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domingo, 17 de mayo de 2015

Also sprach el señor Núñez


Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables.
Veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito. En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles. Nadie habló ni se movió.
–Buen día, he dicho, miserables.
Núñez, con calma, corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los demás, y, como un catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el puño derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y extrajo de entre sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un puñado de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio! –rugió Núñez.
Ella se tapó la boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban lágrimas.
–Señora –el tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no perturbarme. El hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando llora… Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la humanidad es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza. La fealdad nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera de sus manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el mundo, no titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir afeándolo. Sin embargo, quisiera que cada uno de ustedes muriese por propia voluntad. La señora Martha ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable; quien se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.
Se interrumpió. Había interceptado una seña subrepticia que el señor Perdiguero acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor Perdiguero, parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester Molina–. Ocurre que fui campeón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas volutas. Núñez meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima, dijo:
–Sí. Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un estado intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino el futuro: los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón, eyacula; éste de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo que seremos con el tiempo. Sucede que se ha degradado el trabajo; la gente ya no quiere andar de cara al sol, la camisa entreabierta y las manos sucias, de gran francachela con la naturaleza. No. El campo está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el porvenir del género humano está detrás de un escritorio. Si Sócrates resucitara sería gerente.
Mientras hablaba, sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre la valija: top, top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio miedo averiguar el número exacto de oficinistas que hay en Buenos Aires… De pronto bramó:
–¡Pararse!… Así me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes virtudes. Si no, miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra. Por eso lo pulverizan sistemáticamente en todas las guerras. Pero, al menos, se hacen matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles es que los odio de todo corazón. Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución. Querer transformar una situación es negarla; nadie niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se juntan cien mil tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para lograrlo, deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo estoy solo. Yo no me siento unido a ustedes por ningún vínculo fraterno. Yo no les digo: salgamos a la calle y tomemos el poder. No me interesa reivindicar al empleado. Nunca gritaría: ¡Viva el Libro Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!, ¡dennos más lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho comprender lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con la unánime aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de apellido Di Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe –dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la conmiseración y la ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho, sobresaltado, dio un respingo.
–Sí, sí, a vos te digo. Vos todavía estás a tiempo; tirate el lance de ser un hombre. Escuchá. El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Todos estos que ves acá son sombras. Fijate qué caras de nada tienen. Y no es que siempre hayan sido así. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo magia negra para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí: estos sujetos tienen grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la maquinita sacapuntas y Faber va a la quiebra, son lápices disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar sus reflejos a razón de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con las falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenes derecha la columna y aún no te salió el callito irremediable en el dedo mayor… ¿Sabes cómo se llama este dedo?
Núñez irguió, agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón. Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un callito que te sale, alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha, furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como quien la guarda, envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo, te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro de veinte años serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una chispa de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope, tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si no, dentro de veinte años, después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la humanidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, diseca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la punta de la lengua asomando por entre los dientes, lo miraba. Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate. Ándate, te digo…
El muchacho empezó a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con gesto de pedir permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente; las venas de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate, bestia!
Di Virgilio desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se ondulaba vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó con calma–: somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo, quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles, sería suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe a una eliminación masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una extravagancia; en las condiciones actuales de nuestra sociedad asume caracteres de manía paroxística, tan graves, que hay una ciencia destinada a estudiarlo. Ella nos informa que, en el presente, el hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y memorizo textualmente: “más de la mitad de nuestro existir consciente y libremente propositivo”. Problemas Psicológicos Actuales, de Emilio Mira y López, página doscientos siete, capítulo ocho. Y bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser impresionante, no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en absoluto libre existir puesto que la libertad es un mito canallesco, hagamos este cálculo.
Una fría mirada de Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las máquinas de sumar, los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas de este peligroso depósito pirotécnico –Núñez acarició significativamente la valija–, nos hemos levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto, hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomiendan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en “satisfacer nuestras urgencias instintivas”, leer el diario, indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.
Alguien hipó un sollozo.
–¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por Corrientes; los casados, pintar la cocina…
–¡Basta! –clamó la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la voluntad del Gran Tao… ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.
–Máteme –suplicó la mujer.
–No sea cargosa, señora –y Núñez la amenazó con la culata–. ¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces por día, aplastado, semicontuso, horro-rosamente estrujado durante dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio, abollándoseme en el codo… Ésa es la vida, la que les espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así… ¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un eufemismo; debiera decirse: “el coma”.
Núñez jadeaba. Una ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:
–¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted…
–Usted se me sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–. Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx, pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta… –Se interrumpió. –Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!… ¡sentarse!… Además, ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: “Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?” Eso dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo, lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un ejército.
En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas… ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales, coronados con racimos de uvas… A propósito, ¿saben lo que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían rezar.
–Exactamente así –dijo Núñez– era el terror que experimentaban las ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados… ¡Manga de proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección, la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una ametralladora atómica: “¡Crearemos las condiciones del mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!”… Por eso, compañeros, voy a matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras esposas!
–Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? –Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.
–Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el señor Núñez… Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos insa-lubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos… No, los hombres no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí. Muramos.
En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.
Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:
–En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de aumento.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.
Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.

Abelardo Castillo, Las otras puertas.

lunes, 4 de mayo de 2015

Julio Cortázar, Relato con un fondo de agua.

No te preocupesdisculpame este gesto de impaciencia. Era perfectamente natural que nombraras a Lucio, que te acordaras de él a la hora de las nostalgias, cuando uno se deja corromper por esas ausencias que llamamos recuerdos y hay que remendar con palabras y con imágenes tanto hueco insaciable. Además no sé, te habrás fijado que este bungalow invita, basta que uno se instale en la veranda y mire un rato hacia el río y los naranjales, de golpe se está increíblemente lejos de Buenos Aires, perdido en un mundo elemental. Me acuerdo de Láinez cuando nos decía que el Delta hubiera tenido que llamarse el Alfa. Y esa otra vez en la clase de matemáticas, cuando vos... ¿Pero por qué nombraste a Lucio, era necesario que dijeras: Lucio?
El coñac está ahí, servite. A veces me pregunto por qué te molestás todavía en venir a visitarme. Te embarrás los zapatos, te aguantás los mosquitos y el olor de la lámpara a kerosene...Ya sé, no pogas la cara del amigo ofendido. No es eso, Mauricio, pero en realidad sos el único que queda, del grupo de entonces ya no veo a nadie. Vos, cada cinco o seis meses llega tu carta, y después la lancha te trae con un paquete de libros y botellas, con noticias de ese mundo remoto a menos de cincuenta kilómetros, a lo mejor con la esperanza de arrancarme alguna vez de este rancho medio podrido. No te ofendas, pero casi me da rabia tu fidelidad amistosa. Comprendé, tiene algo de reproche, cuando te vas me siento como enjuiciado, todas mis elecciones definitivas me parecen simples formas de la hipocondría, que un viaje a la ciudad bastaría para mandar al diablo. Vos pertenecés a esa especie de testigos cariñosos que hasta en los peores sueños nos acosan sonriendo. Y ya que hablamos de sueños, ya que nombraste a Lucio, por qué no habría de contarte el sueño como entonces se lo conté a él. Era aquí mismo, pero en esos tiempos— ¿cuántos años ya, viejo?— todos ustedes venían a pasar temporadas al bungalow que me dejaban mis padres, nos daba por el remo, por leer poesía hasta la náusea, por enamorarnos desesperadamente de lo más precario y lo más perecedero, todo eso envuelto en una infinita pedantería inofensiva, en una ternura de cachorros sonsos. Éramos tan jóvenes, Mauricio, resultaba tan fácil creerse hastiado, acariciar la imagen de la muerte entre discos de jazz y mate amargo, dueños de una sólida inmortalidad de cincuenta o sesenta años por vivir. Vos eras el más retraído, mostrabas ya esa cortés fidelidad que no se puede rechazar como se rechazan otras fidelidades más impertinentes. Nos mirabas un poco desde fuera, y ya entonces aprendí a admirar en vos las cualidades de los gatos. Uno habla con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla con vos como yo ahora. Pero entonces estaban los otros, y jugábamos a tomarnos en serio. Sabés, lo terrible de ese momento de la juventud es que en una hora oscura y sin nombre todo deja de ser serio para ceder a la sucia máscara de seriedad que hay que ponerse en la cara, y yo ahora soy el doctor fulano, y vos el ingeniero mengano, bruscamente nos hemos quedado atrás, empezamos a vernos de otro modo, aunque por un tiempo persistamos en los rituales, en los juegos comunes, en las cenas de camaradería que tiran sus últimos salvavidas en medio de la dispersión y el abandono, y todo es tan horriblemente natural, Mauricio, y a algunos les duele más que a otros, los hay como vos que van pasando por sus edades sin sentirlo, que encuentran normal un álbum donde uno se ve con pantalones cortos, con un sombrero de paja o el uniforme de conscripto...En fin, hablábamos de un sueño que tuve en ese tiempo, y era un sueño que empezaba aquí en la veranda, conmigo mirando la luna llena sobre los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran ni siquiera los perros, y después siguiendo un vago sendero hasta llegar al río, andado despacio por la orilla con la sensación de estar descalzo y que los pies se me hundían en el barro. En el sueño yo estaba solo en la isla, lo que era raro en ese tiempo; si volviese a soñarlo ahora la soledad no me parecería tan vecina de la pesadilla como entonces. Una soledad con la luna apenas trepada en el cielo de la otra orilla, con el chapoteo del río y a veces el golpe aplastado de un durazno cayendo en una zanja. Ahora hasta las ranas se habían callado, el aire estaba pegajoso como esta noche, o como casi siempre aquí, y parecía necesario seguir, dejar atrás el muelle, meterse por la vuelta grande de la costa, cruzar los naranjales, siempre con la luna en la cara. No invento nada, Mauricio, la memoria sabe lo que debe guardar entero. Te cuento lo mismo que entonces le conté a Lucio, voy llegando al lugar donde los juncos raleaban poco a poco y una lengua de tierra avanzaba sobre el río, peligrosa por el barro y la proximidad del canal, porque en el sueño yo sabía que eso era un canal profundo y lleno de remansos, y me acercaba a la punta paso a paso, hundiéndome en el barro amarillo y caliente de luna. Y así me quedé en el borde, viendo del otro lado los cañaverales negros donde el agua se perdía secreta mientras aquí, tan cerca, el río manoteaba solapado buscando dónde agarrarse, resbalando otra vez y empecinándose. Todo el canal era luna, una inmensa cuchillería confusa que me tajeaba los ojos, y encima un cielo aplastándose contra la nuca y los hombros, obligándome a mirar interminablemente el agua. Y cuando río arriba vi el cuerpo del ahogado, balanceándose lentamente como para desenredarse de los juncos de la otra orilla, la razón de la noche y de que yo estuvierra en ella se resolvió en esa mancha negra a la deriva, que giraba apenas, retenida por un tobillo, por una mano, oscilando blandamente para soltarse saliendo de los juncos hasta ingresar en la corriente del canal, acercándose cadenciosa a la ribera desnuda donde la luna iba a darle de lleno en plena cara.
Estás pálido, Mauricio. Apelemos al coñac, si querés. Lucio también estaba un poco pálido cuando le conté el sueño. Me dijo solamente: «¿Cómo te acordás de los detalles?» Y a diferencia de vos, cortés como siempre, él parecía adelantarse a lo que le estaba contando, como si temiera que de golpe se me olvidase el resto del sueño. Pero todavía faltaba algo, te estaba diciendo que la corriente del canal hacía girar el cuerpo, jugaba con él antes de traerlo de mi lado, y al borde de la lengua de tierra yo esperaba ese momento en que pasaría casi a mis pies y podría verle la cara. Otra vuelta, un brazo blandamente tendido como si eso nadara todavía, la luna hincándose en el pecho, mordiéndole el vientre, las piernas pálidas, desnudando otra vez al ahogado boca arriba. Tan cerca de mí que me hubiera bastado agacharme para sujetarlo del pelo, tan cerca que lo reconocí, Mauricio, le vi la cara y grité, creo, algo como un grito que me arrancó de mí mismo y me tiró en el despertar, en el jarro de agua que bebí jadeando, en la asombrada y confundida conciencia de que ya no me acordaba de esa cara que acababa de reconocer. Y eso seguiría ya corriente abajo, de nada serviría cerrar los ojos y querer volver al borde del agua, al borde del sueño, luchando por acordarme, queriendo precisamente eso que algo en mí no quería. En fin, vos sabés que más tarde uno se conforma, la máquina diurna está ahí con sus bielas bien lubricadas, con sus rótulos bien satisfactorios. Ese fin de semana viniste vos, vinieron Lucio y los otros, anduvimos de fiesta todo aquel verano, me acuerdo que después te fuiste al norte, llovió mucho en el delta, y hacia el fin Lucio se hartó de la isla, la lluvia y tantas cosas lo enervaban, de golpe nos mirábamos como yo nunca hubiera pensado que podríamos mirarnos. Entonces empezaron los refugios en el ajedrez o la lectura, el cansancio de tantas inútiles concesiones, y cuando Lucio volvía a Buenos Aires yo me juraba no esperarlo más, incluía a todos mis amigos, al verde mundo que día a día se iba cerrando y muriendo, en una misma hastiada condenación. Pero si algunos se daban por enterados y no aparecían más después de un impecable «hasta pronto», Lucio volvía sin ganas, yo estaba en el muelle esperándolo, nos mirábamos como desde lejos, realmente desde ese otro mundo cada vez más atrás, el pobre paraíso perdido que empecinadamente él volvía a buscar y yo me obstinaba en defenderle casi sin ganas. Vos nunca sospechaste demasiado todo eso, Mauricio, veraneante imperturbable en alguna quebrada norteña, pero ese fin de verano...¿La ves, allá? Empieza a levantarse entre los juncos, dentro de un momento te dará en la cara. A esta hora es curioso cómo crece el chapoteo del río, no sé si porque los pájaros se han callado o porque la sombra consiente mejor ciertos sonidos. Ya ves, sería injusto no terminar lo que te estaba contando, en esta altura de la noche en que todo coincide cada vez más con esa otra noche en que se lo conté a Lucio. Hasta la situación es simétrica, en esa silla de hamaca llenás el hueco de Lucio que venía en ese fin de verano y se quedaba como vos sin hablar, él que tanto había hablado, y dejaba correr las horas bebiendo, resentido por nada o por la nada, por esa repleta nada que nos iba acosando sin que pudiéramos defendernos. Yo no creía que hubiera odio en nosotros, era a la vez menos y peor que el odio, un hastío en el centro mismo de algo que había sido a veces una tormenta o un girasol o si preferís una espada, todo menos ese tedio, ese otoño pardo y sucio que crecía desde adentro como telas en los ojos. Salíamos a recorrer la isla, corteses y amables, cuidando de no herirnos; caminábamos sobre hojas secas, pesados colchones de hojas secas a la orilla del río. A veces me engañaba el silencio, a veces una palabra con el acento de antes, y tal vez Lucio caía conmigo en las astutas trampas inútiles del hábito, hasta que una mirada o el deseo acuciante de estar a solas nos ponía de nuevo frente a frente, siempre amables y corteses y extranjeros. Entonces él me dijo: «Es una hermosa noche; caminemos.» Y como podríamos hacerlo ahora vos y yo, bajamos de la veranda y fuimos hacia allá, donde sale esa luna que te da en los ojos. No me acuerdo demasiado del camino, Lucio iba delante y yo dejaba que mis pasos cayeran sobre sus huellas y aplastaran otra vez las hojas muertas. En algún momento debí empezar a reconocer la senda entre los naranjos; quizá fue más allá, del lado de los últimos ranchos y los juncales. Sé que en ese momento la silueta de Lucio se volvió lo único incongruente en ese encuentro metro a metro, noche a noche, a tal punto coincidente que no me extrañé cuando los juncos se abrieron para mostar a plena luna la lengua de tierra entrando en el canal, las manos del río resbalando sobre el barro amarillo. En alguna parte a nuestras espaldas un durazno podrido cayó con un golpe que tenía lago de bofetada, de torpeza indecible.
Al borde del agua, Lucio se volvió y me estuvo mirando un momento. Dijo: «¿Este es el lugar, verdad?» Nunca habíamos vuelto a hablar del sueño, pero le contesté: «Sí, este es el lugar.» Pasó un tiempo antes de que dijera: «Hasta eso me has robado, hasta mi deseo más secreto; porque yo he deseado un sitio así, yo he necesitado un sitio así. Has soñado un sueño ajeno.» Y cuando dijo eso, Mauricio, cuando lo dijo con una voz monótona y dando un paso hacia mí, algo debió estallar en mi olvido, cerré los ojos y supe que iba a recordar, sin mirar hacia el río supe que iba a ver el final del sueño, y lo vi, Mauricio, vi al ahogado con la luna arrodillada sobre el pecho, y la cara del ahogado era la mía, Mauricio, la cara del ahogado era la mía.
 ¿Por qué te vas? Si te hace falta, hay un revólver en el cajón del escritorio, si querés podés alertar a la gente del otro rancho. Pero quedate, Mauricio, quedate otro poco oyendo el chapoteo del río, a lo mejor acabarás por sentir que entre todas esas manos de agua y juncos que resbalan en el barro y se deshacen en remolinos, hay unas manos que a esta hora se hincan en las raíces y no sueltan, algo trepa al muelle y se endereza cubierto de basuras y mordiscos de peces, viene hacia aquí a buscarme. Todavía puedo dar vuelta la moneda, todavía puedo matarlo otra vez, pero se obstina y vuelve y alguna noche me llevará con él. Me llevará, te digo, y el sueño cumplirá su imagen verdadera. Tendré que ir, la lengua de tierra y los cañaverales me verán pasar boca arriba, magnífico de luna, y el sueño estará al fin completo, Mauricio, el sueño estará al fin completo.

 Julio Cortázar -Final del juego, 1956

lunes, 27 de abril de 2015

Una misma habitación, un mismo cuento.

Los argentinos Julio Cortázar (1914-1984), Jorge Luis Borges (1889-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) eligieron el Cervantes, un modesto establecimiento del centro de Montevideo, para pasar sus noches en la capital uruguaya, mientras que el español Federico García Lorca (1898-1936) estuvo una larga temporada en el lujoso Carrasco, en el lugar de veraneo de la alta sociedad porteña de entonces.
Es conocida la casa que el chileno Pablo Neruda (1904-1973) tenía en el balneario uruguayo de Atlántida, pero poco se sabe de los días que el poeta pasó en la capital uruguaya, casi de incógnito, bajo los techos de un coqueto hotel de la Ciudad Vieja llamado actualmente Plaza Fuerte.
De estas visitas no quedan más que leyendas, viejas anécdotas y alguna que otra placa conmemorativa. Sin embargo, a través de sus escritos y sus vicisitudes personales, es posible descubrir la huella que dejaron esos establecimientos en tan ilustres huéspedes.
UN HOTEL, DOS CUENTOS DE MISTERIO
Bioy Casares achacó la “casualidad” a un hecho del que estudiosos e intelectuales han escrito durante décadas. El cuento de Cortázar “La puerta condenada”, publicado en 1956; y el relato de 1962 “Un viaje” o “El Mago Inmortal”, de Casares son, a grandes rasgos, prácticamente idénticos. Tienen en común un personaje principal, un comerciante que viaja a Montevideo por motivos laborales, y una trama en la que misteriosas voces procedentes de una habitación de hotel turban el sueño del protagonista.
Cortázar sostuvo que en esta coincidencia había un mensaje indescifrable, una tercera voluntad, tal vez porque más allá de la concurrencia argumental, ambos relatos hacían referencia a un pequeño hotel situado en el centro de Montevideo: el Cervantes.
“A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”, arranca el cuento de Cortázar.
“Juraría que al chofer del taxi le ordené: “Al hotel Cervantes”. Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel”, narra el protagonista de Bioy.
El hotel Cervantes fue inaugurado en 1927 y contaba con 63 habitaciones, un teatro independiente, dos salones y terrazas al estilo andaluz. Para cuando fue visitado por ambos escritores argentinos, unos 30 años después de su apertura, “era un lugar ya descuidado por el paso del tiempo”, explicó el crítico literario uruguayo Rodolfo Fattoruso.
TRAS LAS HUELLAS DE NERUDA
“(...) Pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecía el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica”. Así continúa Bioy Casares su relato ambientado en Montevideo.
Finalmente, su protagonista se hospedará en La Alhambra, un lujoso hotel de la capital situado en la Plaza Matriz. Antes de ubicarse allí, el La Alhambra ocupaba un coqueto edificio entre las calles Sarandí y Bartolomé Mitre, en el corazón de la Ciudad Vieja.
Se trata del actual Hotel Plaza Fuerte, un centenario establecimiento que en 1995, después de ocho años en desuso, fue objeto de una costosa rehabilitación. Para entonces ya era considerado uno de los edificios más bellos y emblemáticos de la zona, más aún cuando cuenta con una curiosa leyenda, cuyo protagonista es el poeta chileno Pablo Neruda.
En 2006, el grupo español Capital Hoteles se hizo con el establecimiento y, desde entonces, su gerente, Marcelo Añón, ha movido cielo y tierra para poder dar con los documentos que acrediten la estadía del poeta en alguna de sus habitaciones.
Fue el anterior gerente del Plaza Fuerte, Miguel Cattivelli, el que le contó a Añón la curiosa historia: unos días después de la reapertura del hotel, Cattivelli recibió la visita de una mujer. Se presentó como una antigua librera del barrio y contó que años atrás, alrededor de 1945, era una asidua del Plaza Fuerte, donde acudía casi diariamente para suministrar libros siempre al mismo cliente: Neruda.
“Me he llenado de polvo revolviendo en los sótanos del hotel, hemos investigado archivos y hasta consultado con la policía”, aseguró el gerente, que aún no ha conseguido hacerse con la prueba física que indique que Neruda estuvo allí porque, como explicó, de aquel entonces el hotel no conserva registro de huéspedes. Además, las autoridades tampoco tienen recogidas las idas y venidas de la “población flotante” de la época.
En cualquier caso, a Añón no le resulta difícil imaginarse al autor de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” eligiendo su hotel para quedarse los días que pasó en Montevideo, “seguramente atraído por una mezcla de “glamour’ y bohemia que se respiraba por entonces en la Ciudad Vieja”, nombre del casco antiguo de la capital uruguaya, apostilló.
“YERMA, A ORILLAS DEL RÍO DE LA PLATA”
Para su estancia en Montevideo en 1934, Federico García Lorca prefirió el lujo y el confort del Carrasco, un monumental hotel inaugurado en 1921 y en desuso desde hace más de diez años.
Está ubicado en la zona de Carrasco, actualmente el barrio más selecto de la capital y que entonces era el lugar de veraneo más lujoso a ambas orillas del Río de la Plata, pero de sus años de esplendor hoy sólo quedan grandes salones oscuros y derruidos, además de una placa de bronce en recuerdo a la estadía del poeta, que desde una habitación con vistas al río compuso el tercer acto de su tragedia “Yerma”.
Desde hace unos meses Carrasco Nobile S.A. -integrada por el grupo español Codere y el francés Sofitel- trabaja en la rehabilitación del majestuoso edificio donde, según cuenta el escritor José Mora Gaurnido en su libro “Federico García Lorca y su mundo” (Editorial Losada, 1958), el poeta fue sometido “a una especie de amable y disimulado secuestro”. Al parecer, sus amigos en la ciudad, entre los que estaba el también poeta Enrique Díez Canedo, entonces embajador de España en Uruguay, lo perdieron de vista. Cada vez que le llamaban al hotel, les decían que el poeta no estaba. Cuando después de unos días decidieron ir a visitarle, allí se encontraba, en su habitación, concentrado en su escritorio y escribiendo el tercer acto de “Yerma”.
“Estamos trabajando en recuperar el hotel tal y como había sido pensado en su origen” , apuntó el director del proyecto, Guillermo Arcani, quien explicó que en la rehabilitación, que ya está en marcha, se combinarán las técnicas más modernas de reconstrucción con las mismas que se utilizaron para ponerlo en pie, sobre todo en su espectacular fachada de estilo afrancesado.
La mejor forma de recuperar la elegancia de la que hizo gala durante décadas. Un ingrediente que siempre acompañó al Carrasco, al Cervantes y al Plaza Fuerte, pero que no fue el único aliciente por el que tan célebres escritores llegaron hasta sus habitaciones, ya que tal y como versa la cita del Quijote con la que Bioy Casares comienza su relato montevideano: “O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe”.
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Julio Cortázar.
UN BARRIO LITERARIO EN MONTEVIDEO
“El Cervantes era una especie de emblema. No tenía ningún motivo para ser importante, ni por su servicio ni por una gran tradición, pero se hizo a sí mismo”, apuntó el crítico uruguayo Rodolfo Fattoruso, especializado en la literatura de otro célebre huésped del hotel, Jorge Luis Borges.
“El centro no era lo que es hoy. Había muchos bares y una suerte de bohemia de la que él (Borges) participaba”, contó el experto.
La vida en Montevideo para Borges, que pasó varias temporadas en la ciudad entre los años 1945 y 1955, giraba en torno a dos lugares: el Cervantes y El Tupí, un bar situado a pocas calles del hotel, donde “se desarrollaba la vida de las tertulias”, añadió Fattoruso.
Declarado Monumento Histórico Nacional en 2002, el viejo Cervantes se convertirá en 2011 en el cinco estrellas Esplendor Cervantes Montevideo. Con una inversión de 8 millones de dólares del grupo argentino Fën Hoteles, el nuevo hotel ya está siendo reformado para albergar 85 habitaciones, un salón de eventos, restaurante, salas de lectura y un spa.
Fiel a su herencia, la puesta en funcionamiento del Cervantes será el punto de partida para crear una nueva zona de interés cultural y turístico en la ciudad: el Barrio Literario.
“La idea es fomentar la radicación de librerías, bares literarios y otros comercios afines, apoyar proyectos de actividades literarias y artísticas, y otorgarle al área una nueva estética siempre preservando su aspecto tradicional”, dijo Eduardo Quintans, portavoz de la Intendencia de Montevideo.
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Adolfo Bioy Casares.
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Pablo Neruda reposó, casi de incógnito, bajo los techos de 
este coqueto hotel de la Ciudad Vieja llamado Plaza Fuerte.

jueves, 9 de octubre de 2014

El Aleph (libros subrayados)

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podría consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación...

No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa.

...acepté con más resignación que entusiasmo...

...un solo detalle que no confirme la severa verdad...

Empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo...

Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz.

...un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
Está en el sótano del comedor-. Es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tienen prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por a escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.

Baja, podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló
...cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno.
...sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.

Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde...vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos... vi una quinta de Adrogué... vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche)
... vi mi dormitorio sin nadie, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo.

Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé al despedirme , y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes  médicos.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

jueves, 18 de septiembre de 2014

El jardín de los senderos que se bifurcan

En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos, fuera el de mi muerte implacable.
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora.

Los innumerables pasados que confluyen en mí.

Me sentí por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí...

La tarde era íntima, infinita, el camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas.

Creía en infinitas series de tiempos,

Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmentese ignoran, abarca todas las posibilidades.

El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros.




jueves, 2 de mayo de 2013

El cautivo





En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa.
Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.
J. L. Borges

miércoles, 6 de febrero de 2013

Delia Elena San Marco

Se lo dedico a Ud. mi mejor y más fiel entusiasta (palabras de María) porque hace unos días mi súplica le hizo ruido y me ha escrito el mejor de todos los escritos. Y porque ud mismo en esa despedida ahogada y silenciosa no pudo decir tanto y hoy sí nosotros leerlo.
Porque en el anterior le dije que me recordaba a éste cuento, y lo busqué hasta encontrarlo.
Que está entre mis diez favoritos, que no por breve deja de ser magistral; por ese énfasis de las despedidas, de las que sabemos para siempre y aquellas que imprevistas nos arrebatan lo más cercano.
Los espero a todos, no se sientan excluídos. La propuesta es: los adioses.


Delia Elena San Marcos


Nos despedimos en una de las esquinas del Once.

Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano. Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.

Ya no nos vimos y un año después usted había muerto.

Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación. Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la carne.

Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente. Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.

Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.

Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia. 



Jorge Luis BorgesEl hacedorBuenos Aires, Emecé, 1960

miércoles, 11 de julio de 2012

El Sur


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.