A los que resisten. A los que no se van de vacaciones porque tienen que cuidar a alguien. A los que procuran no molestar. A los que escriben, pero no creen que lo que escriben sea lo mejor del mundo. A los que ceden el paso. A los que no votan a Vox, ni a Trump, ni a Bolsonaro, ni a Orbán, ni a Duterte, ni a ninguna de las demás basuras neofascistas del mundo. A los que dejan de fumar. A los que no hablan solo de sí mismos. A los que dicen "buenos días" y "muchas gracias". A los que, cuando dan la mano, la dan con fuerza. A los que leen, incluso el Marca. A los que solo encuentran consuelo en la incertidumbre. A los que les cuesta dormir. A los que consideran innecesario escribir "a los y las que...", porque saben que "a los que..." incluye a hombres y mujeres. A los que siempre creen que el otro tiene razón. A los que reconocen al otro. A los que abrazan. A los que beben té. A los que se mueren en silencio. A los que van al cine y compran palomitas. A los que odian el fútbol. A los que velan a los enfermos. A los que no hacen ruido. A los que se llaman Tobías, o Segismunda, o Escolástico. A los que no son felices y no les importa. A los que aman a los animales, pero no los consideran otra cosa que animales. A los que no creen que la Tierra sea plana. A los que no creen que la Tierra sea hueca. A los que se les encoge el estómago cuando ven la cara de Aznar por televisión (y los testículos o los ovarios si la ven en persona). A los que se compadecen. A los que van al teatro. A los que ayudan, aunque ayudar les perjudique. A los que conducen con cuidado. A los que no insultan. A los que disfrutan con "Jesus, bleibet meine Freude", de la cantata Herz und Mund und Tat und Leben, BWV 147, de Johann Sebastian Bach. A los que han leído Ciudadela, de Saint-Exupéry. A los capaces de admirar. A los que no hacen daño. A los que prefieren el tren. A los que no se cuelan. A los que han bebido agua de río. A los que distinguen el amanecer del anochecer. A los que viven y dejan vivir. A los que no creen en seres omniscientes, omnipotentes y eternos. A los que no guardan rencor. A los que aprietan el tubo de la pasta dentífrica desde abajo. A los que no les gusta que les digan lo que tienen que hacer. A los que ponen los dos signos de exclamación e interrogación en los guasaps. A los que pasean. A los que justifican o quieren justificar un mal que les han hecho. A los sentimentales. A los que sobreviven. A los que miran a los ojos cuando hablan. A los que miran por un microscopio o por un telescopio. A los enfermos. A los que nunca han ido de putas. A los que no desprecian lo que ignoran (o no comprenden). A los que se aseguran de que siempre haya papel higiénico en los baños. A los que siempre se acuerdan de los cumpleaños y los aniversarios. A los que les gusta ir a museos. A los que se extasían con el canto de un mirlo, con un rayo de luz, con la contemplación de una mano. A los que disfrutan del cuerpo y hacen que los demás disfruten del suyo. A los que suben las escaleras andando. A los que no engañan a Hacienda. A los que duermen solos. A los que nunca se han ido sin despedirse. A los que creen que la elegancia no es solo un valor estético, sino también, y sobre todo, moral, y así lo practican. A los que nadie les ha regalado nada. A los que se ponen en el lugar del otro. A los que nunca se han llevado material de oficina de la oficina. A los que no repudian la obra de alguien porque ese alguien sea un cabrón. A los que nunca traicionan. A los que llevan sombrero (y se lo quitan cuando están a cubierto). A los pobres, a los perseguidos, a los desvalidos. A los que no tiran papeles al suelo. A los que se esfuerzan por no rendirse a la estupidez del mundo, aunque se sepan condenados al fracaso. A los que han visto 15 veces El sur, de Víctor Erice, o todavía lloran con la escena de la despedida de los trabajadores de la fábrica de La lista de Schindler. A los humildes. A los apóstatas. A los apátridas. A los que madrugan. A los que no saben qué es un router, ni qué significa la conexión ADSL, ni cómo funciona un ordenador. A los que desconfían de las causas. A los que abrazan una causa, aunque esté perdida, o porque está perdida. A los que nunca se enfurecen. A los que hablan uzbeco, o tagalo, o swahili. A los que, cuando más de tres personas están de acuerdo en algo, se sienten en la obligación moral de discrepar. A las madres. A los que se interesan por los suplementos culturales de los periódicos. A los que donan. A los que se les ilumina el alma con "Mujer con una jarra de agua", de Vermeer. A los que juegan limpio. A los que puntúan bien. A los que leen el periódico en papel. A los que no anteponen la nación, la tribu o el clan a las personas. A los que ceden el asiento. A los que no dicen "influenciar", "empoderar", "poner en valor", "visualizar". A los que tiemblan con San Juan de la Cruz. A los que escriben cartas. A los que se duchan cada día. A los que se enamoran. A los conductores que no se saltan los pasos de peatones. A los peatones que no invaden la calzada. A los que viajan sin saber a dónde van (ni de dónde vienen). A los que besan. A los que están solos. A los que no se tatúan. A los que no enseñan las fotos de sus viajes y sus bodas a los invitados. A los que escriben correos electrónicos largos. A los que reconocen el mérito de los demás. A los que mastican con la boca cerrada. A los que celebran la desnudez. A los que perdonan. A los que abominan de las multitudes. A los infieles acaso, pero nunca desleales. A los que agradecen que en la tierra haya María Zambrano. A los aterrorizados por la muerte. A los que saben sus defectos y son conscientes de sus debilidades. A los que cultivan la amistad. A los que tienen pesadillas. A los que ríen. A los que, como Woody Allen, entre Dios y el aire acondicionado, prefieren el aire acondicionado. A los que aguantan el dolor. A los insumisos. A los que bajan la tapa del váter. A los que no envidian. A los que se contradicen. A los que no disfrutan con el sufrimiento ajeno, ni siquiera con el de los enemigos. A los que se ríen de sí mismos. A los que practican el sexo oral. A los que restauran libros. A los que nunca claudican. A los que aman. A todos.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
lunes, 31 de diciembre de 2018
miércoles, 26 de diciembre de 2018
Un consejo de ministros en Barcelona y otras cosas de la Navidad
La celebración del consejo de ministros convocado por el presidente del gobierno en Barcelona el 21 de diciembre sembró el pánico en el país. Se anunciaban protestas, altercados, manifestaciones; algunos preveían la caída del palacio de Invierno y la instauración de la dictadura del proletariado; otros, los más seguros de que Dios y España existen, el Apocalipsis. Coherentemente con tan ominosos augurios, todas las policías competentes organizaron un despliegue digno de una cumbre del G-20 o de un partido River Plate-Boca Juniors. Los trabajadores se temían lo peor: carreteras saboteadas, trenes –y metro– parados, servicios inexistentes, tumultos en la calle. Yo mismo no sabía qué me iba a encontrar aquella mañana en mi querida estación de los ferrocarriles de la Generalitat en Sant Cugat, ni siquiera si, con el centro de Barcelona cortado, podría llegar al trabajo. Había, además, una huelga de dos horas a mediodía, convocada por los sindicatos: no pensaba secundarla (la huelga está para cosas serias, no para protestar porque el gobierno de la nación se reúna en la ciudad de uno), pero siempre te puedes encontrar con un piquete informativo que te informe de cómo te quedará la cara si se te ocurre ir a trabajar. Acudí, pues, con toda la prevención del mundo a la estación de los ferrocatas y lo que me encontré fue... un tren que llegaba puntual y vacío. La experiencia de coger el tren todas las mañanas me sume en una melancolía irritada: la que suscita convivir embotellado, durante media hora, con una humanidad aborregada, enfurruñada, que se dirige a entregar su libra de carne diaria en el trabajo o la escuela, cuando no a rendirse a una esclavitud disfrazada de oficina. Hoy entro en el vagón, elijo la butaca en la que prefiero sentarme, saco de la mochila uno de los libros que estoy leyendo –El fútbol, una peste emocional, de Jean-Marie Brohm y Marc Perelman– y me doy el lujo inconcebible de cruzar las piernas. Y así, sin apreturas, codazos, hedores, prisas ni acritudes, llego hasta la plaza Cataluña, epicentro, se supone, del pandemonio de hoy. Cuando salgo a las Ramblas, me encuentro con la maravilla de una plaza sosegada, sin apenas gente, que huele a luz y a café con leche. Me cruzo con unos pocos paseantes hasta comprar El País en el quiosco de siempre, donde la dependienta de siempre me atiende con una sonrisa oceánica. Solo algunos urbanos que normalmente no están ahí denotan que algo pasa. Barcelona parece hoy una ciudad de provincias enterrada en la quietud de unas rutinas amables. No hay turistas, apenas hay tráfico e incluso las palomas parecen revolotear con una calma inusual: ya no son los bichos feroces que se abalanzan contra uno para robarle el alpiste y hasta el bocadillo, sino talmente el símbolo de la paz. La cautela o el pánico han hecho que el centro de la ciudad –y quizá la ciudad entera– vuelva a resultar humano. Luego, en los telediarios, veré las imágenes de las cargas policiales en la Via Laietana y la zona de la Llotja de Mar (los locutores de TVE, que al parecer no cuentan con asesores que les instruyan sobre la pronunciación adecuada de los demás idiomas nacionales, se empeñan en llamarla la Yoya de Mar, pero su error, a la vista del comportamiento hoy de los Mossos, ha sido más bien un acierto) y de las carreras que han producido. Periodistas intrépidos se empotran en los grupos de indepes que han venido aquí a descargar su frustración y nos cuentan lo que ven con la excitación de un reportero al que estuvieran tiroteando en alguna guerra de los Balcanes. También me entero de las docenas de heridos, entre policías y manifestantes –en los incidentes del 1 de octubre de 2017, a un joven le reventaron un ojo; en los de hoy, a otro le han reventado un testículo–, que ha habido. Por lamentable que sea todo esto, nada se dice de la calma extraordinaria que ha presidido el resto de la vida ciudadana. Toda la información se ciñe a lo que confirma los augurios, por limitada y parcial que sea esa confirmación, por limitado y parcial que sea ese fragmento de realidad, comparado con un todo muy distinto. En el resto de España se verá la jornada de hoy como un ejemplo más del caos en el que viven Barcelona y Cataluña, como si estuviéramos al borde de la guerra civil. Y ese sesgo, esa radicalización de la mirada inducida por unos medios de comunicación que solo comunican el conflicto, está envenenándolo todo.
Entre la catarata de felicitaciones navideñas digitales que recibo, como todo el mundo, estos días, me ha llegado una curiosa. Me la ha enviado un poeta catalán que escribe en catalán, que, como todos los poetas catalanes que escriben en catalán, es independentista. El hombre practica una suerte de poesía social-religiosa y alumbra una nadala en la que se duele de la triste suerte de los políticos independentistas exiliados o encarcelados por "tsunamis [¿por qué nadie dirá ya maremotos?] de ira y odio", y donde entrevera sus figuras con las de la sagrada familia, protagonista de estas entrañables fiestas: no en vano el poeta –y Oriol Junqueras– son católicos practicantes. Y la nadala acaba así: "Mentre et canvien els bolquers, / infant d’un món sense temença, / cauen els murs de Lledoners". [Mientras te cambian los pañales, / hijo de un mundo sin temor, / caen los muros de Lledoners]. Uno sabía que la rima puede llevar el poema hasta lugares insospechados, pero esto de que un cambio de pañales abata las paredes de una prisión merece figurar en los anales del dadaísmo. Y eso que el poeta no tiene nada de vanguardista.
Participé el otro día en una lectura de poesía en Barcelona. Éramos cuatro (los que leíamos, digo; los asistentes eran algunos más): dos hombres y dos mujeres. La primera, pálida, chupada, poseída por la razón ética, leyó un poema escrito, según decían los versos, con la sangre de las mujeres maltratadas que estaban aquel momento en el hospital, y, a continuación, invitó al público a comprar ejemplares de la última antología en la que había sido incluida, ya que se acercaba Reyes. Y añadió: "... y Reinas". El seis de enero será, pues, el día de los Reyes y Reinas Magos o, mejor, el día de los Reyes Magos y las Reinas Magas. No faltará quien secunde la propuesta y hasta firme en change.org por que el calendario se adapte a las nuevas demandas de la sociedad. En todo caso, no convenía contradecirla: me habían informado de que era la nueva mandamás (o mandamasa) del festival de poesía más importante de la ciudad. La segunda poeta, muy joven, de negro riguroso desde el pelo a los zapatos, no leyó poemas comprometidos ni hizo proclama alguna: se limitó a gorjear. Su lectura estuvo a medio camino entre la declamación y el trino. Reconocí la oralidad impostada y la supuesta espectacularidad de las performances juveniles, pero me falló el verso. Quienes introducen la música –o lo que ellos pretenden que sea música– en la poesía, parecen no confiar lo suficiente en la poesía. ¿Y la palabra, dónde está?, pensaba yo mientras la poeta soltaba gorgoritos. Palabra y música formaban una pasta indiscernible y bastante cacofónica que las anulaba a ambas.
Ayer, al ir a recoger la cena de Nochebuena que había encargado en un establecimiento de catering, reparé en que un moro estaba cortando el jamón. El día anterior había ido a hacer unas compras a una pastelería de Sant Cugat, uno de esos establecimientos tradicionales, fundados por familias catalanas de toda la vida, y todas las dependientas eran hispanoamericanas o del centro de Europa. Solo la encargada parecía formar parte de la famiglia. A continuación, mi hijo y yo fuimos a comer a un restaurante con el mismo pedigrí catalán que la pastelería, o más aún; el local, de hecho, ocupa una antigua fábrica textil, que aún conserva la arquitectura propia de la industria de principios del siglo XX. Allí todos los camareros, menos uno, son hispanoamericanos; el encargado, creo, es de Bolivia. Para que luego digan que la inmigración es mala.
Hoy, al venir temprano a casa de mi madre para pasar el día de Navidad, me he fijado en la escasa gente que iba por la calle (en Barcelona; en Sant Cugat, cuando he salido, simplemente no había nadie). Todos parecían personas más densas, más visibles, que cualquier otro día: el silencio y la soledad acentuaban su individualidad. En el metro, una chica se estaba comiendo un plátano. Cerca, un joven llevaba chancletas (qué envidia). Alguien dormía en el interior de un cajero automático. Un anciano exhumaba cartones de un contenedor. Un paquistaní miraba el móvil en uno de esos supermercados de paquistaníes que no celebran la Navidad. Uno que paseaba al perro lo paseaba más metódicamente, con más afán paseador. Otro leía el periódico (de ayer), con desgana, en la barra de un cafetín. En la sandwichería en la que hemos desayunado, otra anciana ha saludado a mi madre, con la que intercambia a veces soledades, y nos ha enterado, en apretado monólogo, de que se llama Amelia porque su padre, que había vivido en los Estados Unidos, quería homenajear a Amelia Earhart, la pionera norteamericana de la aviación; de que había nacido en Jasa, al lado de Jaca; de que tenía un carácter muy alegre; y de que su marido se había muerto hacía 18 años. Luego, aplacado el fuego de la locuacidad, se ha sentado en una mesa vecina a seguir haciendo sopas de letras.
viernes, 21 de diciembre de 2018
De paseo (navideño) por Sant Cugat
No está siendo una buena tarde. He recibido una multa de tráfico –averiguo que hace unos meses crucé un pueblo de Zaragoza, por el que está prohibido pasar a más de 50 km/h, a la vertiginosa velocidad de 72 km/h–, una buena amiga, aquejada de una grave enfermedad, me ha contado sus penas por teléfono y al final ha roto a llorar, y los vecinos han decidido celebrar una fiesta a la que, gracias a la delgadez de las paredes y la altura de los decibelios, también yo he sido invitado. Para despejarme de tantas malas noticias, salgo a dar una vuelta por el pueblo (que no sé por qué sigo llamando pueblo, cuando tiene casi 90.000, más que muchas capitales de provincia españolas). La Navidad se me echa encima en cuanto piso la calle: todo está iluminado con motivos propios de estas fiestas tan entrañables, entre los que destaca una colección de adornos de aire modernista. Además de los cascabeles eléctricos que el ayuntamiento ha instalado en la vía pública, contribuyen al decorado navideño las luces, tan pizpiretas, que muchos vecinos han colgado también en los balcones. Algunas se apagan y se encienden; otras crean efectos de movimiento, como unas en las que unas barras oscuras parecen desplazarse de un lado a otro de la malla de bombillas (¿una metáfora visual de la cuatribarrada?). Por más que esta empalagosa exhibición de vatios me parezca tan fascinante como una película de Winnie the Pooh, la prefiero a la que no me queda más remedio que ver, todos los días, al lado de mi casa, y desde mi propio dormitorio: un balcón en el que, además de una senyera hasta el suelo, se han colgado todos los símbolos del independentismo: una estelada (esta, ondeando en un asta que se aleja varios metros de la fachada), un lazo amarillo (gigantesco) y una pancarta a favor de la libertad de expresión (como si el mendrugo que ha colgado todo esto no la tuviera). Solo le falta una foto de Puigdemont, otra de una bandeja de calçots, y que suene sin pausa el himno del Barça. A veces he tenido la tentación de colgar en mi balcón una bandera republicana y una foto de Voltaire, pero mi persistente antipatía por las causas –y por una de sus más acendradas expresiones simbólicas, las banderas– ha podido más que mi deseo de venganza. En fin. A pie de calle sigue manifestándose esta catalanidad exasperada que lo está invadiendo todo, dentro y fuera de Cataluña: me cruzo con un caballero que luce el corte de pelo que Ángeles ha bautizado como melenita catalana y que, según ella, apenas se ve en ninguna otra región de España. Vagamente adolescente, cuidadosamente desaliñada, recuerda a la del príncipe Valiente, con undosas guedejas que se reclinan en los serenos hombros de su portador, que nunca tiene menos de cincuenta años. Ya en el centro comercial del pueblo, donde las tiendas siguen abiertas, pese a ser casi las nueve de la noche, con la comprensible intención de exprimir el espíritu navideño, paso por delante de uno de mis establecimientos preferidos, intimissimi: casi nunca compro nada, pero me encanta mirar. Esta temporada predominan los tonos granates. También echo un vistazo a otra tienda atractiva, aunque de muy distinta naturaleza: la librería Paideia. Me llama la atención un libro de Cristina Morales expuesto en el escaparate, Lectura fácil, cuya cubierta reproduce una pintada en fucsia que dice: "Ni Dios ni amo ni marido ni partido de fútbol" (quizá el orden de los factores sea distinto, pero el producto es el mismo). Estoy de acuerdo en que Dios y partido de fútbol no (sobre todo Dios), pero amos, aunque tampoco los queramos (la rima es involuntaria), me temo que es inevitable que tengamos (sigue siendo involuntaria) muchos, y maridos, en el caso de que se condescienda a tenerlos, hombre, depende: alguno habrá bueno; como esposas. Por concurridas que estén las calles, y esta lo está mucho, nada disuade a los ciclistas de casi atropellarnos a todos. Uno debe de estar haciendo una yincana con los transeúntes: pasa a milímetros de unos y otros. Él debería ser el multado, y no yo: su circulación nos pone objetivamente en peligro a todos, mientras que no había ni un alma por la calle cuando crucé aquel dichoso pueblo zaragozano (y, además, la visibilidad era perfecta). Cuando este Froome del Vallès Occidental ha desaparecido ya, engullido por las masas que celebran a golpe de tarjeta de crédito el nacimiento de Cristo, doy con otro espécimen habitual: el perro que está cagando en la calle. En este caso, un galgo. Su propietaria mantiene una animada charla con otra mujer, mientra el can se alivia gloriosamente frente a una relojería. Por suerte, la dueña repara en el zurullo, desenfunda una de esas bolsitas para recoger mierdas de perro que se calzan como un guante, y hace desaparecer la del suyo con la destreza de un prestidigitador. Pienso que mucha debe de ser la compensación emocional que estos animales ofrezcan a sus dueños para que estos estén dispuestos, entre otras cosas, a pasarse catorce o quince años de su vida recogiendo (si es que lo hacen) sus boñigas de las aceras. Algo más allá vuelvo a encontrarme con lo escatológico: un puesto navideño reclama la atención de los paseantes con un gigantesco caganer cuya deposición es coherentemente monstruosa. El caganer, con faja y barretina, es el único personaje del belén que me resulta simpático. Y me inspira inquietantes reflexiones sobre la cultura que lo ha alumbrado, porque no es el único personaje del folclore catalán que se muestra en trance de obrar: también el Tió –un tronco lleno de caramelos y chucherías que los niños apalean en Nochebuena, al grito de "¡Caga, Tió!", hasta que suelta su contenido– contribuye a la tradición de la defecación. Me adentro poco a poco en uno de los barrios proletarios de San Cugat, que también los tiene. Aquí hay muchas menos banderas independentistas, y las que hay son menos entusiastas: están desteñidas. Me cruzo con uno que, pese al frío que hace, va a la inglesa: en camiseta. Oigo acentos de Hispanoamérica: "¡Qué chistoso!", grita una mujer que está hablando por el móvil. (Si alguien dice "qué chistoso", es que es hispanoamericana, igual que si alguien dice "es fenomenal", es que es de Madrid). Algunas casonas señoriales, que están aquí desde mucho antes de que esta zona se llenara en los sesenta y setenta de inmigrantes andaluces y extremeños (y hoy sudamericanos), cuando esto aún eran las afueras del pueblo, aparecen despintadas, desconchadas y casi caídas; alguna, incluso, rodeada por una valla municipal, para evitar el vandalismo y la okupación. Siento, acaso contaminado por la evidencia del declive que transmiten, un escalofrío de melancolía: he hecho muchas veces este paseo con Ángeles; hoy, y muchos días como hoy, lo hago solo. Llego hasta el final de la calle, desde donde se ve el pezón puntiagudo del Tibidabo, iluminado por una luz dorada. La página mental en la que llevo escribiendo las impresiones de este paseo desde que lo he empezado, ya se ha llenado, y decido consignarlas en una de papel. Llevo lápiz, pero no mi moleskine, así que he de improvisar: utilizo el reverso del recibo de Ryanair, naufragado en uno de los bolsillos del anorak, por el suplemento que tuvimos que pagar por el equipaje de cabina en nuestro último viaje de Mánchester a España. Ah, Ryanair, siempre sofisticada, siempre haciendo amigos. Giro hacia la rambla del Celler [La Bodega], donde advierto que el ayuntamiento ha instalado un desfibrilador. Por aquí, y en el adyacente parque de la Pollancreda [La Chopera], hay siempre muchas personas haciendo ejercicio, y los munícipes, haciendo gala de encomiable previsión, han decidido poner los medios para salvarnos la vida. Con quien no parece que el desfibrilador vaya a ser necesario, es con los cuatro adolescentes ruidosos, valga la redundancia, que pasan en skate por mi lado y me dedican unos cuantos chillidos. Luego pasa un runner con aspecto de minero: lleva una lámpara en la frente, que ilumina el aliento que desprende: las bocanadas se vuelven rayos breves, plata quebradiza, cuando las toca el chorro de luz. También pasa una señora de edad cuyo ejercicio consiste en caminar deprisa, como Rajoy. Para hacerlo, se apoya en dos de esos bastones de paseo muy parecidos a los de esquí. Me pregunto qué aportarán al hecho de caminar: de qué forma lo harán más agradable o eficaz. Hay más deportistas, pero estos no hacen nada. Bueno, sí: discuten. El lenguaje corporal, y el grosor de la voz cuando paso a su lado, no dejan lugar a dudas: se están peleando. He de vencer la tentación de quedarme a su lado para disfrutar de la zapatiesta: soy chafardero, y siempre es jugoso enterarse de las peloteras ajenas. Además de los muchos deportistas, hay muchos perros. En todo Sant Cugat hay muchos perros. El número de perros es directamente proporcional a la riqueza de la localidad, y Sant Cugat es una de las más ricas de España. Los chuchos remueven la hojarasca que se acumula al pie de las malcaradas farolas que jalonan el paseo y, a menudo, se ladran entre ellos. Como esos que discutían. Llevo ya tres cuartos de hora de paseo, y me duelen los pies. Siempre me duelen los pies. Los problemas circulatorios es lo que tienen. Recuerdo un poema de Bukowski en el que cuenta que siempre lleva los zapatos desatados, porque siempre le duelen los pies: otra cosa en la que coincido con él (junto con su gusto por la música clásica o su amor por las mujeres), frente al montón de asuntos en los que discrepo (como su pasión por el béisbol, sus ramalazos fascistas o su forma de amar a las mujeres). De regreso ya a casa, cubro un largo trecho de caminata andando al lado de alguien que no conozco. Hemos formado una de esas parejas involuntarias que se crean a veces en la calle: tras una confluencia por azar, los ritmos de paso coinciden y uno se ve avanzando casi codo con codo con alguien a quien no ha visto en su vida. Y esa cercanía resulta tan extraña como incómoda. Ninguno quiere apartarse de su camino, por no reconocer que la presencia del otro condiciona su tránsito (lo que no deja de ser una metáfora de la vida). Andamos con una naturalidad forzada, cada vez más rígidos, hasta que uno, o los dos, aceleramos o nos frenamos sutilmente, o bien nos desviamos de la línea recta unos pocos grados, pero lo bastante como para despegarnos. Es un alivio. Independizado ya del viandante parásito, diviso a dos mujeres que caminan delante de mí. Sus proporciones, vistas por detrás, son admirables. Me acerco con interés. Entonces llega mi primera decepción: una es uno, en realidad: un hombre. Sus rastas me han confundido. La otra, en cambio y por fortuna, sigue siendo mujer, una mujer-mujer, además, como diría Aznar. Pero mi segunda decepción no podría ser más descorazonadora: al pasar junto a ellos, capto un retazo de su conversación: la mujer-mujer le está contando al rastafari, con el castellano de Ylenia Padilla, un sórdido conflicto doméstico. A pesar de las muchas pruebas que ha tenido en contra, uno todavía es proclive a pensar que la belleza exterior es la manifestación de la belleza interior. Es estúpido creerlo así, pero uno se harta de cometer estupideces todos los días.
domingo, 16 de diciembre de 2018
Los 50 libros del año
Así se titula el extenso artículo –o, mejor, el extenso conjunto de microartículos– publicado ayer en Babelia, el suplemento cultural de El País, en el que se relacionan los mejores libros de 2018. Se acerca el final del año y, cumpliendo un ritual más de la Navidad, ese periodo que solo sobrevive a base de rituales, todos los medios importantes –y muchos que no lo son– se apresuran a publicar sus listas, sus catálogos, sus resúmenes. Estas nóminas son solo otra expresión subjetiva (o interesada) de quienes las fabrican, aunque su presentación, su formato clasificatorio, nos induzca sutilmente a otorgarles un valor, digamos, científico que no tienen ni pueden tener. Muchos, no obstante, nos acercamos con curiosidad a ellas (como, en su momento, me acercaba yo a aquellas relaciones de libros más vendidos que algunos diarios publicaban cada semana, hasta que supe que eran inventadas, literalmente) y hasta nos alegramos si, en alguna rarísima ocasión, un trabajo nuestro aparece en ellas. Sin embargo, cada vez soy más consciente de su profunda injusticia. En España hay más de 3.000 editoriales, que publican casi 90.000 títulos al año; y también legiones de escritores –además de los tradicionales, de los que hay a porrillo, técnicamente todo bloguero, todo internauta que cuelgue alguna obra con intención literaria, por zafia que sea, lo es–, aunque de estos sea imposible determinar la cantidad exacta. Una buena parte de esta ingente producción no tiene ningún interés, si es que no entra, sin más, en la categoría de bodrio. Pero, al mismo tiempo, alberga un porcentaje no desdeñable de obras estimables que no encuentran difusión (ni apenas lectores), ni llegan a las mesas de los críticos (y a duras penas a las de novedades de las librerías), ni son reseñadas por esos mismos periódicos que publican las listas de los mejores libros al final del año. Son literatura callada, escondida, casi secreta: libros a los que ser publicados no libra de ser inéditos. Todos los lectores frecuentes hemos tenido en alguna ocasión la experiencia de descubrir, en una colección periférica, en un sello desconocido, en un pueblo remoto o una capital de provincia despoblada, un libro excelente, quizá de un autor que reputábamos secundario o que nos era desconocido. Ese archipiélago de títulos de gran calidad, pero huérfanos de medios, sin caja de resonancia, víctimas de las limitaciones (o las injusticias) del mercado editorial –el imperio de los poderosos, la distribución deficiente, las librerías saturadas, la incuria de los críticos, la inercia de los lectores, la falta de ayudas públicas–, nunca llegará a las listas: solo a la sensibilidad del puñado de lectores que, muchas veces por azar, han alcanzado a tenerlos en las manos. Y ahí, en esa sensibilidad, en ese recuerdo –y en los que puedan alcanzar, por medios igualmente fortuitos, en el futuro–, deberán esperar el reconocimiento a que los hace acreedores su calidad. Cernuda decía que él escribía para los lectores del futuro. Yo más bien diría que también hay que escribir para los lectores del futuro, pero que no cabe despreciar a los presentes: los presentes son el oxígeno que alimenta la creación, el fulminante que la hace detonar. Pero, es verdad, la mirada del escritor tiene que sobreponerse al horizonte cotidiano, tiene que trascender las circunstancias inmediatas. Esa proyección temporal, ese diálogo que se propone a las generaciones venideras, a un mundo distinto que en la obra solo puede estar esbozado, o intuido, o vislumbrado, es el que sabemos ausente de muchísimos productos de la industria editorial y sospechamos asimismo ausente de no pocos de los libros incluidos en estas listas de fin de curso. Da una melancolía infinita repasar los elegidos en años anteriores –cuanto más atrás se va uno, más melancólico se pone– y constatar que casi todos se han desvanecido en el polvo de la irrelevancia, que casi todos son solo espectros que ya solo se materializan en los mercadillos de libros de segunda mano, en cajones cenicientos donde conviven (o conmueren) con zurullos de celebridades televisivas o bazofia autopublicada. En la lista de 2018 de El País, el ganador ha sido Ordesa, de Manuel Vilas. No lo he leído. Tampoco leí Patria, de Fernando Aramburu (que fue el segundo mejor libro de 2016 para este mismo medio, tras Lucía Berlin, que hogaño ha ganado la medalla de bronce). Los fenómenos multitudinarios me echan para atrás. Un defecto mío, supongo. Desconfío de las aclamaciones, las entronizaciones y las unanimidades. Si gusta a tanta gente, no puede ser bueno, pienso. Probablemente esté equivocado, pero no puedo evitarlo. De los 50 elegidos (que no están separados por géneros ni por nacionalidades), vale la pena reparar en algunas cosas. La primera, la predominancia de los autores en otras lenguas: 33 (la gran mayoría, traducidos del inglés) frente a 17 que escriben en castellano (14 españoles y 3 hispanoamericanos). Llevo tiempo luchando sordamente con esta predilección por las literaturas foráneas (que, curiosamente, no implica ningún reconocimiento a los traductores que la hacen posible: la lista de El País no elige las mejores traducciones, aunque pueda sostenerse que la Comedia de Dante y los Cantos de Pound aparecen entre los 50 no, obviamente, por su novedad, sino por sus versiones), cuando hay muchos más libros de autores españoles que los que recoge esta selección, que merecen recibir el aplauso público y ser conocidos por los lectores. No discuto la importancia de lo que se escribe fuera de nuestras fronteras (y dentro, en las demás literaturas peninsulares), ni la conveniencia de leerlo, ni la posibilidad de disfrutarlo, pero sí sospecho de un cierto papanatismo, propio de las sociedades subordinadas, que lleva a considerar más valioso lo que viene de fuera, por el solo hecho de venir de fuera (y haber sido traducido, aunque por el traductor casi nadie dé una higa), que lo que tenemos dentro. En los países de los que llegan esos libros, los culturalmente poderosos, pasa lo contrario: prevalece lo hecho allí (por algo son poderosos); lo ajeno es secundario (y lo español, un exotismo, una microscopía, una rareza). Incluso en ámbitos lingüística y literariamente más próximos, como los países hispanoamericanos, España es también prescindible (salvo sus editoriales, codiciadas por todo escritor transatlántico). Pero yo nunca he leído (ni escuchado) tanta porquería como en Sudamérica. Somos un país intelectualmente dominado, es cierto. Pero deberíamos ser conscientes de ello y no dejar que la dominación o el desprecio fueran absolutos. Y una forma de rebelarse es dar más importancia a eso, no diré propio, pero sí cercano, que permanece oculto, en penumbra, arrinconado. Otro rasgo que me ha llamado la atención de "Los 50 libros del año" es la escasez de libros de poesía, solo 7 (y solo dos de autores españoles), pero no sé por qué me sorprendo: así sucede siempre: la poesía es un reducto, cuando no un residuo. Celebro, no obstante, que entre ellos se cuente, como ya he avanzado, la traducción de la Comedia de Dante, hecha por José María Micó, un excelente poeta (menos reconocido de lo que debería) y traductor, como este trabajo confirma, y uno de nuestros mejores filólogos. La selección de El País tampoco alcanza a equilibrar el número de hombres y mujeres, aunque haya mejorado mucho la presencia femenina: 30 y 20, respectivamente. No obstante, cabría preguntarse si ese propósito, en caso de existir, es realmente deseable, si tiene algo que ver con la calidad literaria. Nunca he reparado en el sexo del autor para leer o juzgar un libro, y no le habría dado importancia a que hubiese habido una mayoría de mujeres en la lista, como no se la doy tampoco al hecho de que en la que estoy analizando haya 10 varones más. Las editoriales predilectas son también las acostumbradas: Anagrama y Seix Barral, cada una con cuatro títulos, y Tusquets y Taurus, con tres. Esta última, especializada en ensayo en un país que lee poco ensayo, es, de hecho, la única que podría considerarse una sorpresa. Pero para determinar la solvencia o razonabilidad de estas listas, como en los premios literarios, siempre hay que mirar quién compone el jurado. En este abundan los miembros jóvenes y faltan, por razones que se me escapan, varios de los críticos habituales en las páginas de Babelia, como Manuel Rico y Antonio Ortega. Pero aquí sí hay paridad: 20 hombres y 20 mujeres, y está muy bien: si en algún lugar ha de haberla, es aquí: es el equilibrio en la mirada del juzgador lo que garantiza la imparcialidad. Por último, me sorprende que entre los 50 títulos no figuren dos ensayos: La hoguera de los inocentes, de Eugenio Fuentes, uno de los mejores escritores extremeños (y españoles) actuales, y el magno e inteligente Teoría general de la basura, de Agustín Fernández Mallo. Este quizá se haya quedado fuera por algo tan corriente, pero tan lamentable, como haber aparecido a finales de año. Lo que ve la luz en los últimos dos meses del ejercicio rara vez entra en la consideración de los críticos: no les da tiempo a leerlo y, a menudo, ni siquiera a conocerlo. Una limitación más de estas listas tan limitadas.
martes, 11 de diciembre de 2018
York
Hasta hoy, York era solo la ciudad que William Wallace y sus escoceses ansiosos de libertad asaltan en Braveheart, y la cabeza de cuyo gobernador, de ojos saltones y testículos comprensiblemente ascendidos a la garganta, envían a Eduardo I el Zanquilargo en una cesta. Hoy va a ser, espero, algo más que eso: hemos venido de Mánchester para conocerla. La llegada no es memorable: el tren va atiborrado. Si quitaran los asientos y pusieran barrotes en las ventanas, se parecería mucho a los que utilizaban los nazis para transportar a los judíos a los campos de concentración. Se conoce que otro, de otra compañía, que hacía la misma ruta se ha cancelado, y muchos de sus pasajeros han asaltado el convoy, de forma casi tan virulenta como Wallace. Los trenes británicos, privatizados por la Thatcher (en una decisión que los gobiernos del país nunca han querido revertir, como ahora tampoco quieren revertir el resultado del referéndum sobre el bréxit con la convocatoria de una segunda consulta, a pesar de que ambas opciones se han demostrado objetivamente desastrosas), son un fracaso: los retrasos y cancelaciones son frecuentes, y el servicio, un horror; por si fuera poco, son carísimos. Comparada con ellos, nuestra entrañable RENFE es un prodigio de pulcritud y eficacia. Lo cual no deja de ser llamativo en el país que inventó el tren y lo utilizó para organizar una revolución industrial y un imperio. Ángeles y yo hemos conseguido sentarnos, tras una lucha a brazo partido con el gentío que inunda los vagones, aunque yo lo he hecho en un asiento reservado a personas mayores y embarazadas: me sumo en la lectura de Mi Lvov, de Józef Wittlin, con la esperanza de que no aparezca ninguna en el trayecto, porque entonces me tocará ir de pie hasta York. Ya desembarcados, para entrar en la ciudad lo primero que hay que hacer es cruzar el río Ouse (pronúnciese uuus) por alguno de los puentes medievales que lo salvan. En otro río también llamado Ouse se suicidió Virginia Woolf: se llenó los bolsillos de piedras y se adentró en sus aguas heladas. (Pese a su muerte legendaria, y a su brillante personalidad, y a su pertenencia al mítico grupo de Bloomsbury, la Woolf siempre me ha parecido un tostón monumental: no pude acabar Las olas y La señora Dalloway casi acaba conmigo). La primera e inexcusable parada es la Minster, la catedral, el segundo templo gótico más grande del norte de Europa, después del de Colonia. Es blanca y enorme: la torre central tiene 70 m de altura y tras el altar se encuentra la Great East Window [Gran Ventana del Este], la mayor del mundo. Las estilizadas vidrieras, que ciñen casi todo el perímetro de la seo, nos regalan una claridad polícroma y cinematográfica. La grandeza de la nave convive con una multitud de detalles interesantes: en una pared admiramos una reproducción del único cuadro de York de Turner, mi pintor inglés favorito, constituido por brumas rojizas y luces desolladas. En un rincón se exhibe un cope chest [arcón para las casullas] de 800 años, encima del cual sobresale el sepulcro del obispo John Dolbes, cuya estatua funeraria no luce el porte trascendental que sería previsible, sino otro mucho más mundano, casi incitante. No es extraño, en realidad: Dolben fue un hombre apuesto y un orador elocuente, aunque sus últimos años –hasta que murió de viruela– se vieron enturbiados por la conducta disoluta de su hijo John, jugador redomado, que dilapidó su fortuna y la de su mujer en los naipes y los dados, que fue comprensiblemente desheredado por su suegro, y que acabó viviendo de la caridad de los amigos. Al otro lado del pasillo, otra estatua fúnebre, la de Matthew Hutton, arzobispo de York, se nos antoja curiosa: el personaje aparece durmiendo recostado sobre un brazo y con un libro abierto en la mano del otro. Echamos un vistazo al coro, cuyos asientos están erizados de pináculos labrados en madera clara, pero no podemos apreciarlo del todo porque una parte está en obras, como muchos otros rincones y paredes del templo. En el coro se está desarrollando una visita guiada. Sentimos la tentación de unirnos subrepticiamente al grupo, pero las explicaciones que da la guía, captadas en passant, no hinchen de entusiasmo: la guía parece ser el equivalente, en guía, a Virginia Woolf, así que la dejamos en el coro, narcotizando al público. Tampoco nos atrae otro grupo cercano, que escucha con atención algo que suena a sermón. Desde que vi el inmortal sketch de Mr. Bean escuchando un sermón en la iglesia (o intentándolo), no puedo atender a ninguna prédica hecha en una iglesia (ni, de hecho, fuera de ella) sin sentir una inmediata pesadez en los párpados. Bajamos luego a la cripta. Junto a la entrada, descubrimos una placa en homenaje a William Wilberforce, uno de los grandes luchadores por la abolición de la esclavitud en Gran Bretaña. Wilberforce, no obstante, concibió con la estrechez propia de su clase esa noble causa –predicaba la liberación de los negros, pero consentía, y hasta estimulaba, la esclavitud de los blancos en las terroríficas fábricas y los indescriptibles slums de la revolución industrial– y defendió otros ideales puritanos que eran, en realidad, retrógados, como la supresión del vicio –todas las iniciativas para la supresión del vicio de la historia me han hecho sentir siempre una gran simpatía por los vicios suprimidos–, la observancia del domingo y el envío de misioneros a la India. También combatió a los sindicatos, que eran para él una lacra social, y dio a la Iglesia (anglicana) un hijo, Samuel, que se opuso ferozmente a la teoría de la evolución de Darwin (y que, en un debate en la Universidad de Oxford con el darwinista Thomas Huxley, le preguntó si descendía del mono por parte de padre o de madre). Pero hay que entender esta pugnacidad: Wilberforce (William) obraba con la fe del converso, porque en su juventud había sido un crápula. De hecho, Thomas de Quincey lo menciona en sus Confesiones de un inglés comedor de opio: es el primero, "elocuente y benevolente", en aparecer en una lista de célebres opium-eaters, en la que también figura Samuel Taylor Coleridge. En la cripta de la catedral de York, encontramos asimismo piezas que reclaman nuestra atención, como la doomstone [piedra del Juicio Final], uno de los escasos restos de la catedral normanda original, en la que se representa a varios condenados a las calderas de Pedro Botero cargando con sacos llenos de dinero (la avaricia estaba mal, salvo que la practicaran los reyes, nobles y obispos) y a mujeres ligeras de ropa (la lujuria también estaba mal: las mujeres la promovían), rodeados por demonios, que atizan el fuego y los remeten en los peroles, y sapos, unos bichos maléficos. También nos detenemos en los York Gospels [los Evangelios de York], copiados por monjes de Canterbury a principios del siglo XI: tienen, pues, mil años de antigüedad y, pese a que los vemos en penumbra, exigida para su mejor conservación, los leemos perfectamente, como si hubieran sido caligrafiados ayer. Una plaquita adyacente nos informa de que se siguen utilizando en nuestros días, y otra, también cercana, reproduce una frase de Alcuino de York, que plasma el desiderátum de todo amante de las letras, y que yo mismo firmaría: Oh, how sweet life was when we sat quietly... midst all these books [Oh, qué dulce era la vida cuando nos sentábamos, en paz, rodeados por todos estos libros]. Alcuino vivió en el s. VIII. De ese siglo data un tercer y memorable objeto: el olifante del vikingo Ulf, hecho de colmillo de elefante (que, a juzgar por el tamaño del olifante, debía de ser enorme) y entregado por el danés, conquistador de Inglaterra, a la catedral. En la cripta, podemos observar igualmente muchos de los restos de la ciudad romana, Eboracum, fundada en el 71 d. C., y que no fue una urbe secundaria, sino una capital de primer orden: desde aquí gobernaron Adriano y Septimio Severo el imperio romano, aquí murió Constancio I y aquí fue proclamado emperador su hijo, Constantino I el Grande. Vemos columnas y restos de la muralla y la basílica latinas, y también objetos pertenecientes a la mítica legio IX (que estaba formada por soldados que habían servido en Hispania: se la conocía por hispana), que llegó a York con la fundación de la ciudad y pacificó todo el norte de Britania, lo que significa que arrasó a las hostiles tribus de la región. La IX se quedó hasta el 122 y luego desapareció. Se cree que fue enviada a combatir en otros lugares del norte europeo y que allí se disolvió a resultas de los combates, las deserciones y el deletéreo transcurso del tiempo. Pero el mito de su paso por este norte en aquellos tiempos beligerante y desolado y su repentina volatización ha perdurado hasta hoy, como el cofre de las casullas, la piedra del Juicio Final o los Evangelios de la ciudad. Cuando salimos de la catedral, son las tres de la tarde, pero ya está anocheciendo. Me resultan insufribles estos apagones precoces; cuando vivía en Londres, me fue imposible adaptarme a ellos: me despertaba de la siesta (porque nunca dejé de echar la siesta: fue mi seña de identidad más resistente) y, como un anciano, pensaba que había dormido toda la noche y que no debía de faltar mucho para que amaneciera. Comemos en un pub, The Golden Slipper [la zapatilla dorada], en el que una pareja de novios hace con una pareja de octogenarios sentados en la mesa contigua lo que todos los ingleses condescienden a hacer en el pub, y solo en el pub: hablar. Yo me atizo un chili con carne; Ángeles, más moderada, se conforma con una ensalada. A la salida, es noche cerrada y, para completar el paisaje inglés, llueve y sopla el viento, un viento helado de las highlands. Visitamos varias charity shops, que abundan en las callejuelas medievales que conforman el centro de York y que están caldeadas: yo me concentro en los libros –y me compro el De Quincey, de la Folio Society, en el que encuentro mencionado al abolicionista Wilberforce– y Ángeles husmea en la ropa y los objetos de decoración. Paseamos por the Shambles, el barrio histórico, engalanado con luces navideñas (pegadas a las paredes de las casas: más discretas, pues, y, por lo tanto, más elegantes que las dispuestas en las ciudades españolas; en Vigo, el espasmódico Abel Caballero ha llenado la ciudad de voltios, en una desaforada orgía hidroeléctrica) y recorrido hoy por muchedumbres enteras con hambre de Navidad, a juzgar por las voluminosas bolsas que acarrean (aunque el homo y, sobre todo, la mulier britannica se caracterizan por ser compradores siempre y en toda circunstancia). En uno de los mercados navideños que ya se han instalado en una plaza, nos tomamos un mulled wine, ese ponche reconstituyente de los países hiperbóreos, que nos sabe a gloria. Alguien, que debe haberse tomado varios, o muchos, está meando junto a un cubo de basura, en la misma plaza, sin temor a nada ni a nadie. Concluida la micción, se sacude la pilila, la reintegra a su madriguera y se dirige a otro stand de mulled wine. En un puesto de gorros, vemos uno cuatribarrado, que se anuncia como hatalunya. Desde la plaza nos acercamos a la Torre Clifford, una de las dos torres de defensa que los normandos erigieron a ambas orillas del Ouse: circular, amazacotada, se eleva sobre una colina artificial. Los focos que la iluminan le dan un aspecto imponente. Lentamente, nos encaminamos a la estación de tren. El convoy en el que montamos sale con un cuarto de hora de retraso: según el informante que nos habla por el altavoz (los ingleses tienen claro que siempre hay que informar de lo que ocurre y pedir disculpas si se trata de un error o una deficiencia; corregir lo que ocurre no es prioritario, pero informar y pedir perdón, sí), el retraso ha sido el del conductor que debía incorporarse a la máquina. Luego, cuando solo faltan dos minutos para llegar a Huddersfield, el dichoso informante nos informa también de que el tren no llegará a Piccadilly, en Mánchester, que es donde tenía el final y a donde queremos ir, por razones que no especifica (aunque sí pide disculpas, unas disculpas muy enérgicas, muy sentidas), sino que se quedará en Victoria, otra estación de la ciudad, y de que la mejor opción para ir más allá (por ejemplo, al aeropuerto, que es a donde parecen dirigirse unos cuantos viajeros, cargados con los trolleys y maletas de rigor) es bajar en Huddersfield y esperar otro tren que pasará pronto. Nosotros decidimos no arriesgarnos a una opción tan azarosa (y tan gélida, a estas horas) y seguir hasta Victoria, para llegar desde allí a casa en taxi o caminando. Me consuelo del irritante fracaso de los ferrocarriles británicos leyendo ferozmente a De Quincey y sus comedores de opio. Ojalá hoy, ahora, fuese uno de ellos.
jueves, 6 de diciembre de 2018
Lee Miller y el surrealismo en Gran Bretaña
Hacía mucho tiempo que no visitaba la Fundación Miró. Lo hago hoy con Anay, una amiga a la que conocí en el seminario de traducción de Farrera, para ver una exposición temporal que nos interesa mucho a los dos: Lee Miller y el surrealismo en Gran Bretaña. A mí me atrae por la artista, por el tema y por Gran Bretaña. Lee Miller, norteamericana, fue fotografiada antes que fotógrafa: durante varios años trabajó como modelo en Nueva York, y en 1927 fue portada de Vogue. Su carrera como maniquí se truncó cuando una foto suya se utilizó para anunciar compresas. El escándalo fue morrocotudo, a Miller se la consideró una pelandrusca y ella decidió cambiar de profesión, para lo que se limitó a ponerse al otro lado de la cámara. Lo hizo en París, de la mano de Man Ray, que se convirtió también en su amante. Allí comenzó una brillante carrera que la llevaría a participar en las principales actividades del movimiento surrealista, entonces en pleno apogeo, en Gran Bretaña y, más tarde, a trabajar como fotoperiodista en la Segunda Guerra Mundial. Como tal, fue una de las primeras en fotografiar el horror de los campos de concentración de Buchenwald y Dachau. También hizo fotos para revistas de moda, pero nunca pudo olvidar el espanto de la guerra, y en la exposición de hoy veremos algunas imágenes en las que aparecen señoras con pieles o trajes de gala, pero rodeadas por alambradas o máscaras de gas, algo que, en cualquier caso, obedece al principio surreal de que, cuanto más alejados estén los elementos que componen la obra, mayor será el impacto estético que produzcan. Poco antes de entrar en la Fundación, que luce, blanca y cuadriculada, como siempre, le cuento a Anay cuánto me impresionó un cuadro de Miró que recuerdo haber visto en mi primera visita al lugar. Era un mero lienzo blanco, vacío, muy grande, con un punto azul en el lado derecho. Nada más (y el punto ni siquiera era gordo). Se titulaba Paisatge [paisaje]. Al entrar en el edificio, y cuando aún estamos sumidos en las atribuladas consideraciones sobre el arte contemporáneo que una obra como aquella es capaz de suscitar, veo de nuevo el cuadro: allí está, grande, enorme y blanco, muy blanco, con aquel punto escuchimizado y azul, perdido en la inmensidad de la tela. Decidimos, no obstante, dejar a Miró para luego y, ahora que estamos frescos, concentrarnos en Miller. La exposición se compone de más de 200 piezas, pero una buena parte no pertenecen a Miller, sino a sus muchos compañeros de generación, entre los que se cuenta la plana mayor del surrealismo mundial, desde André Breton a Dalí y Picasso. Juzgo muy interesante que se exponga la fugaz presencia, a finales de los 30 del siglo pasado, del surrealismo en Gran Bretaña, un país en el que, por temperamento y tradición, los movimientos irracionalistas –pese al punk y a José Mourinho– nunca han logrado arraigar. El inglés es pragmático y juicioso, o, por lo menos, lo intenta, y la emergencia de lo subconsciente le parece superfluo y de mala educación. Por eso agrada comprobar que, durante algunos años –los de la Guerra Civil española, de hecho, otro gran momento surrealista de la historia, además de trágico–, la revolución propuesta por Tzara y Breton, entre muchos otros, tuvo alguna acogida en Albión, que se plasmó en varias exposiciones –como Surreal Objects and Poems en la London Gallery, en 1937, en la que hubo varias piezas de Lee Miller– y también en varias publicaciones, entre las que destaca el London Bulletin, la revista del surrealismo británico, que funcionó entre 1938 y 1939. El movimiento surrealista pervivió en las islas Británicas hasta después de la Segunda Guerra Mundial: su centro de operaciones fue Farley Farm House, en Sussex, donde Miller se estableció en 1949 con Roland Penrose, el artista y poeta inglés con el que viviría hasta su muerte, en 1977, víctima del un cáncer. (Curiosamente, en uno de los últimos libros que he leído, Caleidoscopio, del que he dado cuenta en este blog, su autor, el también inglés Brian Nissen, relata sus encuentros en Londres, Barcelona y Nueva York con Penrose y Miller. A esta la vio en varias ocasiones, deprimida, "posiblemente", apunta Nissen, "porque las terribles escenas que había presenciado en la guerra volvían a atormentarla". Se había dado a la bebida y, cuando cenaban juntos, a veces solo farfullaba. Tras morir, Penrose se amancebó con una antigua trapecista). Entre los artistas convocados por la figura de Lee Miller, la representación española es muy amplia: vemos La minotauromaquia, de Picasso, el violento aguafuerte algunas de cuyas figuras recuerdan a las del Guernica (y que acredita el constante interés de los surrealistas por las realidades híbridas, por las fusiones inverosímiles; Yves Tanguy también aporta Le Minotaure); los esbozos de Salvador Dalí para ilustrar los Cantos de Maldoror y su famoso Teléfono afrodisíaco, cuyo auricular es una langosta (a su lado han puesto la Onanistic Typewriter I [máquina de escribir onanista], de Conroy Maddox, de 1940, aún más estupefaciente: las teclas se han sustituido por pinchos y en el rodillo solo hay un papel negro con un trazo rojo); y muchas piezas de Miró, que fue uno de los españoles más vinculados con el surrealismo que se desarrollaba en Gran Bretaña. También literariamente brillan los autores hispanos: en el número correspondiente a noviembre de 1936 de Contemporary Poetry and Prose se publican poemas de Alberti y el recién asesinado Lorca; y en This Quarter, de septiembre de 1937, textos de Buñuel y Dalí, ambos escritores sobresalientes, sobre todo el segundo, junto con piezas de Tzara, Breton y Éluard. Celebro asimismo encontrar un óleo de Maruja Mallo, la gran pintora del 27, aunque de título disuasorio, Grajo y excrementos. De los demás grandes del surrealismo internacional, admiramos los volúmenes esencializados de Henry Moore, con los que nos encontramos en varias salas; Il filosofo, de De Chirico, en el que se puede leer sum sed quid sum, soy, pero ¿quién soy?, una pregunta que muchos no dejamos de hacernos; La joie de vivre, de Max Ernst, de tan irónico título: la alegría de vivir consiste en un paisaje herbáceo habitado por mantis y monstruos; y Pastoral, de Leonora Carrington, en el que un erizo le ofrece una oca muerta (aunque también podría ser una gallina) a unos que están de pícnic, ante la atenta mirada de un antílope y de un ángel volador que más bien parece un dragón. Las fotografías de Lee Miller se disponen como el ojo del huracán: en el centro de la muestra; a su alrededor pivota lo demás. Son imágenes en blanco y negro, sobrias, melancólicas, geométricas, contradictorias. En una, célebre, aparecen Max Ernst y Leonora Carrington, con las manos de aquel cubriendo los pechos de esta; Leonora parece complacida. Se tomó en 1937, en Cornualles, en una de las dicharacheras reuniones que organizaba el grupo surrealista británico. En otra, el protagonista es Henry Moore, retratado en una de las estaciones de metro de Londres que servían de refugio contra los bombardeos del Blitz, en 1940. A su alrededor, la gente descansa en las escaleras o duerme en el andén. Esta solo es una de las muchas terriblemente inspiradas por la experiencia de Miller en la Segunda Guerra Mundial. En una, ella misma aparece bañándose en una bañera, con una fotografía de Hitler junto al champú y el patito. En otra, Penrose la retrata desnuda tumbada en la hierba, solo cubierta por una red de camuflaje. Y no son extrañas estas combinaciones: surreales y críticas, pero, además, es que Lee Miller era muy guapa. (Cuando a Penrose le preguntaron cómo se había atrevido a fotografiar a su mujer desnuda, el artista contestó que, si aquella malla era capaz de ocultar los encantos de Lee, era capaz de ocultar cualquier cosa; por eso fue en la guerra profesor de camuflaje y autor de uno de los mejores tratados de la materia: Manual de camuflaje de la Home Guard). Pero la muestra no se limita a la fotografía de Miller: también hay cuadros y hasta esculturas, como The Kiss [el beso], una estilizada mano femenina cuya muñeca adorna una pulsera que es una dentadura postiza. Cuando salimos de la Fundación, no dejamos de echar un último vistazo a Paisatge: allí sigue el punto, tan extraviado, tan desamparado como siempre. Surrealismo de Miller, de Miró, hasta el final.
sábado, 1 de diciembre de 2018
Tres libros misceláneos: Melero, Berga, Nissen
El lector incorregible, del bibliófilo (o más bien bibliópata) y escritor José Luis Melero (Zaragoza, 1956), reúne 120 artículos publicados semanalmente en Heraldo de Aragón entre 2015 y 2018. Lo he calificado de "misceláneo" por tratarse de un compendio de trabajos dispersos, que se asoman, en efecto, a muchos temas. Casi todos, no obstante, aparecen hilvanados por una sola razón, que convierte al volumen en un libro unitario: la pasión por los libros y, a través de ellos, el amor por la literatura. El lector incorregible es una obra gozosa: las crónicas o microensayos de Melero son siempre benévolas –incluso cuando, raramente, critica– y bienhumoradas. Sonríen, como parece sonreír su autor mientras las escribe. Él mismo reivindica, en "La risa es plebeya", la literatura que hace reír, esa prima pobre y a menudo despreciada de la literatura. (Aunque, en algún aspecto, se equivoca: "¿Alguien vio alguna vez a Cioran reírse a carcajadas? ¿Nos lo habríamos tomado tan en serio?", pregunta. Pues sí: seguramente alguien –quizá Fernando Savater, discípulo y admirador suyo– lo viera carcajearse en alguna ocasión, pero, aunque no fuese así, su obra seguiría llena de la paradójica vitalidad que la caracteriza, pese a, o quizás a causa de, su nihilismo). Melero relata en este haz de artículos, como ya ha hecho en sus entregas anteriores –que le han ganado una sólida reputación como escritor que habla de escritores, como amante de los libros que habla de libros–, sus inacabables peripecias como explorador de las librerías de viejo y las ineludibles consecuencias de su afición: el amontonamiento imposible del papel y los rejonazos inmisericordes a manos de los librovejeros. En algún caso, anticipa un efecto aún más doloroso: el de su mujer persiguiéndolo por la calle con el rodillo de amasar por haber metido en casa más libros; o confiesa que ha estado dando vueltas por Zaragoza en un taxi, cargado con dos bolsas de libros, a la espera de que su costilla saliera de casa y no lo viese entrar con el alijo. Uno de los grandes méritos de El lector incorregible, y de toda la obra de Melero, es la recuperación de autores menores u olvidados, no pocos de ellos aragoneses o vinculados a Aragón, la tierra en la que ha nacido y vive, y por la que siente una abundosa pasión (demasiado abundosa, a veces: los detalles de la vida cultural maña, o de su floklore, tradiciones y prohombres, no despiertan, al menos en mí, el mismo interés que sus demás exploraciones; tampoco se comprende, si no es por mor de ese aragonesismo militante, su entusiasmo por el Zaragoza, hoy en segunda división: Melero confiesa que no le gusta el fútbol, pero que quiere que a) el Barcelona pierda; y b) el Zaragoza gane). En esta entrega habla de Fernando Ferreró, María Pilar Sinués, Tomás Seral y Casas, Julio Antonio Gómez, "el gordo Gómez", José María Matheu, Manuel Bescós Almudévar, Diego San José, Antonio Cano y Alfredo Castellón, entre otros, aunque no deja de lado a los grandes de la literatura: Joyce, Lorca (muy clarificadores son sus artículos sobre la génesis y aparición de los Sonetos del amor oscuro y la suerte del manuscrito original de Poeta en Nueva York), Cervantes, Baroja, José Luis Hidalgo, Karen Blixen, Proust, Sender (que nació en Chalamera, el pueblo de mi madre), Virginia Woolf y Miguel Torga. Pero con quien tanto opina, es inevitable estar en desacuerdo: le honra la defensa que hace de Juan Manuel Bonet, bibliófilo como él, con ocasión de su cese como director del Instituto Cervantes (sustituido por "su muy ideologizado sucesor, viejo y activo militante del Partido Comunista de España", como si eso fuera una lacra), pero esa defensa desatiende la realidad de que Bonet ha sido un desastroso director del Instituto Cervantes (como me dijo el director de una sede africana, se pasó el año y medio de mandato dando conferencias). Tampoco resulta simpática la actitud de Melero para con los poetas de vanguardia, aunque sea lógica, porque es un conservador estético. Así enjuicia Hélices, el poemario de Guillermo de Torre, uno de los mejores del creacionismo, cuya primera edición, con espléndidas ilustraciones, cuenta haber comprado en el rastro: "Lo mejor, el atrezo". Y de Vicente Aleixandre transcribe unas hermosas palabras dedicadas al gran y malogrado José Luis Hidalgo ("tenía el rostro 'cenceño, ardido, consunto'") y las califica así: "Cosas de poetas. De esos que no quieren que los entiendas". Quien a estas alturas todavía piensa que los poetas no quieren que los entiendan –y juzga la poesía en función de su inteligibilidad ordinaria–, es que no ha entendido nada. De poesía, al menos.
Un aire anglès, de Miquel Berga (Salt, Gerona, 1952), que ya he citado en un par de entradas de este blog, reúne también una selección de artículos, publicados dominicalmente en El Punt Avui, aunque no sepamos qué lapso temporal abarcan. El libro se estructura como un diccionario, por orden alfabético (aunque es un orden vago: no todas las letras tienen entradas), y hace honor a su título: tanto la prosa como el tono y los temas de los artículos revelan una diligente absorción de los modelos culturales británicos, que se rigen, como dice el propio Berga, por tres conceptos característicos: el juego limpio, la ironía, que es casi congénita en los hijos de Albión, y la atenuación o comedimiento (el muy difícil de traducir understatement, pero que todos los que hemos conocido con alguna profundidad la cultura inglesa reconocemos al instante. Berga lo ilustra con la anécdota de dos alpinistas ingleses que coronan un ochomil. Ante el majestuoso panorama que se les ofrece, uno dice: "No es feo del todo", y el otro responde: "Puede que no, pero no vayas ahora a hablar tú como un poeta enamorado"). Los trabajos de Un aire anglès están escritos, pues, con agilidad y pulcritud, con wit y esprit. No gritan, no sermonean (aunque se hayan publicado en domingo), no cultivan el mal humor (como hacen otros columnistas semanales), sino la delicadeza y la reflexión inteligente. Al contrario, su humor es casi siempre bueno, incluso cuando toca –aunque nunca de pleno– esas cosas del procés que tan malo se lo ponen a los independentistas, o bien que los excitan hasta la grandilocuencia. Y hablan de todo, siempre con ese sosiego burlón: desde el apóstrofo –el humildísimo signo de puntuación– hasta George Orwell, en el que Berga es especialista, pasando por la pistola de Chejov o morirse. También, claro está, de los escritores y prohombres ingleses (e irlandeses) más destacados: Churchill, Joyce, Virginia Woolf, Julian Barnes, H. G. Wells, Chesterton, Bernard Shaw, Bertrand Russell, Dickens, Wilde, entre otros. Las piezas más divertidas son las que tienen que ver con las cosas más sencillas, como los paraguas o las camas. De los primeros cuenta que en la city de Londres un verdadero caballero no abre nunca el paraguas. Lo lleva siempre, pero no lo abre nunca. Y que, dada la frecuencia con que se roban en Inglaterra, se explicaba aquel grafiti famoso escrito en el despacho de un master de Eton: "No juzgues nunca a un hombre por su paraguas: es probable que no sea suyo". En el artículo dedicado al noble arte de insultar, recuerda algunos, inmortales, entre políticos británicos: Benjamin Disraeli, primer ministro de la reina Victoria, le dijo a un diputado rival: "Señor, Ud. morirá en el patíbulo o víctima de alguna enfermedad indescriptible"; a lo que el diputado, flemático como una estatua, respondió: "Primer ministro, eso dependerá de si abrazo su política o si me meto en la cama con su amante". Y Churchill, quizá el mejor insultador de la historia, le espetó a otro parlamentario: "Tiene Ud., señor, todas las virtudes que me desagradan y ninguno de los vicios que admiro". (Berga no recuerda otro, más explosivo, del mismo Churchill: una parlamentaria le dijo: "Sr. Churchill, si yo fuera su mujer, le pondría veneno en el té"; Churchill replicó: "Señora, si yo fuera su marido, me lo tomaría"). Nuestros políticos dirimen estas cosas a escupitajos.
El último libro, Caleidoscopio, del pintor y escultor Brian Nissen (Londres, 1939), con prólogo de Juan Villoro, me costó encontrarlo. Supe de él por una elogiosa reseña en El País: yo debo de ser de los pocos que aún atienden a la crítica de los suplementos literarios de los periódicos (o siquiera la leen). Sin embargo, en mis librerías habituales no estaba, ni se lo esperaba: había sido publicado por Lumen, pero en México, y no habían llegado ejemplares a España, salvo unos pocos para alguna presentación que se había organizado en Barcelona, dado que la mujer del autor es barcelonesa y ambos suelen pasar tiempo en la ciudad. Una librera perspicaz me sugirió que probara en Altaïr, la librería de viajes: allí parecía haber quedado uno de los escasos náufragos. Y allí, en efecto, lo encontré: Altaïr es maravillosa. Pero el incidente demuestra la fragilidad de los vínculos culturales y las dificultades de distribución en España de la literatura que se autobiografía, pero no está articulada linealmente, sino como un recopilación de momentos, aunque agrupados por temas: el primer bloque, "Lugares", por ejemplo, recoge anécdotas y experiencias de la vida de Nissen en Londres, Gales, Escocia, París, Venecia, México y la Honduras Británica, con dos subbloques dedicados a Barcelona (y uno de sus apartados, nada menos que al Negro de Bañolas) y Nueva York. Y así funcionan todos: en "Gente", Nissen nos habla de Rufino Tamayo, Nicanor Parra, Luis Buñuel, Leonora Carrington, Octavio Paz y Robert Mann, entre muchos otros; en "Mirar y ver", una de las secciones específicamente dedicadas al arte, sabemos de Sherlock Holmes, Harry Houdini y el ajolote; y en "Arte a bordo", del mural de Osaka, la Virgen de Acapulco y las secuelas de Frankenstein. Caleidoscopio no es, estilísticamente, ninguna maravilla (y comete algún error de fondo, como calificar Aragón de "provincia española", algo que seguramente disguste a José Luis Melero, o mencionar al "ministro de Cultura de Cataluña", lo que agradará, por su parte, a los independentistas catalanes), pero hay que valorar el hecho de haber sido escrito, en un español prácticamente nativo, por alguien cuya lengua materna es el inglés. Pese a sus muchos años de residencia en Ciudad de México (desde 1963 hasta 1979, en que se instaló en Nueva York), Nissen no ha perdido las formas de su educación británica: su forma de narrar es contenida y humorística, pero sin pretender ser graciosa. Su vida cosmopolita le ha permitido conocer a mucha gente y experimentar muchas situaciones, algunas solemnes, otras bufas. Y Caleidoscopio, "bitácora de la comedia humana", como dice Villoro en el prólogo, nos las cuenta. En Veracruz ha de renovar su visado de entrada en México y coincide en la oficina de pasaportes con una chica inglesa. Tienen que indicar sus rasgos físicos. Tras especificarlos todos, mal que bien, la chica encuentra la pregunta: "¿Sexo?". Y contesta: "Castaño claro". Muchas de sus anécdotas tienen que ver con el cotidiano surrealismo mexicano. En una ocasión, una agencia de viajes le vende unos billetes de avión desde el aeropuerto de Guanajuato, con la hora de salida y los asientos numerados en el billete, hasta el del Distrito Federal. Pero Guanajuato no tiene aeropuerto ni, por lo tanto, aviones y han de volver a la capital en autobús. Las reflexiones sobre arte de Nissen tienen también mucho interés, aunque de otro orden. Se acompañan de un apéndice central con fotos de algunas de sus espléndidas piezas. Y abarcan también el mundo de la magia: Nissen ha visitado en muchas ocasiones El Rey de la Magia, el clásico establecimiento de magia de la calle Princesa de Barcelona, del que también era asiduo Joan Brossa, aunque alguna vez se ha llevado algún artículo cuyo efecto le había fascinado, pero que no sabía cómo funcionaba. El artista Nissen cree en la fantasía, la experimentación y la renovación permanente. Y lo afirma así: "Las ideas nuevas y la innovación acorde con la sensibilidad en curso fomentan la vitalidad cultural, mientras que el poder del hábito nos ata a costumbres rígidas que al congelarse producen una tradición de prácticas atrofiadas. La rutina y el convencionalismo impiden la renovación. La capacidad de ver el mundo desde ópticas múltiples resulta esencial para una cultura vigorosa, ya que la exime de la fatiga de lidiar con formas enquistadas que se han vuelto práctica común. La visión y la imaginación permiten revitalizar la experiencia estética y apuntar hacia nuevos horizontes. La comparación y la perspectiva generan mayores grados de percepción, del mismo modo que conocer otro idioma nos permite profundizar en el entendimiento de nuestra lengua materna". En esto último coincide con Goethe, que sostenía, más radicalmente: "Quien no conoce otros idiomas, nada sabe del suyo".
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