jueves, 28 de julio de 2016

¿La poesía ha de ser verdad?

Contra Visconti, el quinto poemario de J. Jorge Sánchez (Barcelona, 1964), recientemente publicado por Baile del Sol, ofrece la paradoja de ser poesía que descree de la poesía, más aún, que la denigra y pretende refutarla. Esta poesía antipoética proviene de una actitud crítica –el poeta es profesor de Filosofía– que se nutre del pensamiento marxista, y cuya raíz y destinatario es una realidad pródiga en injusticias y calamidades. La introducción de Paul Cahill acota muy pronto la pretensión de J. Jorge Sánchez: “Se trata de una poesía esencialmente filosófica (…) [que] se centra en articular y presentar la verdad”. Y más adelante precisa: “Reconocer y presentar la verdad requiere una conexión con el tiempo que habita el artista, en vez de ser ‘dos desquiciados, / dos descoyuntados de / sus propios tiempos’, como lo fueron Ludwig von Bayern y Luchino Visconti”. La verdad, en efecto, es el asunto central de Contra Visconti: una verdad que, para J. Jorge Sánchez, se encuentra fuera, en “el tiempo que habita el artista”, en un mundo plagado de iniquidades; una verdad que se despinta y desaparece cuando se enreda en el artificio poético, cuando atiende a la metáfora antes que al sufrimiento, cuando es solo palabra y no realidad. El poema que da título al libro, una singular composición dividida en tres partes y una nota final, e integrada solo por haikus, constituye el ejemplo perfecto de esta aproximación exógena a la poesía. “Contra Visconti” contrapone el lujo suntuario del palacio de Herrenchiemsee y el aristocrático esteticismo de la película de Luchino Visconti, Ludwig, que refiere la vida del rey loco que lo hizo construir, Luis II de Baviera, a la realidad salvaje de su construcción. El poeta enumera los 55 candelabros con más de 5 000 velas –uno de ellos, hecho de noventa y seis piezas únicas–, un candelero de 500 kilos en el estudio del monarca, una bañera de mármol de 60 000 litros, un escritorio de un millón de euros, una mesa que emergía del suelo ya preparada, una sala de espejos de noventa y ocho metros de largo, porcelanas de Meissen, palisandro de Brasil y cristal de Bohemia, y, acabada la retahíla, dice: “Pero faltan las / tumbas de las decenas / de obreros muertos. // No se sabe ni / el número exacto / de accidentados. // Lo construyeron / durante siete años / a un ritmo febril. // (…) No hay sala que / los recuerde. Tampoco / la película”. Este es el quid de Contra Visconti: la impugnación de la belleza que no retrate –o de algún modo refleje– la terrible realidad de la historia. El arte ha de ser instrumento de la verdad y reivindicación de la justicia. No cabe brillantez que desconozca la aspereza del mundo. “Yo quiero algo propio, auténtico, sincero”, escribe J. Jorge Sánchez en “Brett Favre se retira”. Y esa autenticidad se identifica con la verdad: “Sé que no podré escribir un poema auténtico sobre Brett, mi hijo y yo, / porque no sería un verdadero tributo al ídolo”, escribe un poco más adelante. Toda truculencia es reprobable, como expone en “La arenga de Aragorn”: la emoción que despierta el discurso del personaje de El señor de los anillos es solo fruto de una operación fraudulenta, aunque eficaz, que nos evita reparar en el hecho de que “la edad del Hombre tal vez esté presta para su consumación, / aunque no aúllen los lobos y los escudos no hayan sido todavía quebrados. // Pronto lo será”.

Las opciones formales por las que se decanta J. Jorge Sánchez son coherentes con su visión estética. El hecho de que, en la primera parte del libro, que ostenta el elocuente título de “Imposturas”, subvierta la naturaleza instantánea del haiku, su condición de fogonazo revelador, y lo vuelva mero eslabón de un relato, construido con informaciones y juicios, denota su voluntad de impugnar las convenciones expresivas y someterlas a las necesidades de la narración. La suya es una poética de la vulneración, pero no para indagar en los estratos últimos del lenguaje, como ha querido la vanguardia histórica y sigue queriendo la neovanguardia, sino para despojarlo de cualquier embellecimiento, de cualquier falacia o camuflaje retórico, por resplandeciente que sea: J. Jorge Sánchez quiere romper las expectativas del discurso para arrastrar al lector a una inmersión diferente en el texto; una inmersión que lo enfrente a la realidad desnuda, y a menudo doliente, de los hechos. Por eso mantiene también en todo el poemario un tono deliberadamente prosaico y coloquial, sin concesiones a la imaginería ni al fasto verbal, salvo ocasionales retruécanos o juegos de palabras, que no hacen, en realidad, sino ironizar sobre la perversa flexibilidad del lenguaje, que permite omitir las crueldades del qué mediante los esplendores del cómo. Los temas elegidos como cauce para alcanzar su propósito tampoco tienen nada que ver con los grandes asuntos de la poesía: J. Jorge Sánchez prefiere las provocativas superficialidades de la cultura popular contemporánea, desde los deportes (el fútbol americano, que le sirve para reflexionar, una vez más, sobre la poesía; el baloncesto) hasta los medios de comunicación (la televisión, el cine, Facebook), pasando por la publicidad y el cómic. La iconoclasia de Contra Visconti acaba en un alegato contra la poesía, como revela “Diminuta intifada en un fragmento de The Dyer’s Hand de W. H. Auden”, un título muy largo para un poema muy breve: “La poesía podría ser, también, una forma de magia cuya finalidad última fuera ilusionar e intoxicar sirviéndose, a menudo, de la mentira”, y como desarrolla, esta vez discursivamente, “Las armas cargadas siempre son peligrosas, sean un kaláshnikov o un poema, estén cargadas de balas o de futuro”, en el que J. Jorge Sánchez lanza una diatriba contra la poeta nicaragüense Gioconda Belli y su poema “Los portadores de sueños”, por dar alas poéticas a las catastróficas utopías contemporáneas y sus crímenes asociados. J. Jorge Sánchez no olvida recordarnos que Mao, el mayor asesino de la historia, y Radovan Karadzic, un genocida menor, pero más cercano, más familiar, escribieron poesía; y que en El señor de los anillos, esa obra capital de la mitología contemporánea, laten las resonancias nazis del Sein und Zeit heideggeriano. 

La propuesta de J. Jorge Sánchez es incitante y persuasiva, y, además de en los poemas de Contra Visconti, se expone, muy razonadamente, en “El velo de Maya y el ocaso de la poesía”, el epílogo que ha sumado al volumen. Hablaría bien de la cultura española actual que Contra Visconti despertara el debate sobre las ideas de J. Jorge Sánchez, que no solo atañen a su visión del arte, sino también a su estatuto ontológico, su función comunitaria y su vigencia social, aunque, conociendo la cultura española como la conocemos, mucho me sorprendería que suscitara alguna reacción. Por mi parte, convengo en que el arte ha de ser verdad, pero discrepo de que esa verdad tenga que ser exterior. Puede serlo: en nada perjudica al poema que hable del lujo o los obreros muertos en la construcción del palacio de Luis II, pero tampoco le beneficia en nada necesariamente. De qué hable el poema es irrelevante: lo importante es que sea un poema. La única verdad a la que ha de atender el poema es a la suya propia: a su realidad estética, a la emoción que sea capaz de conferirnos por medio de su palabra, al engrandecimiento sensible e intelectual que promueva: a su verdad interior. Si esa verdad nos vuelve más conscientes del sufrimiento del ser humano, o de la injusticias del capitalismo –muchas y muy feroces–, o de las intolerables desigualdades que aquejan a la sociedad, asimismo innumerables, bien está. Pero su propósito no se encuentra más allá de sí misma, como el de La Gioconda no era el de informar sobre el estatus de la burguesía florentina del s. XV, ni el de En busca del tiempo perdido, describir las clases sociales de Francia a principios del s. XX, aunque lo haga, y más eficazmente, por cierto, que cualquier tratado sociológico. J. Jorge Sánchez ha escrito en Contra Visconti espléndidos poemas, aunque descrea de la poesía. Lo son porque existen como poemas, con independencia de sus inquietudes políticas o filosóficas. Esa es la única verdad a la que atenernos.

(Publicado en Turia, nº 119, junio-octubre 2016)

lunes, 25 de julio de 2016

Trazado del natural

De Agustín Calvo Galán puede decirse algo que no cabe predicar de muchos otros poetas españoles actuales: que cada libro suyo es mejor que el anterior. En todos se produce un progreso, una decantación, un afinamiento, por sutil que sea, de los mecanismos expresivos, los recursos estructurales, el calado del proyecto y, sobre todo, la autenticidad de la voz. Lo normal en el recorrido de un poeta —y lo sé, ay, por experiencia propia— es que haya desfallecimientos o llanuras entre libros más cuajados, aunque, en el caso de algunos que yo me sé, a partir de un logro determinado ya solo hay una hondonada inacabable, en la que incluso se empeñan en escarbar. Trazado del natural es el cuarto poemario de Agustín Calvo Galán, un, por otra parte, sobresaliente poeta visual. Para quien conozca el entorno en el que vive, este libro no puede sorprender, es más, lo sorprendente es que no lo haya escrito antes. El polo que lo centra es el paisaje, un paisaje mediterráneo, áspero pero también benigno, en el que abundan los pinos, los olivos y los árboles frutales, y una luz metálica lo baña todo de transparencias carnales. Pero centrarse en el paisaje no quiere decir ser paisajístico. Agustín Calvo Galán no traza estampas de interés, si acaso, turístico, sino que, como el poeta inquisitivo que es, utiliza ese paisaje exterior para proyectar sus paisajes interiores. Trazado del natural supone un esforzado diálogo entre el afuera y el adentro, no exento de conflictos e incertidumbres. La palabra, como emanación sustancial del yo, atrapa lo descrito y se acopla a ello, como una mano que lo envolviese; o mejor: lo crea. Los versos del libro ciñen y a la vez cincelan el paisaje: uno percibe la voluntad del poeta de que las palabras que dicen el paisaje también sean el paisaje: que lo construyan, que alumbren lo que ya existe, pero aún no se ha transformado en la realidad propia y distinta que supone enunciarlo. En esa voluntad de factura, de hacimiento, se observa también el ansia por crearse: el yo se delimita con lo que percibe y con lo que hace suyo diciéndolo. Por esta confluencia, que es a la vez un resquicio, se cuela el recuerdo del yo que se ha sido —los poemas "Veo a mi madre..." y "Vivo en el campo..." son conmovedores evocaciones de un niñez humilde— y también uno de los elementos constitutivos de la personalidad, objeto asimismo de reflexión en Trazado del natural: la escritura y su sentido; la literatura y su razón de ser. La relación de Agustín Calvo Galán y la palabra poética es polémica, y lo es desde su origen: "Soy un perdedor y (...) por eso escribo", dice uno de los versos más inquietantes del conjunto (un autodesprecio que se prolonga en uno de los últimos poemas: "Soy presa del miedo (...) daría mi posibilidad de vivir a cambio de levantarme del sueño para escupirles desde mi terror desarmado, para rugirles desde mi piel de gallina"; no obstante, hay que ser muy valiente para reconocer que se tiene miedo). Si esa relación es tan conflictiva, es porque es dolorosamente estrecha: el yo y la palabra aparecen unidos en Trazado del natural, hasta el punto de que acabar con uno es acabar con la otra, como se dice en "Paisaje II". Pero la palabra también ofrece la posibilidad de vivir más, de ser más, uno de los deseos primordiales de todos los que llevamos cobijándonos en ella desde Homero. Agustín Calvo Galán proclama en este poemario la necesidad de despojarse de los trabajos del yo, de las tribulaciones de la identidad, tan fatigosos siempre, y refugiarse en la realidad límpida, musical, transparente, de los mundos dichos, aunque esos mundos conduzcan, a su vez, por imitación, al fardo asfixiante del decir, a la pesantez metafísica del escribir para ser. El yo de Trazado del natural que se derrama en el paisaje, y que lo construye, es un yo angustiado por graves preocupaciones existenciales, pero también celebratorio: los viajes y la cultura son sus lenitivos fundamentales. Ambos son otras formas de edificar paisajes, cosmopolitas y urbanos, que se vierten en las páginas en formatos diversos, acordes con la permanente inquietud expresiva de Agustín Calvo Galán: hay discretos juegos tipográficos, estampas breves seguidas o precedidas por textos dilatados, como "El camino termina aquí", un largo relato lírico, y poemas en prosa enmarcados por sendos poemas versales, que abren y cierran el poemario. Transcribo, a continuación, "No entro en la imagen", uno de los mejores, que Agustín Calvo Galán me ha hecho el honor de encabezar con una cita de El desierto verde: "El paisaje es una lenta masticación de piedra":


No entro en la imagen, entro en la realidad. No entro en la imagen que veo, entro en lo que tengo delante respirándolo al avanzar, al dar un paso y abrazar, al dar una bocanada: aprehendiendo lo que tengo frente a mí, para que lo que tengo frente a mí entre en mí y se convierta en mí, en yo mismo, en el material que me materializa, en la corporeidad que me incorpora y me crece, en la encarnación de mi cuerpo germinado, sangre de mis ojos, raíces, espasmos y piel, piel que ya no es piel: no delimita solo lo que contiene -me contuvo en algún momento, eso es seguro-, pero ahora ya no lo consigue, sino que es una frontera por la que entra y sale el aire, una frontera que no asfixia ni atenaza, un cedazo por el que la realidad se cuela, acuosa, humeante, y es en mí y soy yo un cartílago poroso, una argamasa que, sin cuajar -aún en su lenta cocción-, se abre: una celosía arrellanada por la primera luz del día,

una granada en dos mitades.

jueves, 21 de julio de 2016

La Guerra Civil (española)

A mis hijos la Guerra Civil les suena a chino. Y como la cultura digital, el vegetarianismo o la detestación de los toros, es generacional: a sus amigos y coetáneos también les suena tan incomprensible como el imperio austrohúngaro. Solo veinticinco años, los que separan a su generación de la mía, han obrado el prodigio de borrar de la mente de una parte significativa de la población algo tan decisivo en la historia contemporánea del país como un sanguinario conflicto fratricida y sus espantosas consecuencias políticas y sociales. Yo, aunque nacido varias décadas después de la guerra, viví muy intensamente su realidad y su presencia. Porque, en efecto, la guerra estaba todavía presente, como un hecho vivo y doloroso (o gozoso: eso iba por barrios), en la existencia cotidiana de muchas familias españolas. Mi abuela materna había perdido a un hermano y a su marido en la guerra: el primero había desaparecido en una escaramuza en el frente de Aragón (un compañero lo vio saltar a una hoya en un choque con los nacionales, y no se volvió a saber de él; su cadáver tampoco fue encontrado), y el segundo, un líder anarquista del Bajo Cinca, había tenido que huir a Francia, al final de la contienda, para que no dieran matarile. A mi abuela, sola y con dos hijas pequeñas, las nuevas autoridades franquistas del pueblo le negaron el auxilio social por ser la mujer de un rojo, y, como allí era imposible subsistir, las tres anduvieron deambulando dos años por entre Aragón y Cataluña en busca de sustento y amparo, hasta que mi abuela decidió emigrar a Barcelona, donde decían que había trabajo y algunos familiares ya malvivían. Por la parte de mi padre, casi toda su familia hubo de huir del Valle de Arán, de donde eran naturales, por su militancia comunista. Los pocos que se quedaron vieron cómo los alcaldes de Franco los despojaban de sus escasas propiedades y medios de vida (lo que, dicho sea de paso, me privó a mí de ser millonario: las propiedades que les arrebataron, cerca de la carísima Baqueira Beret, valen hoy una fortuna), y entre los refugiados en Francia se contaron dos bajas, ya en la posguerra, cuando ambos colaboraban o luchaban con el maquis: a un tío abuelo lo mataron en una emboscada, y a otro (que, por cierto, estuvo a punto de liquidar al general Moscardó, pero este se olió el belén y se desvió inopinadamente de la ruta en la que lo esperaban los guerrilleros) le volaron, en un enfrentamiento, dos dedos de la mano derecha y, con proyectiles expansivos, prohibidos por la convención de Ginebra esos que, al impactar en la carne, se deforman como un hongo para causar el mayor destrozo posible, le dejaron un reguero de metralla en una pierna (que él me enseñaba en las radiografías como un multitudinario archipiélago de islotes blancos en el oscuro océano de los músculos), lo que le hizo pasar un año en un hospital de Toulouse y lo dejó cojo para siempre. Curiosamente, este mutilado de guerra, aunque nunca recibiera ese reconocimiento, había salvado, siendo adolescente y ateo, el Cristo románico de la iglesia de Salardú, del s. XII, de la quema a la que lo había condenado una partida de incontrolados: lo escondió debajo de la cama de sus padres. Y, aunque vivió hasta su muerte en Francia, nunca quiso renunciar a la nacionalidad española ni adquirir la francesa. Mi padre, en fin, no olvidaba que su padrastro, un guardia civil que se había mantenido fiel a la República, había pasado por ello dos años en la cárcel, dejando sin amparo, otra vez, a una esposa con tres hijos pequeños; que un hermano había muerto de tuberculosis en la primera posguerra por falta de comida y cuidados médicos; y que él mismo había tenido que dejar la escuela (en la que era uno de los mejores alumnos, precisaba) y ponerse a robar fruta en los huertos de Montjuïc y a trabajar en los peores oficios, siendo aún niño, para que la familia pudiera sobrevivir. Quizá por eso gritaba "¡Viva la República!" en las comidas navideñas y otros acontecimientos jolgoriosos, cuando quería ponerse provocador y pasar por opositor al régimen, cosa que, en realidad, nunca fue: bastante tenía con sacar adelante a la familia. Cuento todo esto, no diré que sin emoción, pero sí con una emoción tamizada por el paso del tiempo y una reflexión distanciadora. No hago bandera ni campaña de esa historia personal, y soy consciente de que, entre muchas familias del otro bando, también pueden referirse historias trágicas, de persecuciones, sufrimiento y muerte. Es, simplemente, mi historia. No obstante, no deja de suponer una toma de partido: ni soy equidistante ni creo que quepa en esto la equidistancia. La Guerra Civil fue un drama sin paliativos para todos, pero no sin culpables, y esos culpables fueron quienes promovieron un golpe de estado contra un gobierno legalmente constituido, que además estaba llevando a cabo, aunque con muchos errores, un programa modernizador del país como no se había conocido desde Carlos III. Esta evidencia, sin embargo, adquiere cada vez un tinte más aséptico, menos visceral, aunque las emociones sigan aflorando a veces, en un sentido u otro. Cuando Juan Carlos Monedero cantó "Puente de los franceses" en la celebración en Madrid de los resultados de Podemos en las elecciones de diciembre de 2015, yo pensé que estaba completamente fuera de lugar la reivindicación beligerante de aquel conflicto tan atroz en la vida política de la España de hoy, por más que uno se sienta continuador o heredero del espíritu democrático de la República. Del mismo modo, pero por el otro lado, me indigna que se discuta, y hasta se denigre, como ha hecho algún desalmado, la necesidad de localizar y recuperar los restos de los represaliados que todavía hoy, casi ochenta años después del conflicto, siguen en cunetas y fosas comunes, para hacer algo tan digno y humano como darles una sepultura decente. Hemos avanzado mucho todos desde aquel desgarro, y debemos felicitarnos por ello. Hemos mejorado, por ejemplo, en conocimiento: en el desvelamiento de las falsedades o brumas interesadas que propaló el franquismo. Estamos, pues, en condiciones, si no de asegurar, sí de sostener razonablemente que la represión de los sublevados (100.000 personas) dobló durante la guerra a la llevada a cabo en la zona republicana (50.000), y que a la represión bélica de aquellos hay que sumar la que practicaron en la posguerra, en la que se calcula que otras 50.000 personas fueron asesinadas. Sin olvidar, claro está, a los cientos de miles de desaparecidos, depurados y encarcelados por la dictadura, y al medio millón de compatriotas que tuvieron que exiliarse de España para no serlo, ni el hecho de que toda esta represión obedeció a un plan sistemático, y aplicado con rigor militar, hasta los estertores del franquismo, con los consejos de guerra y las ejecuciones de varios militantes del FRAP y otros opositores en 1975. La represión republicana, en cambio, se produjo sobre todo en los primeros meses de guerra, y la llevaron a cabo, no las autoridades de la República, sino grupos políticos, sindicatos y movimientos populares de cariz revolucionario, que se aprovecharon del descontrol causado por la sublevación y el inicio del conflicto, y a los que aquellas no supieron poner coto. Esto no supone disculparla, sino solo explicarla, aunque es indiscutible que, sin el golpe, no se habrían desatado las purgas, los paseos y las checas que asolaron la España republicana. Otro dato que forma también parte de la historia: a pesar de la denuncia constante del franquismo del apoyo soviético ("las hordas rojas") y otros agentes del comunismo internacional (las Brigadas Internacionales) a la República, lo cierto es que la ayuda que Franco recibió de la Alemania nazi y la Italia fascista fue mucho más importante, estratégica y materialmente, para la victoria final. Y al dictador corresponde la responsabilidad de haber permitido, o propiciado, algunas de las peores actuaciones de sus monstruosos aliados contra la población civil antecedentes del martilleo encarnizado de las ciudades británicas, rusas y alemanas en la Segunda Guerra Mundial, como los bombardeos de Guernica y Barcelona (mi padre me contaba que, cuando sonaban las sirenas que alertaban de la cercanía de los Savoia-Marchetti de la aviación Legionaria de Mussolini con base en Mallorca, mi abuela cogía en brazos a sus tres hijos y bajaba corriendo las escaleras es un milagro que no se matara cayéndose por ellas, en lugar de por las bombas hasta la estación del metro más próxima, habilitada como refugio, donde pasaban una noche llena de humo, toses, cuerpos y hedor; era un recuerdo suyo muy vívido, que yo he hecho mío, hasta el punto de verlo como él: sirenas, escaleras, explosiones, oscuridad, pavor, gente). Todo esto, como decía al principio, es historia, y está muy bien que ya solo sea historia. Sin embargo, algo me preocupa todavía: la pervivencia de las dos Españas (una de las cuales nos ha de helar el corazón, como trágicamente aseveró don Antonio Machado) en la España actual. Los españoles no hemos sabido superar el maniqueísmo ideológico y moral que nos caracteriza desde antiguo. O quizá no seamos capaces de hacerlo, y hayamos de convivir irremediablemente con él, como los ingleses con su hipocresía, los alemanes con sus cabezas cuadradas y los marroquíes con sus babuchas. Sigo percibiendo una radicalidad en las posiciones éticas y políticas, impermeable al entendimiento, que me espanta. Sigo advirtiendo la falta de finura que denunciara el gran y mafioso Giulio Andreotti y, antes que él, el no menos grande y en absoluto mafioso Luis Cernuda, cuando denunció al país de cabreros del que formaba parte y que le había expulsado de su seno. Sigo observando el espíritu cavernario de la jerarquía católica española y la zopenquez incurable de ciertos espíritus revolucionarios. Sigue imperando, en la clase política, pero también en buena parte de la sociedad, de la que los políticos no son sino exponentes privilegiados, la cerrazón frente al adversario, la mediocridad y la falta de ecuanimidad, la incultura y la mentecatez, y algunos discursos adoquinescos, como el cuasireligioso de la unidad de la patria. Al mismo tiempo, seguimos sin creernos un país, sin integrarnos como tal, como demuestra la pervivencia y el empeoramiento del "problema catalán", que tantos quebraderos de cabeza dio a la República. Hemos superado ya, felizmente, muchas consecuencias de la Guerra Civil, pero quizá tengamos todavía pendiente librarnos de algunas de sus causas, que, como suele suceder, están antes en la educación y las mentes que en las clases sociales y las relaciones de producción.

lunes, 18 de julio de 2016

La estupidez

La estupidez nos persigue, nos acosa, nos envuelve como otro oxígeno, y a menudo, ay, se nos mete dentro como eso mismo: como el aire que respiramos. Aunque no sea nuestro fuerte, como decía Valéry, nos dejamos imbuir por ella, nos abandonamos a sus dictados imbéciles, y quedamos atrapados en sus redes de necedad y simpleza. Es menester, pues, combatirla: sacudírsela (la estupidez, digo) como los perros se quitan de encima el agua después de remojarse. Pero primero hay que reconocerla. Porque la estupidez se diluye en el ambiente como una emanación tóxica; la estupidez se mimetiza con las cosas hasta parecer tan natural como ellas: esa es una de sus principales, y diabólicas, habilidades. Los Sanfermines, por ejemplo, son un ejemplo insuperable de estupidez, pero pasan por una expresión universal de cultura, gracias a los encomios de Ernesto Hemingway y a la pertinaz dedicación de Televisión Española, una de las pocas cosas que no ha menguado en España desde la dictadura franquista, sino más bien lo contrario: ahora TVE sigue las evoluciones de los toros y los corredores con cámaras aéreas o puestas en la cabeza o la cintura de los propios mozos. Juntarse con varios centenares, o acaso miles, de personas para echar una carrera de varios minutos por callejones estrechos junto, delante o, muy a menudo, debajo de morlacos de 600 kilos con pitones como cimitarras, es, sin más, una estupidez, y una estupidez temeraria, que cada año rinde heridos a mansalva -cuya atención médica corre a cuenta de todos- y hasta muertos (además de, por lo que se ve, tocamientos y violaciones, favorecidos por el desdibujamiento de la individualidad que procura la masa y el estado etílico en el que se encuentra la mayoría de los jóvenes, principales participantes en el desafuero). Y eso por no hablar del maltrato de los propios toros, que corren angustiados por las calles, sometidos a los gritos de la gente, los choques con las talanqueras y las caídas en el empedrado. Como bóvidos que son, los toros solo quiere que los dejen en paz, y esa situación desquiciante los estresa hasta el enloquecimiento. Dentro de la estupidez general de las galopadas, siempre me ha llamado la atención, en particular, esa actitud casi mística que adoptan muchos mozos antes de la suelta. En las imágenes de televisión, se les ve reconcentrados, rezando, besando cruces o estampas de santos, o abrazándose unos a otros, como toreros en capilla, guerreros antes del combate o caballeros prestos a la lid, con la armadura del traje blanco, la gorguera del pañuelo rojo y la espada de los papeles enrollados (¿qué serán, por cierto, esos papeles: ejemplares del Marca, hojas parroquiales, manuales de primeros auxilios?). Y uno piensa: ¿Por qué adoptan esa pose de espiritualidad o grandeza, si lo que van a hacer es una gilipollez? Y también: ¿No sería más lógico y provechoso, para ellos y para la sociedad, que dedicaran las muchas energías que gastan en esta majadería a cosas mejores, como, no sé, leer libros o investigar el cáncer?
         Otro ejemplo de estupidez máxima ha sido la reciente campaña del Barça en defensa de Messi, condenado a 21 meses de cárcel y una multa de dos millones de euros por tres delitos fiscales: "Todos somos Messi", ha sostenido oficialmente el club. Aunque el futbolista todavía puede recurrir al Supremo y sus abogados han dicho que lo hará, la justicia ha establecido que es un delincuente. Y a un delincuente no se le puede presentar como a una víctima. Las víctimas hemos sidos todos nosotros, los contribuyentes españoles cumplidores de nuestras obligaciones tributarias y estafados por su conducta. "Todos somos Messi" es una campaña indignante y estúpida. Es indignante y estúpido que el FC Barcelona que es, por cierto, mi club utilice para defender a un defraudador fiscal un lema que tiene su origen en el emocionante discurso que dio John Fitzgerald Kennedy para solidarizarse con los berlineses asfixiados por el bloqueo soviético de la ciudad tras la Segunda Guerra Mundial: All free men, wherever they may live, are citizens of Berlin, and, therefore, as a free man, I take pride in the words "Ich bin ein Berliner". Y más indignante y estúpido es todavía que proclamen que "Todos somos Messi", cuando es obvio, para cualquiera que no sea completamente idiota, que no, que ninguno de nosotros es Messi, porque: a) ninguno juega al fútbol como él; b) ninguno gana 36 millones de euros al año; c) ninguno de nosotros ha defraudado 4,1 millones de euros al fisco; y d) ninguno de nosotros tiene a una institución tan poderosa como el Barça difundiendo que "Todos somos nosotros". Sumarse a ella, y aplaudirla, es tan estúpido, o más, que promoverla, porque ratifica la utilización interesada que se hace de los modestos, de los anónimos, para privilegiar a los encumbrados. Cornudos y apaleados, se dice en mi pueblo. Y estúpidos, desde luego.
         Otro clásico de la estupidez es la televisión, aunque da un poco de fatiga volver a esta realidad invariable para denunciar la idiocia generalizada. A pesar de que el tiempo se ha llevado algunos ejemplos inveterados de estupidez televisiva veraniega, como las canciones de Georgie Dan, algunos hábitos catódicos, que no hacen vacaciones, se bastan para surtirnos de estulticia. Uno enciende el aparato y se encuentra, por ejemplo, con los sospechosos habituales en los programas de debate: un batallón de tertulianos (la palabra correcta es "contertulio", pero ha sido arrumbada por esta otra, cuya terminación conviene mejor a la naturaleza de lo designado) que inflaman las ondas con regüeldos y memeces, y entre los que brillan con luz propia las coristas de la ultraderecha, Carmen Tomás, Isabel Durán, Isabel San Sebastián y Cristina López Schilchting, todas ellas sedicentes periodistas, aunque a uno le parecen más bien gorilas de garito nacionalcatólico. A la estupidez política se suma la estupidez futbolera, cuyo máximo representante es El chiringuito, esa reunión de adolescentes vitalicios que han encontrado en el balompié, y en la cháchara balompédica, la razón de su existencia. Y, en fin, está la estupidez rosa, cuyos niveles de cretinismo inspiran algo más que vergüenza: inspiran piedad. ¿No habrá algún alma caritativa que rescate a quienes participan en ellos tanto profesionales como invitados de su penosa condición, no sé, al modo de Hermano mayor, ese programa en que un excolgado cachas educa a adolescentes neandertálicos para que dejen de comportarse como mandriles con sus padres o de torturar a sus perros (o a sus novias)? Uno cae, zapeando, en los programas que presenta Jorge Javier Vázquez, por poner un ejemplo destacado, escucha unos minutos la mezcla de trivialidades, sandeces y groserías que intercambian los participantes como los ladridos de una jauría, encerrada en una jaula de cristal, cuya única ocupación consistiera en amedrentarse y lanzarse dentelladas, en un ejercicio inacabable, sin principio ni fin, de lo mismo y piensa que esa bazofia está entrando cada día en las casas y las mentes de millones de espectadores, y se queda sobrecogido, y no solo del hecho en sí, sino, sobre todo, de que nos hayamos acostumbrado a eso, de que eso no suscite ya ninguna protesta ni oposición, de que todos demos por supuesto que cualquiera puede emitir esa basura y de que a nosotros nos toca considerarlo normal, propio de una sociedad democrática, con libertad de expresión y programas para todos los gustos.
           Y luego, en fin, está la peor estupidez de todas: la estupidez criminal, de la que hay una forma pasiva, como la de la sociedad estadounidense, que se empeña en defender el derecho a llevar armas, a pesar de las matanzas recurrentes que esa permisividad propicia (y las 92 personas que mueren al día, y las 297 que resultan heridas, por arma de fuego), y otra activa, como la del tunecino, cuyo cerebro ha carcomido el Estado Islámico en un tiempo récord, que se ha llevado por delante en Niza a 84 personas, entre ellas 10 niños (y algunos musulmanes). Siguen (y, por desgracia, seguirán) pasando estas cosas, y uno siente la tentación de cansarse de la indignación que le invade indignarse consume muchas energías y dejar de considerar estas masacres una novedad, es decir, de acomodarse psicológicamente al desastre, como se acomoda a la realidad vergonzante de los programas del corazón en las cadenas de televisión, para, así, no combatirlo. Pero no hay que caer en la tentación de la apatía: la estupidez ha de ser rechazada siempre, con todos los medios a nuestro alcance. Y hay que empezar, desde luego, por nosotros mismos. La estupidez es zalamera y proteica: quiere atraparnos siempre. Para escapar de su seducción y derrotarla, recomiendo una vigilancia diligente de nuestro actos, pero también una disposición activa para otros: recomiendo el concierto para dos violines en re menor, BMW 1043, de Johann Sebastian Bach, y los ensayos literarios recogidos en Por cuenta propia. Leer y escribir, de Rafael Chirbes, para sentirse un poco menos estúpido.

jueves, 14 de julio de 2016

Pasado y presente de las piscinas

En la urbanización en la que vivo hay una piscina. Es una piscina rectangular, ni muy grande ni muy pequeña, sin recodos, ni fuentes, ni islas: una piscina normal, con salvavidas descoloridos por el sol alrededor y escalerillas de aluminio en cada esquina, como la mayoría de las piscinas comunitarias de este país. Cada mañana, cuando salgo a trabajar, veo a un operario prepararla para los vecinos: recoge con una pértiga muy larga las avispas y hojas muertas que flotan en la superficie, recorta el césped que la rodea, friega los bordes de piedra (antideslizante) y supongo, aunque esto no lo haya visto nunca, que comprueba la temperatura, limpieza y acidez del agua. Y todo lo hace con reconcentrada dedicación, sin distracciones ni descuidos. Es un operario genial. La piscina queda, en efecto, preparada para nuestros jolgoriosos chapuzones. Yo, que soy medio anfibio, mantengo hoy una relación erótica con las piscinas: en cuanto veo una, me meto en ella. Pero durante mucho tiempo más o menos, todo el que duró mi infancia fueron uno de mis más crueles enemigos, junto con las acelgas y las ecuaciones de segundo grado. Y en el origen de esa enemistad se encuentra un profesor de natación que tuve en el colegio, Sales, a quien desearía que Dios confundiera si no estuviese seguro de que ya lo ha mandado a las calderas de Pedro Botero. El sutil Sales nos quitaba el miedo al agua —el primer paso, en su acreditada pedagogía, para que aprendiéramos a nadar por el sumarísimo procedimiento de ponernos en fila al lado de la pileta, y de espaldas a esta (tenía el gesto de compasión de que fuese en el lado en el que no cubría), y enviarnos a las profundidades marinas de un riguroso manotazo en el pecho. Uno desfilaba, hasta llegar a su figura terrorífica, como si lo fuesen a fusilar al amanecer (aunque la hora de natación solía ser al final de la mañana) y caía a aquel azul insondable como si se hundiera en los abismos del Kraken. El método de Sales se parecía a la técnica implosiva de algunos psicólogos: a uno que padece agorafobia, se le deja en medio del desierto de Almería, y al que sufre de claustrofobia, se le obliga a dormir una noche en un ataúd, como los monjes medievales, y entonces, en ambos casos, pueden pasar dos cosas: que se cure o que se muera. En el primer supuesto, el paciente le estará muy agradecido; en el segundo, no protestará: el galeno, pues, saldrá siempre ganando. Con estos profesionales tengo la tentación de practicar la implosión en su cara. Pero con Sales no nos atrevíamos: el mayor de nosotros, un repetidor, tenía diez años, y él, hechuras de legionario. Así que, llegado el momento de la ejecución, cerrábamos los ojos, apretábamos los dientes y el esfínter (imprescindible operación a la que alguno, como el pobre Sanvicens, llegó alguna vez tarde) y nos dejábamos empujar al agua como el condenado cae de la tabla del galeón a un mar infestado de tiburones de seis branquias. Me costó mucho superar el trauma de Sales. Conmigo consiguió lo contrario de lo que pretendía: que le cogiera un odio africano al agua y a la natación. Solo pude librarme de él con mucha paciencia y no menos insistencia; y, desde luego, con el dineral que mis padres se gastaron en clases particulares de natación. Así, acudiendo por las tardes a la misma piscina que era el origen de mis males, cuando todos mis compañeros ya estaban zampándose una merienda de panteras rosas o tigretones, viendo los chiripitifláuticos en la tele o jugando al fútbol en el parque, me sometía a aquel refuerzo infamante, al que solo acudían los torpes recalcitrantes, y en el que me encontraba con Sanvicens. Pasó mucho tiempo hasta que me desprendí de mis miedos, y creo que fue la felicidad, el sentimiento de orgullo que me dio haber sido capaz de sobreponerme a aquel complejo, lo que hizo que me enamorara de las piscinas y, en general, de cualquier masa de agua apta para el baño, cuya sola visión me impele a chapuzarme. Disfruto ahora, pues, mucho de la piscina de mi casa, que resulta esencial para sobrevivir al tórrido verano emeritense. El único problema es que también es esencial para los demás vecinos de la urbanización y, lo que es peor, para sus hijos. En la piscina de mi casa abundan los niños como la posidonia en el Mediterráneo. Y estos niños no sufren del complejo que me tuvo agarrotado tantos años, antes bien, son la versión infantil de Michael Phelps. Uno quiere nadar largos en la piscina, pero los largos se convierten inevitablemente en cortos: hay que esquivar a las criaturas, que se empeñan en nadar a lo ancho y sin mirar. Aún más humillante resulta cuando bucean, porque pasan por debajo de uno, como delfines que adelantaran a un transatlántico (o a una ballena). Preocupante es también que salten, por si le caen a uno encima. Los niños de mi urbanización saltan a la piscina poseídos por un fervor sin límites: saltan temerariamente, como clavadistas, como paracaidistas, como amantes de puenting. Y lo peor es cuando se ponen a jugar todos juntos: si es al fútbol, en la hierba circundante, puede estar uno seguro de que tarde o temprano recibirá un balonazo y de que sus cosas serán pisoteadas por alguno que vaya a buscar la pelota con gritos de entusiasmo y aparatosa gesticulación; y si es al pilla-pilla, el pandemonio de arrapiezos que se le cruzará en el agua, o que le lloverá del cielo, convertirá el maëlstrom en un remolino de bañera. Y todo esto sus padres lo contemplan con indiferencia, o, mejor dicho, no lo contemplan: los padres sueltan a los niños en el recinto de la piscina, que está vallado, como quien suelta a una perra enjaulada en celo, y se ponen a hablar de sus cosas, o se abstraen fumando, o se quedan sin hacer nada, con la mirada perdida, como liberados de un gran sufrimiento y disfrutando de una abstracción sanadora. Y su ataraxia es imperturbable: si el niño permanece cinco minutos bajo el agua, no se inmutan ("estará contando las teselas del fondo", le oí decir a una madre una vez); si se encarama a la verja para saltar desde allí al agua, preparándose ya para as del balconing, lo observan sin curiosidad, con la expresión boba de quien lleva varias horas viendo la televisión; y si ahoga a un compañero, sujetándolo por el cuello como en las peleas en los ríos de las películas, solo acceden a intervenir cuando la víctima está azul, como el agua de la piscina. Entiendo que aguantar a los niños en casa todo el día en verano es muy duro, pero la solución no debería ser que los aguantaran los demás. Si esto fuera Inglaterra, la administración del inmueble ya haría mucho que se habría encargado de publicar unas normas de uso de la piscina, cuyo incumplimiento podría significar la incautación del piso del infractor, si no cosas peores, y que garantizarían, por ejemplo, que tuviese un carril separado por una corchera para los que quisieran nadar, o que no se utilizase de letrina el arriate del rincón, como descubrí que hacen los padres cuando sus hijos tienen pipí, en lugar de caminar los cincuentas metros que los separan de su piso para que empleen el cuarto de baño. Desde que lo averigüé, pongo la toalla en el rincón contrario. Pero esto no es Inglaterra, para bien la mayoría de las veces, pero para mal en otras ocasiones, como esta. Ahora estoy estudiando los horarios: he comprobado que, a primera hora de la tarde, rara vez hay niños, ni nadie. No es mi momento favorito para chapuzarme, pero no me va a quedar más remedio que aprovecharlo. Cuando vaya mañana, le mandaré un recuerdo al otro mundo a mi execrado profesor Sales tirándome de espaldas al agua. Y lo haré en la parte que cubre, para mayor refocile.

domingo, 10 de julio de 2016

La décima musa

Asistimos, como todos los años, al festival de teatro clásico de Mérida, que se inaugura hoy con un musical, La décima musa, protagonizado por Paloma San Basilio. Llama la atención que un festival de teatro clásico programe un musical, y, como no es el único de esta temporada, uno sospecha que acaso sus responsables se hayan decantado por moderar la importancia del "teatro clásico" en el espectáculo y reforzar la del "festival". Muchos gestores culturales piensan que la vulgarización de las artes atraerá a más público, que es la vara de medir de toda actuación pública. No sé yo si tendrán razón. Lo que sí aprecio hoy es que el aforo no está más lleno que en otras ocasiones de hecho, quedan bastantes huecos y que entre el respetable abundan las señoras de edad, con sus maridos. Debo confesar que no era La décima musa la representación que más me apetecía ver este año, pero era la única a la que podía ir con Ángeles, que pasa apenas unos días en Extremadura. Hoy ha llovido mucho en toda la región, pero la noche está apacible. Nos han tocado unos asientos algo ladeados, pero observamos que hay un grupo de localidades vacías, mucho más centradas, en nuestra propia fila. Cuando las puertas ya se han cerrado y la obra está a punto de empezar, venzo la resistencia de Ángeles, a la que siempre le da vergüenza significarse públicamente, y nos trasladamos a ellas, arrastrando con nosotros a un nutrido séquito de septuagenarios, que ocupa los asientos vecinos, asimismo desocupados. Por evidentes razones de edad, hemos sido más rápidos. Nuestra maniobra, no obstante, disgusta a la sexagenaria que se sienta detrás de mí: ya se las prometía muy felices sin nadie que le entorpeciera la visión, cuando un motilón de casi dos metros se le ha plantado delante. Oigo entonces un murmullo incomprensible que va subiendo de tono hasta volverse rotundo y nítido al final: "¡Con lo alto que es!". Supongo lo que la señora ha dicho antes de eso, y no es halagüeño. Pero, como finjo no haber oído nada, la señora sigue ejerciendo su derecho al pataleo y vuelve a soltar una parrafada con el mismo remate, pero con voz más fuerte aún: "¡Con lo alto que es!". El momento es crucial: puedo girarme y soltarle alguna ingeniosidad, pero no se me ocurre ninguna (lo que me fastidia no poco); o puedo girarme y ser tan maleducado como ella, pero acaso eso conduzca a una escalada de violencia verbal que, con una sexagenaria irritada y un marido que, por lo que he visto por el rabillo del ojo, parece directamente salido de las breñas de Carpetovetonia, quizá transforme el amable musical de hoy en una verdadera tragedia griega; o puedo, en fin, seguir sin darme por aludido, como si, además de alto, fuera sordo, con lo que preservaré la paz social, a costa de lastimar mi orgullo y aun mi hombría. Opto por esto último. Me ayuda a decidir que el espectáculo ya empieza. La orquesta se ha situado en el escenario, hacia la que descienden por entre los espectadores (un efecto siempre resultón, aunque algo manido ya) los dos actores-cantantes que acompañan a Paloma San Basilio, el barcelonés Ignasi Vidal y el mallorquín David Ordinas, que representan a los dioses Baco y Apolo, respectivamente. El primero, de ojos caídos y aspecto cuidadosamente negligé, me recuerda algo a Hugh Grant. El segundo es más racial, y lo demuestra apareciendo después con una minifalda helena y unas crépidas muy enrolladas a las pantorrillas, en el papel de Paris. Pero no tarda mucho en asomar la gran diva, Paloma San Basilio, que hace notar a todos que, en efecto, es una gran diva, a pesar de su corta estatura (mucho más corta de lo que parece en televisión). Las señoras a nuestro alrededor cloquean de gusto. Paloma San Basilio ha firmado un pacto con el diablo (de la cirugía estética) y conserva el mismo aspecto que tenía hace cuarenta años, cuando presentaba Siempre en domingo, aunque algunas cosas la nariz sean más finas y otras las caderas, más anchas. Paloma San Basilio es la Jordi Hurtado de la canción española: alguien capaz de atravesar incólume el tiempo, mientras los demás nos marchitamos y pudrimos. La décima musa se estructura como una sucesión de escenas que resumen relatos míticos, compuestas por una parte hablada y otra cantada, y siempre protagonizadas por mujeres, cuyo verdadero papel, heroico o doliente, se reivindica ante la versión consabida de la mitología, favorable siempre a los hombres. Se trata, pues, de una proclama por la igualdad de los sexos o, más aún, por la superioridad del sexo femenino: no es casualidad que el estribillo del número final sea el "yo puedo hacerlo mejor" que repite sin pausa, con una gran sonrisa, la protagonista de la obra. Bien está: nunca es bastante la reclamación de algo mejor para quienes sufren la marginación o la injusticia, pero a uno le gustaría algo que hurgase en el mensaje, que lo tratase oblicuamente o incluso lo subvirtiera, para alejarse de lo previsible y dar mayor empaque artístico al resultado. En general, es la parte teatral la que más sufre en La décima musa: los textos son atolondrados y, aunque cargados de buenas intenciones y algún toque de humor, que levanta pálidas carcajadas, poco relevantes. Se echa en falta la palabra, la esencia del teatro: el parlamento, el diálogo, la imprecación, el llantoTampoco es casual que uno de los pasajes más impactantes, dentro de la levedad del conjunto, sea el protagonizado por Antígona, la atormentada mujer que entierra a su hermano Polinices a sabiendas de que desobedece la voluntad de su tío Creonte, rey de Tebas, que ha ordenado que su cadáver, a las murallas de la ciudad, permanezca insepulto y sea devorado por los cuervos y los perros, y se gana con ello su propia muerte. Salvo en momentos como este, el vigor de la palabra apenas se percibe, y se pasa enseguida al número musical, alegre, meditativo o dramático, según convenga, en el que Vidal y Ordinas se comportan con diligencia y la San Basilio demuestra que, a sus 66 años, conserva una voz dúctil y persuasiva, aunque inevitablemente menos potente que cuando representó a España en Eurovisión en 1985 (y quedó decimocuarta). Ese paso de lo hablado a lo cantado me deja ganoso y algo frustrado, y me sume en alguna melancolía. Se suceden las escenas de La décima musa, que narran los conflictos de las parejas Galatea/Pigmalión, Helena/Paris, Europa/Júpiter, Antígona/Creonte y Fedra/Hipólito y Teseo, siempre capitaneadas por la décima musa que es Paloma San Basilio el nombre que se le da en la obra, Peristera, significa "paloma" en griego, aunque a mí, deformado por la poesía, "la décima musa" me remite a Safo y a sor Juana Inés de la Cruz, a las que se ha llamado así, aunque la segunda debería ser, por mera aplicación de la cronología, la undécima, hasta su resolución en un número conjunto y apoteósico, que concita el aplauso entusiasta de señoras y señores, aunque no tanto el de Ángeles y mío. A la salida, y también como cada año, nos tomamos un mojito en el bar del recinto, con vistas a la parte posterior del escenario, del que asoman las columnas de pórfido gris, bajo un cielo estrellado. Mientras chupamos el combinado, se acerca a saludar a un grupo vecino David Ordinas, ya no vestido solamente con una piel de cordero o una falda de hoplita. Volvemos a casa caminando. En la calle por la que nos alejamos del teatro, repleta de restaurantes y tiendas de suvenires, veo un bar que se anuncia así: "Si tú me dices vino, lo dejo todo". Cerca ya de nuestro piso, al pie de la carretera de Madrid, alguien que porta gorra y macuto hace autostop, sin demasiado éxito: no puede tenerlo, porque apenas pasan coches. Yo creía que el autostop ya no se estilaba, pero se conoce que la crisis ha hecho que la gente vuelva a recurrir a estos remedios pedestres para desplazarse. Cuando pasamos a su lado, con una voz que revela una conspicua ingesta de alcohol o acaso de sustancias más estupefacientes, nos pregunta qué hora es. "La una y media", le contesto, y lo dejamos atrás, terriblemente solo en una carretera sola. Nos metemos en casa con una mezcla de alegría, insatisfacción, cansancio, inquietud y alivio. La noche sigue serena.

jueves, 7 de julio de 2016

El ateísmo. La aventura de pensar libremente en España

Así se titula el último libro de Andreu Navarra, excelente amigo y excelente escritor, publicado en la colección "La historia de...", de la editorial Cátedra. Andreu es un autor habitual de esta colección, para la que ha escrito otros estudios, sobre el regeneracionismo y el anticlericalismo. Además de su faceta de investigador de la historia y la filología, Andreu Navarra es poeta, novelista y editor del combativo sello barcelonés Libros en Su Tinta. El ateísmo muestra las mismas virtudes que sus anteriores trabajos: una vastísima documentación y un gran rigor expositivo, conjugados con una amenidad envidiable. Ningún tema es tan arduo como para que, en la pluma de Andreu, no resulte inteligible y grato. Las citas son abundantes y reveladoras, y demuestran que el responsable del estudio cumple con la primera norma del buen investigador: acudir a las fuentes originales y transcribirlas con meticulosidad, porque un análisis certero solo puede hacerse sobre una realidad indubitada. En la exposición inicial de algunos criterios básicos, Andreu consigna la definición de ateísmo que ha dado Joan Carles Marset, vicepresidente de Ateus de Catalunya y uno de los principales difusores actuales del pensamiento ateo, y que quiero transcribir aquí: "El ateísmo es el modelo de pensamiento que propone una concepción radicalmente profana del mundo, que rechaza la existencia de una realidad trascendente con significado propio, que cierra cualquier espacio a la expresión de un ámbito sagrado segregado de la realidad natural. El ateísmo se identifica por una única proposición que se concreta en la ausencia de dimensión sobrenatural, de un dios o, en definitiva, de un espíritu en el cual se encuentre el origen y el sentido de nuestra propia existencia" (Ateísmo y laicidad, 2008). La suscribo por completo: el ateo no es solo, y ni siquiera principalmente, alguien que niega la existencia de Dios; es alguien que niega la dimensión ultraterrena en el que ese Dios, cualquier dios, pueda existir. El ateo es monista y materialista, como el creyente, gracias a Platón y a Santo Tomás, de cuya influencia los cristianos aún no se han desprendido, es dualista e idealista. Para el ateo, nada permite creer en la existencia de otro mundo más allá de este: la realidad es una y sola, tangible, mesurable y, ay, transitoria; y el hombre es un ser tan provisional como el mundo, perecedero e insignificante: un chispazo entre dos inexistencias. Andreu consigna estas ideas con asepsia, sin ceder a ninguna de las tentaciones demonizadoras en que han caído los creyentes a la hora de juzgar a quienes no creían: el ateo ha sido, históricamente, un forajido diabólico, un ser malvado y enfermo, un poseso, un casi loco, o loco del todo. Aunque ahora ya no se los quema, ni se los tortura, ni se los expulsa de la sociedad, como las religiones ha hecho con ellos durante siglos, y la crítica y el librepensamiento se ejercen sin cortapisas, ese juicio ha desaparecido, aunque tengo para mí que no enteramente: el ateo se sigue viendo, aun sin confesarlo, como un ser que ha renunciado a la dimensión trascendente, como alguien que ha cometido el disparate de arriesgarse a la condenación eterna, porque ¿y si hay Dios? A eso quizá obedezca, incluso entre los descreídos, el frecuente recurso al agnosticismo, esto es, declararse incapaz de saber si Dios existe o no. Siempre he tenido el agnosticismo por una cobardía intelectual. ¿Qué es eso de declararse incapaz de saber algo? Si nos consideramos capaces de resolver sobre la existencia de hadas, elfos o fantasmas, concluyendo que, por aplicación de los criterios racionales con que procuramos conducirnos en la vida, no existen, no veo por qué no puede determinarse lo mismo respecto a Dios. Sigue habiendo un miedo soterrado a reconocerse ajeno a la divinidad, a perjudicar la posible supervivencia de nuestra alma inmortal. En El ateísmo, Andreu Navarra rastrea los orígenes del pensamiento ateo en España desde principios del siglo XVI, es decir, después de la unificación dinástica y territorial que supuso la culminación de la Reconquista por parte de los Reyes Católicos, y su estudio se extiende hasta nuestros días, con nutridas referencias a algunos de sus principales representantes actuales, como Gonzalo Puente Ojea que fue embajador de España ante el Vaticano con Felipe González, y cuya lucidez y hondura intelectual solo emborrona el tono invariablemente irritado con que se expresa, como si estuviera enfadado con el mundo por seguir preso de la superstición deísta o Xavier Rubert de Ventós, cuya deriva independentista no lo ha alejado de la crítica antirreligiosa (de joven, recuerdo haberlo visto en un programa de televisión rememorando el estupor que le producía de niño la respuesta de los curas a la consabida pregunta "¿Por qué creó Dios el mundo?", que no era otra que ad maiorem gloriam suam: ese "para su mayor gloria" ilustraba, según él, el poder de ocultación de las palabras; con ellas no se revelaba ningún aspecto de la realidad, sino que se manipulaba y se velaba su manipulación, porque ¿qué mayor gloria necesitaba un ser omnipotente, omnisciente y eterno? Y es cierto: ¿qué necesidad ha tenido Dios de crear este mundo apenas más grande que una mota de polvo en la inmensidad del universo y, aún más, de crear a un ser infinitesimal como el hombre, y cargarlo con la responsabilidad de sufrir el fuego eterno si no obedece un decálogo que no ha establecido?). El recorrido que hace Andreu Navarra por esos más de cinco siglos de pensamiento ateo, siempre en los márgenes de la sociedad, siempre orillado y perseguido, siempre minoritario y denostado, pero irreversiblemente creciente, nos descubre algunas figuras dignas de consideración, como el portugués Uriel da Costa, que narró en primera persona, a finales del s. XVII, su espectacular y trágico camino hacia la increencia. Aunque de padres judíos conversos, nació y fue educado en la fe cristiana llegó a ser tesorero de la colegiata de Oporto, pero, como escribe en Ejemplar de una vida humana, "aún no había cumplido yo veintidós años, cuando me di a pensar si sería verdad lo que se dice de la otra vida, y si era conforme a la razón esta creencia. Porque mi razón me estaba diciendo siempre al oído cosas muy contrarias". Acuciado por las dudas, buscó refugio en la primera religión de sus padres y abrazó el judaísmo. Se traslado entonces a Amsterdam, con una importante comunidad hebrea, pero allí descubrió que tampoco la ley mosaica aplacaba sus inquietudes. Escribió entonces un Examen de las tradiciones farisaicas y negó la inmortalidad del alma y la vida futura, lo que le valió el repudio de la comunidad semita: fue excomulgado dos veces, encarcelado, multado y expulsado, tanto de Amsterdam como de Hamburgo, ciudad en la que se había refugiado tras su exilio de la primera. Finalmente, viejo, pobre y exhausto, y para acabar con las persecuciones que no dejaba de padecer, consintió en abjurar públicamente de sus ideas y ser azotado en la sinagoga como muestra de arrepentimiento. La humillación culminó con toda la congregación pasando por encima de él, tumbado a la puerta del templo, tras lo cual se le consideró reintegrado en la comunidad. Sin embargo, aquello no despejó sus incertidumbres ni acabó con su malestar. Da Costa acabó de escribir su Ejemplar de una vida humana y, acto seguido, terminó para siempre con su sufrimiento descerrajándose un arcabuzazos en la frente. Pero Uriel da Costa no es el único personaje significado en estos cinco siglos de progreso de la increencia. Andreu Navarra compila muchos más, en relación siempre con los grandes hitos o valedores del pensamiento crítico, como el filósofo Spinoza, Darwin y su teoría de la evolución de las especies, el positivismo filosófico y, en nuestro país, las aportaciones de Francisco Sunyer i Capdevila, alcalde revolucionario de Barcelona en 1868 y diputado a Cortes en 1869, Francisco Ferrer i Guàrdia, pedagogo y masón, fusilado tras la Semana Trágica de Barcelona, y José Ortega y Gasset, entre muchos otros. También tienen mucho interés los ejemplos de pensadores contrarios al ateísmo y, por ende, a la razón ilustrada, que identificaban con el Mal. Por ejemplo, el emeritense Juan Pablo Forner, célebre por su Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana y por su algo menos lustrosa Oración apologética por la España y su mérito literario, escribe en su Preservativo contra el ateísmo, de 1795: "[La Razón] inventó las tiranías, inflamó los ánimos para la opresión y el pillaje, turbó la paz del linaje humano, derribó los imperios, destronó las soberanías, autorizó las usurpaciones, puso el hierro y el fuego en las manos de malhechores magníficos para devastar la tierra, y reducir a ruinas y cenizas los frutos del afanado mortal. Ella es la que, tramando fraudes y perfidias horrendas, sabe cubrir sus odios, venganzas y predominio con el sagrado nombre de amor a la humanidad, al mismo tiempo que la destroza para esclavizarla seguramente. Ella es la que trata de hacer libres a los hombres quemando sus hogares, arruinando sus pueblos, talando sus cultivos, persiguiéndolos en los bosques, y encarnizándose en ellos con más ferocidad que en los lobos y tigres, llevando al patíbulo rebaños numerosos de víctimas racionales, sacrificadas en holocausto execrable al Ateísmo y la iniquidad". Con esto, en España, es con lo que ha tenido que luchar el ateísmo. Y con el desprecio, la cárcel y las hogueras. Hoy aún no ha triunfado. Pero no hay que desesperar de que algún día, por fin, la humanidad se vea libre de la perniciosa idea de Dios, con su infantil ebriedad metafísica, que tanto daño y sufrimiento, nos ha causado, y nos sigue causando, a todos.