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jueves, octubre 09, 2014

La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera

Trad. Beatriz de Moura. Tusquets, Barcelona, 2014. 144 pp. 14,90 €

Care Santos

Milan Kundera tiene 85 años. Ha tardado 14 en volver a publicar después de La ignorancia. Es razonable pensar que ésta será su última obra. También lo es sospechar que en ella Kundera nos está entregando una especie de declaración de últimas voluntades. Un texto en el que nos entrega sus conclusiones, después de permanecer en el mundo durante ocho décadas y media. Pero antes de entrar a analizar cuáles pueden ser esas conclusiones, hay dos detalles que creo importantes. El primero es la solapa izquierda del libro, allá donde normalmente se imprime la biografía del autor, cargada de méritos, países a los que ha sido traducida su obra y títulos de sus obras anteriores, todos muy leídos y laureados. Todo esto podría haber aparecido en esta solapa, y habría podido continuar -por falta de espacio- en la otra. Pero no. Kundera sólo ha querido que figurara lo siguiente: "Milan Kundera nació en Brno (Repúbllica Checa) en 1929". De modo que un ignorante podría pensar que se trata de un autor debutante entradito en años. ¿O sólo es una broma? Una muy seria, que tiene que ver con el contenido del libro: en él, Kundera declara la irrelevancia de todo lo destacado, empezando por sus propios laureles. O tal vez es que le disgusta que todo el mundo dé tanta importancia a estas cosas, igual que le disgustan las entrevistas, los periodistas, el modo fácil de ver las cosas desde los titulares, las lecturas epidérmicas. Kundera lleva años protegiéndose del mundo, como quien se protege de un virus muy contagioso. Esa lacónica presentación de sí mismo es una defensa más.
El otro detalle a destacar es el idioma. Kundera ha escrito esta novela en francés. Es su décima obra en francés, después de las novelas La lentitud, La identidad y La ignorancia, de la obra de teatro Jacques y su amo y de cuatro ensayos sobre literatura. A mí me pareció, en su momento, percibir una evolución hacia la desnudez cuando el autor dejó de escribir en checo y comenzó a escribir en francés. Puede ser esa la intención, como parece que fue también la de Samuel Beckett: acercarse más al disfraz, a la impostura, escribiendo en un idioma que no era su lengua materna. El idioma de su transformación, de su pérdida -pretendida- de identidad. O puede que sólo sea otro juego. Hablar un idioma que no te pertenece es como jugar a nombrar el mundo de un modo nuevo, diferente. Renombrar es reiventarse.
Pero vayamos con el libro. La historia es la siguiente: cuatro amigos que viven en París tienen pequeños encuentros en los que afloran las grandes cuestiones de la vida y, al mismo tiempo, algunas de las nimiedades más cotidianas. Uno de ellos acaba de recibir la noticia de que no morirá de cáncer, aunque lo oculta a su amigo sin saber muy bien por qué. Otro está preocupado por la inminente muerte de su madre. Un tercero ha convertido la ausencia de la figura maternal en una obsesión por los ombligos de las mujeres. Alguno quiere visitar una exposición de Chagall, pero no lo consigue jamás porque detesta guardar cola. Todos los temas son tratados con naturalidad de sobremesa, el autor nos habla, nos increpa, confiesa sus errores y nos lleva de la mano de peripecia en peripecia. Todo es como un enorme divertimento, donde lo que ocurre y se nos cuenta no es lo más importante. Lo importante es lo que podría ocurrir. Un juego de espejos, de referentes, de sobreentendidos que subyace en el texto. Cuando el autor habla de Stalin, y le recrea contando anécdotas difíciles de creer, que pueden ser tomadas por un chiste, nos dice que reír puede ser muy peligroso para quienes escuchan. De igual modo, la interpretación errónea de una broma traía muy serios problemas a uno de los personajes de la primera novela del autor checo, la magnífica La broma (1967). Milan Kundera lleva casi 50 años escribiendo la misma historia. La historia de un mundo que se toma a sí mismo demasiado en serio.
Es cierto que aquí todo admite interpretaciones, que todos los personajes son susceptibles de ser analizados desde la filosofía, desde la ética, desde la historia, porque al autor le divierte la ambigüedad, porque no le gustan las interpretaciones fáciles. En cierto modo, es Kundera concentrado, esencia del Kundera que lleva medio siglo encandilándonos con ese modo tan suyo de ver lo pequeño antes que lo grande. Mejor: de mostrarnos cómo lo pequeño es siempre el lugar donde lo grande palpita y se muestra. Es analizando las pequeñas reacciones de Stalin al bromear con sus invitados como podremos entender de verdad cómo era el dirigente ruso. Es sabiendo por qué ríe la mujer que acaba de perder a su compañero de toda la vida como de verdad comprenderemos su fortaleza y su entrega. Un juego -uno más- fascinante, porque nos adentra en las profundidades del alma humana, que el autor conocer mejor que ningún otro territorio.
Aunque debo hacer también una confesión: durante la lectura de esta obra breve, de apariencia y lectura fáciles, no pude quitarme de la cabeza ni un momento las grandes obras de su autor. El Kundera de La vida está en otra parte, de La broma o -sobre todo- de El libro de la risa y el olvido, mi favorita.  Un Kundera vigoroso, tal vez no tan sabio como el actual, más apasionado. El Kundera que escribía en su lengua materna, descreía menos de la humanidad y no utilizaba el lenguaje como un escudo protector.

viernes, junio 21, 2013

La cabeza del profesor Dowell, Aleksandr Beliáiev

Trad. Alberto Pérez Vivas. Ed. Alba, col. Rara Avis. 358 pp. 19,50 €

Julián Díez

Durante años la literatura fantástica anglosajona nos ha contagiado su propia visión endogámica del género, su sensación de hegemonía originada en los años treinta en la creación de un mercado de literatura pulp al que salía más barato pagar originales que traducciones. Es curioso, sin embargo, que el propio Isaac Asimov se refiera en sus memorias de muchacho neoyorquino a su visión de la producción cultural extranjera como referente futurista en su infancia: desde Metrópolis, que fue para él lo que Star Wars para mi generación, hasta Julio Verne.
El hecho ha sido especialmente injusto con la tradición rusa del género, castigada por problemas adicionales: la dificultad de las traducciones, acentuada por un estilo bastante más exigente que el de los contemporáneos anglosajones, y la carga ideológica de buena parte de sus trabajos.
En España, la obra del más prolífico de los autores rusos de ciencia ficción anteriores a la Segunda Guerra Mundial, Aleksandr Beliáiev, fue bastante traducida en los años sesenta, cuando esa hegemonía anglosajona no estaba aún tan consolidada. Sin embargo, llevaba sin publicarse uno de sus trabajos en España cuatro décadas hasta que ahora lo hace Alba, en una labor obviamente inspirada por las ediciones de Nevsky Prospects de otros clásicos del género ruso como Aleksandr Bogdánov o Alekséi Tolstói.
Beliáiev publicó cerca de cuarenta novelas de proto ciencia ficción, que le han proporcionado de manera recursiva el calificativo de “Julio Verne ruso”. Sin embargo, hay en su obra matices más próximos a H.G. Wells; sí que tiene en sus propósitos una fidelidad a los conocimientos científicos de la época una proximidad al francés, pero su vuelo imaginativo muestra un mayor atrevimiento propio del británico. En su trabajo, por cierto, no hay casi rastros de propósitos políticos, ni panegiristas de la grandeza soviética como los citados Bogdánov y Tolstói, ni críticos como en el caso de Zamiatin o luego, con matices —y seguramente el mejor resultado de todos desde el punto de vista literario—, los hermanos Strugatski. Beliáiev es, en realidad, una especie de Michael Crichton: escribe novelas amenas de aire internacional para todos los públicos usando como excusa un punto de partida científico. A la larga, esa línea divulgativa terminó siendo la principal en la ciencia ficción soviética de postguerra, con otros autores que merecerían ser más conocidos por el público español como Yefrémov o Dneprov.
Aunque es una obra bastante conocida y con adaptación cinematográfica en su país, La cabeza del profesor Dowell nunca había sido vertida al castellano, tal vez porque su punto de partida resultara pronto demasiado inverosímil para los lectores: la posibilidad de mantener una cabeza viva apartada del cuerpo, algo que los científicos soviéticos de la época se jactaban de haber conseguido con animales. Hoy, sin embargo, y Futurama mediante, es un concepto bien conocido y con un simpático regusto camp que posiblemente haya impulsado su edición.
La protagonista es Marie Laurane, una enfermera contratada para mantener con vida a la citada cabeza, correspondiente a un científico implicado en el tema que pronto descubriremos que fue traicionado por su asociado. Marie será nuestros ojos para descubrir toda la historia, conocerá al hijo de Dowell y se implicará en la lucha por remedar la injusticia cometida.
El volumen se completa con una novela corta de mayor originalidad, El día del Juicio Final, con un tono más liviano que contrasta con el melodramatismo en ocasiones excesivo de la novela previa. Aquí seguiremos a un periodista francés desplazado a Berlín que asiste a un suceso extraordinario: la ralentización de la velocidad de la luz, que hace que los personajes sean capaces de verse a sí mismos unos segundos antes, en la primera consecuencia de las imaginadas por el autor. Aunque no se sostenga mucho con las posteriores evoluciones de la teoría de la relatividad, es una historia de un notable vuelo imaginativo, que redondea la impresión que brinda el volumen en su conjunto de la capacidad de su autor.
Posiblemente este no sea un libro para todos los paladares; exige la misma simpatía, el mismo retorno a la ingenuidad del lector desprejuiciado, que se requiere hoy para poder disfrutar con Verne o Wells, o con el reciente homenaje que César Mallorquí hizo a ambos en la excelente La isla de Bowen. Sin embargo, no les faltan a estos clásicos lectores actuales que, como yo, encontrarán en el trabajo de Beliáiev una vuelta de tuerca adicional más que atractiva.

jueves, abril 11, 2013

Flores tardías y otros relatos, Antón P. Chéjov

Trad. Fernando Otero Macías. Alba clásica, Barcelona, 2012. 260 pp. 18 €

María Dolores García Pastor

Mi primera vez con Chéjov fue en el instituto. Cursaba yo primero de B.U.P. y nos llevaron al teatro, menuda aventura. Al principio todos manifestamos fastidio, cómo no, pero es que siendo adolescentes no se esperaba otra cosa de nosotros. Aún recuerdo que lo que vi aquel día me encantó: el escenario, el ambiente, la puesta en escena, los diálogos... Pero en mi caso no era extraño, porque yo siempre he sido la “rara” que ha leído el libro cuando los demás hablan de que acaba de estrenarse la película. Lo curioso es que le gustó a casi toda la clase. Las primeras risitas burlonas cuando se alzó el telón fueron dando paso a un silencio atento. Quedamos impresionados por esa atmósfera tan especial que se crea en los teatros, la escenografía sobria representando una estancia del siglo XIX, las luces y las sombras. Esta vez fue el teatro el que tuvo la capacidad de amansar a aquellas fieras que entonces éramos.
Pensando ahora en lo que hizo que aquella obra del escritor ruso atrapara a una clase entera de adolescentes ochenteros y que hasta los hiciera reír, esa es la esencia de los clásicos, que sigan provocando sensaciones muchos años después y él es, sin lugar a dudas, un clásico imperecedero. Se pueden decir cientos de cosas sobre este autor al hacer una reseña de cualquiera de sus obras pero una teme que ya esté todo dicho. Junto a grandes nombres como Tolstoy, Dostoyevsky, Gogol, Korolenko o Turgueniev, Chéjov escribió su nombre con tinta de oro en una de las etapas más esplendorosas de la narrativa rusa, la de la época anterior a la revolución de Octubre. En su época fue muy conocido como autor de teatro aunque, curiosamente, haya pasado a la posteridad como uno de los grandes maestros del cuento, uno de sus más prestigiosos representantes cuya influencia sigue vigente en nuestros días. Autor eterno que sigue dejando poso y al que no pocos autores le han rendido homenaje, como lo hizo Raymond Carver en el maravilloso Tres rosas amarillas.
Los cuatro títulos reunidos en este volumen Mercancía viva, Flores tardías, Mi mujer, el más “chejoviano” de ellos, y Un asesinato, aparecieron publicados por primera vez en revistas, algo bastante usual por aquel entonces. Algunos de ellos vieron la luz firmados por A. Chejonte, uno de los habituales pseudónimos del autor. En ellos, como en otros muchos, Chéjov hace crítica de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Su profesión de médico le permitió estar cerca de las capas sociales más bajas y vivir muy de cerca la realidad de la Rusia zarista. En una de sus cartas, haciendo referencia a esto, decía: «La medicina es mi esposa legal; la literatura sólo mi amante». Pero su obra nos muestra que, realmente, vivió un verdadero “triángulo amoroso” en el que su obra literaria se nutrió de sus experiencias en este sentido. Tanto que, junto a su propia enfermedad le fueron llevando hacia el excepticismo y la tristeza. Pero también nos ha dejado su gran ironía, que hace más ligera y amena la narración, como puede verse en los dos primeros relatos que forman parte de este volúmen.
La lectura fluye cuando uno tiene entre manos una obra de Chéjov. Ello puede ser debido, entre muchas otras cosas, a la aparente sencillez de sus textos. Los elementos, en apariencia banales, suelen estar cargados de significados subliminales que dan profundidad y llenan de sentido los relatos de este autor. El marco en el que sitúa a sus personajes es el de la vida cotidiana y sus historias también son pasajes del día a día, junto con sus personajes. Estos últimos están caracterizados con especial meticulosidad, algo no demasiado usual en la narración breve sino más propio de la novela. Las piezas que se reúnen en el libro apenas han sido antologadas con anterioridad. Flores tardías y otros relatos es una excelente oportunidad para iniciarse en el conocimiento del clásico, para quien aún no haya osado, y un genial motivo para reencontrarse con él.

lunes, septiembre 17, 2012

Las colinas de la Toscana, Ferenc Máté

Trad. Arturo Muñoz Vico. Seix-Barral, Barcelona, 2012. 300 pp. 17 €

Pedro M. Domene

De la mano y de la mágica pluma de Ferenc Máté (Transilvania, Hungría, 1945) nos hemos trasladado a un idílico paisaje en dos ocasiones, en una primera ocasión con Un viñedo en la Toscana (2009), ese lugar donde saborear un buen vino, degustar una sabrosa comida casera, disfrutar de los vecinos y estar siempre rodeado de un ambiente maravilloso, con un bucólico trasfondo para descansar el resto de toda una vida. En este libro, Máté, contaba sus vicisitudes para encontrar ese lugar idóneo donde convertir su sueño en realidad: conseguir un viñedo y la posibilidad de crear su propio vino, no uno cualquier sino el mejor vino de la Toscana. El narrador transcribe y cuenta minuciosamente sus vicisitudes para convertirse en contadini o granjero italiano, e inicia la búsqueda de vigas, puertas, baldosas antiguas, al tiempo que disfruta con su familia de la comida y de los vinos toscanos cuando celebran, por ejemplo, una antigua y típica fiesta, la culminación del tejado. Pero sobre todo, en primavera, asistimos a la preparación de la tierra, las famosas terrazas etruscas abandonadas, para plantar las primeras vides a mano. Surge así una obra en la que personajes, situaciones y ambientes recreados, se convierten casi en un auténtico relato de ficción como bien podría clasificarse Un viñedo en la Toscana.
La sabiduría de la Toscana (2011), la segunda propuesta del húngaro, no es una continuación al uso, se cuenta cómo los sueños se hacen finalmente realidad y Máté enumera, a modo de crónica, su experiencia vital y el sueño que, tanto para él como su familia, se convirtieron en una certidumbre. Transmite su amor por el lugar, la relación con sus vecinos, su apego a la tierra y al vino, nos habla de su admiración por la gastronomía italiana e incluso de sus hábitos y costumbres, vituperando ese pasado que siempre fue mejor. En sus primeras páginas, se asegura como sin que prevalezca un “saber toscano”, ni “consigna” o “canción” proclama por los cuatro costados la vita quotidiana de los toscanos, los lazos que unen a estas gentes, la cotidianidad de sus vidas, sus tiendas y sus mercadillos, el desarrollo de la hermosa artesanía, el cuidado de viñedos y olivares, las prolongadas comidas en familia y la amistad, su gastronomía, en general, compuesta y condimentada por los productos cosechados en el lugar. Desde Montalcino, donde los Máté se asentaron, el narrador nos habla del lugar y de los aspectos relacionados con la infancia, la calidad de vida, los vecinos, la organización y el hogar, así como numerosos y acertados juicios sobre la globalización, la economía, o el bienestar de las zonas rurales para alejarse del estrés y a donde a uno, realmente, lo reconozcan por la calle y saluden a diario que, según el narrador, supone una acertada elección donde los hijos crezcan y se desarrollen en plena naturaleza. Este libro contagia esa infinita alegría de vivir, constata la ilusión por las cosas sencillas, o el placer que obtenemos de ellas, y sobre todo ofrece un canto a la fraternidad humana.
Una tercera aproximación, Las colinas de la Toscana (2012), originariamente, y siguiendo el orden de creación, el germen de ese amor a la tierra que los Máté derrochan porque la primera edición original data de 1998, y comienza cuando una pareja de urbanitas se deja seducir por el paisaje italiano y se adentra en una aventura salpicada de no pocas anécdotas hasta conseguir su propósito: tener una casa en la Toscana. Ingenuos turistas se dejan envolver por la magia de un lugar, de sus habitantes, de sus costumbres y donde hacen nuevos amigos y sienten que sus vecinos derrochan esa humanidad a que no están acostumbrados, se ayudan en la duras tareas de la cosecha, los sientan a su mesa y disfrutan de suculentas comidas y sobre todo charlan, alargan las veladas con esa entrega y devoción que encierran en sus corazones la gente sencilla y honrada. Estas colinas de la Toscana nos devuelven de la mano de Ferenc Máté el encanto de toda una región, nos contagia el placer de disfrutar de una vida diferente donde la alegría y el encanto suponen esa terapéutica visión de un pasado mejor, cuya sensibilidad y sensualidad se acercan a la suprema expresión de vivir cada segundo, cada minuto, cada hora, numerosos instantes en los que uno agradece estar sobre esa tierra, con las maravillas que contiene y que aun podemos seguir descubriendo paso a paso, tras un pequeño camino, a la vuelta de una colina. La luz del lugar, una casa propia, la luna que los acompaña cada noche, la música, la vendimia y la tala, y una vez más el largo invierno y la nieve para de nuevo, volver a vivir la primavera en la Toscana.
Es esta, una buena lectura para momentos de descanso como la época estival presupone, sin que a medida que vamos pasando sus páginas, bajemos la guardia sobre nuestra inmediata realidad, y las abundantes posibilidades con que podemos encontrarnos a diario, y a pesar de todo nunca dejemos de vivir intensamente y de disfrutar cuanto nos depare esta vida.

miércoles, marzo 21, 2012

Armenia en prosa y en verso, Ósip Mandelstam

Trad. y Ed. Helena Vidal. Acantilado, Barcelona, 2011. 144 pp. 16 €

Alejandro Luque

«Rusia es el país que más importancia da a sus poetas. En ninguna parte se toman la molestia de ejecutar a tantos». Esta frase, que cito de memoria, resume con nítida crudeza el tiempo que le tocó vivir a Ósip Mandelstam, quien acabó sus días deportado en el infierno helado de Siberia, condenado a trabajos forzados por el mismo Stalin del que había osado mofarse en un epigrama. Ocho años antes de su muerte, en 1930, el poeta ruso y su esposa Nadezhda hicieron un memorable viaje a Armenia. De allí surgió este libro que, con una sobresaliente traducción y un interesantísimo prólogo, recupera ahora el sello Acantilado.
En el momento de hacer las maletas, Mandelstam lleva cinco años sin escribir poesía. Ha sido víctima de una feroz campaña de difamación, vetado en todos los medios y obligado a sobrevivir a duras penas con faenas de traductor. Es entonces cuando Armenia le acoge con los brazos abiertos, y la inspiración regresa como por arte de magia. Las notas introductorias, a cargo de Helena Vidal, dedican no poco esfuerzo en responder a esta cuestión: ¿Qué encontró el poeta en aquella tierra extraña y remota? Puede que fuera su condición de encrucijada entre Oriente y Occidente, el límite del mundo judeo-cristiano; tal vez se dejara conquistar pronto por la nobleza y sencillez de ese pueblo «que vive a puro esfuerzo,/ que computa cada año como un siglo», según consigna en un poema; o por la sonoridad de aquella lengua «inasequible al desgaste», donde columbraba las genuinas raíces indoeuropeas. Armenia, su historia y su cultura, ejercerán sin duda sobre el autor un potente magnetismo, espolearán su curiosidad y dispararán su fantasía.
Yo me atrevería a barajar, no obstante, otra hipótesis: la posibilidad de que Mandelstam alcanzara a sentirse allí, bajo “el cielo miope” de Armenia, bien, simple y llanamente bien. Y dicho bienestar viene asociado de forma inseparable a la idea de libertad. Como bien apuntaba Muñoz Sanjuán en la introducción a Sobre la naturaleza de la palabra y otros ensayos (Árdora, 2005), «según van transcurriendo los días, Mandelstam estará más solo y a su vez más libre: nadie quiere lo que escribe, y así, él puede escribir lo que realmente desea». Lejos de las intrigas moscovitas, fuera del alcance del aparato represivo soviético, el bardo se reencuentra con la Naturaleza y consigo mismo. Armenia será el viaje a la semilla que le reconcilie con su vocación de cantor, incluso aunque no volvieran a publicarle jamás.
Abanderado del acmeísmo, aquella corriente opuesta al simbolismo y defensora de un lenguaje limpio y claro, el sutil poeta que es Mandelstam se revela también en prosa, como cuando se refiere a la anchura «casi gubernamental» de los troncos, o habla de la separación como «la hermana pequeña de la muerte». Pero sobre todo lo es en verso, donde se alternan con frecuencia la pincelada esteticista y el escalofrío, siempre sobre una honda base moral: «Moscú son cerezos en flor y teléfonos/ y días marcados por las ejecuciones…».
Allí, en la capital, le esperaba el poder afilando sus cuchillos, reclutando a sus chivatos, haciendo inventario de sus infamias. Pero ya no habría para él vuelta atrás. Es el problema de haber sido verdaderamente libre alguna vez: que resulta muy difícil regresar al rebaño por el propio pie.

miércoles, marzo 07, 2012

Nosotros, Evgueni Ivánovich Zamiátin

Introd. Fernando Ángel Moreno. Trad. Alfredo Hermosillo y Valeria Artemyeva. Cátedra, Madrid, 2011. 318 pp. 15,50 €

Juan Pablo Heras

A los que detestan a Orwell les gusta decir que 1984 no es más que un plagio de Nosotros, novela escrita por el ruso Evgueni Zamiátin hacia 1920 y que tuvo el triste honor de ser la primera que sufrió la censura del joven régimen soviético. Su aparición en una mala traducción en la Inglaterra de 1924 la injertaría en el tronco de la literatura prospectiva británica, que, partiendo remotamente de Tomás Moro, pasaba por H. G. Wells y por los dos herederos más conspicuos de Zamiátin: Aldous Huxley y, por supuesto, George Orwell.
Pues bien, como yo adoro 1984 y me interesan sumamente las distopías literarias, he corrido a leer la que quizá es la madre de todas ellas —al menos en su hechura moderna—, no sea que estuviera rindiendo a Orwell una pleitesía que le debo a otro. No es difícil encontrar otras ediciones anteriores en español, pero ninguna con la apasionante introducción de Fernando Ángel Moreno que precede a ésta: no sólo por la semblanza biográfica de un personaje tan interesante como Zamiátin (revolucionario, pero inconformista, pero autor de cartas de amor a Stalin como Bulgákov, pero exiliado hasta su muerte) sino por el amplio repaso teórico e histórico que dedica a los mejores títulos vinculados al subgénero de la distopía, no sólo en narrativa, sino también en cine y cómic. Leer este listado, adecuadamente comentado y actualizado, es entrañable para el que ya conoce el género y revelador para el que se inicia en él.
Pero a lo que íbamos: leer Nosotros a la luz de 1984 nos lleva a estar tan seguros de que no se trata de un plagio como de que no hubiera sido posible la segunda sin la primera. Lo que instaura Nosotros sin que Zamiátin lo sospechara es un arquetipo que se iba a repetir en obras tan distantes entre sí como Un mundo feliz, La fuga de Logan o Thx 1138: por un lado, un mundo futuro en el que todo está tan organizado y planificado para evitar el sufrimiento que formalmente podría considerarse utópico; por otro, un personaje inicialmente integrado que empieza a dudar de que las cosas no son como se las habían contado y a plantearse que es legítimo rebelarse, aunque sólo sea porque sabe la discrepancia será perseguida implacablemente. ¿Cuál es entonces la diferencia entre Zamiátin y Orwell? Desde mi punto de vista, la misma que hay entre El hobbit y El señor de los anillos. Me explico: Zamiátin carga su pluma en un tintero cáustico, desde el que satiriza los extremos a los que ve que se dirige el incipiente estado soviético. Muchos personajes, incluido el protagonista, se muestran a veces en situaciones ridículas o risibles: en el personaje de R-13, por ejemplo, que riega a los que escuchan con una lluvia de salivazos, se intuye un retrato en clave de alguno de los intelectuales que prodigaba el nuevo régimen. Es decir, que, como Tolkien (o como Cervantes, si me apuran), Zamiátin se plantea un juego, un divertimento, que casi sin querer va a configurar un nuevo mundo especular capaz de reflejar las contradicciones y amenazas más intensas del tiempo que le tocó vivir. Por eso él mismo consideró esta novela como su obra “más burlona y más seria”. Y Orwell percibirá el inmenso poder de denuncia que se agazapa en Nosotros para volcarlo en su obra maestra, como hizo Tolkien cuando decidió extender los planos de la Tierra Media.
Sucede también que Zamiátin opta por la vía narrativa más difícil cuando se trata de invocar un futuro imaginado: anotaciones de un diario en primera persona. Si Orwell, como otros, se procuraron un narrador omnisciente que les permitiera explicar con detalle las peculiaridades del mundo futuro proyectado en la novela, Zamiátin, preso de su propia convención, se ve obligado a buscar una premisa que justifique que el protagonista, D-503, necesite explicar por escrito lo que para él es corriente y natural. Por eso, el diario resulta no ser al principio un desahogo personal, sino una especie de manual de instrucciones de la Tierra para los habitantes de otros planetas que los terrícolas se disponen a visitar. Para ello, Zamiátin debe construir no sólo un mundo, sino un yo condicionado absolutamente por éste. La dificultad de esta opción radica en crear un narrador con la humanidad suficiente para el que el lector pueda identificarse con él y que a la vez acepte como naturales aspectos de una sociedad que pueden parecernos repugnantes o terroríficos. El resultado es unas veces estremecedor de tan creíble y otras tremendamente ingenuo, en todo caso muy alejado del cinismo de superviviente con el que Orwell caracteriza a su héroe. Tal construcción del personaje emparenta a Zamiátin con Voltaire, en la medida en que D-503 viene a ser un nuevo Cándido que no logra percibir los disparates de un mundo que le han presentado como perfecto.
Además de su valor mayúsculo como origen de toda una tradición, Nosotros es todavía una lectura apasionante. A veces, hay cierta espesura impenetrable en la adjetivación y en las imágenes, probablemente por la influencia simbolista que señala Fernando Ángel Moreno en la introducción. Pero finalmente se impone la peripecia de un hombre que descubre tarde la diferencia entre la realidad y el deseo. Y allí todos nos encontraremos reflejados.

jueves, septiembre 08, 2011

Tierra inalcanzable. Antología poética, Czeslaw Milosz

Trad. Selec. y Prol. Xavier Farré. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011. 448 pp. 24 €

José Luis Gómez Toré

La importancia de la obra del Premio Nobel de Literatura Czseslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911-Cracovia, 2004), una de las voces centrales de la lírica polaca, no se corresponde con la presencia editorial del poeta en nuestro país, ya que apenas pueden encontrarse ediciones recientes de su poesía. Por ello, ahora que se cumple el primer centenario de su nacimiento, resulta muy oportuna la aparición de esta antología, que coincide además con la publicación de número especial de la revista Turia, dedicado al poeta. La cuidada edición de Xavier Farré nos permite asomarnos a las distintas etapas de su escritura, que oscila constantemente entre el yo y el nosotros, entre lo histórico y lo atemporal, entre la demorada marcha del pensamiento y la súbita revelación. Profundamente marcado por su exilio y por su actitud crítica frente al estalinismo, en Milosz se aúnan ética y estética para reflejar la condición de desterrado de todo ser humano, una condición que adquiere también una dimensión religiosa, si bien rara vez complaciente y desde luego difícilmente asimilable por ortodoxia alguna. Como afirma en el poema “Rue Descartes”, de ambiente parisino, “ni aquí ni en ningún sitio está la capital del mundo”. De ahí que la Ciudad sin nombre que da título a uno de sus libros pueda leerse no únicamente como una alusión a Vilna, la localidad en la pasó buena parte de su juventud, sino a nuestro estar en el mundo.
El peso de la tradición cristiana deja su huella en el Nobel polaco, ya que el orbe por el que transita el poeta es el mundo después de la Caída, marcado por la presencia del mal y de la muerte (como en el cuadro de El Bosco, El jardín de las delicias, al que dedica un memorable poema, recogido en estas páginas). Y sin embargo, en ese mundo caído late una débil promesa de redención. En este sentido, la importancia que alcanza el concepto de epifanía en la obra de Milosz hay que leerla de manera distinta a la visión que ofrece, entre otros, Joyce: frente al entendimiento de buena parte de la literatura contemporánea, en la que la epifanía apunta hacia una sacralidad sin trascendencia, en estos poemas no hay una renuncia completa a la trascendencia, por más que en su mirada hay más esperanza que fe, más anhelo que certeza. Seamus Heaney ya señaló la anomalía fecunda de la escritura de Milosz, capaz de escribir un poema contemporáneo con materiales que la poesía del siglo XX parece haberse prohibido. En esto cabe hallar quizá una cierta analogía con la obra de Eliot (de quien, por cierto, Milosz tradujo al polaco La tierra baldía), si bien el autor anglosajón parece reclamar con mayor urgencia certezas metafísicas ante la desacralización del mundo moderno. En Milosz, como diría Octavio Paz, la analogía viene siempre corregida por un sabio uso de la ironía, una ironía vertida en gotas justas, en ocasiones en dosis casi imperceptibles, pero que sirven de correctivo ante toda confianza excesiva en el futuro. Si la ironía conlleva el riesgo de una mirada desde arriba (como toda una tradición, desde Aristóteles a Hegel, se ha encargado de destacar), aquí lo irónico abandona toda arrogancia, porque se dirige ante todo al propio sujeto poético, incómodo con la tradición del vate visionario heredada del Romanticismo.
A pesar de la amargura que destila buena parte de la poesía de Milosz, amargura que es en buena medida lucidez histórica, hay en el poeta un deseo de que la nada no tenga la última palabra. Por ello, el amor, que oscila, no sin cierta ambigüedad, entre el eros y el agape, se convierte en una presencia nada desdeñable en su obra: el amor es, como la palabra, más que un consuelo, una promesa de sentido, ese sentido que la historia se empeña en desmentir pero que el poeta cree vislumbrar, en contadas ocasiones, en los signos del mundo.

jueves, julio 28, 2011

Salmo y otros cuentos inéditos, Mijaíl Bulgákov

Prol. Jesús Palacio, Trad. Raquel Marqués García. Nevsky Prospects, Madrid, 2011. 158 pp. 17 €

María Dolores García Pastor

Cuando pienso en Mijaíl Bulgákov me viene a la mente aquella lista de las veinte novelas del siglo XX que publicó un diario de tirada nacional a finales del siglo pasado y que yo recorté y pegué en mi libretita de lecturas pendientes. Allí descubrí su obra El maestro y Margarita, la que le dio la “inmortalidad” literaria aunque, ironías de la vida, fue publicada póstumamente gracias a los esfuerzos de su esposa. Esa gran novela, que se convirtió en libro de culto en los años 60 y que algunos consideran imprescindible, junto al hecho de que el escritor fuera considerado antisoviético en su momento y que se prohibiera la publicación o representación de todas sus obras, sin duda han influido en el hecho de que hoy una gran parte de ellas sigan siendo desconocidas para el gran público. Si a eso añadimos el prejuicio que muchas veces existe hacia la publicación de relatos no es de extrañar que estos nueve cuentos de Bulgákov siguieran inéditos casi un siglo después de haber sido escritos.
Los nueve relatos que se reúnen en esta obra están impregnados de la potente personalidad de su autor y podemos descubrir en ellos algunos rasgos autobiográficos. Mucho humor negro y satírico y vívidas estampas de la vida de su país tan llenas de ironía y crítica que tenían todos los números para convertirse en víctimas de la censura política como efectivamente ocurrió. También se observa en ellos la huella indeleble de su faceta de escritor de teatro, sobre todo en el uso de los diálogos o yendo más allá y dando estructura de obra teatral al relato que da título a este libro, Salmo. Bulgákov es ácido y mordaz, y su prosa es viva y está salpicada de descripciones breves pero precisas.
Bulgákov fascina con ese poder de fascinación que tienen los grandes de la literatura rusa de todos los tiempos por su marcada profundidad y su realista retrato de la cotidianeidad. Confieso que el período creativo en el que se desarrolla la obra del autor de El maestro y Margarita siempre me ha resultado especialmente atractivo. Esa época de cambios que supuso el espacio de tiempo comprendido entre el final de la revolución y el nacimiento de la joven Unión Soviética, esa época a caballo entre el feudalismo reinante antes de 1914 y los vientos de cambio de los nuevos tiempos. Los camaradas más relevantes frente a la obsoleta nobleza y sus muchos príncipes, y en medio de ellos oscilando entre unos y otros, el pueblo llano que se debate entre lo malo conocido y lo que se promete bueno pero no se sabe cómo va a ser, como esas sandías que uno teme comprar porque no sabe con seguridad si serán tan rojas por dentro como desea. Me gusta esa Rusia-Unión Soviética de principios de siglo con sus anacrónicas tradiciones y sus nuevas formas de vidas que se levantan sobre los escombros de lo que antes hubo ahí.

viernes, mayo 06, 2011

La flor roja, Vsevolod Garshin

Trad. Patricia Gonzalo de Jesús. Nevsky Prospects. Madrid, 2011. 72 pp. 13 €

Recaredo Veredas

Pese a su aparente sencillez y su obvia brevedad, la flor roja simboliza, con el mismo derecho que las grandes diligencias decimonónicas, la tristeza infinita de Rusia. Una mezcla de resignación y de esperanza, alejada del nihilismo, que inunda lo más clásico de su literatura, desde Chéjov a Dostoievski. Una tristeza que, por su inmarcesibilidad y su devoción por los espacios eternos, ha influido de manera decisiva en la narrativa de nuestros tiempos.
Vsévolod Garshin conoce cuál es el medio más adecuado para levantar y moldear su pequeña joya. Para conseguir que su idea previa se corresponda con lo realidad. Es decir, es un auténtico narrador que, como tal, no precisa introducciones ni estruendos, y omite lo que ya conocen los lectores por su propia experiencia vital. Una experiencia al mismo tiempo única y colectiva. Esa es la causa, tal vez inconsciente, de que inicie la narración con una escena y durante el resto de las páginas simplemente exponga los movimientos del protagonista y sus aciagas reflexiones.
Garshin posee un profundo conocimiento de lo que está escribiendo y es capaz de mostrar emociones complejas con una elegancia —matemática— pasmosa. No en vano conoció de primera mano la locura y el internamiento. Por supuesto, no siempre es necesario que el escritor haya vivido, en este caso sufrido, las circunstancias sobre las que escribe. De hecho, en demasiadas ocasiones no sirve de nada. Sin embargo, existen casos excepcionales, como este, en los que, gracias a la coincidencia de sabiduría narrativa y distancia sobre sí mismo, la experiencia resulta enriquecedora. Se percibe, por ejemplo, en breves instantes de total lucidez, que muestran cómo el protagonista es consciente de su demencia.
Además de la narración de una bella historia, la flor roja supone una reflexión sobre las causas y consecuencias de la locura. También sobre su propia existencia. Expone las eternas preguntas: qué es un loco y qué es un cuerdo, de dónde proviene la lucidez de los psicóticos. De hecho los párrafos más lacerantes muestran la contraposición entre la mirada desquiciada –y lírica y brillante- del loco: “la ventana estaba abierta, las estrellas fulguraban en el firmamento azabache” y la realidad —o, mejor dicho, y lo que entendemos por realidad—. La flor roja, presente aunque no omnipresente, aparece como símbolo, como metáfora, del vínculo que existe, siempre existe, entre los dos mundos.
Este libro, además, demuestra la importancia de un buen trabajo editorial, que no solo consiste en la creación de un catálogo, sino en la elección de los mejores profesionales: las ilustraciones de Sara Morante, el diseño de Zuri Negrín y la traducción de Patricia Gonzalo de Jesús son espléndidos.

miércoles, febrero 23, 2011

El espíritu de Praga, Ivan Klíma

Trad. Fernando de Castro y Dolors Udina. El Acantilado, Barcelona, 2010. 264 pp. 19,50 €

Juan Pablo Heras

Antes de abrir el libro, leemos en la cubierta trasera que su autor, Ivan Klíma (Praga, 1931), sufrió de niño los rigores de un campo de concentración nazi (por judío) y de adulto la opresión de un régimen comunista (por intelectual). Y nos viene a la cabeza el famoso proverbio atribuido a los chinos: “nunca vivas tiempos apasionantes”. No sé si el maltratado premio Nobel Liu Xiaobo suscribiría estas palabras, pero lo que queda claro de la lectura de este libro, tras cerrarlo y reencontrarse con la biografía de la cubierta trasera, es que a la largo de su difícil supervivencia, Ivan Klíma gozó de pasiones que apenas podemos imaginar -¿por suerte?- los que, por ahora, vivimos tiempos más aburridos.
El presente volumen recoge una serie de artículos publicados originalmente entre 1975 y 2005, que van desde la remembranza autobiográfica al ensayo político, ecologista o literario. Lo que abraza a este material disperso viene a ser su propio título, El espíritu de Praga, una suerte de actitud particular que los checoslovacos mostraron durante el largo siglo XX hacia los diversos fanatismos que les fueron azotando. Los praguenses asumieron y promovieron sucesivos cambios de régimen en medio de una inusitada ausencia de derramamiento de sangre; y aunque la violencia sistémica de nazis y comunistas contara con vergonzosos silencios y viles adhesiones, el firme compromiso de los opositores por la paz y la libertad dio lugar a fenómenos tan admirables como la primavera de Praga de 1968 y la revolución de terciopelo de 1989.
Como se puede adivinar, Klíma tiene mucho en común con Milan Kundera. Respecto a éste, carece de su trazo genial, pero en cambio está dotado de una lucidez envidiable. Artículos como “Los poderosos y los impotentes” o “La lucha de la cultura contra el totalitarismo” podrían formar parte de la mejor antología de textos de Educación para la Ciudadanía. Otros como “El fin de la civilización” o “Breve reflexión sobre la basura” se adelantan a su tiempo en la defensa de una forma de vida sostenible. Es curioso observar cómo reflexiones elementales de tipo ecologista, hoy tan repetidas que han sido arrolladas por la apisonadora triste de la rutina, refulgen de nuevo en textos escritos allá por 1975. Es más, resulta sorprendente comprobar que las actitudes negacionistas que ya existían entonces, las de aquellos que desprecian todo cuidado en virtud de una milagrosa capacidad de autorrecuperación de la Tierra, eran atribuidas por Klíma a los marxistas más recalcitrantes, que no aceptaban despertar del sueño falaz del progreso ilimitado. Que ahora estas posturas estén asociadas a los adelantados del capitalismo nos hace entrever que estamos siendo víctimas de otro tipo de utopía, quizá más borrosa y discreta, que basa el crecimiento constante de la felicidad mundial en la acumulación de beneficios financieros a costa de los recursos finitos del planeta.
Tras la ocupación soviética de 1968, Klíma tuvo la oportunidad de vivir un apacible exilio en una universidad de Estados Unidos. Y sin embargo, decidió jugarse la vida, volver a su país para trabajar en la clandestinidad y sufrir la persecución de la dictadura, que ya preparaba un proceso contra él y su familia. A cambio, experimentó «la satisfacción de que libros que se difundían sólo por medio de copias o en ediciones publicadas en el extranjero les dijesen algo a la gente, que los lectores los buscaran afanosamente y estuviesen agradecidos» (pág. 190). Es decir, que la imposibilidad de publicar en libertad dio a sus obras el valor que todo escritor sueña para las suyas. Consciente de la paradoja, Klíma viene a decirnos que la lucha merece la pena, que los escasos momentos de felicidad que logró robar a tan largos periodos de opresión compensan la angustia y la desesperanza. ¿Qué decíamos de los tiempos apasionantes?
Sin embargo, Klíma no es un abanderado incondicional de la literatura de compromiso político. Una de las reflexiones más interesantes que aborda el libro se esconde bajo su particular lectura de la obra de otro célebre compatriota en el artículo “Las espadas se aproximan: las fuentes de inspiración de Franz Kafka”. Klíma interpreta muchas de las obras fundamentales de Kafka a la luz de experiencias vitales aparentemente banales. Kafka escribió El proceso y En la colonia penitenciaria cuando todo su alrededor temblaba por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sus cartas y diarios prueban, a juicio de Klíma, tanto la indiferencia por los conflictos internacionales como su tremenda angustia por la inminencia de un compromiso matrimonial. Es decir, que Kafka se desentendió por completo de los graves problemas de la sociedad de su tiempo y se dedicó a exorcizar sus problemas personales en su secreta obra literaria. Lo asombroso es que ahora sus textos nos parecen –y lo son- el reflejo más certero y estremecedor de la sinrazón que se apropió de la humanidad durante el siglo que dejamos atrás. Lo que viene a decirnos Klíma es que Kafka, desde su confinamiento espiritual, demostró un compromiso insuperable con la esencia de lo humano, mientras que muchos otros intelectuales que se creían impulsados por un afán de salvación o redención de la especie, se sumergieron en apriorismos ideológicos de tal modo que olvidaron lo mejor de la tradición cultural y se volvieron ciegos ante los horrores de los totalitarismos contemporáneos. No cabe callar ante la injusticia, pero es en la defensa de la intimidad, de la duda, de la sinceridad con uno mismo y de la libertad de la mirada, donde se encuentra el más profundo respeto hacia nuestros semejantes.

martes, febrero 08, 2011

La señal y otros relatos, Vsévolod Garshin

Trad. Sara Gutiérrez. Contraseña Editorial, Zaragoza, 2010, 253 pp. 18,90 €

Victoria R. Gil

La publicación de La señal y otros relatos, de Vsévolod Garshin, por parte de la editorial Contraseña ha venido a compensar el imperdonable olvido en nuestro país de un autor que, con tan sólo una veintena de narraciones cortas, es considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura rusa y el más directo antecesor de Antón Chéjov, otro gran maestro de lo breve. Los nueve relatos incluidos en este libro son ásperos como un latigazo de vodka, sin perder por ello un punto de ingenuidad en el que descubrimos el rechazo a la maldad y el compromiso social que los inspiraron.
“He escrito sinceramente, sin disfrazar nada, y he puesto sobre el papel las cosas que realmente han angustiado mi alma”. Como confiesa en una carta dirigida a un amigo, Garshin nunca trató de ocultarse tras su obra, sino que, al contrario, se volcó en ella con tal pasión que resulta imposible desligarla de su propia vida, tan trágica y fatal como sus cuentos. Marcado por el suicidio de su padre y de dos de sus hermanos, y por una tendencia a la depresión que lo llevaría a quitarse la vida a los 33 años, el famoso pintor Iliá Repin captaría como nadie su tormento interior. No sólo nos ha dejado varios retratos en los que sorprende la intensidad de una mirada a la que casi podemos asomarnos, sino que lo usó como modelo del hijo del zar Iván el Terrible en el dramático cuadro que recrea la muerte del zarevitz a manos de su propio padre. Hoy se cree que Garshin era un maniacodepresivo o que sufría un trastorno bipolar, pero etiquetar su mal no afecta en absoluto a la notable calidad de su obra y a la descarnada sinceridad que encontramos en ella.
De cada infortunio obtenía Garshin el fermento con el que levar unos relatos que siguen siendo tan turbadores hoy como en el momento en que fueron escritos. Su participación en la guerra contra el imperio otomano que iniciara Rusia en su camino hacia el Mediterráneo dejó secuelas más profundas que la herida que lo licenció antes de finalizar la contienda. Lejos de visiones heroicas, la guerra de Garshin es sucia, irracional y obscena, y su sinsentido nos alcanza en varios de los cuentos seleccionados en esta antología: Cuatro días, El cobarde y El asistente y el oficial, donde vuelca sus ideales más pacifistas. El primero de ellos, cuya publicación lo convirtió en uno de los autores más leídos de su tiempo, narra el lento pasar de las horas de un soldado herido en el campo de batalla, junto al cadáver del enemigo al que él mismo había dado muerte poco antes. Del mismo modo, su estancia en un manicomio nos conduce directamente a La flor roja, donde su protagonista comparte locura con ese hidalgo manchego, empeñados ambos en terminar con la vileza del mundo con igual y desalentador resultado.
Intensos, reflexivos y desgarrados, así son los textos contenidos en este libro. Pero quizás uno entre todos, precisamente el que da título al conjunto, nos detenga en su lectura, atrapados por la fatalidad que persigue a Semión Ivanov, un guarda ferroviario capaz de esa generosa entrega que es la única que redime al ser humano. Una historia tan cinematográfica no sería ignorada durante mucho tiempo y en 1918, La señal se transforma en la película con la que Eduard Tisse debutaría como operador de cámara antes de convertirse en el director de fotografía de Sergei M. Eisenstein.
Una magnífica edición la que nos ofrece Contraseña, no sólo por rescatar del pasado a este excepcional escritor, sino también por ponerlo en las delicadas manos de una traductora como Sara Gutiérrez, que ya nos mostró el fondo ruso de su alma en La pulga de acero, de Nikolái Leskov (Impedimenta, 2007). Care Santos, autora del prólogo, aseguraba entonces que el “esforzado y meritorio” resultado de su trabajo “hubiera satisfecho a Leskov”, como, sin duda, habría contentado a Garshin su destreza para hacernos tan próxima esa Rusia decimonónica, convulsa y doliente, en la que el propio escritor terminaría por sucumbir.

martes, enero 11, 2011

El cielo a medio hacer, Tomas Tranströmer

Ed. y trad. Roberto Mascaró. Nórdica, Madrid, 2010. 272 pp. 19,50 €

Ariadna G. García

Las primeras traducciones al español del género lírico sueco se remontan a la segunda mitad del siglo pasado. Sin embargo, pocos son los volúmenes que recogen una obra tan singular y potente. Así, aquellos atrevidos lectores que pretendan solazar su espíritu con esta tradición poética apenas tienen dos opciones. La primera es consultar estas cinco propuestas monográficas: Poetas suecos contemporáneos (1961; selección de G. Engberg y V. Ramos), La nueva poesía sueca (1972; preparada por Justo J. Padrón), Antología de la poesía sueca contemporánea (1973; a cargo de Francisco J. Uriz, sin duda, el gran difusor en España de los brillantes y desconocidos poetas nórdicos), Poesía sueca contemporánea (1981-1983) y La nueva poesía sueca (1984; firmada por M. Romero y R. Mascaró). La segunda, leer el variado corpus de autores suecos escogidos por Uriz para un libro imprescindible: Poesía nórdica (1995).
Más exiguas son, no obstante, las ediciones que compilan la obra de poetas concretos. El único autor que goza de tal privilegio es Tomas Tranströmer, eterno candidato al Nobel y autor de merecida fama internacional. Ya en 1992 Hiperión publicaba el libro Para vivos y muertos, breve antología a cuyo frente estaba Roberto Mascaró, responsable también de esta bella y ampliada versión: El cielo a medio hacer, que asumiendo riesgos y desafiando el presente panorama económico, nos ofrece Nórdica.
Tranströmer se dio a conocer en 1954 con la obra 17 poemas. Tenía 23 años. Desde entonces, y hasta 1978, cada cuatro años sacaba un libro inédito. Es su periodo creativo más intenso e impactante, que podemos dividir en tres etapas. La primera coincide con su obra inicial. Los poemas, sensoriales y contemplativos, presentan una naturaleza hostil y amenazante («Una tormenta hace girar las aspas del molino,/ que salvajemente, en la oscuridad de la noche, golpea la nada», de "Meditación agitada"). A través de ella, siguiendo la estela romántica, el sujeto que enuncia nos evoca un espectro de emociones cargadas de angustia, soledad y vacío. Con Secretos en el camino (1958) Tomas da comienzo a su segunda etapa, que culmina El cielo a medio hacer (1962). A las imágenes del mundo natural de su libro anterior suceden ahora toda una serie de símbolos asociados al hombre y a la vida urbana que connotan parálisis, estancamiento. Así, vemos cómo recorren sus páginas trenes y barcos que, debido al misterio de su detención injustificada, generan inquietud en los lectores. La muerte adquiere la forma de la inacción, aunque a veces el movimiento del cuerpo enmascara otra muerte más turbia: la del alma («había gente triste en movimiento/silenciosa», de "El viaje"). Tranströmer escribe para ver qué pasa con la inmovilidad. Ya en 17 poemas mostraba su obsesión por la quietud de lo vivido: «Recuerdos difusos se hunden en la profundidad del mar/y allí se petrifican junto a extrañas columnas»” (de "Meditación agitada"). La identidad se coagula lo mismo que la sangre. El pasado se espesa y el presente deja de fluir. La incertidumbre se enrosca al cuello del sujeto del libro, que escapa de la duda y del temor por medio del sexo ("La pareja", "Do mayor"). La tercera etapa creativa está integrada por los poemarios Tañidos y huellas (1966), Visión nocturna (1970), Senderos (1973), Bálticos. Un poema (1974) y La barrera de la verdad (1978); siendo realmente importantes los dos primeros, por cuanto esbozan la nueva poética del autor. Tañidos y huellas recoge el testigo temático de los poemarios anteriores («yazgo como un navío/ con luces apagadas, a regular distancia de la realidad», de "Cumbres"), pero pronto comienza a correr muy lejos de la pista de tartán, alejándose de sus propias reglas. De ahora en adelante, el yo discursivo –que no puede escapar de la violencia– comenzará un proceso de recogimiento que bebe de fuentes místicas nórdicas y mediterráneas («Todo lo vivo se acurruca y cierra los ojos. /Movimiento hacia adentro. Siente más la vida«, de "Temporal sobre el camino"). La cumbre de esta interiorización la representa el libro Visión nocturna, en donde el sujeto lírico trata de auto-auscultarse para reconocerse en medio de la transitoriedad.
A partir del libro Paso de peatones (1983), Tranströmer vuelve sobre los asuntos de su obra anterior. Él mismo lo reconoce en Para vivos y muertos (1989): «Huyo hacia los mismos lugares y palabras». Sin embargo, ensaya el uso del haiku en sus composiciones originales («Pende hielo del borde del techo./Carámbanos: el gótico vuelto del revés./Ganado abstracto, ubres de vidrio»). Un año más tarde, Tranströmer sufrió una hemiplejía que dejó paralizada una mitad de su cuerpo. Recordamos con estupor un verso de su libro El cielo a medio hacer: «Lo vivo estaba inmóvil» (de "Cara a cara"). El poeta combatió la ironía de su destino con dos nuevas entregas: Góndola fúnebre (1996) y 29 Haikus y otros poemas (2003), en las que hallamos textos hermosos y sobrecogedores («Robles y luna./Luz y calladas constelaciones./ El mar frío»).
La edición de Roberto Mascaró incluye un acertado prólogo de Carlos Pardo, una interesante biografía del traductor y un estupendo ensayo auto-biográfico en el que Tranströmer relata los recuerdos de su infancia y adolescencia, aquellos que petrifican el origen del imprescindible, impactante, misterioso y violento poeta que nos deslumbra hoy.

lunes, diciembre 27, 2010

Nieve de otoño, Irène Némirovsky

Trad. José Antonio Soriano Marco. Salamandra, Barcelona, 2010. 96 pp. 10 €

José Morella

Lo que más me impresiona de Némirovsky es que desde muy joven supiera que la verdad es un pececillo huidizo que no vamos capturar jamás (sin que eso signifique que no exista o que Némirovsky no creyera en su existencia, cosas sobre las que no tengo la menor idea). Nieve en otoño no tiene como tema la Revolución del 17, ni el París de los exiliados, ni la vejez, ni la nostalgia. El tema es, creo yo, cómo todas esas cosas, al miralas, se vuelven el pececillo que huye.
Vemos lo que pasa a través de Tatiana, una niñera que lleva toda su vida criándole los hijos a una misma familia aristocrática rusa por la que siente devoción. Cuando lleguen los rojos y la familia se vea diezmada y obligada al exilio, podremos ver a la vieja Tatiana de un modo muy diferente dependiendo de nuestra idiosincrasia de lectores, nuestras ideas políticas, nuestra sensibilidad y muchas otras variables. La veremos fiel o reaccionaria, estúpida o sabia, ilusa o positiva, tozuda o tenaz, pero nos resultará difícil arriesgar un juicio sobre el personaje si no queremos que sea, perdón por la redundancia, un juicio arriesgado. En lugar de verdades Némirovsky coloca, desperdigadas por el texto, pequeñas frases o detalles que sirven de minúsculas puertas, dedos indicadores que apuntan a facetas de la verdad pero que para nada lo son. Por ejemplo: poco antes de que tengan que salir pitando para Odesa, el cabeza de familia, al que Tatiana crió y al que quiere como un hijo propio, le riñe por no mandar tapar unos agujeros por los que se cuelan las cucarachas, aduciendo que eso es muy poco higiénico. La vieja niñera responde: «Sabes muy bien que es señal de prosperidad». Ese es el tipo de frase que nos señala, de un modo indirecto y contundente a la vez, por rara que parezca la combinacion de adjetivos, una de las piezas del motor de la narración: se diría que sólo en una sociedad insoportablemente desigual puede cristalizar un meme cultural que diga que las cucarachas son señal de riqueza, salud y prestigio. Los pobres son tantos y su pobreza tan aguda que jamás les dura un alimento lo suficiente como para que aparezca por allí cucaracha alguna. Cuando comen algo no dejan caer migas para ningún bicho. Ese tipo de marcas existen en las sociedades donde la desigualdad se ve a simple vista. Todavía hoy, en China, por ejemplo, la gente no quiere tomar el sol: estar moreno es de campesinos. La expresión equivalente en español es “trabajar de sol a sol”. A nosotros también nos pasó lo mismo.
Sólo en sociedades tan desiguales hay revoluciones tan crueles, pero para explicar esto a Némirovsky no le sirven perogrulladas de causas y efectos. Ella sabía que entre la desigualdad de la sociedad rusa y la crueldad bolchevique no hay una relación tan reduccionista y cartesiana como la de causa y efecto. Se trata más bien de dos manifestaciones de una misma cosa mucho más compleja y grande de lo que alcanza a comprender una persona. Solidifican, eso sí, en un cristal precioso para alegría de los lectores; en un personaje estupendo, contradictorio como nosotros, verdadero, ahora sí, y denso: la vieja Tatiana.
Antes de que Tatiana se reencuentre con sus amos en Odesa y viaje a París (donde jamás entenderá nada, no se adaptará y será tratada con un creciente fastidio por la familia a la que tanto adora) Némirovsky nos ofrece un crudísimo intercambio entre la niñera y el cocinero Antipas, un borracho que en la noche de su muerte se muestra comprensivo con los jóvenes revolucionarios («Bastante nos han chupado la sangre esos malditos cerdos, esos sucios barin»), y a la vez aúlla de nostalgia por su amo, uno de los cerdos que acaba de criticar: «!Alexánder Kirilóvich¡ ¿Por qué nos dejaste, barin?» Igual que Tatiana, Antipas representa la desorientación absoluta en la que quedan los siervos. Están en tierra de nadie. Sienten ternura y agradecimiento por no haber vivido en la más sucia miseria, pero al mismo tiempo algunos toman conciencia de haber sido esclavos. Tatiana parece no darse cuenta nunca de ello, pero yo creo (y esto es puro producto de mi mente torpe, que siempre interpreta un punto de más) que a Tatiana la acaba de matar un golpe de conciencia, el primero, último y único de su vida, que se cuela entre los pensamientos de su demencia senil. Una vaga, no verbalizable y dolorosa conciencia de haber sido usada. Una conciencia de clase, al fin y al cabo. Antes de eso añorará, mientras su mente y su cuerpo se deterioran, las antiguas fiestas en Moscú en las que los jóvenes se adentraban en el bosque por las noches con criados que los precedían con antorchas. Las criadas de París, en cambio, los abandonan una tras otra porque no soportan a una gente que «vive de noche, duerme de día y deja los platos sucios encima de los muebles». Es decir, (y esto tampoco lo dice Némirovsky) acostumbrados a tratar a los criados casi como objetos que están allí para ellos de un modo automático y maquinal. La vieja Tatiana no se acostumbra a los techos bajos de París, ni a la oscuridad de las casas. Lo ve todo lúgubre. Pero no lo es tanto. La comparación que le nubla la vista es haber sido testigo de cómo viven los indeciblemente ricos: ahora lo normal le parece poco. Echa de menos la mansión, los ventanales, la luminosidad, los grandes salones, las noches de fiesta con 50 músicos que caben en el interior de una de las galerías de la casa. Echa de menos la desigualdad a cuya sombra se cobijó toda su vida. Ella, sin embargo, será más víctima de la Revolución que los demás personajes. Toda la familia acaba adaptándose a París. Los barin le dan sentido a su nueva vida. Escuchan jazz, pasean por el Bois de Boulogne, se besan con jóvenes a escondidas, se transforman poco a poco. Tatiana no podrá.

viernes, octubre 15, 2010

La dama del perrito, Antón Chéjov

Ilust. Javier Zabala. Trad. Victor Gallego. Nórdica, Madrid, 2010. 80 pp. 15 €

Fernando Sánchez Calvo

Con las bellísimas ilustraciones de Javier Zabala, Nórdica Editores rescata y da a conocer al público lector una de las obras más desconocidas de Antón Chéjov, renovador del teatro del XIX, quien como todos los genios fue a la vez modelo y a contracorriente de su época y entre otras cosas consiguió perfilar psicológicamente tan bien a sus personajes que muchos los confundimos con personas. La gaviota, Tres hermanas, la exitosa Platónov que tanto éxito ha recaudado estos últimos años en la escena, han reducido en muchas ocasiones a Chéjov a la categoría de un autor teatral, pero sin embargo sus recopilatorios de cuentos superan a la obra dramática (al menos en cantidad). Aprovechando este dato hablamos de La dama del perrito, relato sobrio, austero, sin complejidad en la trama, que basa todo su poderío narrativo en la tensión sobre la que se construye esta historia de adúlteros furtivos. Literatura realista que siguiendo el famoso símil que compara a la novela con un espejo que vamos deslizando con la intención de que nos muestre absolutamente todo lo que hay enfrente, va todavía más allá con Chéjov para enseñarnos no sólo el paisaje, no sólo las acciones, no sólo lo tangible: este espejo también refleja los silencios, las indecisiones, los sobrentendidos, el erotismo y la eterna tortura a la que se entregan dos amantes apasionados, Anna y Gúrov, que en el mismo instante que disfrutan de un idilio a escondidas ya se están arrepintiendo de ello.
«Todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana». Tal es la presión social y el miedo a ser simplemente advertidos de los protagonistas que en ocasiones salen de su boca dogmas casi filosóficos para justificar una de las acciones más antiguas del hombre, el adulterio, puesto que hace ciento veinte años jugar a moverse en nido ajeno sí que suponía un riesgo (social para el hombre y la mujer, económico y vital también para esta última). Y como en toda acción arriesgada, después viene la duda: ¿hasta cuándo durará?, ¿dónde llevará dicho riesgo?, ¿también el adulterio se convertirá en algo tan anodino como las vidas de Anna y Gúrov? La solución en las últimas páginas de esta pequeña joya de uno de los clásicos, y también en todo lo que el lector haya sabido o querido ver más allá del espejo.

viernes, octubre 08, 2010

Aelita, Alexéi Tolstói

Trad. Marta Sánchez Nieves. Nevsky Prospects, Madrid, 2010. 281 pp. 16 €

Julián Díez

En España, como en casi toda Europa Occidental, hemos dado por hecho que la ciencia ficción es un fenómeno de origen y protagonismo estadounidense. Sólo en las últimas décadas emergió una modesta tradición autóctona, con varias obras de interés, pero la producción en otros idiomas permanece inédita salvo contadas excepciones que precisamente sirven para abrir el apetito, en particular la del polaco Stanislaw Lem. Con él como bandera, la ciencia ficción fue muy sólida en particular en el antiguo bloque del Este, donde la tradición surgió en buena medida por el impacto de esta obra que vuelve a las librerías españolas en traducción y edición sobresalientes por Nevsky Prospekts.
Alexéi Tolstói, el “conde camarada”, fue un noble ruso reconvertido en bolchevique que aquí parece justificar en parte su doble condición contradictoria haciendo que la princesa que da título a la novela encabece una revolución proletaria en un Marte algo acartonado, al que es fácil encontrar similitudes con el de Edgar Rice Burroughs aunque teñido por una delgada pátina de realismo, al menos de acuerdo a las convenciones de la época.
Los dos protagonistas, el hombre de acción y revolucionario Gúsev y el ingeniero Loss, llegan a un Marte con problemas sociales, dominado por una oligarquía anquilosada e incapaz de afrontar las medidas necesarias ante un desastre ecológico inminente. Todo ello bastante moderno, aunque el tratamiento de Tolstói no consigue escapar todo el tiempo a la tentación de caer en momentos de ramalazo “pulp”, de aventura popular de la época. Resulta algo más maduro, con todo, su dibujo de personajes y la fuerza descriptiva de Tolstói, indudablemente un escritor más refinado que sus colegas estadounidenses de la época.
La otra interesante novela de cf soviética de la época recién publicada por Nevsky Prospects, Estrella Roja de Alexander Bogdanov, resulta más doctrinaria –es claramente una novela de tesis, con los giros argumentales como simples excusas para presentar aspectos de una improbable utopía comunista estricta-, pero también más original y sincera. Aelita, a cambio, es en su conjunto más amena, y cabe comprender por qué ejerció una influencia decisiva en la ciencia ficción soviética: hasta hoy, da nombre a los congresos rusos del género y un premio anual de reconocimiento a los autores más destacados.
Para quienes conozcan la película de Yakov Protazanov, estrenada apenas dos años después de la publicación del libro, la novela ofrece diferencias notables. El principal es que está contada en serio, mientras la película utiliza el argumento de cf con cierta ironía como excusa para un mensaje algo escéptico sobre la revolución y la muestra de un despliegue maravilloso de vestuario y escenografía de vanguardia, muy influyente en su época y verdaderamente original hasta hoy. Ni el principio ni el final se corresponden, con intenciones y resultados bastante distintos pero muy satisfactorios en ambos casos.

jueves, septiembre 02, 2010

Necrópolis, Boris Pahor

Trad. Barbara Pregelj. Anagrama, Barcelona, 2010. 264 pp. 17,50 €

Julián Díez

Hay numerosas diferencias entre Necrópolis y otros libros dedicados a describir la actividad genocida nazi. En primer lugar, éste no trata acerca del holocausto judío, sino sobre las vivencias de un antifascista enviado a campos de trabajo, donde murieron más de tres millones de personas no directamente exterminadas, sino por agotamiento e inanición. Es, por tanto, otra historia distinta, complementaria, ni mejor ni peor. Además, es una narración en primera persona en la que no hay grandes reflexiones globales. Sólo la descripción, detallada y vívida, del dolor. De días, meses, años de carencias. Del intento de demoler a individuos en su condición de tales, para conseguir en algunos casos que emergieran precisamente las mejores cualidades de la humanidad. Sin testigos, hasta que Boris Pahor nos permite convertirnos en tales.
Pahor inició su periplo por distintos recintos del horror en el campo de concentración de Struthoff, en Alsacia, y el libro comienza cuando vuelve a ese lugar para visitarlo veinte años después, junto a un grupo de turistas. El contraste entre el comportamiento despreocupado de los visitantes y las pinceladas de recuerdos del escritor esloveno es la primera bofetada del libro. Después, nos sorprenderá con una galería de personajes descritos apenas a través de sus comportamientos, identificados por un nombre de pila y la nacionalidad. Gente de ideas políticas contrarias al fascismo que tuvo la oportunidad de poner en marcha con su comportamiento vital esas ideas de solidaridad que hoy a veces nos parecen manoseadas, tan gastadas.
Y es que en Necrópolis destaca sobre todo un choque: frente al estilo sombrío de Pahor, austero pero denso, las acciones de sus compañeros brillan con un mensaje de optimismo. En medio del horror, de las descripciones físicas tan escuetas como siniestramente sugerentes, al final el libro se cierra dejando el recuerdo de un croata alegre capaz de poner una sonrisa en medio del caos, del médico noruego sacrificado, del pillo esloveno que engañó algún tiempo a los carceleros.
El otro aspecto relevante del libro, como ya adelantaba, es su falta de juicios. Pahor parece estar por encima de la necesidad de hacer valoraciones del comportamiento de los nazis, o de hurgar deliberadamente en detalles escabrosos para satisfacer el morbo, tan característicos de esos libros sobre el Holocausto que se hicieron populares en los setenta. El estaba allí, lo cuenta, dice lo que sentía. No hay mucho más que añadir a semejante experiencia, salvo el propio entendimiento, la empatía del lector.
Para terminar, incidiré en otro punto que creo importante. La razón básica que llevo a Pahor a un campo de concentración y que le ha mantenido como un escritor casi desconocido en Europa pese a la calidad de esta obra es su condición de esloveno nacido en Italia. Perteneciente a una minoría, poseedor de una lengua distinta, ha visto como su cultura ha sido perseguida durante décadas y no ha renunciado a ella. Hoy se le considera un ejemplo. Convendría la lectura de este libro en esa clave, bajo esos términos, para cuantos pretenden imponer o minusvalorar sentimientos de esas características en nuestro entorno cercano. Para poder interpretarlos de una puñetera vez como una interesante fuente de diversidad, como un elemento de riqueza, en lugar de un estorbo a ficticias e imposibles ideas de uniformización forzosa.

jueves, julio 15, 2010

Carnaval y otros cuentos, Isak Dinesen

Trad. Jaime Silva. Nórdica, Madrid, 2010. 333 pp. 20,95 €

José Manuel de la Huerga

Quienes hayan leído y releído El festín de Babette (también en una preciosa edición de Nórdica con ilustraciones de Noemí Villamuza), como le ha ocurrido al que escribe estas líneas, tendrán alimento para unos pocos días con esta nueva entrega. Si leen a la velocidad crucero de relato por día, tendrán para once.
Con El festín de Babette me ocurre una cosa curiosa, apasionante. Vuelvo a él como el aprendiz de mago que observa en primer plano los trucos de manos del maestro. Quiero sorprender las costuras, los saltos de un relato a todas luces disparatado en sus ideas, pero magistralmente tejido en la justificación de unos personajes extraordinarios. Mientras lo leo, creo tenerlo dominado, entendido, asumido. Pero cuando cierro la última página y en el paladar me queda ese sabor extraño e intenso de los vinos dormidos en barrica de roble, pero no terminados, abiertos, vuelvo a la zozobra del novato. Algo se me escapa. La fórmula magistral es marca de la casa y aunque la mismísima Isak Dinesen en persona se me pareciera y me dictara ese modo suyo irrepetible de unir lo dispar, lo estrafalario, lo imposible en una misma página y darle cuerpo y categoría de nobleza natural, estaría una vez más ronroneando mis desdichas de exiliado del secreto mejor guardado.
Carnaval y otros cuentos reúne once relatos estupendos, geniales, vibrantes, locos. Esta vez he intentado disfrutarlos, más adelante vendrá en segundas lecturas el análisis del pardillo que sigo siendo. Sólo esa elegante dama del frío escandinavo que sentó sus reales al pie de las colinas de Gnong es capaz de plantearnos historias tan disparatadas como La familia Cats. En ella, para que la desgracia y la inmoralidad no se ceben con una familia de probada reputación, un consejo familiar decide proponer a uno de sus miembros cargar, como chivo expiatorio, con los pecados de toda la saga. El miembro, como no puede ser de otra manera, exige una paga. O el Tío Theodore, cuento entre la falsedad y la verdad, territorio de burla donde la Dinesen se mueve como la verdadera trucha literaria que es. El tío de América al final existe, viene cargado de riquezas. La vieja hermana reaparece para que su primogénito no caiga en desgracia y sea juzgado como falsario: yo tengo un tío en América… O Carnaval, más que cuento novela corta. En ella todo se trasvierte. Hombres se visten de mujeres, mujeres de varones. Los empleados matan a sus señores y son acogidos por los ricos, para convertirse en su humilde sombra por un año. Por si las normas travestidas no fueran bastante, se somete la vida de los ocho participantes al puro azar: el que saque el papelito con la equis dispondrá de la fortuna y la vida de los otros siete jugadores. ¿No es maravilloso? La novelita tiene un aire de comedia intelectual, con brillantes diálogos y un control de la maquinaria de precisión que al lector le dejará sin aliento, siempre esperando una vuelta de tuerca más.
En El último día la autora nos vuelve a sorprender con preguntas delicadas. Su respuesta es un cuento trunco, roto voluntariamente. El seminarista que lleva el día de Pentecostés un perrito herido a la prostituta que le ha hecho hombre, a su regreso se encuentra con un amigo de la infancia que se lo lleva a su barco para contarle una rara historia, parte que nos quedaremos sin saber, parte la de un viejo rijoso que está al borde de la sabiduría. Sí, si, sorpréndase el lector con este carnaval de los humanos y de las moralidades de los humanos. En este relato encontré unas de esas líneas que marco con lapicero y luego pincho en mi corchera una temporada, para saborear antes y después de abrir y cerrar el ordenador. No me resisto a dedicársela. Tomen nota: «Morir no es difícil, es extrañamente esclarecedor, es como subirse al mástil de la existencia. Sobreviene la sabiduría y cuando uno no es un sabio, ni nunca antes lo ha sido, esto resulta muy sorprendente. Creo que la gente lo llama experiencia.»
No seguiré cuento por cuento, no por ganas, sino por decoro crítico. Pero el que quiera encontrarse con una nueva versión de un desamparado Jack el destripador, un Lord Byron a quien le vienen a pedir cuentas tras una segunda oportunidad en su vida, un delicioso cuento como El oso y el beso donde brujas y gigantes parecen salidos de Las mil y una noches, no debe dejar de recorrer estos territorios de la pura fábula y el puro azar. Dejo un cuento como una verdadera joyita para el final. Se titula Caballos fantasmas. Su personaje protagonista es una niña cansada de vivir, su tío el pintor se propone sacarla del trance de dejarse ir a buscar a su mejor amigo muerto. Y el lector estará con ellos, para descubrir el tesoro de las historias, de los cuentos que sirven para sanar y de los cuentos que nos meten de cabeza en el corazón de la oscuridad.

jueves, julio 08, 2010

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco, Joseph Boruwlaski

Trad. Verónica Fernández Camarero. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 140 pp. 16,50 €

Miguel Baquero

En las cortes y los salones del Antiguo Régimen era muy habitual la presencia de fenómenos de la Naturaleza. En una costumbre que data posiblemente de los viejos bufones medievales, condes, marqueses, príncipes y, desde luego, monarcas gustaban en aquellas época de mantener a seres anormales, “monstruos de la Naturaleza” como signo de exclusividad y distinción. Desde gigantes a adefesios (como la famosa Maribárbola de Las meninas, sirvienta que cumplía el papel de divertir a las infantas), las “curiosidades” sin duda más valoradas en aquellos ambientes eran los enanos, cuanto más si estaban bien proporcionados.
“Recolectados” entre siervos y aldeanos, los enanos eran apartados de sus padres y pasaban a ser criados por los aristócratas. Sin más función que la de resultar decorativos y reunir modales agradables, los enanos del Antiguo Régimen se paseaban por los salones señoriales y trataban con los principales personajes de la época, llevando con ello una vida de lujos y recibiendo a cambio diversos regalos y prebendas.
Uno de los más célebres personajes de aquella época fue el enano polaco Joseph Boruwlaski, mantenido por una pudiente condesa y que fue presentado ante emperadores, reyes y demás personalidades del gran mundo de Centroeuropa. Su fama se debe tanto a lo escaso de su estatura y lo proporcionado de sus formas como al hecho de que, en la última etapa de su vida, escribiera estas memorias que hoy se publican por primera vez en castellano, después de diversas ediciones en inglés, francés y alemán.
Las Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski tienen un especial interés porque a través de ellas encontramos una visión muy peculiar de cómo y cuán traumático fue el cambio de época, del Antiguo Régimen al mundo burgués del que derivamos. Criado, como se ha visto, en los mejores salones, sentado en las rodillas de la emperatriz de Austria y acariciado por personajes como la pequeña Maria Antonieta, Boruwlaski pasará, en unos pocos años, de vivir entre regalos y lujos a tener que ganarse el sustento exhibiéndose por Inglaterra ante auditorios bastante menos refinados. Una trayectoria humana que constituye un ejemplo significativo del fin de una época, de unas costumbres y de un modo de vida y el comienzo de otra radicalmente distinta.
A lo largo de sus memorias, Boruwlaski, como no podía ser de otro modo, lamenta este cambio de los tiempos y, en especial, la pérdida de favores que le obliga a ganarse la vida de manera mucho más prosaica; sin embargo, se aprecia en él también un crecimiento en su dignidad, un orgullo de poder ser valorado como persona y no como juguete o como capricho de los poderosos. Es precisamente este hecho de vivir en el puente de los siglos y observar los acontecimientos desde una posición peculiar y privilegiada, lo que confiere a estas memorias un gran valor, como testimonio excepcional.

jueves, junio 03, 2010

La clase muerta. Wielopole, Wielopole, Tadeusz Kantor

Trad. Fernando Bravo García. Alba, Barcelona, 2010. 332 pp. 22 €

Juan Pablo Heras

Para los que no pudimos ver en escena ninguno de los espectáculos que forman el ciclo de “Teatro de la muerte”, que presentó al mundo el dramaturgo polaco Tadeusz Kantor entre 1975 y 1984, tanto La clase muerta como Wielopole, Wielopole resuenan como mitos fundacionales de la obra de muchos de los grandes creadores escénicos del tiempo que nos ha tocado vivir. La presente edición de las “partituras” que Kantor dio a la imprenta no nos permitirán revivir unas experiencias que nos están vedadas por el paso del tiempo, y a las que tan sólo podemos aproximarnos mediante grabaciones inencontrables o fragmentos espectrales disponibles en Youtube. Los textos que acaba de reeditar Alba nos acercan más bien al esqueleto y los órganos interiores de aquellas creaciones. No se trata, desde luego, de textos dramáticos al uso, sino más bien de textos escénicos, que reproducen, por un lado, las muchas notas que Kantor proponía como punto de partida, y, por otro, las verbalizaciones e imágenes que surgieron del trabajo mismo de los actores.
La clase muerta se sustenta en la imagen de una clase escolar poblada por viejos que remedan grotescamente los niños que fueron, y por maniquíes de cera que les doblan. Renuente a toda trama reconocible, Kantor se impone a sí mismo como maestro de una letanía absurda que los patéticos escolares repiten u olvidan en una espiral infinita. Además, deconstruye un delirante texto de S. I. Witkiewicz titulado Tumor Mózgowicz (algo así como Tumor Cerebrález) cuyos personajes son asumidos ocasionalmente por los actores, solamente para desvelar la futilidad e intrascendencia de toda acción frente a la presencia palpable de la muerte. Los movimientos de los actores se asimilan a los de autómatas rudimentarios, hasta el punto de que las diferencias con respecto a los maniquíes se difuminan. Como dijo Kantor en otra ocasión, cuando contemplamos a un maniquí le atribuimos apariencia de vida al mismo tiempo que le negamos la posibilidad de conciencia, lo que de inmediato nos asoma, en una mezcla de atracción y repugnancia, al vacío opaco de la muerte. En este cortejo de fantasmas absolutamente carnales, la irrupción del humor y de leves notas emocionales en tanta oscuridad se constituye como una de las notas características del teatro de Kantor.
Si La clase muerta ha quedado como modelo de lo que Kantor representó para el teatro universal, es sin duda Wielopole, Wielopole el espectáculo que dejó una huella más profunda en nuestro país. Autores tan diferentes como Rodrigo García o José Luis Alonso de Santos han reconocido abiertamente el impacto que tuvo en su propia experiencia como espectadores y creadores. La acción se sitúa en la habitación infantil de Kantor, en su pueblo natal, Wielopole, donde él mismo se sitúa para evocar distintos personajes y situaciones de su pasado. Kantor siempre aparecía en sus propios espectáculos, a veces como personaje y otras como un espectador dentro de la propia escena. Alonso de Santos recogió esta idea en El álbum familiar, donde demostró que es posible escribir una obra de teatro en primera persona del singular. Wielopole, Wielopole recurre a las líneas fundamentales de los relatos evangélicos para proponer una serie de imágenes y acciones que aluden al pasado profundo de la familia de Kantor y al de la propia historia de Polonia. El interés de Kantor no es revivir el pasado sino hacernos conscientes de la irreversibilidad del tiempo. Si en La clase muerta, la Muerte era representada por una mujer de la limpieza armada con una guadaña en forma de cepillo, en Wielopole, Wielopole es una fotógrafa la que dispara con su cámara a familias y grupos de soldados, a los que separa así de su existencia real para convertirlos en recuerdo de la muerte.
Leer a Kantor nos hace partícipes de su mundo interior, pero a la vez nos vuelve todavía más conscientes de lo que perdimos por no contemplar su trabajo. Por suerte, todavía nos quedan los que, creo, son sus más dignos herederos: La Zaranda, esa impresionante compañía con sede en Jerez de la Frontera, con la diferencia de que ellos cuentan con uno de los mejores escritores secretos de nuestro país: Eusebio Calonge. Dicho queda.