Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta, Madrid, 2015. 272 pp. 20,95 €
1. José Morella
Para curarme en salud -diría tantas cosas de El Levante que temo perderme y perderos-, digamos de un tirón y sin respirar que el
artefacto en cuestión es una epopeya paródica cuya trama principal es la expedición de un grupo de revolucionarios liderados por Manoil, un poeta entregado a la causa de acabar con la pobreza y la injusticia. Valientes piratas y soldados (“palicari”, en el texto) unidos para liberar la Valaquia del siglo XIX de la tiranía turca.
La verdad, sin embargo, es que los detalles de la trama y la caracterización de los personajes no son especialmente determinantes. Uno tiene la sensación de estar delante de un guiñol: Yogurta el terrible, el heroico Manoil, Zenaida la hermosa revolucionaria patriótica. Leer El Levante sólo tiene sentido si el lector se rinde bien pronto a un elemento sensual: la fibra misma del texto, sus imágenes, su estructura, el tapiz rebosante que las frases van armando. Es un mural gigantesco repleto de capas: una novela de piratas, otra de amor, otra de intriga política, otra de despertar espiritual. Todo en uno, y todo intensamente barroco, colorido y paródico. Uno goza mucho del fraseo delicado, preciso, lleno de filigranas y algo caprichoso y alargado, pero a la vez ese fraseo parece burlarse cariñosamente de ti, como si el estilo fuera una serie infinita de pequeños artículos de broma que tú creías objetos serios. El texto coloca al lector en un lugar especial. Le invita a ser desconfiado y a confiar a la vez. Lo abre.
El Levante también es una compleja construcción fractal. En esta novela -que originalmente fue un poema de doscientas páginas-, Cărtărescu usa una técnica de espejos en la que los detalles aluden al todo y el todo a los detalles. Párrafos que resumen capítulos, paráfrasis, frases sueltas que parecen descolocadas, interacciones entre escritor y personajes, la confesión del escritor de estar improvisando, el escritor en su mesa de cocina, la voz tenue de su mujer, él entrando en la historia y matizando o comentando cosas a los personajes, los personajes derramándose afuera del libro y acompañándole al trabajo... Todo eso, conformado como un hilarante mandala de una minuciosidad extrema. Tuve que entrar en Internet, ya avanzada la novela, para descubrir lo que quería decir Cărtărescu con eso de que la escritura es "holón". El holón es un concepto ideado por el filósofo Arthur Koestler y desarrollado más tarde por gente tan heterodoxa como Ken Wilber. Voy a ahorrarme una explicación, básicamente porque no tengo la cara tan dura como para explicar un concepto filosófico cuando yo mismo acabo de descubrirlo en la wikipedia. Bastante tarea tengo ya con reseñar El Levante. Pero sí diré que el tema de los holones se traduce en esta obra en una narración que lo acoge todo. Cărtărescu dice: «mi intención era explorar el repertorio de la antigua literatura rumana. La idea vino de un capítulo del Ulises de Joyce, en el que una conversación entre doctores y estudiantes es presentada en forma de pastiches de la literatura británica de distintas épocas». Cărtărescu echa mano del pasado literario rumano y crea un estilo nuevo y viejo a la vez, poroso, imperecedero y perecido al mismo tiempo. Posmodernidad incrustada en la tradición. Aparecen poetas, referencias y citas que a mí se me escapan pero que a un avezado lector rumano, en teoría, deben de abrirle el texto en muchas direcciones distintas. A todo esto hay que sumarle el otro multiplicador de sentidos: la realidad. El Levante es un libro sobre una revolución contra los tiranos escrito en la Rumanía comunista de Ceauşescu. En resumen: Marian Ochoa de Eribe, la traductora, se merece algo mejor que un monumento. Comparte con nosotros un texto que nos permite experimentar la elasticidad y plasticidad de lo literario, su ausencia de límites. El Levante es un ejercicio de libertad impresionante, y su traductora ha completado una tarea tan heroica como la de Manoil y sus compañeros.
Me irritan las críticas fáciles a la postmodernidad. "No hay verdad", "todo vale", "totum revolutum", ese tipo de frases dichas sin mediar demasiados argumentos. Como si Michel Foucault, por citar a alguien, fuera un elemento inocuo en la historia del pensamiento, como si sus análisis de -por ejemplo- los sistemas de control de los locos, los delincuentes y los niños no nos hubieran dado un impresionante y necesario baño contra la ingenuidad del positivismo científico. Como si Jean Baudrillard o Judith Butler fueran innecesarios y torpes. Hay una arrogancia grande en esto. He visto críticas a El Levante que se pueden resumir en «una obra maestra, a pesar de ser postmoderna». Como si ambas cosas se pudieran separar igual que se separan la piel y la pulpa de una naranja. Cărtărescu les explica a los personajes que no sabe cómo continúa la historia porque se la va inventando sobre la marcha. La máquina de escribir Erika que utiliza se le cuela dentro. Aparecen George Steiner, Mijail Bakhtin, Julio Cortázar y Lumumba. Aparece el Che Guevara. Asociaciones del tipo Manoil-Guevara-Cărtărescu versus turcos-capitalismo-comunismo multiplican exponencialmente los sentidos del texto y liberan multitud de lecturas. ¿Cómo separar la supuesta maestría del autor de sus procedimientos? El Levante no es una parodia de la postmodernidad. Al contrario: lo paródico está incrustado en ella haciéndola radicalmente postmoderna.
La narración cuenta lo que ya hemos visto otras veces en el mundo real: los revolucionarios bienintencionados derrocan a los poderosos, pero mira tú por dónde su honesto líder no acaba siendo el gobernante. El poder lo ocupa alguien que acabará tan corrupto como su predecesor. La clave para entender esto se encuentra a mitad de libro, cuando los rebeldes le piden a la diosa oracular Hyacint que les lea el futuro. Ella le alcanza una esfera a Manoil, cuyo contacto con la mano del héroe provoca tres páginas delirantes. Un cebollón extático que ni Santa Teresa de Jesús. Es un trecho muy “lucy in the sky”. Lo que "pasa" es del tenor de esto: "los peces se convierten en sol, el sol se convierte en fresa, la sombra se despega del suelo y cobra vida, en tanto que lo que arrojaba sombra estalla en miles de añicos brillantes a los que les crecen alas de libélula. Manoil avanza entre los glomérulos blandos de los árboles, que, de pronto, se transforman en mujeres". Manoil, al verse a sí mismo desde fuera en este viaje enteógeno, no abandona la lucha ni deja de ver la injusticia del mundo, pero sí pierde el deseo personal de brillar y de ser admirado. Pierde el deseo de poder.
La lectura de El Levante es un baño en un océano de pequeños detalles, artificios, adornos, capas, luces, trucos. Manoil parece no tener pasado ni futuro. La rebelión es la de cualquier época. No hay prisa en llegar. El tiempo trae y lleva tiranos. Liberadores se convierten en sátrapas, y vuelta a empezar. ¿Qué es en realidad el poder? ¿Cuál es la verdadera distancia que va de un poema a lo real? ¿Cuándo ha habido una genuina democracia en Rumanía y en cualquier otro sitio? No enciendan la tele ni la radio, no entren en facebook: ahí no lo dicen.
2. Fernando Sánchez Calvo
Las novelas sobre dictadores y tiranos existen y gustan al público lector casi desde que existen dictadores y tiranos. Tirano Banderas, La fiesta del Chivo, Rebelión en la granja y otras que no conozco o recuerdo ya pusieron en el punto de mira y crítica a Trujillo, Franco, Stalin, Hitler, Castro y otros muchos que sembraron de silencio, miedo, miseria y asfixia sus respectivos países durante décadas. Quien sufre dicha siembra obviamente es el ciudadano de a pie, pero sobre todo el artista, que, a diferencia del primero, es consciente de dicha opresión, pues no se somete al “pan y circo”.
No iba a ser menos Mircea Cărtărescu, a quien le cayó sobre la espalda el comunismo más lacerante que asoló Rumanía y otros países del Este incluso después de la caída del Muro. Por entonces profesor, por entonces recién casado, por entonces padre primerizo de un bebé, por entonces sin ánimos de creer en nada ni nadie, huye o se evade en el tiempo para poder hablar de su tiempo sin que los censores sepan que son los años 80 los que son criticados con odio y dulzura por el entonces joven escritor. ¿Y cómo escapa Mircea Cărtărescu?: a través del viento de El Levante, cuyas ráfagas lo y nos transportan a nosotros, lectores, hasta el siglo XIX en una suerte de novela bizantina donde el joven y rebelde Manoil, nuestro protagonista, quiere liberar a Valaquia del yugo del turco con la ayuda de los mejores secundarios posibles para una novela de aventuras: piratas, sabios, disidentes, marineros, bellas y bravas mujeres.
Ésta es la línea argumental, aparentemente simple, que el lector tendrá que interpretar como sombra y metáfora del verdadero yugo al que se sometieron los rumanos cien años después del tiempo de esta fábula: el que Ceauşescu impuso durante veinticuatro años seguidos desde Bucarest hasta la playa más recóndita del Mar Negro. En el camino, ecos a Borges, ecos a Pirandelo y a Unamuno, ecos al pop, ecos a Las mil y una noches (no sé si el lector quedará más prendado del hilo principal que nos narra Cărtărescu o de las múltiples fábulas que cada personaje que aparece ante Manoil y los suyos nos cuenta como si cien Sherezades distintas fuesen posibles).
Tal es el juego y espiral de narradores, que el propio Cărtărescu, en un momento de auténtico y delicioso delirio, se zambulle en sus propias páginas para acompañar como uno más a dicha rebelión contra el tirano, rebelión cuyo éxito o fracaso no acabará siendo lo más importante, sino el camino que en forma y contenido todos los oprimidos inician para cortar de manera radical (es decir, de raíz) la injusticia que un solo opresor ejerce sobre Valaquia, Rumanía o el mundo. El pueblo pues pondrá en esta lucha el contenido, pero el escritor pondrá la forma, la palabra, que es a su modo otra manera de rebelión: la de contar como se quiera lo que se quiera en un papel: mundo autónomo que, aunque prohibido o censurado, no por ello deja de existir.
Quien lea y acabe
El Levante (si es que puede, y ya me entenderá el lector cuando navegue por las últimas páginas de la epopeya), podrá seguir con
Nostalgia,
Las bellas extranjeras o
Lulú, del mismo autor y también publicadas en Impedimenta, pero que no lo haga motivado por la obra que aquí se reseña, pues como todo genio,
Cărtărescu es capaz de escribir desde
El Mendévil o
El ruletista (aunque siempre metaliterarios y vanguardistas, más próximos al realismo sucio de barrio e infancia) hasta el edificio literario más imposible que un lector pueda imaginarse: es el caso de
El Levante.