El título de esta antología esencial de Tomás Modesto Galán, Góngora en motoconcho, cumple el antiguo deber de intrigar y el más moderno de aportar información sin resultar obvio. Porque un poeta culterano, como fue don Luis de Góngora o ahora es Tomás Modesto Galán, que se desplace por el mundo actual en los hipertrofiados mototaxis de la República Dominicana, simboliza cuanto asoma en esta selección de la poesía escrita por el poeta dominicano desde 1983. En Góngora en motoconcho asistimos a una constante interacción de lo lírico y lo crítico, de lo literario y lo social, si es que pueden considerarse cosas distintas. La visión panóptica del hombre, en su laberíntico debate existencial, convive con la atención al detalle cotidiano, con una dolorida minucia, que atiende por igual a lo más escondido del individuo y a lo más sangrante del mundo. En «La hermosa nada», el único poema de El reino de las cosas recogido en la antología, observamos un bodegón de objetos y actos, una exposición de menudencias, que la voz resonante del poeta, hurgando en las cavidades de la materia, en las honduras de la conciencia a las que nos arroja el misterio de las cosas, eleva a la categoría de óleo metafísico, al mismo paradójico modo de las Odas elementales, de Neruda. En él, la fértil contemplación de las macetas y la sal, del limón y el arroz, nos lleva a conclusiones trascendentes: «Soy un nombre escrito en el vacío (…). / No me canso de ser tigre y hombre, mujer y pájaro. / (…) Soy un yo, un no sé qué, con el tú a cuestas…». En «En ningún cine», perteneciente a Diario de caverna, asistimos a una perturbadora reflexión ontológica tras una humilde sesión de cine: «Ocurre que al llegar / buscas al depositario de tus huesos / y te sientas desnudo en el abismo, entre una pierna que / silencia su llanto y un ojo que maldice la noche». Los poemas de Subway. Vida subterránea y otras confesiones, por su parte, son composiciones claustrofóbicas, como tiznadas de hollín, pero aun así carnales, y siempre poliédricas, rebosantes de sucesos y sentimientos, no solo narrativas, sino indagadoras de los asuntos del ser, de la sustancia del hombre: el tiempo, el amor, la pérdida, la muerte. En ellos encontramos a viajeros a los que urge redescubrir la dulzura de la putrefacción, horas perdidas sobre los rieles del tiempo, errores que ruedan hacia el vacío, trenes en marcha hacia la nada, ojos de iguana en túneles sin esperanza y pubis crepusculares.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
viernes, 27 de agosto de 2021
El sombrío brillo de ser nadie
domingo, 22 de agosto de 2021
Haití y la desdicha
Las noticias, estos días, están llenas de Haití y Afganistán, dos de esos lugares remotos que uno llamaría sin dificultad el culo del mundo (aunque sus habitantes seguramente también consideren a España, si es que saben que existe, el culo del mundo). Ambos son un imán para las desgracias, sitios que parecen creados por el infortunio y destinados al sufrimiento. De Afganistán me asombra que la evidencia de que la principal causa de su situación es la religión, ese fatídico fenómeno humano, no haga reflexionar más a la gente sobre la necesidad de reducirla a la nada, de pulverizar esa losa de un inexistente mundo ultraterreno que ahoga el mundo real y causa dolor a tantas personas. A Haití parece que alguien le haya hecho vudú. Paradójicamente, fue el segundo país de América que se libró del yugo de la colonización (tras el coloso norteamericano), aunque quizá fuera eso lo que determinara, de nuevo paradójicamente, su suerte, porque ganó la independencia cuando aún no disponía de ningún recurso ni estructura para sobrevivir al control económico que ejercía, y nunca dejó de ejercer, la potencia colonial. En 1803, tras varias revueltas de los esclavos, inspiradas (tercera paradoja) por la Revolución que había tenido lugar en 1789 en la madre patria, y que acababan indefectiblemente en un baño de sangre —una de ellas se llamó la Guerra de los Cuchillos: solo el nombre acojona; y es que Francia fue especialmente tiránica en esta colonia antillana, que le proporcionaba, sin coste (la mano de obra era gratis), todo el azúcar que reclamaban los refinados salones parisinos—, un antiguo esclavo, Jean-Jacques Dessalines, derrotó en la batalla de Vertièrres a las fuerzas del general Donatien de Rochambeau, que Napoleón había enviado a la isla para sofocar la rebelión. Cuando se conoce el número de combatientes que participaron en la batalla —27.000 negros furiosos contra solo 2.000 soldados franceses—, uno piensa que la cosa tuvo poco mérito. Pero no: las tropas de Rochambeau eran aguerridas, estaban bien equipadas y se habían fogueado en los campos de batalla de Europa, donde Napoleón campaba a sus anchas, mientras que los haitianos apenas contaban con cañones y formaban, más bien, una desharrapada turba —un claro precedente del ejército de Pancho Villa— que sustituía las armas y la formación militar por ira y determinación. Los esclavos se lanzaron con tanto valor contra los fusiles enemigos que Rochambeau mandó un alto el fuego y envió un oficial a caballo a comunicar, en el mismo campo de batalla, sus respetos al oficial, François Capois, que había dirigido la carga (y a quien desde aquel momento se conoció, simpáticamente, como Capois-La-Mort). Luego prosiguió el combate, cuyo desenlace, favorable a los insurrectos, no pudo evitar el último y desesperado contraataque de Jean-Philippe Dault, al frente de sus granaderos, que fue repelido, con grandes pérdidas, por los haitianos. Estos, finalmente vencedores, no correspondieron al elegante gesto de Rochambeau reconociendo su coraje y, tras prometer que cuidarían a los prisioneros franceses para que pudieran volver a Francia, los ahogaron al cabo de pocos días, ahorrándose así un montón de problemas. Pocos meses después, en 1804, Dessalines proclamó la independencia del país. Desde entonces, su historia ha sido una sucesión de dictaduras, golpes de Estado, intervenciones extranjeras, guerras con la República Dominicana, guerras civiles, magnicidios (el último, el del presidente electo Jovenel Moïse, hace poco más de un mes), esperpentos (Haití tuvo dos autoproclamados emperadores: el propio Dessalines, ufano por su victoria contra los franceses, y otro con nombre de vino, Faustino I, que ocupó el poder diez años a mediados del siglo XIX), corrupción, analfabetismo y miseria, aderezada con devastadoras desgracias naturales —huracanes, terremotos, incendios— que parecen complacerse en arrasar este ya habitualmente arrasado rincón del Caribe. En el siglo XX, Haití ha gozado de una de las dictaduras más sanguinarias del mundo, la del abominable François Duvalier, Papá Doc, que gobernó el país con mano de hierro (se calcula que hizo asesinar a unas 30.000 personas) y, tras ocupar el poder desde 1957 hasta 1971, fue sucedido por su hijo, no menos abyecto, Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, que mantuvo el poder hasta 1986, cuando fue felizmente derrocado. Desde entonces, pese a la mucha ayuda internacional que ha recibido (con la que, por cierto, se han introducido en el país el cólera y los violadores: en Haití el refrán funciona al revés: no hay bien que por mal no venga), el país no levanta cabeza. Y, cuando parece empezar a hacerlo, llega el líder de una banda de narcotraficantes, un ciclón, una pandemia o un seísmo para hundírsela otra vez en el barro, hasta el punto de que Haití casi se ha convertido en un Estado fallido, en un no país, si no lo es ya. Recuerdo que, la última vez que estuve en la República Dominicana, un buen amigo de allí me contaba la impresión que le había causado ver, desde el balcón del hotel en el que se alojaba (entonces aún había hoteles en Puerto Príncipe), a cientos, a miles de jóvenes haitianos, sin nada que hacer, paseando simplemente de un extremo a otro de la avenida. Mis conocimientos de Haití son muy limitados: me fascina el creóle que se habla en la isla; y conozco a algunos escritores haitianos: Dany Laferrière, autor del superventas Cómo hacer el amor con un negro sin cansarse, Micheline Dusseck, que escribe en español, y Samuel Gregoire, un poeta con el que coincidí en la última Semana Internacional de Poesía de Santo Domingo, y que lo hace en tres lenguas: créole, español y francés. En esa estancia mía en la República Dominicana, fui a comer con unos amigos a un restaurante haitiano de la capital, que es lo más cerca que he estado nunca de Haití. Y lo disfruté mucho. Di cuenta de ese almuerzo en un capítulo de Diarios de viaje (2016-2019), que transcribo a continuación:
martes, 17 de agosto de 2021
El vacío que soy
A veces es imposible doblegar la voluntad de las personas. Si está animada por una necesidad largamente insatisfecha o una convicción arraigada en lo más hondo de la psique, la voluntad es una fuerza poderosísima. No la minan los reclamos del amor —de lo que esas personas entienden por amor, aunque solo sea una necedad consoladora—, ni los muy urgentes del deseo, ni la previsión de un futuro feliz o, por lo menos, benigno. Algunos son especialmente feroces en la infrangibilidad de su voluntad: los fanáticos de toda laya son los mejores expertos en imponer sus designios. Pero también las personas dizque normales pueden ser rocas inconmovibles, seres pétreos cuya visión de sí mismos —cuya autoestima— depende de esa dureza artificiosa, de esa rigidez con la que, creyendo justificarse, se flagelan y flagelan a los demás. Para mayor sufrimiento, algunos envuelven esa inflexibilidad en gestos de asentimiento, en oropeles de cariño, incluso en manifestaciones de amor, que les sirven para dulcificarlas y, a sus ojos, hacerlas tolerables. Pero esa aparente simpatía no es solo una contradicción irresoluble y una estrategia perversa, sino, sobre todo, un acto de crueldad. Una crueldad de la que a menudo no son conscientes, porque el propio fuego granítico que los anima, los ciega.
Pero también hay quienes creen que, con su mero yo, sostenido por la tramoya del encanto y la cordialidad, pueden conseguir lo que desean, más aún, lo que se les debe, sin reparar en que, bajo el lenguaje burbujeante y un ingenio acaso seductor, solo hay un gran vacío, una nada habitada por espasmos y sombras. Su ansiedad solo conduce a la exacerbación de la ansiedad. Equivocadamente, creen merecer más de lo que reciben, desconociendo que el mérito y la retribución no solo no forman parte de las leyes de la sociedad, sino que tampoco forman parte de las leyes de la vida. Equivocadamente también, continúan aspirando a lo que los otros puedan darles, sin caer en la cuenta de que dar es un verbo intransitivo, de que el único regalo que podemos recibir, y que contribuirá a la pacificación de la nada que nos constituye, es la aceptación de que estamos solos, de que hemos fracasado, de que los demás nunca se avienen, en nuestra noche, en nuestro naufragio, a lo que deseamos, ni tienen por qué. El engaño que somos se deshace en mil pedazos cuando choca con alguien que no cede. Entonces nos quedamos mirando nuestro propio agujero como nos asomaríamos a una sima que siempre ha estado ahí, pero que solo ahora nos ha sido revelada. Una sima en la que nunca ocurre nada, salvo un frío aturdidor; en la que nuestra imagen se despeña como un lastre que arrojáramos para ganar altura, pero que siempre acaba volviendo a nosotros, como una mano que surgiera del fondo para arrastrarnos al fondo; una sima que apenas cruzan luciérnagas.
Escucho la hermosa sinfonía núm. 2 en do mayor de Fortunato Chelleri y veo a las hojas de los plátanos, delante de mi estudio, menearse apenas con una brisa cristalina. El teléfono está a mi lado, muerto. Es 17 de agosto y me digo que hoy empieza una nueva vida, que hoy ha de empezar una nueva vida, si no quiero que la soledad y la angustia me deshagan las entretelas. Me lo he dicho, no obstante, muchas veces, y nunca he conseguido empezar nada; a lo sumo, seguir arrastrándome entre las ruinas del pasado, como una lagartija extraviada. (Hoy he soñado, por cierto, que un lagarto enorme entraba en casa y saltaba de mueble en mueble hasta perderse en un rincón en el que no he querido mirar). No veo por qué hoy tendría que ser diferente. Aunque, a lo mejor, encontrar otra vez un lugar en el mundo signifique reconocer la propia falsía y la propia vulnerabilidad; aceptar que el silencio es la mejor manera de respirar. A lo mejor debería abrazar el hueco que soy, hacerme amigo del precipicio, caminar con él.
jueves, 12 de agosto de 2021
El placer de viajar a los Estados Unidos
sábado, 7 de agosto de 2021
Elogio de Blade Runner
Blade Runner ilumina la mayor tragedia —o el mayor escándalo— al que está sometido el hombre: tener que morir. Y lo hace en un escenario donde siempre llueve y siempre es de noche. Su iluminación es oscura. La caducidad de la vida conduce a los replicantes a una rebelión desesperada. Son androides, pero en realidad son hombres: participan de su misma sustancia, el tiempo, y de su misma suerte, la muerte. Solo que ellos mueren antes, programados por un designio utilitario y un mandato esclavizador. No obstante, nada esencial los diferencia de nosotros. Este hecho elemental, el terror a la finitud, la zozobra de saberse transitorio y perecedero, que arrastrará consigo la muchedumbre de sucesos insignificantes, pero sostén de nuestras vidas, con que atravesamos los años y los destruirá como a pompas de jabón, transforma el celuloide en metáfora; y la metáfora es siempre un concepto que renace, el núcleo, lavado, de una realidad. Este concepto, esta realidad somos nosotros, los humanos. Pero en Blade Runner no comprendemos el tropo revelador —no nos comprendemos— hasta el final, que no es la impertinente escena de la huida en coche de Deckard y Rachael por un resplandeciente paisaje de montañas y lagos, sino esa otra en la que Roy salva al blade runner de caer desde la azotea del destartalado edificio en el que han luchado, y pronuncia su inmortal parlamento: «I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die». Hasta entonces, la película se interpreta como un ejemplo más de la milenaria, de la eterna lucha entre el bien y el mal. En ese instante, cuando Rutger Hauer, el holandés de mirada albina que encarna a Roy, el líder de los Nexus-6, desvela las cosas que ha visto y que ni Deckard ni sus semejantes podrían llegar a imaginar, entendemos por fin que el malo no es el malo, sino el bueno; que el malo no es el malo, sino nosotros. Entonces se nos aparece su miedo como eso mismo que sentimos cuando cobramos conciencia de que este momento en el que escribo estas palabras, o en el que tú, lector, las lees, de que cualquier momento al que hayamos entregado nuestro pensamiento y nuestra piel, nuestra sangre y nuestro semen, todo el estupor y la delicia que experimentamos al sabernos palpitantes en el magma de calamidades y deslumbramientos que es el mundo, se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y son tales el arrebato que inspira la filmación, obediente a la despellejada poesía de Ridley Scott, y el estallido de significado y compasión que sentimos en esa azotea llovida, en la que dos hombres, solo separados por el origen espurio y la muerte matemática de uno de ellos, quieren matarse y acaban salvándose —porque quienes comparten destino solo pueden compadecerse y salvarse—, que ni siquiera rechazamos la cursilería de las lágrimas y la lluvia, o de que una paloma blanca (¿de dónde sale?) eche a volar cuando Roy muere, sino que la aceptamos como manifestación exacta de una humanidad torturada por su flaqueza y ensombrecida por su fugacidad. Los replicantes rebeldes han matado porque han de morir: porque alguien ha decidido que deben morir; sin consultárselo, sin derecho alguno, como Dios. Su maldad combate la maldad superior de un fin planificado e inadmisible. Su insumisión también es la nuestra, porque también nosotros somos víctimas de un plan inicuo, porque también nosotros somos esclavos. Otras escenas de Blade Runner merecen recuerdo. El cuerpo escamoso y magnífico de Zhora, cubierto por un impermeable transparente y barrido por los disparos de Deckard, con fúnebre fragor de cristales. La lengua de Pris, «un modelo básico de placer», también retirada por Rick Deckard, que asoma entre sus labios muertos y es besada por un Roy melancolérico. El traje negro, la falda ajustada y los pasos cortos de Rachael —una replicante que no sabe que lo es— acercándose por los lóbregos pasillos de la Tyrell Corporation, la creadora de los replicantes. Memorable es también que una película que anticipa tantos sórdidos acaecimientos de la sociedad humana no haya previsto la existencia de los teléfonos móviles.
domingo, 1 de agosto de 2021
Poemas para combatir el coronavirus
Así ha titulado Juan Luis Calbarro, el editor de Los Papeles de Brighton, la antología que acaba de publicar su sello, con 48 poemas de 41 poetas de todo el país, reunidos aquí como una forma de lucha contra esta pandemia que no acaba, porque también la palabra combate al virus: mantiene la fe en eso específicamente humano que se llama lenguaje, y poesía, y placer estético, y sentido moral, y nos refuerza en nuestro ser, en nuestra voluntad de seguir existiendo, frente a la catástrofe ciega del coronavirus. En realidad, este libro empezó siendo imágenes: las de los poetas leyendo sus poemas para el canal de youtube que el propio Juan Luis había promovido y el Instituto de Enseñanza Secundaria Ágora, de Alcobendas, había creado al principio de la pandemia (mi lectura: https://www.youtube.com/watch?v=RGFw7I0yPbs), y con el que pretendían —y lograron— que los alumnos confinados siguieran vinculados al Instituto, a sus estudios de lengua y literatura, y a algo aún más novedoso y ambicioso: a la poesía. La iniciativa creció con más y más poetas que participaban en algo tan grato como útil, y, tras todos estos meses, ha cuajado en un libro, cuyos editores literarios son el mismo Juan Luis Calbarro, que también colabora como poeta, y Miriam Maeso, con todas las características de las publicaciones de Los Papeles de Brighton: buen papel —y, por lo tanto, buen tacto—, excelente maquetación y contenido plausible. En la nómina de autores figuran no pocos amigos y poetas destacados, como María Ángeles Pérez López, Teresa Domingo Català, Oswaldo Guerra Sánchez, Ricardo Hernández Bravo, Julio Marinas, Moisés Galindo, Arturo Tendero, Santiago López Navia, Ramón García Mateos, Javier Pérez Walias, Juan López-Carrillo, Alfredo Gavín, Tomás Sánchez Santiago, Ángel Fernández Benéitez o Máximo Hernández. Es reseñable, asimismo, la presencia de Ben Clark, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca o María Elena Higueruelo, reciente ganadora del premio Adonáis. Hace poco más de dos meses, tuve la satisfacción de leer mis poemas incluidos en Poemas para combatir el coronavirus, junto con otros, en el propio IES Ágora, y allí pude comprobar cuándo había calado la iniciativa en los alumnos: todos eran conocedores de los textos y, en no pocos casos, los habían estudiado y comentado, y todos respondieron con interés y cordialidad.
Estos son las tres décimas, pertenecientes a Décimas de fiebre, con las que he colaborado en el volumen:
A Claire Forlani
Tus orejas divergentesno divergen en finura:
con escueta desmesura,
los cartílagos ingentes
trazan las altas tangentes
de las criaturas aladas.
Si con ellas separadas
eres bella, qué belleza
luciría tu cabeza
si las tuvieras pegadas.
Autorretrato
Tengo años cuarenta y nueve,
que es lo mismo que decir
media vida sin reír
o tengo cuarenta y nieve.
No Eduardo: me llamo llueve,
y me inquina una tormenta
meticulosa, una lenta
casi nada que me guía,
con precisión de gumía,
a un ataúd de cincuenta.
Karen
Salgo del metro hosco y gris.
Me recibe una mañana
oleosa, de luz malsana.
En un portal hace pis,
borracho, un chisgarabís.
Entro en el bar. Fuera, ríe
un mendigo, que se fríe
de frío. La camarera
se adelanta a mi espera,
sirve el café, y me sonríe.