Desde que ha empezado el calor asfixiante, aparte de pudrirme un poco -por fuera y por dentro-, no he dejado de ver palomas muertas por las calles de Madrid: junto a los árboles, en las aceras, aplastadas contra la calzada (planchas de papel, como en los dibujos animados). Algunas mueren de infarto de miocardio, como la que vi el otro día junto al Gran Hotel Conde-Duque: del pico le salía un reguero seco sangre que descendía unos centímetros por las junturas del empedrado. Otras se dejan atropellar entre las ruedas de los coches por el atontamiento causado por el calor. Otras se suicidan desde las ramas porque no tienen fuerzas ni para desplegar las alas.
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Todos los días leo unos párrafos de The Life of Samuel Johnson de James Boswell que me compré hace un mes en Charing Cross, en una edición completa y prologada (o sea, un tocho) por cuatro libras. No pensé que fuera a disfrutarlo tanto. Lo había intentado alguna vez en español, cogiendo de la biblioteca la traducción de Acantilado, y no pasé de las primeras páginas. Me aburría. La clave está en el idioma. Es más que una maravilla, la prosa, la(s) inteligencia(s) que se trasluce(n). No sólo es disfrutar la lectura, que por supuesto, sino también transportarse a otro lugar, a otra época, a un idioma que suena a gloria. Estoy saboreando cada palabra, cada frase. A sorbitos. Sé que me quedan meses por delante, pero no quiero que se me acabe nunca.
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Antonio Alcántara se ha convertido en una singularidad cuántica. Podría ser un título de novela.
Antonio Alcántara se ha convertido en una singularidad cuántica. Podría ser un título de novela.
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Un recuerdo de la infancia. A veces llegaba el olor a laca desde el fondo del pasillo y entonces aparecía mi madre con el pelo ahuecado, como una Dama de Elche.
Un recuerdo de la infancia. A veces llegaba el olor a laca desde el fondo del pasillo y entonces aparecía mi madre con el pelo ahuecado, como una Dama de Elche.