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martes, 31 de marzo de 2015

Onetti, por Eduardo Galeano

Juan Carlos Onetty y Eduardo Gaeleano
Madrid 1980.
Onetti
Yo no tenía ni veinte años y andaba jugando a la gallina ciega en las noches del mundo.
Quería pintar, y no podía. Quería escribir, y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo llevaba a Juan Carlos Onetti. 
Él estaba siempre en cama, por pereza, por tristeza, rodeado de pirámides de puchos, tras una muralla de botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El maestro Onetti miraba el techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y quizás mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación nacional e internacional:
-La cosa se jodió -decía- el día que los milicos y las mujeres aprendieron a leer.
Sentado a su orilla, yo esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
-Mirá, pibe. Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo.
Eduardo Galeano - El libro de los abrazos.


Buen martes, Fueguitos. Acá al pie les dejo el film "Jamás leí a Onetti" con la participación de Eduardo Galeano. No se lo pierdan.


domingo, 17 de junio de 2012

Un sueño realizado (última entrega)

Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina
Existe una tercera razón: los cuentos de Onetti pertenecen, como sus novelas, a un mismo espacio imaginario, son fragmentos de ese gran libro de libros que lleva medio siglo escribiendo y que sus lectores fieles perciben dotado de todos los pormenores y las simultaneidades y las repeticiones de la realidad. Un cuento puede vaticinarnos en muchos años el porvenir o el pasado de un personaje al que conocimos en una novela. Cuando uno ha leído, por ejemplo, La vida breve, y empieza a adentrarse en La casa en la arena tiene la sensación fascinadora de haber estado ya en el lugar de ese relato: de regresar a esa playa, de ver de nuevo y oír al doctor Díaz Grey. Cuando apareció, en 1986, después de siete años de silencio, Presencia y otros cuentos, libro tratado por la crítica española con un perfecto desdén, el lector no habitual de Onetti encontraba a un personaje solitario y sórdido, exiliado en Madrid, maduro, a punto de ser viejo, alguien que aludía sin detalle a la propiedad perdida de un periódico y que se consagraba, muy onettianamente, a construir un sueño dictado por la nostalgia y el deseo y urdido con los materiales menos prometedores de la realidad. Al cabo de unas páginas, el nombre de ese personaje, dicho como al azar, nos lo restituía entero, vinculando además ese cuento tan breve a toda la ficción anterior de Onetti: este hombre exiliado en Madrid, fugitivo de una dictadura militar, que añora a una mujer presa y tal vez asesinada, es nada menos que Jorge Malabia, el adolescente literario y patético que usaba boina y fumaba en pipa en Juntacadáveres y en El álbum, el joven ya embrutecido por la vida adulta, los caballos y los revólveres que aparece vengativamente en La muerte y la niña: las referencias interiores daban de pronto a ese cuento, Presencia, tan dolorosamente actual en su condición de testimonio del destierro y del terror político, profundidades espaciales y temporales, resonancias en la memoria de los personajes y de los lectores, de modo que su breve lectura era al mismo tiempo una lectura de todos los libros de Onetti, y también un contrapunto de la atemporalidad de Santa María y de su posible condición de mundo cerrado, o de eso que viene a llamarse ahora, con reiterada pedantería, «territorio mítico» (hay novelistas que deciden establecer un territorio mítico como el que decide comprar una parcela).
En Tan triste como ella, que es sin duda la historia de amor y de resentimiento más abrumadoramente triste que se haya escrito en español, la falta absoluta de referencias exteriores y hasta casi de nombres (no sabemos cómo se llaman ni la protagonista ni su marido: no sabemos tampoco en qué ciudad o en qué país está esa casa rodeada de muros, con ese jardín ferozmente entregado a las excavadoras y al cemento) es desmentida, o matizada, por un detalle menor, por una información de apariencia neutral: «Ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus». Para el lector habituado, estas pocas palabras sitúan la historia, sin necesidad de descripciones ni de explicaciones, en uno de los paisajes de Santa María, la zona de la orilla del río donde Jeremías Petrus construyó su fracasado astillero y la casa elevada sobre pilares de cemento donde vivía recluida su hija, Angélica Inés. De este modo, sin decir casi nada, Onetti le otorga otra dimensión mucho más amplia a la claustrofobia de Tan triste como ella, y nos devuelve entero el recuerdo de El astillero, y con él el de Larsen o Juntacadáveres, el de su aparición en Santa María, su caída y su regreso último...
Los cuentos de Onetti, pues, postulan sus novelas, y se confunden en el mismo tejer y destejer de su imaginación narrativa, pero aún se les puede señalar un parentesco más estrecho con ellas, un grado aún mayor de negación de las categorías y los géneros: las novelas de Onetti suelen constituirse en torno a puntos o ejes de máxima intensidad que se mantienen muy flexiblemente unidos entre sí, yuxtaponiéndose o entrecruzándose sin disolverse nunca en una historia única, en un solo punto de vista. En cada novela hay una polifonía no sólo de voces, sino de narraciones distintas, que acaso nacieron como ideas para cuentos pero que se fueron agregando las unas a las otras según las leyes y las afinidades secretas que van revelándose como por sí mismas en el proceso de la invención. De modo que, si es posible, y necesario, leer los cuentos como capítulos de una novela, igualmente pueden distinguirse en las novelas las unidades menores y autónomas que se mezclan en un flujo mayor, y ése es uno de los placeres más excitantes de su lectura: parece que La vida breve o Juntacadáveres o Dejemos hablar al viento van escribiéndose por sí mismas al tiempo que nosotros las leemos; parece que los tanteos y las incertidumbres de la narración son nuestros, que nosotros mismos, mediante el veneno de la lectura, nos transfiguramos en personajes de Onetti y soñamos sus vidas como si fueran nuestras, o como si no fueran de nadie, igual que ellos sueñan las vidas de otros o los ven vivir desde una lejanía y una inmovilidad que son exactamente la lejanía absoluta y la inmovilidad perezosa y caviladora del lector.
La pluralidad fragmentaria del libro nos sugiere que es así como se perciben de verdad las cosas, con una mezcla de conocimiento, de olvido y de adivinación, sin esa rigidez tan embus18 tera, pero tan consoladora, de las novelas perfectamente concluidas y cerradas; el aire de casualidad, las discontinuidades, las historias reveladas a medias, las informaciones tardías que al cabo de mucho tiempo dan sentido a una historia ya contada equivalen en literatura a esas líneas y manchas de la pintura que sólo llegan a existir como paisajes o rostros en la retina y en la imaginación visual del espectador: es en nuestra imaginación donde acaban de escribirse las novelas de Onetti, y sólo nuestra atención activa, nuestra devoción, nuestra familiaridad gradual nos van descubriendo poco a poco las resonancias interiores, las semejanzas, los lazos ocultos entre historias y personajes que convierten la totalidad de los libros de Onetti en páginas de una sola narración, que tiene algo del Libro de Arena de Borges y también de Comedia Humana y Enciclopedia del mundo.
En literatura, dice el narrador en un cuento de Onetti, Tiempo se escribe siempre con mayúscula. Santa María es tanto una destilación y un mapa del tiempo como del espacio. Tiene la lentitud de tiempo fósil de las ciudades de provincias, el ritmo pesado con que transcurren las aguas pardas del río y con que se suceden las visitas de la lancha, la majestad solemne y algo torva de los ciclos agrarios. Onetti, lector fervoroso de las novelas del comisario Maigret, conoce como nadie un recurso admirable de Simenon, el de las repeticiones de hábitos, de lugares y gestos, el de sugerir en cada novela cosas que ocurrieron en las otras y que el lector buscará instintivamente en las que no ha leído todavía. El comisario Maigret no es tan intensamente verdadero por la astucia con la que averigua los crímenes, cuyas claves, al fin y al cabo, se nos olvidan a las pocas horas de terminar una novela. Lo que nos gusta de Maigret, como de nuestros amigos, o más bien lo que lo hace semejante a nosotros, es que reconocemos sus costumbres, que nos lo sabemos tan fielmente que podríamos escribir más de una de las páginas que estamos leyendo: la limpieza umbría de las tabernas por la mañana, los bocadillos y las jarras de cerveza subidos a deshoras de la cervecería Dauphine, los andares lentos, seguros y como casuales del comisario cuando sigue a alguien por una calle de provincias francesa.
Algo muy parecido nos ocurre con el más constante de los héroes de Juan Carlos Onetti, el doctor Díaz Grey, que aparece y desaparece en los cuentos y en las novelas igual que ciertas personas aparecen y desaparecen a lo largo de nuestras vidas, tan invariable como el comisario Maigret, tan casi intocado por el tiempo desde que Juan María Brausen lo puso en Santa María y en su consultorio de médico, nacido de la nada, de la arbitrariedad de su creador, como Adán y Maigret y el juez Gavin Stevens o el vendedor ambulante V. K. Ratliff de Faulkner, con una edad que ronda siempre los cincuenta años, con un pasado que se limita a unos cuantos rasgos inexactos, y dotado de una conciencia de sí mismo, de su condición de personaje, de criatura de Brausen, que no es más precaria o temerosa que la conciencia de temporalidad de cualquiera de nosotros: «Dudaba, desinteresado, de sus años. Brausen puede haberme hecho nacer en Santa María con treinta o cuarenta años de pasado inexplicable, ignorado para siempre».
Onetti dijo una vez que conocía tan bien al comisario Maigret que estaba seguro de identificarlo si lo veía de espaldas por la calle. Igual nos ocurre con el doctor Díaz Grey: lo reconoceríamos sin verle la cara, tan sólo por el modo en que mira por la ventana de su consultorio, al otro lado de la mesa, desabrochándose la bata blanca con un aire casi de liturgia. Pero también sabemos exactamente lo que ve, aunque Onetti no nos lo diga: nos parecemos a Onetti y a Brausen en que Santa María es uno de los lugares más familiares de nuestra imaginación.  ---  A un lector distraído le puede parecer que Santa María, ciudad inexistente, corresponde al tiempo inmóvil o circular de los mitos, pero ésa es otra de las expectativas que Onetti prefiere sutilmente defraudar, aunque algunas veces parezca que las cumple. En literatura tiempo se escribe con mayúscula porque casi siempre se escribe sobre el tiempo y se trabaja con él en la misma medida en que el alfarero trabaja con la arcilla o el fotógrafo con los procesos químicos de la fijación de la luz. Pero la manera en que Onetti trata el tiempo —y uso el verbo en su sentido de operación material— ignora toda linealidad y descompone esa apariencia de quietud en una pluralidad de presentes, pasados y porvenires que acaban existiendo simultáneamente.
No se trata de una voluntad de barroquismo, o de malabarismo técnico, sino de una tentativa de contar las cosas como son, que es casi siempre como las recordamos o las imaginamos, o como decidimos que sean. En la conciencia no existe una linealidad absoluta del tiempo, del mismo modo que la mirada no obedece a las leyes geométricas de la perspectiva. A los personajes de Onetti, igual que a personas reales, se les puede aplicar aquel dictamen de Pascal según el cual nadie vive de manera estable en el presente. Todo el mundo habita tiempos mezclados, una encrucijada de expectativas y recuerdos que se confunden en el ahora mismo y que muchas veces o lo desfiguran o lo borran. En este sentido, podría decirse que el juego de la afirmación y la negación del presente es uno de los nervios vitales de la narrativa de Onetti, en correspondencia con su otro juego más querido, el de la afirmación y la negación de lo real. De ahí que los hechos, en los cuentos, casi nunca se presenten con una ambición o una apariencia de objetividad, de sucesos neutrales que el lector presencia tan sin mediación como la vida que tiene frente a sí: dentro de los cuentos casi siempre hay alguien que cuenta o alguien que recuerda —con frecuencia, el doctor Díaz Grey—, y los mecanismos de la memoria, de la palabra, de la invención involuntaria, de la ignorancia parcial, de la pura desfiguración del tiempo, son una parte de la materia contada.
Onetti es de esos escritores dotados de una percepción tan singular y poderosa del mundo y de sus propias facultades que son inconfundibles desde las primeras líneas que publican y están plenamente en cualquier cosa que escriban, desde una carta al director de un periódico (arte en el que Onetti es un maestro sutil) hasta una novela de quinientas páginas. Su primer cuento, escrito a los veintitantos años, Avenida de Mayo-Diagonal21 Avenida de Mayo, es, a pesar de todas las imperfecciones que puedan atribuírsele retrospectivamente, tan Onetti como Dejemos hablar al viento. En Un sueño realizado, que es de 1941, uno encuentra, ya en estado de perfección, la imagen del mundo y las nociones del tiempo y del relato que irán desplegándose con infatigable y maravillosa fuerza narrativa a lo largo de varias décadas.
Un viejo retirado en un asilo de pobres, ex director o productor teatral arruinado muchas veces, dotado de un grotesco peluquín y de una dentadura postiza que no se quita ni para dormir, encuentra en la biblioteca del asilo un ejemplar de Hamlet, y ese hallazgo le dispara el recuerdo de algo que sucedió muchos años atrás. Hay, pues, un primer grado de mediación, el de la memoria de un hombre que escapa del presente miserable de la vejez a un pasado lejano. Pero en el recuerdo se convierte no en protagonista, sino en personaje secundario y narrador de las vidas de otros, de la aparición, en una capital de provincia todavía innominada, pero en la que ya reconocemos a Santa María, de una mujer extravagante y sin duda perturbada, ridícula en el anacronismo de su peinado y su vestuario, perdida en la confusión del tiempo: «Aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días». Esta mujer, que en el cuento carece de nombre, es la portadora de un enigma y de una historia, o un sueño. El enigma es el de su origen, el del motivo de su extravío y el de su biografía hasta ese momento. Como tantos otros personajes de Onetti, quien posee como nadie la suprema virtud de escribir no escribiendo, de usar el silencio como un pintor las zonas de lienzo desnudo, esta mujer está más hecha de lo que no se dice que de lo que se dice de ella. En cuanto al sueño, no llega a ser tampoco una historia, en primer lugar porque los sueños se pierden al ser contados, y en segundo lugar porque ella no atribuye un sentido a las cosas triviales que ocurren en él.
Pero ella quiere ver su sueño realizado, literalmente, en un teatro, con todos los detalles, convertido en un espectáculo al que ella asistirá como suele uno asistir a los sueños, como testigo ajeno y simultáneamente como actor. Los soñadores de Onetti suelen tener una temible resolución: quieren ver cumplidos los sueños, quieren darle forma con ellos al mundo, regirlo en virtud de normas imaginarias tan severamente como si aplicaran el Código Civil. Juan María Brausen, tendido en un apartamento de Buenos Aires, inventó Santa María y se inventó también, a partir de sí mismo, a un personaje falso que se volvía real al otro lado de la pared tan frágil que lo separaba del apartamento contiguo. En Presencia, que es un cuento escrito en España, publicado aquí a principios de los años ochenta, el Jorge Malabia expulsado de Santa María que sobrevive amargado y culpable en Madrid paga a un detective privado impresentable no para que cumpla la tarea imposible que dice encargarle, la de encontrar a una mujer que está presa o muerta al otro lado del océano, sino para que otorgue un cierto grado de materialidad y de realidad al sueño de encontrarla que él mismo se ha trazado. Muchos años atrás, cuando era un adolescente, en el relato titulado El álbum, Malabia le pedía a la mujer desconocida con la que estaba acostándose que le contara historias fabulosas de cacerías y viajes: exigía relatos de sueños con una codicia más intensa que la del deseo, los exigía tan autoritariamente que se sintió decepcionado al comprobar que todas aquellas historias que la desconocida le contó eran ciertas.
Aparte del amor, la tarea preferida por un número considerable de personajes de Onetti es la de inventar, la de contar mentiras y oírlas, la de dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha, pero en ocasiones el propósito de la narración es otro, exactamente el inverso: contando puede alcanzarse una verdad que de otro modo sería inaccesible, una identidad más cierta o más honda que la establecida por las apariencias, incluso una forma amarga de absolución. En La cara de la desgracia, el hombre agobiado por el remordimiento de no haber sabido evitar el suicidio de su hermano se salva transi23 toriamente gracias a la aparición del amor, que en Onetti siempre tiene algo de íntima epifanía y de prodigio: en la playa, de noche, tendido junto a la chica a la que acaba de abrazar, ese hombre le cuenta su culpa y la historia de su hermano, y al contar empieza a comprender lo que antes le estaba negado, la posibilidad de una absolución. En La vida breve Brausen se sentaba en las noches de verano frente a una hoja de papel e intuía que el acto de escribir de algún modo misterioso lo salvaría.
Eso busca la mujer de Un sueño realizado: ser salvada o absuelta por la repetición de un sueño, recobrar y celebrar un instante de dicha inexplicada, unos minutos puros y milagrosos de presente, con todos sus detalles, sin imprecisiones, intangibles, a salvo de la corrupción, del desengaño y del olvido, con todo el lujo de la materialidad y del azar: así la negación se ha convertido gradualmente en afirmación, y los tonos sombríos de la mentira, de la memoria y de la decadencia resulta que ocultaban una celebración de la vida y del tiempo en estado de máxima pureza.
Así es siempre en Onetti. La lectura apresurada, o la simple rutina intelectual tienden a sugerir que el suyo es un mundo en el que sólo existen la desesperación y el horror, un mundo de bares sórdidos y mujeres derruidas, de crueldades ruines y lentas, de oscuridad y amargura. Al principio, cuando uno empezaba a leerlo, eso era lo que le llegaba más crudamente, las dosis indudables de toxicidad que hay en la obra de Onetti, sobre todo en algunos cuentos. A las tres de la madrugada, en las noches enfebrecidas de lectura de los veinte años, yo leía El infierno tan temido y una parte de mí no podía resistirlo y se negaba a seguir leyendo, pero a pesar de eso continuaba, y a la mañana siguiente el despertar tenía, por culpa del insomnio, un desagrado de luz sucia y de resaca. De las páginas de Bienvenido, Bob, igual que de algunos capítulos de La vida breve o Juntacadáveres, salía uno como con olor a ginebra mala y a ceniza fría y a sábanas sucias y sudadas en la ropa.
Costaba un poco más trabajo distinguir, en medio de aquellas rigurosas representaciones del infierno, las rachas de belleza, era preciso aguzar el oído para percibir una línea melódica que discurría casi oculta, pero que, a medida que nos adiestrábamos, se nos volvió tan necesaria y tan conmovedora como la felicidad que dan sin previo aviso algunas canciones. En Onetti hay una permanente furia moral, una rabia indomable contra la sinrazón del tiempo y la deshonestidad y la cobardía que degradan a los hombres, pero la savia de la que se alimenta esa furia es el entusiasmo por lo no corrompido, el agradecimiento por los dones que algunas veces nos otorga la vida. En ninguna parte he visto contada esa clase de gratitud como en dos líneas de La cara de la desgracia, nadie más que Onetti sabe usar de ese modo la precisión y el pudor: «Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella».
Leyendo palabras como ésas se va comprendiendo el sentido y el valor de los sueños que inventan en soledad o que se cuentan sin fatiga unos a otros los personajes de Onetti. La cualidad de embusteros, de cuentistas o de soñadores —albergando en esta peligrosa palabra igual sus significaciones más altas que las más vulgares— es el rasgo que los define, y no son más memorables en virtud de la calidad o de la originalidad de sus sueños, sino de la vehemencia con que se atreven a cuidarlos y a llevarlos a cabo, imperturbables frente a la realidad, incluso frente a la desgracia, el ridículo y la ruina, dispuestos siempre a revivir del fracaso y del tedio en el mismo instante en que se les ofrece una promesa ínfima de plenitud. Tan admirable, desaforado y trágico es el sueño de Jeremías Petrus de edificar un puerto y gran astillero en las orillas cenagosas del río como el sueño de Larsen, o Juntacadáveres, que consiste en la fundación de un prostíbulo perfecto.
En Bienvenido, Bob, el joven que más tarde se corromperá para ingresar, gordo y abotargado, en las ruindades de la vida adulta, sueña con convertirse en arquitecto para crear una ciudad utópica a lo largo de la costa de Santa María. En Jacob y el otro, el apócrifo príncipe Orsini quiere obstinadamente poner en práctica el sueño y la mentira del campeón mundial de lucha Jacob van Oppen. En cuanto a Brausen, ha soñado la ciudad entera y cada vida y pensamiento y emoción de cada uno de sus habitantes, y en la plaza principal hay una estatua suya de bronce que el doctor Díaz Grey mira desde la ventana de su consultorio, mientras se abrocha la bata blanca o se desprende de ella como de una vestidura litúrgica...
Aquí el círculo se cierra, y quien nos queda ahora, quien estaba detrás de todo, de los personajes, sus ciudades, sus pasiones, sus estupideces, sus heroísmos, sus embustes generosos o mediocres, es el más onettiano de todos los soñadores de Onetti, el hombre insomne y perezoso que ha ido inventando todas estas historias a lo largo de más de medio siglo, que las ha ido soñando mientras las escribía, como dejándose llevar por un impulso interior a ellas mismas, sin demasiada premeditación, pero con una persistencia invulnerable al desánimo, a los periodos de indiferencia y de adversidad. En Buenos Aires, en Montevideo, en Madrid, ese hombre que casi nunca duerme y ya no se levanta de la cama y no para de fumar y de leer novelas policiales es el dios padre por quien el mismo Brausen fue creado, la inteligencia oculta que rige y presencia las vidas de los personajes, con una atención particular y única hacia cada uno de ellos, como la que nos decían que nos dedicaba el padre eterno de la teología católica. Escribir es, en gran parte, un sueño voluntario, al mismo tiempo abandonado y metódico, la sensación de que asistimos a la historia que estamos imaginando mientras la contamos. Los lectores de Juan Carlos Onetti hemos aprendido que algunos sueños pueden convertirse en verdad: cada uno de los relatos de este libro, por ejemplo, es un sueño realizado.


FIN

jueves, 7 de junio de 2012

Un sueño realizado (II entrega)


Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina
"Inmediatamente me puse a buscar algún libro de aquel hombre, Onetti. Pero no era fácil encontrarlos. Logré por fin, en el Círculo de Lectores, un volumen de cuentos, y poco después una edición argentina de La vida breve. El astillero, que estaba milagrosamente publicado en la colección Libros TVE, lo sustraje sin remordimiento de la estantería de un conocido, que poseía la colección completa e intacta, aritmética, alineada en un solo anaquel, en el mismo mueble de formica que ocupaba una pared entera y en el que estaba empotrado el televisor.
Desde entonces no he parado de leer a Onetti: en cerca de veinte años ésa es una de las pocas cosas que no han cambiado en mi vida. Han dejado de gustarme la mayor parte de los libros que me apasionaban y he perdido, afortunadamente, casi todos los entusiasmos políticos que me idiotizaban entonces, detesto casi todas las películas que veneraba en aquellos años, he cambiado de amigos, de ciudades, de trabajos y de lealtades sentimentales, así que uno de los pocos rasgos que me unen a quien fui y ya no soy es la lectura de Juan Carlos Onetti, y casi la única cosa que me sigue acompañando de todas las que poseía en los tiempos en que empecé a leerlo es ese ejemplar de sus Cuentos Completos que adquirí en el Círculo de Lectores: un libro de tapas negras, de letra muy pequeña y de hojas que se van volviendo amarillas, firmado y fechado en la primera página con aquella ambición de propiedad con que uno atesoraba entonces los pocos libros que podía comprarse, en un tiempo que visto ahora casi parece otra época: diciembre, 1975.
He leído muchas veces cada uno de esos cuentos. Algunos de ellos no sólo han influido en mis ideas sobre la literatura y han modelado mi propia forma de escribir y de imaginar la ficción: El infierno tan temido, La cara de la desgracia, La casa en la arena, Bienvenido, Bob, Un sueño realizado, forman parte no sólo de mi herencia literaria, sino de mi propia vida, me la han acompañado, me la han amargado, la han nutrido, me han servido para comprender lo que estaba viendo fuera de los libros, para conocer la ternura y tener miedo de la desolación. Cada uno de esos cuentos ha ido cambiando a medida que yo cambiaba, se ha modificado según los estados de ánimo, según los lugares en los que lo leía, según los avatares de mi vida y de mi propia experiencia de escritor. A los veinte años, tendido en la cama de un cuarto de pensión, desvelado y fumando —actitud, como se ve, canónicamente onettiana— leía El infierno tan temido y acababa devastado, con esa intensidad de aniquilamiento con que pueden golpearnos a esas edades los libros. A cada lectura el entusiasmo ha sido idéntico, sin conocer nunca la decepción, sino exactamente la alegría inversa de comprobar que no sólo me seguían gustando esos cuentos, sino que me gustaban mucho más que antes, que podía adentrarme mucho más hondamente en ellos a medida que iba adentrándome en mi propia vida. Palabras como amor, compasión, ternura, gratitud y piedad significarían para mí cosas muy distintas si no las hubiera leído muchas veces en Onetti: la lectura de sus cuentos es una experiencia íntima y decisiva, una presencia delicada y permanente en mi vida, en la manera en la que miro el mundo y en la que imagino y escribo los libros.
Pero no cuento estas cosas por hablar de mí mismo, sino para definir, a través de mi testimonio de lector, la clase de atracción que ejerce la literatura de Juan Carlos Onetti, o el tipo de lectura fiel y de atención apasionada que exige. Hay escritores a los que uno admira como se admira un edificio o una estatua, con reverencia, pero sin intimidad: son los escritores que parecen dirigirse a nosotros en público, como si formáramos parte de la multitud que los escucha de un modo no muy distinto a como puede escucharse a un divo de la ópera. Con Onetti ocurre lo contrario: no es sólo que al leerlo tendamos a pensar que esas palabras están escritas únicamente para nosotros, es que sentimos que estamos asistiendo, con impudor, por milagro, a una narración que existiría igual si no la conociera o la escuchara nadie. Intuiciones parecidas pueden encontrarse en la pintura o en la música: hay canciones, y sinfonías, y cuadros, que se exhiben enfáticamente delante del espectador, que lo halagan, que aspiran descaradamente a seducirlo, a maravillarlo o abrumarlo. Los retratos de Van Dyck, por ejemplo, o ciertos sinfonismos montañosos del siglo xix. Los reyes y los aristócratas ingleses a los que retrataba Van Dyck nos miran desde arriba, desde su jerarquía absolutista, desde su desprecio: cuando es Velázquez quien pinta, un rey que es el dueño del mundo está tan solo y es tan vulnerable o tan digno como un pordiosero o un bufón. Velázquez es grande porque respeta y sugiere el secreto humano de sus personajes: nos miran y parece que se están mirando en un espejo, de esa manera en la que uno mira cuando sabe que está solo. En la música de Fauré, en las Variaciones Goldberg, en los solos de piano de Bill Evans, en la voz de Bessie Smith o de Dinah Washington, nos parece que estamos sorprendiendo un milagro que no precisaba de nosotros ni de ningún testigo para existir. Esas formas supremas del arte crean a su alrededor como un espacio íntimo, como una campana de cristal en la que es preciso encerrarse a solas para comprenderlas: delimitan el espacio y el tiempo alrededor de ellas mismas.
Igual sucede con Onetti. La atención normal, siempre algo distraída, que dedicamos a los libros, incluso a algunos de los que más nos gustan, no sirve delante de los suyos. A Onetti hay que leerlo tensando hasta un grado máximo las destrezas usuales de la lectura, igual que se escucha una música de la que no hay una sola nota que no importe o que se vive un encuentro memorable del que uno quiere apurar sin distracción cada segundo: sus páginas no se agotan nunca, y cada frase vuelve a surgir con tal delicadeza y poderío, con una intensidad tan exaltadora o tan insoportable, que siempre nos parece estar leyéndola por primera vez. Leer a Onetti no es difícil, según dice una superstición idiota: tan sólo exige lo que debería exigir siempre la lectura, una atención incesante, un ensimismamiento que cancele cualquier otro acto, que suprima el mundo exterior. La mejor o la única manera de leerlo es echado en la cama, con mucho tiempo por delante, con una absoluta predisposición de soledad y pereza. Aprenderemos a descubrir sentimientos inéditos, estados de ánimo que formarán parte del repertorio común de nuestra vida pero que tendrán para siempre la tonalidad del estilo de Onetti: conoceremos la dulzura triste, el desengaño ilusionado, la desesperación tranquila, la compasión cruel, los placeres de la mentira y las potestades furiosas de la verdad; percibiremos las cosas a rachas, en fragmentos, bajo una luz oblicua, modificadas o falsificadas por el recuerdo, mejoradas por el olvido, como esas estatuas antiguas que perfeccionó la intemperie; nos estremecerá la juventud con su milagro tan inmediato y sutil como el de la palpitación de un músculo y nos dará asco y terror y lástima la vejez. Encontraremos las palabras exactas y atroces del desengaño («Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio») y las que nombran el arrebato del amor y su promesa de sufrimiento y de felicidad: «Te agarra a traición, como algunas muertes. Y ya no hay nada que hacer, ni patalear ni querer destruir. Porque no se sabe si es una cosa que te golpeó desde afuera o si ya la llevabas como dormida y a veces creíste que estaba muerta para siempre. Y qué pasa entonces. Que la llevabas adentro y sin aviso alguno en un minuto salta y se te derrama por todo el cuerpo y hay que aceptar y todavía peor, hay que alimentarla y hacer que cada día aumente las fuerzas, obligarla a que te haga sufrir más».
Leyendo a Onetti uno va sin darse cuenta convirtiéndose en uno cualquiera de sus personajes.
Un hombre solo en una habitación, echado en la cama, o de pie detrás de una ventana, o acodado en un balcón; un hombre o una mujer que caminan perezosamente por la calle imaginando cosas; alguien, hombre o mujer, sentado en la mesa de un bar, junto a las cristaleras que dan a una plaza, que suele ser la plaza de una ciudad fluvial y provinciana llamada Santa María; alguien echado a la sombra en el mirador de una casa frente al mar, viendo acercarse desde lejos una figura; alguien que cuenta a otra persona una historia, generalmente embustera: con nombres diversos, con peripecias anteriores o posteriores sutilmente monótonas, esas figuras de gente solitaria que casi no hace nada más que observar y mirar o atribuirse, a solas o delante de otros, vidas falsas constituyen los puntos de partida en torno a los cuales crecen las narraciones de Juan Carlos Onetti, sean éstas novelas o relatos, que da igual: las divisiones académicas, las minucias sobre los géneros, sobre lo mayor y lo menor, con casi ningún otro autor se vuelven tan inútiles como con Onetti, en parte porque ha cultivado siempre, con igual lealtad, la novela y el cuento, y en parte sobre todo porque en ambos casos ha alcanzado por perfecta regularidad la maestría."
Continuará

martes, 29 de mayo de 2012

Sueños realizados


Primera Entrega

Juan Carlos Onetti
por Antonio Muñoz Molina

En 1975, cuando Juan Carlos Onetti se exilió en España, su nombre era mucho menos familiar para los lectores pasionales de la literatura latinoamericana que los de García Márquez, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Incluso los lectores, un poco más sofisticados, de Carpentier, de Rulfo y de Borges era difícil 
que conocieran la obra de Onetti, incluso que tuvieran referencias precisas sobre ella. Los lectores españoles se alimentaban entonces con entusiasmo y con cierta envidia de novelas escritas en el español de América, sobre las que tenían, o teníamos, porque en este caso la tercera persona es de una deshonestidad insostenible, una idea general determinada por la lectura de Cien años de soledad, La casa verde y Rayuela. Las novelas sudamericanas habían de ser torrenciales, abrumadoras en su extensión, en su complejidad y en su virtuosismo técnico, de un barroquismo entre colonial y selvático que, según el razonamiento de Carpentier, era la única forma de expresar la realidad de aquellos países: el llamado realismo mágico. En este panorama, Borges ya era una irregularidad, con sus argumentos cerebrales y su propensión a las ambientaciones nórdicas, con su laconismo y su ironía, tan lejanos de los arrebatos tropicales y gramaticales de Carpentier, o de las alfombras voladoras y los gitanos hechiceros de García Márquez.
El tardío hallazgo de Onetti trajo consigo una sorpresa semejante a la de los cuentos de Borges. Sus narraciones carecían tan radicalmente de color local como las de de Franz Kafka, con las que a veces no dejan de guardar un cierto parentesco. 
En cuanto al barroquismo, al parecer obligatorio, dictado por Carpentier, no había ni rastro de él en aquellas páginas que uno empezaba a frecuentar hacia los veinte años, con la ilusión ávida y la nerviosa felicidad de los descubrimientos absolutos. Los héroes de Onetti no disertaban adecuadamente sobre jazz en los cafés de París, no fundaban naciones ni atravesaban cordilleras, no volaban por los aires ni se perdían en selvas ni en laberintos simbólicos: los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar, preferiblemente echados bocarriba en la cama, fumar e inventarse cosas, contar embustes y enamorarse de mujeres sensuales y perdidas, de mujeres pintadas que bebían en los cafés o de muchachas angélicas cuya perfección y dulzura no podían ser merecidas por nadie.
Al poco tiempo de llegar Onetti a Madrid le hicieron una entrevista en la televisión. Yo la vi por casualidad, y no exagero si digo, al cabo de casi veinte años, que aquella entrevista fue el principio de una influencia decisiva en mi vida. Yo no había oído a nadie hablar de literatura con la falta de énfasis, con la mezcla de pasión pudorosa y desapego no del todo ficticio con que hablaba aquel hombre de apellido italiano y voz tan demorada como sus ademanes. Frente a la rimbombancia española (los escritores españoles que aparecían entonces en la televisión tenían aspecto de gobernadores civiles, o de mantenedores de Juegos Florales) aquel hombre exhibía una naturalidad un poco ausente, fatigada y cortés.
Por esa época yo andaba enfermo de lo que el mismo Onetti llamó literatosis, que es una enfermedad a la que sucumben siempre los aspirantes a escritores, los fervorosos artistas adolescentes de provincias, y en virtud de la cual uno convierte la literatura en su religión, su absolutismo y su martirio, y tiende a preferir a los escritores más obviamente literarios, y a imaginar ese oficio como una especie de sacerdocio místico o de destino. A toda esta basura romántica yo agregaba entonces la pasión por un libro excelente de Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, en el que la figura de Flaubert se convierte en el símbolo del escritor anacoreta, disciplinado, casi oficinista, indiferente a todo lo que no sea su obra, atado a ella como a una tiranía laboral de la que extrae, después de una destilación desesperada y dolorosa, algunas líneas geniales. Pero aquel tipo, en la televisión, estaba diciendo exactamente lo contrario: que él escribía sólo cuando le entraban ganas, que igual se pasaba dos días seguidos escribiendo que tres meses sin hacerlo, que escribía de cualquier modo, de noche, en la cama, en pequeños papelitos que luego se le extraviaban entre los cigarrillos y los libros y que su mujer los recogía: el oficio de escritor, en sus palabras, se volvía soluble en los hechos comunes de la vida...

Continuará

martes, 25 de octubre de 2011

Onetti / Benedetti (Correspondencia 1951-1955)


Las cartas intercambiadas entre Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) y Mario Benedetti (Paso de los Toros, 1920, Montevideo 2009), estaban en poder del último. En noviembre de 1998 Benedetti las entregó a fin de que fueran depositadas en el Programa de Documentación en Literaturas Uruguaya y Latinoamericana, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, donde se conservan.
Estas cartas no poseen espesor confesional, en ellas sólo se discute sobre literatura o sobre la vida literaria; por último, la cuidadosa calidad de su escritura expresa una firme conciencia compositiva, la manifestación del placer por el texto más allá de la perentoria comunicación de un mensaje. Una elocuente ironía disparada por Onetti circula en varias comunicaciones: un día la escritura privada se hará pública, se escribe hoy no tanto para decir algo al interlocutor sino para la "gloria". Se escribe para que en el futuro "los cuervos del Instituto de Investigaciones" escudriñen, cubran de bronce, tergiversen las rectas intenciones del creador, según bromea Onetti a principios de 1952 (Carta 4). Con el mismo espíritu lúdico y con no menos ironía, dirá poco después: "No le escribo a usted, sino a la Patria. (Calcule, de aquí a cien años, a los diez de mi muerte, el brillo o punta que pueden sacarle a la frasecita ésa los muchachos del Instituto" (Carta 6). Pudo haber sido más optimista en sus cálculos, porque menos de medio siglo después, y a un lustro y poco de su muerte, se procura sacar alguna "punta" a las frases, socarronas (y no tanto), de este Onetti que, en el fondo, reclamaba perdurar y ser reapropiado como escritor uruguayo.
La cartas van de una orilla a otra del Plata a lo largo de cuatro años exactos: entre la primera mitad de 1951 y el 18 de abril de 1955. Cuando Onetti mandó de Buenos Aires a la capital uruguaya la primera de sus notas, hacía una década que se encontraba radicado en Argentina. Cuando recibió la última que le enviara Benedetti desde Montevideo, faltaba muy pocos meses para que regresara al país de origen. Por eso el epistolario se interrumpe, ya que a partir de mediados del 55 la convivencia en la misma ciudad permite comunicarse en forma más inmediata y directa, si es que eso se llevó a la práctica.
En Madrid se reencontrará con un Benedetti también exiliado, de quien llegó a ser casi vecino, ya que alcanzaron a vivir a poco menos de quince cuadras. Y aunque Onetti no salía de su apartamento, Benedetti llegó a visitarlo allí en más de una ocasión, sobre todo en los últimos años. Quizá no se frecuentaron demasiado en Montevideo, entre 1955 y 1974 (año en que Benedetti se vio obligado a salir del país) ni en la primera etapa del exilio (1974-1980), pero en ese lapso Benedetti escribió varios artículos sobre la narrativa onettiana, reconociéndola siempre como una de las mayores obras de esta América.
El último episodio de esa relación literaria ocurrió en Madrid, en marzo de 1993, cuando Benedetti fue uno de los que presentó la última novela de su amigo: Cuando ya no importe.
En el remoto 1951 Onetti tuvo la iniciativa epistolar. Pero el establecimiento del contacto lo procuró el escritor que residía en Montevideo, quien le envió un ejemplar de su libro Marcel Proust y otros ensayos, publicado aquel año. La respuesta desde Buenos Aires no demoró mucho, porque Onetti tenía una verdadera avidez por estar en diálogo permanente con los jóvenes uruguayos (a quienes llevaba más de diez años), sobre todo los que hacían la revista Número: Idea Vilariño -con la que más tarde tendrá una relación sentimental-, Emir Rodríguez Monegal, Manuel A. Claps, Sarandy Cabrera y, desde luego, Mario Benedetti. Necesitaba estar al tanto de las novedades literarias uruguayas.
En 1951 se sumará Mario Benedetti con la redacción del prólogo a la compilación Un sueño realizado y otros cuentos, editada por Número, una de las motivaciones de esta correspondencia. Cuando estableció su vínculo con el narrador residente en la otra orilla, Benedetti apenas pasaba los treinta años de edad, pero ya daba muestras de la prolífica actividad que hasta hoy lo caracteriza. Ni siquiera había conseguido eco en Buenos Aires, según puede advertirse en la última de las comunicaciones enviadas a Onetti:
Tengo la santa intención (y he preparado el mamotreto) de ofrecer a alguna editorial argentina un volumen de cuentos. Son 15 o 16, la mayoría inéditos, bajo el título y el tema común de Montevideanos. Llevo 7 libros publicados y humildemente debo confesar que estoy podrido de costear mis ediciones (Carta 9).
Con estos antecedentes y, sobre todo, con un conocimiento mutuo que sólo se daba por escrito, los asuntos sobre los que hablan no pasan la raya de lo 'público', salvo cuando se trata de proyectos personales.
Fuera de esto, que no es poco y es lo medular, no había nada privado que tratar entre quienes tuvieron un primer y fugaz encuentro personal a comienzos de los cincuenta en una cervecería del Parque Rodó, según testimonios de Benedetti y de Idea Vilariño. Sólo hablan de literatura -en general de la propia- en un sincero y despojado intercambio de opiniones. Hablan de Número y del semanario Marcha, de la provinciana pero activa vida literaria de Montevideo, de algunas obsesiones, del presente y del futuro.
Hay cosas definidas con nitidez y que desmienten algunos lugares comunes sobre uno y otro escritor. Por ejemplo, la repetida imagen de que Onetti se niega a ingresar en el 'escalafón' y se mueve al margen del mundo. Por otra parte, contra la imagen cercana de un Onetti ermitaño, encerrado en una pieza y ensimismado, hay un escritor aún joven -que oscila entre los 42 y los 46 años- que sabe dialogar con alguien más joven, quien lo respeta sin la previsible veneración que podría llegar de otros, un escritor que participa de la vida cultural, un poco al sesgo, pero que está muy presente aun estando ausente del territorio uruguayo. Benedetti silencia su actividad como poeta. Esto quizá se deba a que los términos del diálogo se hacen con arreglo a la narrativa y el ensayo, tal vez porque considera que Onetti tiene una dudosa 'autoridad' en el género, o una escasa afinidad. Como sea, cifra todas sus esperanzas en convertirse en narrador "definitivo":
Me gusta hacer crítica, pero más, mucho más, me gusta hacer cuentos. No sé si me importa demasiado si haré algún ensayo definitivo de 300 páginas, pero sí me importaría hacer un cuento definitivo de 5, 10 o cualquier número de páginas (Carta 2).
Basta leer sólo una página, un solo párrafo de uno y otro autor para notar las enormes diferencias entre ambos, la singularidad de cada uno. En las cartas comparecen opiniones coincidentes. Los dos conciben, en un sentido muy 'moderno', la separación de funciones: hay narradores por un lado y críticos por otro (Rodríguez Monegal parece ser el modelo uruguayo para los dos); hay buenos y malos escritores; se puede uno entrometer en diversos ejercicios pero siempre habrá una 'verdad' última y honda. Onetti entiende que su destino es el de novelista y cuentista, por lo que se rehúsa a entregar una visión crítica sobre Céline, con quien, evidentemente, no quiere que se lo filie en exceso. Benedetti aspira a convertirse en un narrador y si hace crítica sólo es porque le atrae como una forma subsidiaria de la narrativa, una tarea más del escritor-lector, una versión del "poeta-crítico" que imaginara T. S. Eliot. La práctica de la ironía es otra nota común, aunque con diferentes matices. En Onetti adquiere densidad y elegancia que sirve de estímulo para el otro corresponsal, más afecto al retruécano, la broma punzante, la superposición de la lengua 'culta' con la 'popular'. El humorismo ligero o ingenioso de Benedetti concurre en su prosa de ficción (algo muy aplaudido por Onetti)
Existe, más allá de las ideas básicas compartidas, una fuerte distancia entre los dos escritores. Hay una mirada muy crítica de Onetti hacia la concepción del libro de cuentos sin organicidad y de estructura miscelánea, una condena del mero "juego" que oculta o impide la expresión del pensamiento del autor (a propósito de Esta mañana); está la sospecha sobre el relato que sólo se rige por exigencias formales o "intelectuales" (acerca de Quién de nosotros). Por su lado, Benedetti rechaza la narración ambigua y nebulosa, que esconde o encubre la nítida lógica de los acontecimientos relatados (eso en relación a 'María Bonita' o 'La casa en la arena'). Quizá la mayor disidencia tenga que ver con la visión del mundo que producen las ficciones. Onetti reprocha, al pasar, en una carta de comienzos del 52, que en Esta mañana "la totalidad de los cuentos está chorreando exasperación y un poco de odio" (Carta 4).
A su corresponsal no le pasa inadvertida esta señal: "Acerca de la exasperación y del odio, ya hablaremos. Pero no son inventados. Hay mucho de la vida prójima que huele mal y no puedo evitar que la nariz literaria se me frunza" (Carta 5).
No se habla de política. La ausencia podrá no sorprender a los lectores de Onetti -salvo del último-, pero sí a quienes conocen a un Mario Benedetti.
De todas formas, tanto uno como otro preferían transitar por un mundo de referencias y de interferencias literarias que les pertenecía más que cualquier otro y en el que ya estaban instalados con plena y legítima comodidad.
Click aquí por la correspondencia completa.

Artículos de Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa y David Viñas
Edición, notas y cronología de Pablo Rocca

domingo, 28 de agosto de 2011

Palabras mejores que el silencio...

Paris, 12 de enero de 1980

Querido Onetti:

Una vez más encontré todo ahí, todo lo que te hace diferente y único entre nosotros. La gran maravilla es que el reencuentro no supone la menor reiteración ni la menor monotonía. Parecería casi imposible después de la saturación que dejan en la memoria tus libros anteriores, pero es así: todo es otra vez nuevo bajo el sol, mal que le pese al viejo Eclesiastés.
Con poco escritores me ocurre eso. Los leo hasta un punto dado y después pienso, "muchachos, sigan solos, yo me corto en la esquina". Con los años, prefiero autores nuevos, probar otras marcas de whisky. Y ... pasa que tu novela [*] es eso, siempre whisky pero con un sabor que es el mismo y diferente. Pasa que una vez más has escrito un gran libro, y lo que parecía irrepetible se repite sin repetirse, si me perdonás esta jerga que busca abrirse paso y se enreda un poco.

Medina, carajo. Qué tipo sos, Onetti. En fin, tu libro lo voy a caminar mucho por las calles de Paris (ojalá, alguna vez, de Buenos Aires).

Un abrazo,

Julio



sábado, 6 de agosto de 2011

El Pozo, Juan Carlos Onetti


Aprendamos a descubrirlo a través de los subrayados. Todo aquello que fuera del contexto en sí nos conduciría sin lugar a dudas a alguna parte. Los espero.
Click aquí por el cuento completo.

Qué fuerza de reali­dad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga. A veces dicen “buenos días”, pero de qué manera tan in­teligente.

Pero, ¿por qué no acepta que nunca ya volverá a enamorarse?

Era cierto; yo no quiero aceptarlo porque me parece que perdería el entusiasmo por todo, que la esperanza vaga de enamorarme me da un poco de confianza en la vida. Ya no tengo otra cosa que esperar.

Por aquel tiempo no venían sucesos a visitarme a la cama antes del sueño; las pocas imágenes quo llegaban eran idiotas. Ya las había visto en el día o un poco antes. Se repetían caras de gentes que no me interesaban, ubicadas en sitios sin misterios.

Había habido algo maravilloso creado por nosotros.

¿Cómo que­rer compararse con aquel sentimiento, aquella atmósfera que, a la media hora de salir de casa me obligaba a volver, desesperado, para asegurarme de que ella no había muerto en mi ausencia?

He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.

El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para sentir lo ridículo de todo esto.

El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la cara.

Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene.

Pero aquella noche no vino ninguna aventura pa­ta recompensarme el día.

Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado ... Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida.

-¿Nunca te da por pensar cosas, antes de dormirte o en cualquier sitio, cosas raras que te gus­taría que te pasaran...?

Salió antes que yo y nunca volvimos a vernos. Era una pobre mujer y fue una imbecilidad hablarle de esto.

Es asombroso ver en qué se puede convertir la revolución rusa a través del cerebro de un comerciante yanki; basta ver las fotos de las revistas norteamericanas, nada más que las fotos porque no sé leerlas, para comprender que no hay pueblo más imbécil que ése sobre la tierra; no puede haberlo porque tam­bién la capacidad de estupidez es limitada en la raza humana. Y qué expresiones de mezquindad, que profunda grosería asomando en las manos y en los ojos de sus mujeres, en toda esa chusma de Hollywood.

...un acento extran­jero que me hace comprender cabalmente lo que puede ser el odio racial. No sé bien si se trata de odiar a una raza entera, u odiar a alguno con todas las fuerzas de una raza.

Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”, merecen ser barridos sin juicio previo.

Fuera de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar.

Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.

Recuerdo que en aquel tiempo andaba muy solo —solo a pesar mío— y sin esperanzas. Cada día la vida me resultaba más difícil. No había conse­guido todavía el trabajo en el diario y me había abandonado, dejándome llevar, saliera lo que sa­liera. ¿Por qué los sucesos no vienen al que los espera y los está llamando con todo su corazón desde una esquina solitaria?

Hablaba rápidamente, queriendo contarlo todo, trasmitir a Cordes el mismo interés que yo sentía. Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle? Hablé lleno de alegría y entusiasmo, paseándome a veces, sentándome encima de la mesa, tratando de ajustar mi mímica a lo que iba contando. Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el rostro de Cordes. Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la comprensión lo que había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No recuerdo que broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de hablar. El dijo:

-Es muy hermoso... Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un cuento o algo así.

Yo estaba temblando de rabia por haberme lan­zado a hablar, furioso contra mí mismo por haber mostrado mi secreto.

El cansancio me trae pensamientos sin esperanza.

Hace un par de años que creí haber encon­trado la felicidad. Pensaba haber llegado a un es­cepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me asombraba haber demorado tanto tiempo para des­cubrirlo. Pero ahora siento que ni¡ vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y el tiempo pasa.

Esta es la noche, quien no pudo sentirla así no la conoce.

Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos.

domingo, 12 de junio de 2011

Octubre del 67

"Consternados rabiosos", Mario Benedetti.

Vámonos,
derrotando afrentas
Ernesto CHE Guevara

Así estamos
consternados
rabiosos
aunque esta muerte sea
uno de los absurdos previsibles

da vergüenza mirar
los cuadros
los sillones
las alfombras
sacar una botella del refrigerador
teclear las tres letras mundiales de tu nombre
en la rígida máquina
que nunca
nunca estuvo
con la cinta tan pálida

vergüenza tener frío
y arrimarse a la estufa como siempre
tener hambre y comer
esa cosa tan simple
abrir el tocadiscos y escuchar en silencio
sobre todo si es un cuarteto de Mozart

da vergüenza el confort
y el asma da vergüenza
cuando tú comandante estás cayendo
ametrallado
fabuloso
nítido

eres nuestra conciencia acribillada

dicen que te quemaron con qué fuego
van a quemar las buenas
buenas nuevas
la irascible ternura
que trajiste y llevaste
con tu tos
con tu barro

dicen que incineraron
toda tu vocación
menos un dedo

basta para mostrarnos el camino
para acusar al monstruo y sus tizones
para apretar de nuevo los gatillos

así estamos
consternados
rabiosos
claro que con el tiempo la plomiza
consternación
se nos ira pasando
la rabia quedará
se hará más limpia

estás muerto
estás vivo
estás cayendo
estás nube
estás lluvia
estás estrella

donde estés
si es que estás
si estás llegando

aprovecha por fin
a respirar tranquilo
a llenarte de cielo los pulmones

donde estés
si es que estás
si estás llegando
será una pena que no exista Dios

pero habrá otros
claro que habrá otros
dignos de recibirte
comandante.

Montevideo, Octubre de 1967
Che Guevara (Argentina 14 de junio de 1928 La Higuera, Bolivia, 9 de octubre de 1967)

Che
Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

Julio Cortázar


Usted perdone, Guevara

Hace un año, cuando Fidel Castro confirmó la muerte de Ernesto Che Guevara, publiqué en la revista Cuba las siguientes líneas:
"El decir está tan gastado que produce pudor reiterarlo. Desde los periodistas con prisa hasta los quiméricos compadritos de Jorge Luis Borges: 'Murió en su ley'. También, no importa el abuso, 'Murió con las botas puestas'.
Pero la porfía del Che, profetizamos, es inmortal. Trepando, desembarazándose de tanta literatura, lágrimas y sentimentalina arrojadas encima de su pecho asesinado, Che Guevara está hoy otra vez -y van tantas- de pie, repartiendo rostros y metralletas entre ansiosos, resueltos checitos nacidos de su muerte y resurrección.
Atravesando palabras inútiles y diagnósticos torcidos. Che Guevara va viniendo, va llegando".
Desde entonces, mucho ha sucedido, mucho se ha publicado sobre el tema; sólo me dieron motivos estéticos para modificar lo anterior. Pero aquí, en Santa María, desde donde escribo, país subdesarrollado, carente aún de 383a a 383b, la gente se está haciendo xenófoba. Reparan en que el Che era argentino, hizo la revolución en Cuba, fue muerto en Bolivia. Para corregir ese error, para no vivir de espaldas a las prepotencias, los tira y afloja (más de lo último), les pido la hora y los aplazamientos que decoran el panorama político de Santa María, vuelvo a copiar y me enmiendo. Alzando la puntería, elijo ahora a Pío Baroja:
"Pueblo de los discretos, espejo de los prudentes, encrucijada de los ladinos, vivero de los sagaces, enciclopedia de los donosos, albergue de los que no se duermen en las pajas, espelunca de los avisados, cónclave de los agudos, sanhedrín de los razonables...".
Es que este don Pío, además de humilde y errante, era un hombre arbitrario y cerrado; la antipatía que le causaban los franceses le hizo olvidar una frase de Chateaubriand:
"Hay cierta época en la que no se debe derrochar el desprecio, a causa del considerable número de necesitados".
Por las eruditas transcripciones:

Juan Carlos Onetti



(Publicado en Marcha, 11-X-68, página 31.)

domingo, 29 de agosto de 2010

Juan Carlos Onetti


Juan Carlos Onetti (Montevideo 1909 - Madrid 1994)

En realidad la escribí porque yo no me sentía feliz en la realidad en que estaba viviendo, de modo que se trataba de una posición de fuga y el deseo de existir en otro mundo en el que fuera posible respirar y no tener miedo. Esta es Santa María y éste es su origen. Yo era un demiurgo y podía construir una ciudad donde las cosas acontecieran como me diera la gana. Ahí se inició la saga de Santa María, donde los personajes van y vienen, mueren y resucitan. (Por Culpa de Fantomas, 1974)

Juan Carlos Onetti se ha convertido con el paso de los años en un escritor de culto, creador abstruso, difícil y oscuro, fabulador angustioso, que toca temas y asuntos que revelan el lado más cruel del ser humano.
Fascinado con la idea del mal, Onetti ha creado una extraordinaria galería de perdedores, de gente miserable marcada por la indiferencia moral que se mueve entre las sombras de la vida literaria, dejando para el lector una buena dosis de inmundicia y cochambre donde no faltan los pervertidos, los alcohólicos, las prostitutas, los asesinos, y violadores, gente frustrada que se inventa vidas interiores para paliar el efecto devastador de la implacable realidad.
Onetti ha explorado los límites del ser humano al tiempo que indagaba en las potencialidades de la propia literatura, lejos del nacionalismo temático y lejos de corrientes como el racionalismo, el criollismo, o el indigenismo tan propios del las primeras décadas del siglo xx.
Formado en la novela europea de raíz existencial , representada por el escritor francés Louis Ferdinand Celine, Onetti sigue muy de cerca a los grandes maestros norteamericanos, como William Faulkner, Ernest Hemingway, o John Dos Passos, y se forma de las técnicas de indagación psicológica características de la novela negra y policial de su tiempo, mostrando un cuadro inquietante sobre la soledad, la incomunicación, el sentido de la culpa, o la tendencia al Mal, lo que recuerda a otro escritor rioplatense como Ernesto Sábato, sin embargo, ninguno como Onetti ha llegado a representar con tanta crudeza las zonas oscuras del alma humana, tal y como aparecen en sus dos primeros títulos: El Pozo (1939) y Tierra de nadie (1941) que lo convierten muy pronto en un escritor maldito y muy incómodo para el canon oficial de la literatura uruguaya y argentina.
Onetti es un maestro a la hora de representar el mundo caótico que caracteriza a la urbe moderna, adelantándose a los novelistas más severos del boom, Onetti ha sido uno de los primeros escritores en comprender que toda obra es la suma de las estructuras y lenguaje, lo que ha permitido crear un universo asfixiante lleno de seres degradados, indiferentes, bordeando siempre la legalidad y la razón.
En sus novelas siempre parte de lo escatológico, de la cochambre de la vida cotidiana para ofrecer una visión nihilista de la vida y del hombre, marcada siempre por el fatalismo, lo que acerca a otro maestro, William Faulkner, y a un contemporáneo, Roberto Arlt.
Onetti se forma como escritor en los años 30 durante la llamada "década infame", en la que hay un verdadero descreimiento hacia el progreso técnico y mecánico que en algún modo se traduce en progreso humano. Perteneciente a la generación crítica o generación del 45, Onetti vivió el desencanto de los fallidos años 20, con sus pompas económicas desvanecidas y su confianza ciega en la sociedad próspera, que no supo ver el auge de los fascismos que habrían de tener punto final a las libertades individuales y colectivas con los golpes de estado de Uriburu en Argentina (1930) y Terra en Uruguay (1933) .
Su aceptación en los circuitos literarios ha sido lenta y desigual, sobretodo después de su recuperación en la década de los 60, con el impacto mediático de las novelas de Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Marquez.
No obstante, aunque tuvo un enorme prestigio dentro de su país, lo cierto es que su popularidad fue menor y a veces efímera dentro del continente americano, debido a los prejuicios con que buena parte de los lectores se acercó a una narrativa que resultaba muy incómoda por la falta de pudor con que el escritor uruguayo indagaba en las raíces del Mal en la sociedad contemporánea. La primera novela de la que tendremos noticias es Tiempo de abrazar, pero por razones muy diversas se perdió parte del manuscrito y no pudo publicarse en su totalidad hasta 1974. Por lo que se ha conservado sabemos que es una novela claustrofóbica y un tanto fragmentaria en su estructura siguiendo el magisterio de Faulkner con un trasfondo filósofico que recrea el mundo gris inestable de un adolescente, Julia Jason que se acerca a la madurez en medio de un reguero de frustraciones y busca el amor verdadero, quizás en honor a su apellido, en medio de los hastíos locales y familiares. En la novela ya aparece un tema que será crucial en toda narrativa onettiana: la ensoñación como antídoto frente al caos de la cotidianeidad y las obsesiones sexuales con el mundo de la prostitución. La primera edición del Pozo pasó inadvertida en el tiempo y hubo que esperar a la segunda en 1965, con prólogo de Angel Rama para que se viera como una obra maestra.
El pozo presenta de forma embrionaria los grandes temas de la literatura onettiana, como es el mundo urbano visto desde la periferia, los personajes fracasados que arrastran consigo la angustia existencial como ocurre con Eladio Linacero, protagonista de la novela o el pasado oscuro y tormentoso de muchos de los personajes de sus ficciones.
En medio de su fracaso existencial , Eladio, decide escribir de sus memorias a lo largo de una noche justo el cumplir sus 40 años, para poder revivirlas de nuevo y apostando a la realidad siguiendo la tradición de la novela confesional inaugurada por Dostoievski con memorias del subsuelo. En el pozo el lector sabe en todo momento que las pretensiones realistas de la narración son fallidas porque en sus recuerdos se mezclan los deseos, la imaginación y la ensoñación.
El protagonista, de forma voluntaria, tiende a camuflar los horrores del pasado, utilizando como coartada su propia realidad.
Onetti ha caracterizado a Eladio Linacero como un personaje con escasos recursos intelectuales por lo que el lector admite sin escrúpulos los datos de su pasado sumergiéndose junto a él en un pozo de agua sucia.
En el pozo el mundo descripto o Onetti está marcado por la extrema pobreza tanto física como espiritual, donde abundan los elementos nauseabundos como una metonimia del interior del personaje.
El título de la novela está relacionado con la patología del personaje.

viernes, 2 de julio de 2010

Mario Benedetti, Onetti y Los teólogos de Borges

Hombre que mira su país desde el Exilio - Mario Benedetti.

País verde y herido
comarquita de veras,
patria pobre

país ronco y vacío
tumba muchacha
sangre sobre sangre.

País lejos y cerca
ocasión del verdugo
los mejores al cepo

país violín en bolsa
o silencio hospital
o pobres artigas.

país estremecido puño
y letra
calabozo y praderas

país ya te armarás
pedazo por pedazo
pueblo mi pueblo,

país que no te tengo,
vida y muerte
cómo te necesito,

país verde y herido
comarquita de veras
patria pobre.

Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1 de julio 1909 - Madrid, 30 de mayo de 1994)

..."Las mentiras, los caprichos, las ganas de esconderme. En mi infancia me escondía a leer en un ropero, ahora lo hago dentro de una cama...
Se puede interpretar como una huida de la vida, búsqueda de refugio, yo qué sé. El Onetti adulto se fue a la cama porque ya no cabía en el armario de su niñez, sólo en esos lugares se vio capaz de seguir la que consideraba regla fundamental del verdadero creador: Quien escribe por necesidad debe buscar dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede buscarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie"...

Los teólogos (El Aleph, 1949)


El cuento hoy es "Los teólogos" de el libro "El Aleph" y rescato:

Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella. Para curarse del rencor que este le infundía, no para hacerle mal.
Pudo olvidarse ese rencor.

¿Jesus es la vía recta que nos salva del laberinto circular?

No hay novedad sin riesgo. Luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave.

Que la historia es un círculo y que nada es, que no haya sido y que no será.

Tampoco hay dos almas y por el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo.

El tiempo no rehace lo que perdemos, la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego.

Anhelaban el mismo galardón.
Su duelo fue invisible.

En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba y que lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo.

En el Zohar , que el mundo inferior es reflejo del superior.

Imaginaron que todo hombre es dos hombres, y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso.

Muertos nos uniremos a él y seremos él.

El tiempo no toleró repeticiones.

No de los que afirman que todo acto se refleja en el cielo.

Cuando quise escribir la tesis de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo.

¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra.

Hacia el principio del segundo crepúsculo el ángel de su guarda le dictó una solución intermedia.
Después ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable.

Hablar de los monótonos, era hablar de lo ya olvidado.

Buscó los arduos límites, para que lo ayudara la soledad a entender su destino.

Lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Recordó un anoche romana en que lo había sorprendido también, ese minucioso rumor.

El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos donde no hay tiempo.

Conversó con Dios, y este se interesa tan poco por las diferencias religiosas. Ello sin embargo insinuaría una confusión de la mente divina.

Más correcto es decir que en el paraíso para la insondable divinidad él (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) forman una sola persona.

Notas:
1- Espero los relatos, ensayos, o comentarios que les surjan a partir de estas frases.
2- El cuento completo lo obtienen haciendo click sobre los teólogos.
3- Los teólogos, "un sueño más bien melancólico sobre la identidad personal" (Borges, Postfacio de 'El Aleph').