatura, que también, sino periodismo, aunque el autor no lo supiera.
De corte autobiográfico y basados en las experiencias que el autor padeció en la Guerra de Crimea a mediados del siglo XIX, cada uno de los tres relatos que componen este volumen tienen un función clara dentro de él. El primero, "Sevastópol en el mes de diciembre", funciona a modo de prólogo y nos invita a nosotros, lectores, a entrar en ese gran museo que es la guerra. Como si de una cámara cinematográfica se tratase, el narrador nos lleva de la mano por el campamento ruso (tiendas, barracones y demás) que, ingenuamente impaciente, cree que va poder ganar esta batalla contra la alianza que turcos, franceses e ingleses han formado. «No hay que pensar mucho: si no piensas, no pasa nada. Todo lo demás sucede porque lo piensa el hombre» y otras perlas expulsadas por las bocas de unos soldados aún excitados por la orgía de la sangre preconizan, por oposición a la ingenuidad, lo que los otros dos relatos, más ricos y perfilados, confirmarán poco después.
Es el caso de "Sevastópol en el mes de mayo". En dicha pieza, la cámara, el ojo, se centra en el esnobismo, la soberbia y las puras poses de los mandos del ejército ruso. Mientras los soldados rasos luchan por retrasar una derrota más que anunciada, el objetivo del capitán, la milenaria ambición de los oficiales, no es otra que codearse en las escasísimas treguas que otorga el enemigo con el mando que inmediatamente va por encima de ellos en la jerarquía militar. El análisis de cucañistas, lameculos o trepadores es preciso, mordaz y divertidísimo de pura absurda que es la existencia del mando que quiere ser más mando aún, del pobre diablo que si sale alguna vez al campo de batalla es para ver si con suerte lo hieren en combate y así poder ganar una condecoración, del alférez que no llega nada contento al campamento base porque el capitán ayudante también ha regresado y, con ello, le ha privado del placer de contar que ha sido el único oficial que ha quedado en la compañía. Por no hablar del cobarde que se tiró al suelo al estallar una bomba y al levantarse agradeció que no hubiera al lado un soldado para presenciar dicho acto. Por no hablar de las palabras más que dichas y de los hechos poco demostrados. Tolstói se ensaña especialmente como Goya en sus grabados contra la jerarquía militar que a priori debería abanderar valores como el honor o la valentía.
Valores que se defienden curiosamente por un joven entusiasta que llega a Sevastópol en el mes de agosto de 1855. Volodia, ingenuo y temerario como todo buen soldado decimonónico que quiere morir por su patria, desea seguir los pasos de su hermano mayor y para ello se enrola también en el ejército ruso cuando Crimea es ya prácticamente de los aliados. A pesar de la negativa de su hermano y de los consejos de los veteranos, Volodia está dispuesto a entrar en soledad en la batalla. La experiencia no es grata: muertos, sangre, fragmentos de compañeros, miedo a morir y el miedo a que el siguiente de verdad sea uno mismo son los hechos con los que Volodia madura a fuerza de desencantos y de comprobar que la muerte, tantas veces nombrada, es única para uno mismo cuando te encuentras delante de ella. Para el imberbe niño que a veces no supo diferenciar las bombas de las estrellas no le espera otro final que el que ya conoce el lector: por injusticia poética, por caprichos de Tólstoi y porque cuando has vivido la vida de un hombre de sesenta años en veinte, no tiene sentido (real ni literario) seguir viviendo.

lunes, noviembre 18, 2013

El tren cero, Yuri Buida

Trad. Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira. Automática Editorial, Madrid, 2013. 120 pp. 14 €

Daniel López García

En 1924 Victor Kempeler realizó una defensa de la poesía y la literatura como conceptos universales, expresiones del sentimiento de la vida: de la alegría y el dolor, de la esperanza y el temor, de la resignación y el sentimiento religioso, y del amor y el odio; en definitiva, una celebración de la literatura como la voz del conjunto de la humanidad. De este perspectiva, se desprendía una intención de entender la literatura como un bien común del conjunto de los seres humanos, con capacidad para manifestarse en cualquier lugar y época, trascendiendo localismos y peculiaridades, y planteando interconexiones entre los diferentes textos que apuntan hacia lo esencial de la existencia y el devenir de las personas. En el año 2011, Harold Bloom en Anatomía de la influencia, libro que constituye la culminación del pensamiento sobre la creación literaria del profesor de Yale, plantea que tan profundo es el malestar humano que ningún escritor puede abarcarlo en solitario. De ahí que la historia de la literatura y el estudio de sus textos no hagan más que poner de manifiesto las leyes que rigen los vínculos entre unas obras y otras, la imposibilidad de entenderlas como entidades aisladas, la superación de las particularidades asociadas a un contexto y, por último, la manifestación de una esencia más profunda que las contiene a todas.
En septiembre de este año, Automática Editorial ha publicado El tren cero, obra del escritor ruso Yuri Buida. La edición de esta novela corta viene acompañada de un ensayo ex profeso a modo de epílogo escrito por José María Muñoz Rovira. Este esbozo, si bien analiza en algún punto la relación de la novela con el contexto histórico que la enmarca, se caracteriza fundamentalmente por una visión que ensalza las diferentes conexiones de la obra de Buida con otras de la literatura universal, poniendo énfasis en sus temas y motivos principales: el errático devenir de la vida, las dificultades de las personas para desarrollar su autonomía, el sentimiento de soledad del individuo frente a la fugacidad de la vida y la dificultad para lidiar con los estrechos márgenes de una existencia que no da cabida a la expresión de los deseos. La historia del tren cero narra la vida de un grupo de personas que en algún momento durante el régimen estalinista es enviado a vivir a un lugar con la misión de cuidar del mantenimiento de una estación de tren, con el único fin de constatar el paso de ese convoy que transitará las mismas vías todos los días, a una hora exacta «cien vagones de puertas tapadas y precintadas, dos locomotoras delante y dos detrás, ¡chu, chu, u, u, u! Cien vagones. Destino desconocido. Procedencia oculta. Punto en boca. Vosotros a lo vuestro: que los carriles estén en perfecto estado». El paso del tren cero organizará la vida de estos personajes de forma severa, sin márgenes ni grietas por los que escapar hacia otros derroteros. Su existencia estará marcada por la ausencia del desarrollo de su individualidad y la insatisfacción de sus necesidades, su autonomía y sus deseos, convirtiéndose su historia en una parábola de la opresión del régimen en el que viven.
Pero un análisis más profundo es el que nos lleva a conectar este libro con otras obras literarias en la búsqueda de los síntomas de ese malestar humano como rasgo universal literario. Por un lado, una que contempla el propio Muñoz Rovira en el epílogo, Wakefield, cuento de Nathaniel Hawthorne publicado en 1942. En este relato, a modo de moraleja, Hawthorne plantea que, a pesar de la aparente confusión de nuestro mundo las personas están pulcramente adaptadas a un sistema, y a su vez los sistemas se hayan engarzados entre sí, de forma que sí una persona se expone al riesgo de ausentarse de él por un momento, corre el peligro de perder su puesto para siempre. El personaje central de El tren cero, Ivan Ardaiev, ejemplifica la imbricación al mundo a través del tren y su oficio. Este hecho refleja la creencia del personaje en su cometido hasta tal punto que se convierte en dilación del sistema en el que está inserto, a pesar de la adversidad del espacio y la burocracia asfixiante. De alguna forma, el relato del régimen da sentido a la existencia de este personaje, su posición en el mundo y su relación con la patria, convirtiéndose en una ficción necesaria para responder al calamitoso contexto que habita. «El hombre es como una planta, arraiga en cualquier sitio», explicitará Ivan, que tan solo necesita la mediación de ese discurso organizador de su existencia para sobrevivirla.
Desde la perspectiva del lector que escribe esta reseña, la obra de Yuri Buida muestra tanto en la estructura como en el contenido conexiones con la obra de Gabriel García Márquez Cien años de soledad. Al igual que en la obra del colombiano, la historia de El tren cero conecta con la fundación y desaparición de un espacio concreto, la novena estación, que marca el acto de creación literaria. Este espacio, un lugar en ninguna parte por donde solo pasa el mismo tren diario y puntual, se enfrenta con los deseos de los personajes cuyo resultado provoca su insatisfacción vital a través de la ausencia de la maternidad, la imposibilidad de amar o la carencia de conocimiento del mundo en el que viven. Del enfrentamiento entre el espacio y los deseos de estos personajes emerge el aislamiento y la soledad como forma de hacer frente a su desavenencia, sin más posesiones que la sangre que los mantiene vivos y la memoria que alimenta sus nostalgias.
Por tanto, del diálogo que establece El tren cero con otras obras se obtiene un esqueleto común, nervio y contenido de la narración, que nos muestra la capacidad de obstinación del ser humano, la soledad como expresión de la frustración de nuestros deseos o la necesidad de relatos que den sentido a nuestra existencia como muestras de ese profundo malestar que habita en el conjunto de la humanidad.

jueves, octubre 31, 2013

Los osos, Vsévolod Garshin

Trad. Sara Gutiérrez. Contraseña Editorial, Zaragoza, 2012. 160 pp. 16 €

Victoria R. Gil

Dos años después de que La señal y otros relatos nos devolviera a uno de los mejores cuentistas de la literatura rusa, injustamente olvidado en nuestro país, la editorial Contraseña publica otro libro de relatos de Vsévolod Garshin de la mano de la misma traductora, Sara Gutiérrez, y con el crítico literario José Carlos Mainer firmando de nuevo un prólogo que nos asoma a la figura de este autor de vida tan breve como su obra, e igual de intensa.
Las seis narraciones de este volumen comparten honestidad y pasión con las que conocimos entonces y abundan en esa responsabilidad moral que impregna la obra de Garshin y la de todo un siglo literario como ha habido pocos, el XIX ruso, que escribió contra la ignorancia y el abuso de los poderosos. Ese compromiso se cobró un precio muy alto y no sólo por el trágico final del propio Garshin. Se lamentaba Rosa Luxemburgo en su prólogo a la obra de Vladimir Korolenko, que “en ningún otro país existió tan elevada tasa de mortalidad juvenil entre los representantes más prominentes de la literatura como en Rusia. Morían por docenas, en la flor de su juventud, los más jóvenes a los veinticinco o veintisiete años, los más viejos a los cuarenta, por ejecución o por suicidio -directo o disimulado tras un duelo-, algunos por demencia y otros por agotamiento prematuro”.
Así murieron Lermontov, Pushkin, Gogol, Chéjov… Y así murió Garshin, un poco por todos esos motivos a la vez: demencia, agotamiento premauturo y suicidio, después de escribir un puñado de cuentos, en absoluto «imparciales ante el caos», ya que, como creía el autor ruso, «jamás el arte podía cifrarse en la almibarada reproducción de un bello paisaje primaveral, sino en el reflejo del dolor del mundo del trabajo de los humildes». En palabras de Mainer, «los descubridores europeos de las letras rusas del siglo XIX se admiraron enormemente de la inocencia generosa de los autores y de su profundo sentido moral, poco amigo de las complejidades, los refinamientos y la ambigüedad que aquejaban a las letras posrománticas occidentales». Es quizás la conjunción de esa responsabilidad personal por la que siempre se sintió obligado Vsévolod Garshin a escribir al servicio del bien y de su propio carácter maniaco-depresivo lo que proporciona a su obra el ímpetu y la franqueza que llegan intactos hasta nosotros, como el afán moralizador que los inspiró.
Es cierto que algunos de estos relatos sentenciosos puden parecernos simples e ingenuos, acostumbrados a demasiadas moralejas. Tal vez “La leyenda del orgulloso Aggueie” y la drástica conversión de su tirano protagonista en un humilde siervo de Dios no nos conmueva ya. Pero seguro que sonreímos con la fábula “Lo que no ocurrió”, donde resulta que el tamaño sí importa en la vida animal de una granja, o nos compadecemos de esa palmera, “Attalea princep”, cuando descubre que lograr los deseos se parece más a una maldición que a un premio. Tampoco podremos evitar un escalofrío y algún respingo con esa otra narración, “De las memorias del soldado Ivanov”, desprovista de toda herocidad, sudorosa y absurda, donde los soldados se arrastran por las trincheras de una batalla que no entienden y no les importa, pero que seguramente acabará con ellos, aunque tengan la suerte de sobrevivir a las balas.
La participación del propio Garshin en la guerra le pondrá en contacto con lo más violento y mezquino del ser humano; nacido bajo la autocracia zarista, será testigo además de las desigualdades sociales de la época. Impresionado por todo ello y forzado por su conciencia a combatir las injusticias, escribirá desde la rabia y el dolor, con la desesperación de quien no entiende el mundo que le rodea ni las decisiones de quienes lo habitan. Ese desarraigo respecto a los otros, que recuerda un poco el extrañamiento del Meursault de Camus, se aprecia en el relato que abre esta antología, “Una novela muy breve”, donde ni la farsa ni la ironía logran ocultar el disparate en que puede convertirse a veces la vida y lo ajenos a ella que nos podemos llegar a sentir.
“Los osos”, el texto que da título al volumen, responde a los postulados del romanticismo literario que exalta las tradiciones nacionales y el folclore. La libertad que representan zíngaros y gitanos choca con la realidad burocrática de un país que arrasa con su pasado sin miramientos y sin saber con qué futuro lo sustituirá.
Vsévolod Garshin no llegó a ver ese futuro. Se suicidió a los 33 años, acaso por un trastorno bipolar heredado que limitaba sus opciones de ser feliz o debido a la pulsión trágica de un artista insatisfecho. Quizás, sólo cansado de una lucha tan desigual como la que se había impuesto contra la maldad del mundo.

jueves, julio 11, 2013

Pioneros de la ciencia ficción rusa, VV. AA.

Selección, traducción y notas Alberto Pérez Vivas. Alba, Barcelona, 2013. 352 pp. 19,50 €

Luis Manuel Ruiz

Todos recordamos el frenético episodio de Dostoievski en que el diablo se le aparece a Iván Karamázov sobre un diván con la intención de desquiciarle. O aquel terrible abuelo de ojos inyectados en sangre que se asoma a través de una ventana en la historia de vampiros de mayor eficacia antes del advenimiento de Drácula, La familia Vourdalak, de Alexis Tolstoi. O las infinitas casas encantadas, ogros, ninfas y genios en forma de esqueleto que Vladímir Propp recoge del folklore popular y glosa en su Morfología del cuento, el libro al que Lévi-Strauss le rezaba todas las noches. Son ejemplos evidentes, creo, de que el alma rusa siempre ha propendido, amén de a una introspección psicológica que a menudo se asoma a las aristas más estomagantes de la condición del hombre, a la fantasía: una fantasía onírica, hermanada con lo grotesco, de ambientación eminentemente rural y vinculada con los grandes tormentos del alma, esos que suelen alimentarse de la clarividencia del insomnio.
Amantes como son de los otros mundos (es dudoso que ninguna otra nación les supere en el censo total de visionarios, reformadores, mesías, suicidas y escritores patológicos), parecía poco menos que natural que los rusos saltaran sin inconveniente la tenue barrera que separa la literatura tradicionalmente fantástica, la de bosques, colmillos y cadenas, de la ciencia ficción, que es lo mismo pero con las sábanas del fantasma convertidas en escafandras. No entraremos aquí en el berenjenal de qué es lo que distingue a la c/f como género por encima o frente a otras manifestaciones de ámbito semejante, notoriamente el fantástico; baste con reconocer que ambos comparten un presupuesto común que hace los productos de una prolongaciones espontáneas del otro a través de un sucinto cambio de decorados: la exploración de un más allá, de un universo aparte, de un reino extraordinario donde las leyes conocidas de la naturaleza no conservan su vigencia. El marciano es el fantasma vestido de aluminio; el astronauta es el caballero que en lugar de espada blande un rayo láser; los conjuros han sido reemplazados por las frías fórmulas del laboratorio. Pero algo se mantiene: eso de ahí es otra cosa, algo que nos aterra y nos atrae porque no podemos explicarlo, y nosotros somos quienes somos porque no somos eso.
Sabíamos ya que el género puede escribirse en cirílico porque a finales de los sesenta Bruguera publicó en su colección de bolsillo un Lo mejor de la ciencia ficción rusa reunido nada menos que por el inefable Jacques Bergier. Simple traducción de la versión francesa, tenía al menos la virtud de presentar al lector en castellano autores que forzosamente debía ignorar y que seguirían siendo desconocidos por aquí hasta hace bien poco, como Iván Efremov, Alexander Beliáiev o los hermanos Strugackij, la mayoría de ellos de etapa soviética. El volumen que ahora presenta Alba, Pioneros de la ciencia ficción rusa, debería entenderse como una especie de entrega anterior o precuela de la colección de Bergier, al remontarse hasta los inicios del cultivo del género por literatos rusos de finales del siglo XIX y principios del XX. Si no por novedad, la edición de Alba cuenta con una serie de méritos que la colocan sobre aquella de Bruguera: la traducción directa del ruso por Alberto Pérez Vivas; la calidad del papel, que no parece arrancado de un periódico; el esmero en la presentación de cada relato, cada página y, no en último lugar, de la propia portada; la feliz ausencia de prólogo.
La c/f europea, notoriamente la concebida en los antiguos países de la órbita comunista, exhibe una serie de rasgos propios que ya se insinúan de algún modo en esta recopilación primeriza. Si tomamos como representante paradigmático al enorme Stanislaw Lem, veremos que muchas de sus interrogaciones, atisbos y derroteros están presentes de una forma netamente reconocible en sus antepasados de casi medio siglo atrás: están el humanismo, el interés por la psicología antes que por la tecnología; el sentido del humor, a menudo crítico y paródico; está el cuidado en la escritura, como si no se resignasen a entender la fantasía como un plato de consumo masivo que no precisa de saliva ni incisivos; está el terror, sugerido de un modo indirecto y como cósmico, sin concretar en tentáculos ni charcos de sangre. De un modo u otro, las cinco narraciones que componen la antología de Alba ilustran alguno de estos aspectos. “Entre la vida y la muerte” (1892), de Alexéi Apujtin, describe con mucha sorna una especie de trance visionario inmediatamente anterior a la muerte de un príncipe, incidiendo a la vez en la vieja teoría de la transmigración de las almas. “En otro planeta” (1896), de Porfiri Infántiov, entronca con las utopías filosóficas de Moro, Campanella, Voltaire o Emerson, y nos detalla un planeta Marte habitado por virtuosos monstruos con cola, trompa y un solo ojo en el centro de la frente. En cuanto a “El misterio de las paredes” (1906), de Serguéi Mintslov, se trata de una fantasía voyeurística en torno a un aparato capaz de rescatar, a través de ondas electromagnéticas, la memoria adherida a las paredes de los edificios. Como la curiosidad acaba por liquidar a cualquiera, gato o no, la cosa acaba en incendio.
Pero lo mejor de la selección lo constituyen, sin duda, los dos relatos de Valeri Briúsov, uno de los padres fundadores del simbolismo ruso, dotado de una perturbadora imaginación sembrada de presagios y amenazas. Si “La Montaña de la Estrella” (1899) anticipa sorprendentemente algunos de los postulados de Lovecraft y sabe aliñar con extraño acierto a Allan Quatermain con John Carter, “La República de la Cruz del Sur” (1905) es una fábula kafkiana en torno a un imaginario estado de la Antártida en que encontramos ecos proféticos de la dictadura soviética, entre otros elementos. En total, la antología rebasa con mucho la mera curiosidad bibliográfica para excitar el interés de cualquier aficionado al género: y hacerle comprobar que para inventar futuros lejanos o volar a través del vacío de las estrellas no es imprescindible la presentación del pasaporte británico o americano. Faltaría más.

sábado, abril 27, 2013

La muerte de Iván Ilich, Lev Tolstói

Trad. Víctor Gallego. Ilust. Agustín Comotto. Nórdica, Madrid, 2013. 160 pp. 18 €

Fernando Sánchez Calvo

Iván Ilich, alto funcionario de la administración zarista, está a punto de morir. Como el resto de su vida, la causa de su inminente fallecimiento es triste, anodina y ridícula de pura cotidiana que es. No menos triste y anodina que su velatorio, con el cual da comienzo esta pieza breve de uno de los grandes que Nórdica, una vez más, acierta a rescatar e ilustrar con la mano de Agustín Comotto.
Iván Ilich, como ya hemos dicho, está a punto de morir, y no lo sabe. Estudia, asciende, prospera, se casa, tiene hijos, se convierte en un tipo respetable y disfruta en ocasiones sabiéndose una buena persona que, sin embargo, cuando quisiera, podría ser temido por cualquier ciudadano que tuviera un problema con la justicia. Eso le hace sentirse bien, sentirse pleno, aunque sus compañeros de trabajo (envidiosos por naturaleza) y su mujer (egoísta por burguesa) no aporten gran cosa a dicha plenitud.
Iván Ilich está a punto de morir y de repente sí lo sabe. Ese hecho, como era de esperar, provoca que el protagonista se replantee algunas cuestiones que hasta entonces no se había replanteado. A saber:
-que la muerte es individual e intransferible y el dolor que siente uno por sí mismo no lo puede sentir nadie más por mucho que te quieran;
-que la muerte de uno puede convertirse en una oportunidad para otros y si en algún momento de tu vida sientes que empiezas a sobrar, a lo mejor es porque sobras;
-que el cariño es la única manera de vencer al dolor de la muerte pero esto sólo lo aprendemos justo cuando nos estamos muriendo.
Lev Tolstói escribió esta novela con cincuenta años. Al igual que otros compañeros de generación o incluso al igual que toda persona que entre en la última etapa de su vida (compárese por ejemplo con el Galdós de Misericordia), el interés por retratar de manera realista las miserias e injusticias de la sociedad fue desplazado por una de esas crisis espirituales que te llevan a preguntarte cosas como “para qué tanto esfuerzo” o “después de esto, qué” en lugar de preguntarte “qué hay de comer para hoy” o “cuándo morirá mi superior para que yo pueda ocupar su puesto”. Ni exagero ni personalizo: lo he aprendido de manera natural, cruda y realista al leer los pensamientos, los temores y las certezas de Iván Ilich
Nabokov dijo en su día que esta novela era la mejor novela de la literatura rusa. Mahatma Gandhi lo repitió. Parece demasiado aventurado afirmar esto incluso si fuiste o eres una gran personalidad teniendo en cuenta otros títulos gigantes de gigantes rusos del siglo XIX que por gigantes no hace falta ni mencionar, pero sí se debe reconocer aquí que las escasas ciento cincuenta páginas que componen esta historia podrán ser leídas hoy, mañana y dentro de cien años en Rusia, en Asia o en futuras civilizaciones. Hablan de manera sincera de la obsesión más vieja del hombre: desaparecer. Supongo que eso, entre otros ingredientes, convirtieron a esta pequeña joya en un clásico.

viernes, octubre 05, 2012

Una edad difícil, Anna Starobinets

Trad. Raquel Marqués García. Nevsky Prospects, Madrid, 2012. 256 pp. 19 €

Victoria R. Gil

La Stephen King rusa, la Dostoyevski del siglo XXI, la voz discordante de la literatura eslava… A Anna Starobinets la han llamado de todo y comparado con todo tipo de autores desde Gógol a Bulgákov, pasando por Kafka y Philip K. Dick, como si no bastara con escribir desde las tripas sobre el miedo que inspira este mundo nuestro. Como si no fueran suficientes las preguntas incómodas que plantea y hubiese que buscarle ascendentes de prestigio que la vuelvan más sólida y aceptable.
Ocho son los cuentos que ha reunido la editorial Nevsky Prospects para presentar en nuestro país a esta desconocida escritora rusa, y sólo con uno habría bastado para convertirla en invitada permanente de mi biblioteca. La historia que da título al volumen, “Una edad difícil”, es un extenso relato de 75 páginas en el que uno se adentra confiado y seguro, dispuesto a descubrir los monstruos que habitan en su interior. La Stephen King rusa, ¿no? Veamos: ¿Vampiros? ¿Zombis? ¿Coches asesinos? Nada de eso. Una mujer divorciada. Una ciudad de provincias. Dos hermanos gemelos. La adolescencia. Y el horror que nos es más propio porque surge de nosotros.
El monstruo soy yo. Ése podría ser el resumen, no sólo de este cuento, sino de todos los que integran este libro. Cierto que Starobinets se sirve de una variedad de elementos fantásticos muy reconocibles para el lector y cinéfilo occidental, pero lo sobrenatural no es más que el cebo con que nos tienta para después, cuando ya no hay escapatoria, provocar un escalofrío de repulsión. Porque nada espanta más que descubrir la propia naturaleza. Y que nadie, como uno mismo, es la mayor aberración.
Ismael Martínez Biurrín, en un estupendo prólogo que debe leerse como un epílogo para que el impacto de la narración sea mayor, lo define con acierto: «Los personajes de estos cuentos son gente tan normal y satisfecha con sus vidas mediocres como cualquiera de nosotros. Esto es, a punto de estallar. Al borde de la locura y del deseo aberrante. Enamorados del abismo. Que la acción transcurra en los alrededores de Moscú o en Rostov no añade un ápice de extrañeza ni nos protege del susto: ellos somos nosotros, desde la primera línea hasta la última. Reconocemos el patrón de su locura porque está hecha con jirones de nuestras pesadillas».
Nadie, en estas historias, se libra de la sensación de impotencia que acompaña siempre a los malos sueños ni será capaz de evitar el desastre que todas las señales anuncian. Sin embargo, el mundo en el que viven los personajes de Anna Starobinets, como ese mundo onírico, nos resulta trivial y cotidiano mientras nos vamos adentrando en él. Hasta que deja de serlo.
Salvo en “Vivos”, un relato postapocalíptico que le debe mucho al cine norteamericano de ciencia ficción, su paisaje podría ser el nuestro: el tedio del matrimonio, la adolescencia que transforma a los hijos en desconocidos, un empleo rutinario del que deseamos escapar… Pero en medio de la colada o del desayuno, surge la duda: ¿Es real lo que vemos? Aunque, ¿acaso sabemos qué es la realidad?
Pese a que no todos los cuentos reunidos en este volumen atrapan con igual intensidad, Starobinets consigue envolvernos en un ambiente turbador e insano que nos atrae con morbosa fascinación hasta empujarnos de cabeza al abismo. Por sorpresa. Como le ocurre a Dima en “La familia”, un adiestrador de perros que se equivoca de vida durante un trayecto en tren de Rostov a Moscú y que descubrirá, demasiado tarde, que también se puede añorar el infierno. O como la protagonista de “La espera”, que inicia un camino sin retorno a la locura desde la más vulgar de las excusas: una sopa olvidada en la nevera.
Los cuentos de Una edad difícil son, en realidad, un catálogo tenebroso de los delirios que es capaz de crear la mente humana. Una sucesión de imágenes distorsionadas que, con la excusa del misterio y el terror, esconden soledad, desamor y amargura.
El resultado, cómo no, es siniestro. Pero de eso se trata, de disfrutar con el escalofrío. Y Anna Starobinets ha resultado ser una inesperada fuente de placer.

jueves, diciembre 02, 2010

Chéjov comentado, Antón Chéjov / Sergi Bellver (ed.)

Trad. J. y M. Womack. Nevsky, Madrid, 2010. 318 pp. 22,50 €

Victoria R. Gil

Descubrí a Antón Chéjov, a los doce años, en una antología de Los más bellos cuentos rusos editada en Barcelona en 1946. Quizás la edad fuera la causa de que disfrutara más con el divertimento de La campesina disfrazada, de Pushkin, que con ese afligido cochero de Tristeza, encaramado a su pescante en medio de un mundo tan helado por dentro como por fuera. Buscaba, supongo, más jóvenes intrépidas, más enredos, más aventura. Ignoraba entonces que la ausencia de acción en sus obras no es más que aparente y que Chéjov nos regala una sucesión de instantáneas fotográficas en las que nunca parece ocurrir nada extraordinario, siempre y cuando no se considere extraordinaria la vida.
Confiesa Care Santos en su comentario al cuento Incidente ocurrido a un médico, que en su adolescencia llegó a tomar a Chéjov por un autor cómico debido a sus personajes «atormentados por una menudencia». Dejaría de hacerlo porque «el tiempo enseña a no reírse de las manías ajenas, a ver en ellas el borde del propio abismo insondable. Ahora, muchos de aquellos atribulados seres de ficción me dejan al borde las lágrimas». Acaso sea necesario el poso que dejan los años para descubrir «la grandeza de lo nimio».
Hipólito G. Navarro, en sus reflexiones sobre Ostras, cita a Máximo Gorki, amigo personal de Chéjov, que definiría con certera precisión la esencia de su escritura: «Nadie como él ha comprendido tan clara y sutilmente la tragedia de las pequeñeces de la vida, nadie hasta él ha sabido dibujar a los hombres con tanta implacable veracidad el cuadro vergonzoso y desalentador de su vida en el opaco caos de su mezquindad de cada día». Y lo hace, como apunta Eloy Tizón en sus notas sobre Casa con mezzanina, a partir «de esa levadura triste y eslava procedente del polvo del camino, de ese polen de palabras que huye de todo énfasis».
A un autor tan conocido como Antón Chéjov, del que la base de datos del ISBN español registra más de 200 entradas entre obras propias, correspondencia, antologías compartidas y biografías, parecería tarea imposible mostrarlo con ropajes nuevos. Pero la mirada de los dieciséis escritores convocados a este festín chejoviano consigue tender un puente hasta ese siglo XIX ruso que, de pronto, ya no resulta tan ajeno.
Desde el prólogo de Sergi Bellver, en el que insta al lector a tomar distancia y mudar de perspectiva para descubrir a un nuevo Chéjov, al prisma que descompone su obra en dieciséis visiones íntimas y personales, este libro está lleno de amor. A la literatura, al cuento y, sobre todo, a un Chéjov que se revela otro y diferente en cada uno de los escritores que se acercan a él para demostrar «la poca distancia que media entre la clarividencia del maestro ruso y el compromiso literario de los nuevos creadores».
Dieciséis cuentos escritos ayer, hace más de cien años, y dieciséis apostillas que van de la erudición y el academicismo a la digresión, el juego y el striptease emocional, sin que falte, para cerrar el círculo, el chejoviano relato de Óscar Esquivias, Temblad, filisteos, jocoso complemento a En Moscú, con el que lejos de pelearse mucho, forma un perfecto maridaje.
Hay que felicitarse porque Nevsky Prospects y los autores que tan acertadamente ha reunido Bellver para sumarse a este tributo con que celebrar el 150 aniversario de su nacimiento hayan seguido la recomendación de Gorki: «Es bueno acordarse de un hombre como él; al instante penetra en tu vida un aire de vitalidad, de nuevo en ella se ilumina su sentido claro».

jueves, octubre 21, 2010

Almas muertas, Nicolai Gogol

Edición y Traducción: Pedro Piedras Monroy. Akal, Madrid, 2009. 582 pp. 39 €

José Manuel de la Huerga

En una inmensa mayoría de veces, el lector sonámbulo que soy, que exige llevarse a la boca algunas veces lo primero que pilla, repara poco en el apartado del traductor. Esta vez el destino me ha llevado a conocer personalmente a Pedro Piedras, lo que inevitablemente me ha condenado a hacer una lectura muy diferente de estas Almas muertas de Gogol que si el nombre del traductor no significara nada para mí. Sé que esta obra maestra de Gogol le ha llevado buena parte de diez años de su carrera de traductor y que en buena medida ha sido en sí misma aprendizaje en la aspereza del trasvase de mundos y consolidación de un quehacer para el que efectivamente esta más que capacitado. El traductor vive, camina, trabaja, suda y sueña con su obra, incluso cuando no está directamente sobre ella. Podríamos escribir exactamente lo mismo del escritor. Quiero con ello dejar constancia del peso vital que supone el trabajo de la traducción. El traductor obsesivo llega a encontrar paralelismos entre la obra que tiene entre manos y acontecimientos de su propia existencia, tal es el grado de ensimismamiento y terquedad en la empresa. Se refleja tanto en ella, se asoma tanto a ella que acaba pareciéndose tanto como el perro y el dueño. No hace mucho he leído de la labor traductora del poeta Luis Javier Moreno: «Algunos de los mejores poemas que un poeta ha escrito, son (a veces) los poemas que de otros poetas ha traducido.» Me consta que Pedro Piedras no es narrador ni poeta (al menos no de manera pública), pero sé que su amor a la literatura y a su materia prima le obliga a buscar en cada uno de sus trabajos de traducción la excelencia del mejor lenguaje, ese que traicione lo menos posible no sólo al espíritu del texto sino a su carne misma.
Creo que las Almas muertas de Gogol están de enhorabuena en castellano. Desconozco otras traducciones anteriores, seguramente muy meritorias, pero ésta de Piedras es obra de arte por varias razones. Apuntaré algunas. La primera, su excelente introducción. El neófito en literatura eslava y en Gogol que soy, se sintió desde el primer momento acompañado y asesorado sobre el mundo de Gogol y Puskin, sobre la Rusia de la segunda mitad del XIX, sobre el supuesto realismo y paternidad del realismo que son estas Almas muertas para la gran literatura que vendrá después, sobre el mundo interior exigente y torturado del autor, sobre su relación con la censura… y todo expuesto de manera didáctica, sin renunciar en ningún momento a la calidad y a la erudición. La segunda, porque esa voz del narrador, atormentada, hiriente, retorcida, insegura y a un tiempo brillante, divertida y crítica que el traductor anunciaba en su introducción (hablaba de la complejidad de trasvasar al castellano una voz que por momentos se desparrama, que fluye a borbotones, que se demora, que salta y no vuelve, o vuelve mucho más adelante del discurso) está ahí, la he oído. He oído con nitidez asombrosa al Chichikov protagonista subido en su carruaje tirado por tres caballos, por los caminos de la Rusia rural, perdida del mundo, en la antesala del infierno de muchos que no encontraron un segundo de bondad o de dulzura en este valle de lágrimas. Le he visto negociar con los terratenientes de medio pelo la compra de almas de campesinos muertos para un asunto que se trae entre manos el protagonista y que tendrá al lector en vilo hasta las últimas páginas. He oído el poema que dijo el propio autor que era esta obra, más allá de una simple novela. Por eso la emparentamos sin miedo con una Divina Comedia que cuenta almas, que lleva el censo de almas de un lado a otro de los mundos. Y en tercer lugar es una obra imprescindible por completa y rigurosa. Es la primera vez que en castellano se reúne la versión digamos que canónica de Almas muertas con tres apéndices muy ilustrativos. Son las dos versiones inconclusas de intento de segunda parte, más la versión que entregó a la censura del relato final del capitán Kopieikin. Comparar al primer Gogol con el segundo dejará sorprendido a más de un lector. El efecto de la religión y de los guías espirituales hace verdaderos estragos en el universo del creador. Pero Gogol nos había dejado una excelente primera parte que lo emparenta, por la magna obra imposible de completar, inconclusa, con el padre de la narrativa moderna, ni más ni menos que Kafka. La sensación de estar sobrevolando siempre sobre el relato, escrito en hilvanes ya desde la primera descripción del protagonista, de sentirse a un tiempo ahogado por la inmensa labor y a la vez aupado a lo más alto del conocimiento del mundo y de los personajes que habitan ese mundo, trae a Franz Kafka al interlineado de la obra de Gogol.
Ocurre demasiadas veces en la historia de la literatura y del arte en general. Olvidamos autores que no hace mucho tiempo eran capitales en el estudio, en la formación de escritores, en el conocimiento del mundo de hace apenas cien años. Pero consolémonos. Hasta cierto punto puede que así deba ser, no de otra manera redescubriríamos maravillas arrumbadas en el desván de nuestros mayores, y las releeríamos con los nuevos ojos del siglo XXI. Este trabajo es el que nos ha traído a las manos el traductor de Nicolai Gogol al español, Pedro Piedras Monroy.

miércoles, junio 30, 2010

Tworki (El manicomio), Marek Bieńczyk

Trad. Maila Lema Quintana. Acatilado, Barcelona, 2010. 224 pp. 19 €

José Morella

Al principio esta novela no me resultó fácil de leer, tal vez por su desbocado aunque voluntario uso de la elipsis, o por cierta cursilería que tiene que ver con la juventud y las ansias de gloria literaria de Jurek, el personaje a través del que vemos lo que pasa. Jurek es un aspirante a poeta, un tipo que casi habla en rima, cuya ingenuidad compensa su pedantería. Cosas, en resumen, que me hacían entrar en el libro con desconfianza y con miedo al aburrimiento. Pero una vez que el lector algo puñetero que llevo dentro se calló y dejó de darme la lata, empecé a disfrutar. Tworki se disfruta mucho y muy intensamente porque es un caudal de pasos falsos, extrañamientos, enigmas, pistas, elementos no dichos pero presentes, cosas que se esperan pero que no aparecen... He oído a comentaristas de fútbol que dicen que hay jugadores que juegan muy bien sin balón. Marek Bieńczyk es de esos: es tan buen escritor cuando no escribe algo como cuando lo hace.
En el manicomio de Tworki —en Polonia se dice que alguien está “para Tworki” cuando está loco— trabajan una serie de jóvenes que enseguida forman un grupo de amigos. Es ese momento de la vida en el que los amigos lo serán para siempre, o al menos quedarán grabados en la mente como tus amigos por mucho que luego no les veas más. Salen, juegan, hablan, se enamoran. Un día una de las chicas, sin que parezca venir a cuento, le pregunta a Jurek: «El sentido de la vida, ¿cuál es?... El ser humano, ¿a qué aspira?», con el tono de un profesor de filosofía de secundaria intentando explicar -mal- los presocráticos. Si no supiéramos lo que pasó en Polonia durante ese tiempo, esta cita serviría para criticar la novela. Pero no sirve. Lo que parece fácil esconde lo difícil. El texto tiene la capacidad, rara y valiosa, de hacer que las cosas sean lo contrario de lo que parecen: ironía dulce y no lesiva, ironía contra el mal y contra la crueldad. Hay una capa muy sencilla, una historia de amor que no acaba de cerrarse, el enamoramiento como una fruta madura que cae y que no hace falta explicar demasiado. Es una novela tierna. Te encariñas de personajes de los que apenas sabes nada, que son esqueletos narrativos.
Basculando entre fondo y superficie está la otra historia, los nazis que aparecen en segmentos muy cortos, a veces de una sola palabra: alguien hace una broma en la que se usa la palabra Heil, o se alude a un canje con prisioneros alemanes. Se usa de un modo sutil y valiente el hecho de que todos nos sabemos ya la historia. Cuando algunos de los personajes desaparecen, o luchan en la resistencia, o cometen errores suicidas, el lector tiene la sensación de que estas cosas son puntos de lectura, referencias, postes para no perder el camino. El centro de la historia es tratado como si no lo fuera. La muerte es lo cotidiano, lo que está al otro lado de los muros de Tworki, y aquí sí se puede entender mejor que una persona cualquiera hable desde una vena metafísica inesperada. La locura y la cordura no se pueden distinguir en la Polonia de Tworki. Da igual si eres un interno o un funcionario. La muerte te vive en el cogote de la mañana a la noche. El texto está lleno de tuercas a las que se han dado muchas vueltas, y uno intuye que los lectores polacos le estarán encontrando muchas más vueltas que nosotros. La de la ocupación nazi es una historia contada tantas veces que parece que no se podría contar ya más, pero el valor de esta novela es demostrar que eso no es cierto ni deseable.
La dureza, si es que la hay, está a cuentagotas, en pequeños fragmentos que funcionan como botones de una camisa. Parecen puestos al final. Por ejemplo cuando Anna y Marcel, una pareja que acabará cayendo en la trampa del hotel Polski, hablan sobre su futuro: «...la verdad, esposa mía, dicha sin adornos, es que en lugar de Suiza nos está esperando el horno». Las alusiones a la miseria de la guerra también son marcas no connotadas, notas objetivas que recorren la novela y que se reducen a la comida: se enumera lo que comen ahora y lo que comían antes. Tazas de achicoria, pan con mermelada, sopas muy líquidas donde se escarban trozos pequeños de zanahoria y remolacha, filietes que son siempre pequeños y recuerdan levemente en consistencia y textura a lo que antes llamaban filetes...
Alguien, hacia el final de la novela, pero también el final de la guerra, pregunta qué va a pasar: «Nada más», dice Jurek. «Hemos sobrevivido a la guerra y ya no pasará nada más». Gente que se obligó a seguir viviendo, a forzarse a sí mismos a que la locura de la guerra, por un tiempo, les pareciera normal. Cosas que pasan, cosas que dejan de pasar.