“Primeros cruceristas” nos
denominó la atenta señorita de la Agencia de Viajes que nos vendió el paquete
vacacional y que dejó de ser amable una vez hubo consumado la operación.
Esta vez, tocaba crucero, mis
hijos se habían salido con la suya
gracias a su persistencia y a nuestra flaqueante resistencia.
Volamos una mañana de lunes de
Madrid a Bolonia y de allí nos trasladaron a Ravenna donde embarcamos en un
buque de bandera maltesa con doce cubiertas, 720 camarotes, bares, restaurantes,
casino y tantos servicios volcados en conseguir la diversión a toda costa que,
solo me hizo falta asistir al espectáculo de la primera noche, de humor soez y
escatológico, para tomar la firme decisión
de no participar en la vida social de aquel barco que me evocaba la serie
televisiva de “Vacaciones en el mar”.
La primera parada:
Venecia. La ciudad de los suspiros, de los canales y de las máscaras se
mostraba tan bella como siempre, a pesar de la mañana nublada y la plaza de San
Marcos inundada. En una ciudad donde el
poder de su historia y sus leyendas conviven con el amenazante anhelo del agua de
engullir su memoria, todo cobra un tinte de efímera eternidad.
Mientras me recreo en su
seducción, veo como una señora sale de su casa saltando a la lancha por la
ventana, la puerta está anegada por el agua.
La
vuelta al barco es más llevadera cuando se vuelve impregnado de la magia de la
basílica de San Marcos. No sé qué extraño poder tiene este templo de estilo
bizantino que, cada vez que lo he tenido delante, me he preguntado:
¿Será verdad que Dios existe? quienes fueron
capaces de construir tanta belleza han debido de tener línea directa con él.
La llegada a Croacia supuso el encuentro con la frialdad eslava,
desde la bella policía que chequeó nuestros pasaportes en la frontera, hasta el
antipático taxista que nos llevó al centro de Dubrovnik, pasando por la
estirada dependienta de la tienda que parecía hacernos un favor vendiéndonos
una sudadera.
Menos mal que la ciudad amurallada brilla por sí sola, como
los adoquines de sus calles, que parecen recién pulidos; sus vertiginosas
cuestas; sus estrechos callejones y el encanto de sus rincones ambientados por
la cálida luz de sus farolas, hacen de esta ciudad justa portadora de la
distinción de Patrimonio de la Humanidad. Tal distinción no le sirvió para
librarse de ser uno de los escenarios más castigados de la cruenta guerra con Serbia en 1991.
A pesar de que todo está en su
sitio, que el reloj de la torre marca inexorablemente el paso de las horas con una sola aguja y que no hay huella
visible de la contienda, solo hace falta sentarse en alguna de sus escalinatas
y respirar la ciudad, para percibir el
alma herida de Dubrovnik que tardará en curar tanto como nosotros en darnos
cuenta de la absoluta inutilidad de las guerras.
De vuelta al barco, el pertinaz
equipo de animación nos ofrecía una
noche inolvidable: “La noche del terror” para celebrar Halloween. Siguiendo mis firmes convicciones eremitas,
decidí no participar en semejante mascarada, no sabía entonces que no iba a
hacer falta disfrazarme para vivir una autentica noche de ánimas:
“Navegamos en condiciones
adversas” nos advirtieron. Cruzando
aguas albanesas, sobrevino una tormenta. Me pilló en el camarote
intentando conciliar el sueño, la puerta del armario se abrió inesperadamente y
los cajones empezaron a salir uno a uno ellos solitos, para dos olas después
volver a su sitio y repetir la operación una y cien veces a lo largo de la
noche. Las gafas de Juan, que dormía plácidamente, se escurrieron por la mesa
hasta el suelo y el camarote se iluminaba cada vez que un relámpago se empeñaba
en medir su fuerza con el mar.
No recuerdo haber deseado nunca
con tanta intensidad que amaneciera de una vez.
La llegada a Corfú me pilló
durmiendo la resaca de la noche vivida y ya en tierra firme no me dio tiempo a
explorar el Corfú de Gerard Durrell, me conformé con asomarme al de Sissi
Emperatriz en su residencia de verano. Para las niñas veteranas que, como yo, crecieron
con sus películas, he de susurrarles al oído que, en muchos de sus retratos, se
adivinan recortes de un entrecejo poblado y una cintura imposible aún con
corpiño ceñido, lo que me lleva a la conclusión de que el mito lo alimentó el “photoshop” artesano de la época y lo
remató Romy Schneider.
Abandonamos Corfú con un séquito de mosquitos que
a juzgar por el tamaño de las picaduras de mi hija Ana debían estar ávidos de
sangre joven.
Resulta difícil imaginar cómo
se desarrollaron los primeros juegos olímpicos, visitando lo que queda de
Olimpia, pero nosotros lo intentamos e incluso siguiendo la magnífica
orientación de Antonio conseguimos ubicar el gimnasio, la palestra y el Estadio.
Nos quedaba todavía lo
mejor del viaje, Santorini y Mykonos. Siempre que me hablan maravillas de un sitio, me decepciona cuando lo conozco,
quizá porque mis expectativas suelen ser muy elevadas, pero esta vez no ocurrió así.
Santorini es una isla de
cuento, que se me antoja moldeada por Atlas, hijo de Poseidón, en sus instantes de paz mientras soportaba bajo sus
hombros la bóveda del cielo. La luz y el agua
se encargaron de pintarla de azul
y blanco y sus casitas sin esquinas y cúpulas redondeadas, con un entramado de
laberínticas escaleras de peldaños amables, obraron el milagro de juntar el cielo y el mar.
Eterna candidata a ser la mítica Atlantida
vive entre Thira, su capital y Oia, el cofre de sus atardeceres.
Paseamos la isla, degustamos su pescado, el queso feta y los yogures
griegos. Después el grupo optó por bajar en burro hasta el puerto, mientras
Antonio y yo lo hacíamos en funicular aplastados entre un grupo de franceses
abducidos por una cantante que surgió de no se sabe dónde, que debía ser una
diva a juzgar por cómo la recibieron y que se coló descaradamente para bajar la
primera ante nuestra indignación y el babeo galo.
Nuestra penúltima parada fue
Mikonos, a la que no se le puede negar su belleza, sus aguas cristalinas y sus
callejuelas llenas de vida y marcha nocturna que no llegamos a probar porque
nuestras obligaciones de embarcar a una hora, para tomar rumbo a Atenas, no nos
lo permitieron. En petit comité confesaré que ni Juan ni yo, ni los amigos que
nos acompañaban, Almudena y Antonio, hubiéramos participado de la movida
nocturna, aunque no existiera la excusa
del embarque.
Atenas fue nuestro
último destino, disponíamos de pocas horas para ella antes de coger el avión,
así que en cuanto arribamos el puerto del Pireo, nos dirigimos a la Acrópolis.
Desde allí contemplamos toda su área metropolitana extendida con el desorden
contenido de los núcleos que crecen antes de que les regulen.
Esta anciana ciudad que, a
pesar de sus años, nunca envejece, sigue bailando el sirtaki que inventó Zorba “El
Griego” ante Frau Merkel y sigue estrellando los platos contra el suelo
delante del Parlamento para demostrarles que sus demoledoras imposiciones
podrán matar su bolsillo pero no su alegría. No en vano son la cuna de la
democracia y hacen gala de ello.
La semana de crucero por las
islas griegas duró, parafraseando a Sabina, lo que duran dos peces de hielo en
un whisky on the rock, pero lo suficiente para descubrir nuestra pequeñez ante
la inmensidad del mar y la belleza de unos lugares dignos de ser visitados y
divulgados.