La pequeña píldora se disolvió en su boca,
llenando sus papilas gustativas con un sinfín de sabores que, a modo de
destellos, fueron asociándose a las imágenes que guardaba en su cerebro. Así,
se representaron en su mente, una a una, las diferentes comidas que había
degustado a lo largo de su vida: la carne asada, jugosa y humeante; los
vermicelli, cargados de salsa; los estofados, llenos de calorías, para los días
fríos; las apetitosas ensaladas, propias del verano...
Cada día, a las horas fijadas para el almuerzo
y la cena, disponía de tres minutos para optar por uno de aquellos platos. Un
sensor telepático daría una señal al Centro Nutricional, y éste le
proporcionaría, activando un mecanismo incluido en la píldora, las sensaciones
y los nutrientes que correspondieran a la comida seleccionada.
Siempre utilizaba los tres minutos, aún a
riesgo de quedarse sin alimento pues, pasado ese tiempo, se interpretaba que
había decidido no comer. Le gustaba deleitarse con el menú, que le llenaba los sentidos,
y como cada día era una secuencia distinta, le resultaba una experiencia
renovada. Lo hacía como un “divertimento”, de los pocos que podía permitirse en
la vida monótona de la Estación Espacial.
Había llegado hacía nueve meses, y la distancia que lo separaba de la Tierra , era también la que
lo alejaba de sus problemas, y del caos en que se había convertido su
existencia.
Hizo un gesto de contrariedad. No quería
recaer en esos pensamientos negativos. Estaba disfrutando de su almuerzo, y
éste era un día muy especial: su cumpleaños, según le había recordado la
bitácora, al inicio de la jornada.
Había escogido un plato de pasta rellena, tal
como lo preparaba su abuela, cuando él todavía era un niño que soñaba con
viajar a las estrellas. Cerró los ojos y saboreó cada una de las sensaciones,
que le llegaban a través de aquellas complicadas conexiones. Se sintió saciado
y, automáticamente, la máquina le presentó una lista de sus postres favoritos.
No tuvo dudas. Su predilección por la torta de chocolate le acompañaría hasta
el día de su muerte. El almuerzo culminaba con un té o un café, y luego el
sistema se desconectaba, para que él volviera a sus tareas rutinarias.
Esperó un par de minutos, y no se produjo la
desconexión. Estaba tan acostumbrado al proceso, que notó enseguida que algo
había cambiado. En ese momento surgió, metálica e impersonal, una voz, desde la
computadora:
— El Centro Nutricional le desea muchas
felicidades en este día. Tenemos un obsequio para usted, que podrá escoger
entre una serie que le presentaremos. Por favor, presione la tecla “numeral”,
seguida de su número de identificación.
Así lo hizo y, desde el compartimiento de las
píldoras nutricionales, emergió una pequeña bandeja, donde aparecía una media
docena de... ¡bombones!
Quedó perplejo. Hacía mucho tiempo que no veía
aquellos dulces, envueltos en su brillante papel.
De nuevo, se escuchó la voz:
— Cada artículo de la lista posee propiedades
especiales, que se activan al comerlo. Sólo podrá escoger uno de ellos. En la
pantalla podrá ver la descripción.
Observó el monitor, donde aparecía la lista
con los detalles:
Objeto 1: Treinta minutos con su humorista
favorito.
Objeto 2: Un paseo por las montañas. País a
elegir.
Objeto 3: Un rato de pesca en una apacible
laguna.
Objeto 4: Un breve retorno a la niñez. Puede
escoger la edad.
Objeto 5: Media hora en un set de filmación,
como protagonista.
Objeto 6: Una experiencia submarina.
— Como siempre, dispone de tres minutos para
escoger. Tenga en cuenta que las sensaciones serán cien por ciento reales, así
que... ¡cuidado con los golpes!
De verdad era un día especial... ¡la máquina,
haciendo chistes! Pero no perdió el tiempo sonriendo. Sus ojos se habían
quedado clavados en el cuarto bombón. Si era verdad lo que prometía, podría ser
su mejor regalo en mucho tiempo.
No dejó correr los tres minutos. Su cerebro
hizo la opción, pero luego se dio cuenta que debía estirar la mano y tomar la
golosina, gesto que casi había olvidado.
Escuchó con deleite el crujir del papel, y lo
sintió entre sus dedos, desenvolviéndose. Luego, el éxtasis, al percibir la
textura y el sabor del chocolate, en su paladar.
Una luz, muy blanca, lo iluminó de pronto,
encegueciéndolo. Cuando pudo adaptar sus ojos a la intensa claridad, se
encontró en un lugar muy diferente al habitáculo que lo había contenido durante
los últimos meses. Era una calle de tierra, con amplias veredas, pobladas de
árboles. Las casas eran bajas y rodeadas de jardines. El sol se derramaba,
cálido, sobre todas las cosas, y se escuchaba el canto de los pájaros.
Caminó, torpemente. Aquello era tan real...
Eran los sitios por donde correteaba a los diez años. Allí estaba el añoso
árbol que había trepado tantas veces, para imaginar sus aventuras
intergalácticas. Y en la esquina, el almacén de don Policarpo, aquel italiano
que ponía cara de hosco, pero que tenía un corazón enorme, lleno de amor por
los niños. Se había prestado a sus fantasías, y había aprovisionado sus naves,
desde los anaqueles poblados de golosinas.
Sus pasos lo dirigieron hacia un pequeño
portón de hierro y, tras cruzarlo, caminó por el costado de la casa, hacia los
fondos. Un pequeño perro saltaba, alegre, a su alrededor, y se escuchaba el
cacareo de las gallinas. ¡Era una aventura salir a recoger los huevos! ¡Los
ponían en cualquier parte!
Llegó a la puerta trasera, la que daba a la
cocina. El aroma que salía de allí era incomparable. ¿Cómo había podido
sustituirlo por la ilusión de las píldoras sintéticas? Se acercó a la mesada,
donde su madre trajinaba, y ella se inclinó, para darle un beso en la frente.
— ¡Estaba por llamarte! Ve a lavarte las manos
para almorzar, que se hace tarde para ir a la escuela. Mañana seguirás viajando
a quién sabe qué mundos. ¡Ah, niño, niño! ¡Cuánta imaginación!
Y volvió a besarlo, en su carita sucia de
chocolate, feliz de verlo crecer, jugar, soñar...
....................................................................
(Este relato obtuvo el segundo puesto en el mes de Mayo, en el Foro literario "El Tintero")