Sacó su enorme pianola, se sentó sobre el taburete y empezó a tocar el instrumento con la falsa soltura que su padre le había enseñado. Conforme iba avanzando con esa levitación tan propia de él, salían hombres y mujeres de los establecimientos más variados: bancos, gestorías, bufetes de abogados, gabinetes políticos, grandes consorcios empresariales… Y así, poco a poco las calles se convertían en el fluir constante azul, grisáceo, casi negro, privado de colores tan impropios en adultos trajeados. Luego, saltando y bailando, alternando parejas, girando como peonzas, entrelazando antebrazos, robando carteras con la destreza propia de toda una trayectoria profesional avanzaban, recorrían calles y avenidas, ante la atónita mirada de una muchedumbre pobre y agotada. Finalmente terminaban expuestos ante ese precipicio que toda gran polis esconde en sus afueras. Mientras, el “pianolista” seguía azuzando, con ese tema tan pegadizo, a la variada fauna. Así, sin poder resistirlo, los ...