Toma 1. Exterior. Día. El amanecer de una ciudad gloriosa en un frío día de invierno:
Moscú estaba en calma. Sólo se dejaba sentir de tarde en tarde el crujir de algunas ruedas sobre la nieve. No había luz en las ventanas y hacía rato que los faroles habían sido apagados. Se oían las campanas de las iglesias anunciando la llegada del día. No había nadie por las calles; únicamente el cochero, intentando mantenerse despierto, permanecía a la espera de algún rezagado. En la iglesia, débilmente iluminada por la luz de algunos cirios (que se reflejaban en los dorados de las imágenes), había alguna vieja que otra.
La población trabajadora, después de una larga noche de reposo, se disponía a emprender las rudas faenas del día. Pero para los señores era de noche aún.
Por una de las ventanas del hotel Chevalier se filtraba la luz (que prohibía el reglamento) a través de las rendijas. Ante la puerta del hotel permanecía un coche y una troica de postas. El portero, acurrucado y envuelto en su pelliza, parecía estar escondido en el portal de la casa.
De la habitación vecina llegan las voces de tres jóvenes. Están sentados a la mesa, en la que aparecen restos de la cena y del vino.
(León Tolstoi, Los cosacos)
El conde Tolstoi, que escribió unas cuantas obras maestras (mis preferidas son las narraciones cortas, como La muerte de Ivan Illich y La sonata a Kreutzer), empezó llevando una alocada vida de joven juerguista, metido hasta las trancas en esa Santísima Trinidad del catecismo hedonista que son las mujeres, el alcohol y el juego. No sé si sería por la ingesta excesiva de vodka, pero el caso es que se le acabó yendo la cabeza: se dejó barba de profeta bíblico y decidió tomar partido por la Utopía, esto es, por el fracaso más absoluto. De ahí que proclamara a los cuatro vientos los principios del cristianismo libertario, se convirtiera en vegetariano y pacifista recalcitrante y defendiera enérgicamente el esperanto como lengua oficial de la humanidad. Acabó viviendo solo en el campo, donde se afanó en un oficio más honrado que el de novelista: el de zapatero remendón. Como digo, se le fue bastante la olla.
Murió heroicamente, como sólo los grandes pueden hacerlo, en el lugar más hermoso que hay para decir adiós a la vida: una estación de ferrocarril perdida en la estepa rusa. La causa: una neumonía. La fecha: 20 de noviembre de 1910.
[Addenda de Mabalot: Tolstoi se larga de casa, a sus ochenta y tres años, por una discusión con su mujer, que debió ser de escándalo para que el viejo, ya gloria nacional, se las pire como un vagabundo aristócrata. La primera noche la pasa en un monasterio. A la mañana siguiente se va en dirección a Rostov, que es no sé dónde, pero que debía ser lejos, y no llega, se pone malo en Astàpovo, donde no hay nada, ni fonda, ni hotel ni nada de nada. No habría ni fuente. Lo meten en el cuarto del jefe de estación, y allí pasa sus dos últimos días el más grande escritor ruso del momento. Acuden periodistas, curiosos, escritores... y su mujer e hijos. Palma después de una lenta agonía de dos días, según el tomo de Ana Karenina que tengo delante, el 7 de noviembre de 1910. Será calendario ruso. Ya sabemos que la Revolución de Octubre no fue en octubre.]
[Addenda 2, de Martín L. L.: Una estación ferroviaria en medio de la estepa rusa, finis vitae de León Tolstoi; perdido en el pacifismo, en un cristianismo propio de primeros tiempos, y de máxima espera. Yo entiendo que Tolstoi se pierde en lo utópico, aquello que no va a ninguna parte: allí, un sitio admirable, ha encontrado el lugar de una paz aún mejor que el pacifismo que predica ad usum de las masas. Si ha encontrado la esperanza, la propia y de nadie más, no sé si se puede decir que haya perdido la razón, a no ser que ésta haya de abonarse al escepticismo. Me imagino al viejo Tolstoi arrastrando a ninguna parte la razón suya que por fin ha encontrado.]