Trad. Ana Herrera Ferrer. El Aleph, Barcelona, 2009. 112 pp. 14,95 €
Miguel Baquero
He leído Ayer, la última novela de la escritora húngara Agota Kristof publicada en España, durante estas pequeñas vacaciones de Semana Santa en un hotel rural, uno de esos pequeños lujos que aún nos puede regalar esta agónica Sociedad del Bienestar. La novela de Kristof narra (o mejor, describe, porque en un principio apenas sucede nada en ella) la vida de Sandor Lester, un emigrante empleado en una cadena de montaje y que día a día se ve obligado a levantarse a la misma hora, tomar el mismo desayuno, subir al mismo autobús y perforar, con el mismo movimiento, la pieza de un engranaje. Asimismo, todos los fines de semana recurre al mismo ocio, a iguales desahogos. Esta situación monótona, eterna, esta condena de Sísifo ha situado a Sandor al borde de la locura…
El planteamiento, sentado en la terraza, leyendo al cálido sol de primavera, me parece un tanto excesivo. El personaje de Sandor no tiene cargas familiares, nada le obliga a seguir esclavizado a esa rutina, no hay nada que le impida romper con la eterna cadena. Y, sin embargo, no hace nada por escapar. La cosa, en un primer momento, me resulta ilógica, pero luego caigo en la cuenta de que allí a dos días yo mismo tenía que coger el coche e integrarme en la caravana, en el lento desfile para volver a la ciudad y, como todos, reincorporarnos a la oficina, a la barra, al volante, a la cadena. Y que no falte, rezamos, cuando quizás –nunca nos hemos parado a pensarlo- no hubo en su día razón alguna de peso para que ingresáramos en esa dinámica. O, mejor dicho, en esa falta de dinámica.
«En la tierra no hay más que la cosecha, la espera insoportable, el silencio indecible». Pese a todo, Sandor (como todos, imagino) soporta esa grisura en la confianza de que algún día sucederá algo que la haga cambiar. En la esperanza de que un día aparecerá Line, la mujer con la que sueña, la oportunidad que hará que todo se revolucione. Y un día, en efecto, aparece Line y trastorna su vida. Pero no en el sentido que él esperaba, no es aquélla irrupción clásica de la literatura gracias a la cual el protagonista encuentra un sentido a su existencia y se salva. La llegada de Line remueve el pasado del protagonista, desata los fantasmas que ocultaba, le pone frente a su verdad y desencadena el cambio.
En términos literarios, la llegada de Line da comienzo a la acción y esta toma muy pronto visos de melodrama (amores turbios, asesinatos, secretos del pasado, incluso relaciones incestuosas) pero no es uno de esos viejos melodramas en los que, si no se ve al fondo una luz, al menor la truculencia de los hechos sirve de entretenimiento y de consuelo. Muy al contrario, el melodrama que se desata en Ayer pronto se advierte que no tiene solución, ni sentido, y que condena aún más al protagonista al desastre. Los hechos no avanzan hacia una conclusión: se precipitan hacia la cotidianidad.
Mucho se ha escrito del estilo de Agota Kristof desde que surgió su primera novela, El gran cuaderno, en 1987, cuando la autora, refugiada en Suiza, contaba con más de cincuenta años. Es un estilo seco, sin concesiones, sin adjetivos; diálogos tajantes, reacciones directas y sin enmascarar. Una «prosa descarnada», dicen algunos críticos, «No hay sentimientos, no hay opiniones. Hay hechos. Narrativa objetual: no sé si la mejor, pero desde luego una de las cimas de esa cordillera inacabable que es el estilo», dice en su blog el Lector mal-herido (he aquí una referencia para quien guste así mismo de la crítica acerada y concreta). Kristof me recuerda en muchos aspectos a ese otro gran escritor que es John Berger y sus historias crudas y desnudas sobre ese mundo campesino que ha perdido su sentido ante el ruido atronador de la máquina. Los últimos restos del campo, o, en el caso de Kristof, la gente de Europa del Este que se encuentra de pronto con la esencia desnaturalizada de Occidente y la febril producción industrial en que se sustenta todo.
Una autora, en fin, recomendable y un libro inquietante, y por eso mismo literatura de gran nivel. Acabo de leer Ayer y dejo la novela entre las que el hotel rural tiene en sus estanterías para los clientes. Quizás un día un huésped desprevenido dé con ella y le sacuda de igual manera este extraño sentimiento de indefensión.
Miguel Baquero
He leído Ayer, la última novela de la escritora húngara Agota Kristof publicada en España, durante estas pequeñas vacaciones de Semana Santa en un hotel rural, uno de esos pequeños lujos que aún nos puede regalar esta agónica Sociedad del Bienestar. La novela de Kristof narra (o mejor, describe, porque en un principio apenas sucede nada en ella) la vida de Sandor Lester, un emigrante empleado en una cadena de montaje y que día a día se ve obligado a levantarse a la misma hora, tomar el mismo desayuno, subir al mismo autobús y perforar, con el mismo movimiento, la pieza de un engranaje. Asimismo, todos los fines de semana recurre al mismo ocio, a iguales desahogos. Esta situación monótona, eterna, esta condena de Sísifo ha situado a Sandor al borde de la locura…
El planteamiento, sentado en la terraza, leyendo al cálido sol de primavera, me parece un tanto excesivo. El personaje de Sandor no tiene cargas familiares, nada le obliga a seguir esclavizado a esa rutina, no hay nada que le impida romper con la eterna cadena. Y, sin embargo, no hace nada por escapar. La cosa, en un primer momento, me resulta ilógica, pero luego caigo en la cuenta de que allí a dos días yo mismo tenía que coger el coche e integrarme en la caravana, en el lento desfile para volver a la ciudad y, como todos, reincorporarnos a la oficina, a la barra, al volante, a la cadena. Y que no falte, rezamos, cuando quizás –nunca nos hemos parado a pensarlo- no hubo en su día razón alguna de peso para que ingresáramos en esa dinámica. O, mejor dicho, en esa falta de dinámica.
«En la tierra no hay más que la cosecha, la espera insoportable, el silencio indecible». Pese a todo, Sandor (como todos, imagino) soporta esa grisura en la confianza de que algún día sucederá algo que la haga cambiar. En la esperanza de que un día aparecerá Line, la mujer con la que sueña, la oportunidad que hará que todo se revolucione. Y un día, en efecto, aparece Line y trastorna su vida. Pero no en el sentido que él esperaba, no es aquélla irrupción clásica de la literatura gracias a la cual el protagonista encuentra un sentido a su existencia y se salva. La llegada de Line remueve el pasado del protagonista, desata los fantasmas que ocultaba, le pone frente a su verdad y desencadena el cambio.
En términos literarios, la llegada de Line da comienzo a la acción y esta toma muy pronto visos de melodrama (amores turbios, asesinatos, secretos del pasado, incluso relaciones incestuosas) pero no es uno de esos viejos melodramas en los que, si no se ve al fondo una luz, al menor la truculencia de los hechos sirve de entretenimiento y de consuelo. Muy al contrario, el melodrama que se desata en Ayer pronto se advierte que no tiene solución, ni sentido, y que condena aún más al protagonista al desastre. Los hechos no avanzan hacia una conclusión: se precipitan hacia la cotidianidad.
Mucho se ha escrito del estilo de Agota Kristof desde que surgió su primera novela, El gran cuaderno, en 1987, cuando la autora, refugiada en Suiza, contaba con más de cincuenta años. Es un estilo seco, sin concesiones, sin adjetivos; diálogos tajantes, reacciones directas y sin enmascarar. Una «prosa descarnada», dicen algunos críticos, «No hay sentimientos, no hay opiniones. Hay hechos. Narrativa objetual: no sé si la mejor, pero desde luego una de las cimas de esa cordillera inacabable que es el estilo», dice en su blog el Lector mal-herido (he aquí una referencia para quien guste así mismo de la crítica acerada y concreta). Kristof me recuerda en muchos aspectos a ese otro gran escritor que es John Berger y sus historias crudas y desnudas sobre ese mundo campesino que ha perdido su sentido ante el ruido atronador de la máquina. Los últimos restos del campo, o, en el caso de Kristof, la gente de Europa del Este que se encuentra de pronto con la esencia desnaturalizada de Occidente y la febril producción industrial en que se sustenta todo.
Una autora, en fin, recomendable y un libro inquietante, y por eso mismo literatura de gran nivel. Acabo de leer Ayer y dejo la novela entre las que el hotel rural tiene en sus estanterías para los clientes. Quizás un día un huésped desprevenido dé con ella y le sacuda de igual manera este extraño sentimiento de indefensión.