La gran trilogía de lo que llevamos de siglo. Los avatares de un soldado sin memoria espantado del poder mortífero de sus propias manos. Y que vive deslumbrado por las instantáneas de sus fragmentarios recuerdos.
Reconstruye su Historia por todo el mundo, sin pausa, con esa determinación automatizada parcamente gestualizada en el pétreo rostro de
Matt Damon. Este actor, que fue
Ryan y fue
Grimm, ahora y para siempre,
Jason Bourne. O
David Webb.
El frenesí de estos tiempos.
Movimiento. Trenes, coches, ciclomotores. La estación de Waterloo y la de Atocha. Transporte a ras del suelo. No lo vemos en los aviones, metáforas en aluminio de la evasión y la fantasía que no caben en la vida de
Bourne. Montado en el
TGV, camino de Zurich, su imagen se desdobla, se desvanece en la ventana del vagón. Con su conciencia rota, la determinación brutalmente implantada por sus educadores será su salvación.
Sin fronteras. Nápoles. Zurich. París. Goa. Berlín. Moscú. Londres. Madrid. Tanger. Nueva York.
Información. Callejeros, planos de metro, periódicos, Internet, Cybercafés.
Bourne lee, decodifica, interpreta, decide.
Blackbriar cazado en una conversación por teléfono. En una cafetería de la autopista, camino de París, los gestos de los clientes y camareros, información en estado puro, ahí, esperando ser entendida, señales, avisos. Alerta, siempre alerta.
Omnipresencia. El poder ilimitado de los sistemas de espionaje y seguridad de los Estados Unidos refulge sin límites presupuestarios, sin ataduras morales ni constitucionales. Una leve inquietud sobre la ejecución sumaria de ciudadanos. La mano de hierro, herramienta mortífera como prolongación, vía
Bourne, de las grises oficinas de la
CIA, patas multifomes y deformes de los comités del Congreso y del Senado que arropados en maderas suntuosas deciden sobre el destino de los otros. De
Jason Bourne y de sus víctimas.
Marie. Una relación edificada sobre la mirada y el desparpajo. Sensibilidad europea al borde del mar, en la India. El destino en un puente. El motor de la absolución de
Bourne.
Los otros agentes
Treadstone. Profesionales, automatizados, jóvenes.
Samurai.
Las policías locales. Los marines en la embajada en Zurich, la policita nacional en Madrid, en Tanger, los alemanes en Berlín. Presentados con respeto. No hay bigotes en España, ni acordes de guitarra. Tampoco acordeones en París ni jarras de cerveza en Berlín. Credibilidad y verosimilitud en abundancia.
Las persecuciones en coche. Modelos de serie media o baja.
Mini Cooper. Taxi moscovita. El coche de la policía de Nueva York. No es el coche, es quien lo conduce. Desde
Ronin no habíamos visto, bajo la premisa de cumplir las leyes de la física no relativista, nada igual
El cine.
Doug Liman traza las premisas básicas del estilo
Bourne (cámara naturalista, cercanía física, sin subrayados innecesarios, guión robusto y sin resquicios) que
Paul Greengrass (maestro en
United 93) elevará a la categoría de arte. La planificación, esa asignatura pendiente (véanse las batallas en
Alexander, de
Stone, ese caos en la explanada polvorienta), aquí apabulla, no hay resquicios. La secuencia en la estación de Waterloo debiera explicarse en las escuelas de cine, si es que queda alguna.
Esta trilogía pasó dos veces por mi pantalla. Ahora hagamos tiempo hasta que llegue la tercera y vuelva a sonar
Extreme Ways: