Y la luz se apagó quedando el hospital a oscuras. Solo se veían los pececillos fluorescentes nadar en el interior de las bolsas de suero de las habitaciones de los niños. Las noches así eran más llevaderas. Todos esperaban la mañana para las medicinas de azúcar, los termómetros de chocolate y las risas con las enfermeras de nariz de payaso. Parecía que el cáncer no existía, que el tiempo había dejado de pasar.
Todo era magia y fantasía en aquel hospital, todo menos aquella pequeña sala donde esperaba la muerte que seguía sabiendo a salado.