(Trabajo colectivo de
la asociación Café en el Desván)
Al final de mi ciudad se planeó una ampliación de
viviendas para gente joven. Solo se hicieron las anchas avenidas y los
aparcamientos delante de lo que iban a ser los portales. Es como un barrio
fantasma, donde solo faltan los bloques. De día se utiliza para varias cosas; para
lavar algún que otro coche, o jóvenes que vienen a jugar al fútbol, cuatro
contra cuatro; o donde un repartidor ocioso ordena papeles o duerme. Pero por
la noche se convierte en lugar de cita de parejas jóvenes y no tan jóvenes, que
quieren hablar o comunicarse, cada cual a su manera; en la intimidad del coche,
como si eso fuera una embajada, un recinto de amor, donde solo dos personas
cuentan y por un momento se aíslan del mundo. En ese instante, solo viven en un
país de hojalata dos amantes, durante ese tiempo solo existen ellos y su amor.
Después cuando vuelven a la ciudad, vuelven a sus casas, vuelven a tener sus
problemas y separaciones.
Como complemento a esta nueva infraestructura, se comenzó
a construir una nueva fase del parque que estaba limitada por troncos
verticales. Por el sur, el este y el oeste, los troncos son el límite con la
carretera, es decir, los coches pasan, pero no se pueden detener, y no puede
circular nadie andando. La zona norte está limitada también con troncos, y con
un curioso armazón de hierro que simula ser como los troncos del resto del
vallado, aunque es una puerta metálica, por lo que el recinto está
completamente cerrado. En esta zona norte, la mitad de lo que será el parque,
está de tierra. Al principio los coches empezaron a venir aquí, pero luego se
fueron haciendo los diferentes aparcamientos, y cada coche fue eligiendo el
suyo; por soledad, o por cercanía, para aprovechar mejor el poco tiempo que
tienen algunas personas.
En el nuevo jardín, con las prisas de la apertura, pues
querían inaugurarlo el día del patrón y la patrona, que en mi ciudad coinciden,
pusieron más de una docena de bancos, estratégicamente situados, donde solo un
pequeño seto, como un diminuto laberinto, tapa de la vista unos bancos de otros
cuando estás sentado. Todo esto se planeó como un juego de escondite. Una vez
que te pones de pie, ves a otros usuarios del parque con la privacidad de la
distancia. Al estar todo tan bien montado sembrado y con el riego puesto, desde
las altas jerarquías consideraron que, ya que se había hecho el esfuerzo
económico, no querían dejarlo abandonado y me nombraron vigilante de bancos,
setos y albero.
Durante algunas horas del día hay un jardinero para
comprobar que el riego funciona durante sus horas de aspersión de la tarde,
quita las hojas secas, que añade al césped como abono natural, y controla la
acción de los animales que por allí viven.
Mi nombre empieza por A, pongamos que me llamo Adán y soy
el vigilante de este paraíso. En el que no hay nadie, pero que estaba
programado para mucha gente. La franja donde se construyó este parque, está a
final de la gran cuesta en la que fue construida mi ciudad. Estoy seguro de que
es una zona de especial energía.
Yo paseo allí por las noches, y lo primero que empecé a
notar, era que el aire, la brisa nocturna, se llevaba mis problemas más
pequeños, los que cabían entre los troncos que delimitan la zona. Los grandes
no podían salir, porque yo los notaba dando vueltas y tumbos a mi alrededor,
pero se quedaban allí hasta el clarear el día, cuando venía el jardinero. A
veces, cuando volvía al día siguiente, mi problema se había disuelto y servido
de alimento a las plantas y arbustos, que yo notaba con mejor color.
Me pareció que era un lugar de resolución de problemas que
podría compartir. Pedí permiso y conseguí que algunos ciudadanos y ciudadanas
pudieran venir a visitarme por la noche. Me dijeron que teniendo la puerta
cerrada y sin que sucediera nada, no había problema. Quise probar la energía de
la zona cada noche con un amigo o amiga, y me di cuenta que era una zona de
especial sinceridad. Al entrar allí, no sé por qué, la gente se volvía sincera
y unos y otras admitían lo que se les dijese allí sin enfadarse y que a todo el
mundo servía para saber lo que piensan los demás de él, y cada persona a su
vez, poder decir, poder hacer aquello que, en la ciudad, y de día no te
atrevías a hacer. Allí nada se interpretaba, ni bien ni mal, solo se sentía
como dicho de corazón a corazón, sin juicios, con el solo ánimo, de poder ser
una vez al día al menos, sincero, y poder decir y descargarse de aquello que
llevamos dentro, y que, en otras circunstancias, se olvida, con el dolor propio
del silencio de los sentimientos. Con el tiempo te quedan heridas dulces, que
llevas en el alma, y rescatas para poder seguir viviendo entre tus problemas
habituales.
Las historias que viene a continuación, me fueron
contadas, por gente que me acompañó en aquellas noches.
Josefina
Armenteros Rubio me sorprendió con…
Una noche inolvidable
Aquella noche de fiesta entre amigos, yo
estrenaba mis catorce años, que traían consigo una buena dosis de ilusión y
ganas de vivir. No sabía que lo que allí ocurriría iba a despertar en mí
sentimientos nuevos y encontrados. Pero lo cierto es que aquel día quedaría
marcado para siempre en mi memoria.
Allí estaba Manuel, un chico guapísimo,
alegre, divertido y tres años mayor que yo. Todos sabíamos que Manuel tenía
novia; una niña a la que yo sólo conocía de vista, sin embargo, me sentí muy
halagada cuando nada más verme se sentó a mi lado y se puso a conversar conmigo
como si me conociera de toda la vida. Me contó que su novia, Carmen, no había
podido ir a la fiesta porque sus padres no la dejaban, es que ella es un poco infantil ¿sabes?, me aclaró con una triste
sonrisa. Me explicó que se sentía incomprendido y que ojalá Carmen fuese como
yo, una chica sin complejos, abierta a todo, como a él le gustaba. Continuó
diciendo que se sentía muy a gusto a mi lado y que sabía que yo era de
confianza. En esos momentos yo flotaba en una nube por estar allí junto al
chico más seductor de la fiesta. Mis amigas al pasar junto a nosotros me
miraban con cierta complicidad y eso daba alas a mi atrevimiento. Así que
cuando nos quedamos solos en la cocina y me besó, yo le correspondí deslumbrada
y ávida de nuevas experiencias. A partir de ahí, nuestros cuerpos se enredaron
en un laberinto de torpes caricias y más besos inexpertos. Aquella fue mi
primera relación sexual.
Después ya sentados de nuevo en la sala común,
trató de justificarse diciéndome que no sabía cómo había ocurrido aquello, que
estaba arrepentido porque tenía novia pero que yo le había gustado tanto… En
aquel momento yo, por el contrario, no me arrepentía de nada e intenté
tranquilizarlo diciéndole que no pasaba nada, que él no me había ocultado su
relación con Carmen y que todo quedaría en secreto entre nosotros.
¡Qué ingenua fui! ¿Un secreto en aquella
reunión de más de veinte amigos adolescentes?
Al día siguiente lo que ocurrió esa noche ya
era vox populi, la noticia había
corrido imparable y veloz entre amigos y conocidos. Y enseguida me enteré de
que Manuel y Carmen habían roto su relación. Me sentí mal, muy mal. No sabía
qué hacer y decidí llamar a Manuel que me confirmó la noticia; se lo había
contado todo a Carmen y ella lo había dejado.
Esa noche no pude dormir. Yo tengo la culpa de esa ruptura, soy una
mala persona, un ser inmundo y despreciable, además de una imbécil. Pobre chica,
pensaba yo en la soledad de mi dormitorio. Traidora,
era la palabra que resonaba en mi cabeza hiriéndome sin piedad. Los
remordimientos me asediaban sin compasión, como sombras feroces que se
arremolinaban y fortalecían bajo el negro manto de la noche.
Tras esa interminable velada de insomnio y
después de pensarlo mucho, me presenté en casa de Carmen, temblando y muerta de
miedo por su reacción. Le confesé que necesitaba hablar con ella y le pedí
perdón una y mil veces, mientras unas cuantas lágrimas sinceras recorrían su
cara y entre sollozos entrecortados repetía que aún estaba enamorada de Manuel
pero que no podía mirarlo a la cara sin recordar su infidelidad y que lo mejor
era dejarlo, antes de que él pudiera convencerla de lo contrario. Ante mi
desolación y para mi sorpresa, me dijo que no me preocupara, que el único
culpable había sido su ya exnovio, que era él y no yo, el que tenía un
compromiso, que yo era libre de hacer lo que quisiera, pero él había
traicionado su confianza y ella no podría olvidarlo.
Nos separamos con un frío adiós y me sentí mal
pero también un poco reconfortada por las palabras de Carmen y por supuesto,
muy por debajo de su categoría como persona. Me dio una gran lección de
humanidad, aprendí de su grandeza, de su inteligencia, de su comprensión y supe
que ni Manuel ni yo estábamos a su altura. Él no la merecía y yo ya no lo
admiraba.
Ha pasado el tiempo, demasiado tiempo y
¿sabes? Carmen ha sido y es hoy mi mejor amiga. Justo ahora vengo de visitarla
en la residencia donde está ingresada aquejada de un Alzheimer prematuro,
mientras que, ¡paradojas de la vida!, mi memoria obstinada se empeña en exhibir
ante mí, con todo lujo de detalles lo que ocurrió aquella noche de verano ya
muy lejana, en la que una joven aprendiz de la vida perdió su virginidad con la
persona equivocada.
Ahora al pasar por este parque solitario y
mustio como yo, me he sentado en este banco a descansar y te agradezco que
hayas aparecido tú, con esa sonrisa acogedora y comprensiva, dispuesto a
escuchar sin juzgarme, cómo nos conocimos mi amiga y yo.
Juan
Antonio Puche López me dijo lo de …
Prometo
que cambiaré
Aunque llevaba poco tiempo con esta especie de gabinete
nocturno, enseguida pude comprobar que la mayoría de ciudadanos que acudían a
mi rincón de la sinceridad, eran personas mayores, y como era de esperar, el
sentimiento de soledad solía ser su principal y casi único tema de
conversación. Por eso me sorprendió especialmente, la visita de un joven cuya
cara además no me sonaba de ser del barrio. De porte elegante y vigoroso,
dejaba entrever, sin embargo, una mirada frágil y piadosa. Su gesto de tener
las manos en los bolsillos, causaba en mí cierta inquietud y desasosiego,
porque uno nunca sabe que clase de personajes puede encontrarse a estas horas
de la noche. Ambas sensaciones desaparecieron al escucharle hablar.
- Me llamo Rubén.
- Bienvenido Rubén. Yo soy Adán, vigilante de todo este
espacio de confianza. Siéntate y cuéntame qué te trae por aquí.
- Tengo problemas con mi chica.
- ¿Habéis discutido?
- Sí.
- ¿Y por qué ha sido la discusión, mi joven amigo?
- Sigue mandándole mensajes a su ex.
- Bueno... yo eso no creo que sea tan grave.
- Cuando veo que le escribe o que los recibe... me pongo
malo. Tuvimos una fuerte discusión la semana pasada y me dejó. Le prometí que
iba a cambiar, pero no lo hice y ya no la puedo recuperar.
- Vaya. Es ciertamente una difícil situación. Yo no entiendo
mucho de parejas, ¿sabes? Normalmente, la gente que viene aquí es porque se
siente sola o no tiene con quién hablar. El tuyo es el primer caso de este tipo
y no sé cómo podría ayudarte más allá de escucharte con la misma cordialidad
con la que tú me estás contando tu historia... ¿o crees que sí puedo?
- Sí puedes.
Rubén saca por fin las manos de sus bolsillos. Sostiene un
puñado de billetes en cada mano.
- Si lo haces, te daré todo este dinero.
Adán se queda estupefacto y no sabe qué contestar.
- Creo que nunca he hecho nada en mi vida por dinero y menos
por ayudar a la gente..., pero siempre debe haber una primera vez. Trato hecho,
dámelo y te prometo que con una llamada, soluciono tu problema.
Rubén le entrega los puñados de billetes y se marcha todo
contento. Varios días después, llaman a su móvil desde un extraño número.
- Sí, dígame.
- Hola, mi nombre es Olga, te llamo del programa de Juan y
Medio.
Sonia
Mena Delgado me relató…
No
sé cuál es tu nombre, tampoco es necesario.
Daba la primera vuelta de control esa noche mientras
paseaba con mi amiga Louise. Ella trabaja en la gran central del miedo donde se
gestionan las peores pesadillas. La gente llama por teléfono y las pide por
encargo. Odia ese trabajo, pero es su único sustento y lleva secuestrada allí
ya nueve años. Cuando viene aquí se va con la idea de dejarlo y liberarse a sí
misma de una vez. Lo ve claro y se marcha convencida. Así lo siente. Después
regresa al mundo y este la inmoviliza de nuevo. Y así vuelve, inmóvil, pasadas
tres noches comienza su emociclo.
He hecho cálculos: Si cada vez acumula unos cincuenta Bríos
teniendo en cuenta que el paseo es de más o menos un kilómetro, algún día
tendrá suficiente para ser capaz de hacerlo. Serán necesarios dieciocho mil
ciento cincuenta kilobríos, le dije, y se lo expliqué de una forma sencilla,
siempre teniendo en cuenta que ella se mueve a una velocidad de veinte
centímetros por segundo dentro de éste parque. Mientras charlábamos un arbusto
se movió, había alguien, me acerqué.
Él no sabía hablar sin escribir antes. Iba vestido
sólo en parte, una mochila larga, descalzo de un pie. Sus brazos desnudos, pero
no sus manos guante, de dedos al aire. Esbozaba un escrito sobre la
franqueza de los parques vigilados. -Terminado queda -me dijo-,
y se dispuso a contarlo con lengua ancha pues por eso
hablaba sobre la sinceridad.
Primero nombró a su perro Dowel. Lo encontró mientras daba
vueltas circulares sobre un tejado, un triste día en el que le subió la
vanidad. Dowel desde abajo empezó a gritar fuerte, articulando muy bien cada
ladrido (siempre hace eso cuando se topa con alguien de bajo sentimiento) y no
pudo hacerlo silenciar hasta que bajó los niveles. Ahora siempre lo lleva en la
mochila. Sólo sale en este parque, donde nunca ladra, o cuando alguien anda
bajo sospecha y necesita darse cuenta.
Dowel es un buen medidor y puede captar la sinceridad de
las cosas y los seres. Me dijo que guiado por él descubrió este lugar.
Cada vez empezó a hablar más despacio hasta que cesó -
deja la mente floja y sigue – le dije
pero me lo pasó escrito: En el parque nos colamos Dowel y
yo sin que el vigilante nos vea, aunque a veces ha sentido nuestra ligera
ventisca, el megáfono siempre falla y lo hemos notado. Todo sea por ver crecer
el jardín.
El jardín crece lindo y lleno de color con cada uno de
nosotros aquí, igual que las almas. Se sueltan de nuestra mente. El pensamiento
deja de pensar y tan solo se deja llevar.
El vigilante vigila y he sido visto por su casco con
linterna. No se habrá enfadado, ésta es una zona libre de furias, pero quiero
hablar con él, así lo he decidido libremente y por eso esbozo. Caminando mis
pies se aclaran, ¿será que toman contacto con la tierra? Estoy en proceso de
desintoxicación de sueños pinchados. Sólo le pediré que siga haciéndose el
despistado.
Después de leído se lo mostré a Louise, pero no supo que
decir y los tres junto a Dowel nos sentamos en un banco a escuchar como la
noche silbaba.
Paco
Aguilar Barranco me contó su…
Casualidad de la vida
-Oye, Cheto, cuéntame mientras paseamos, ¿cómo
es que te casaste con una gallega si tú apenas has salido del pueblo?
-Pues me casé con Maruxa, como la penicilina,
por casualidad. Contestó con su tranquilidad habitual el enjuto aceitunero.
-Explícate, soy todo oídos.
-Hace ya bastantes años, recién entrado yo en
la veintena, le tocó a mi tío Aniceto un viaje a Canarias. Pero él se negó en
redondo a salir del pueblo.
Decía empecinado: “Sé que después del puente
que hay al final del pueblo existe un mundo que muchos dicen maravilloso, pero
a mí no se me ha perdido nada allí y aquí tengo todo lo que necesito. Que vaya
otro.” Y fui yo el designado por la familia.
El viaje se presumía maravilloso, todos los
gastos pagados, hasta las cajetillas de tabaco, todo. Había previstas
excursiones por los lugares más representativos de las islas y en una de esas
excursiones, por casualidad, conocí a mi contraria.
Fue en la visita al Teide y el paseo en
camello. En la pequeña loma en que se asienta “El Dedo de Dios” comenzaba el
paseo, nos fueron distribuyendo sobre cada animal, dejándonos a los que
viajábamos sin pareja para el final. Siempre colocaban a la mujer en la parte
exterior del camino y eso dio pie a continuas chanzas, indicando que si alguien
caía por el terraplén era mejor que fuera mujer, mientras que las mujeres
contraatacaban diciendo que a los hombres no los podían poner hacia afuera
porque sólo tenía serrín en la cabeza y no apreciarían el paisaje tan bonito
que se extendía hasta el fondo del valle.
Cuando llegó mi turno sólo quedábamos una
muchacha y yo. Me sentaron en la parte interna y a ella la colocaron en la
exterior del camino. Era bonita de cara, se le notaba algo tímida y eso sí,
hermosa. Tan hermosa que me doblaría en peso; así que cuando colocó sus amplias
posaderas en la silleta, la cinchas no estarían bien apretadas y se vencieron
hacia su lado. Yo salí disparado sobre la joroba del camello y aterricé, de
bruces, en la base de El Dedo de Dios. La chica, supongo que por causalidad,
rodó hacia mí y allí quedamos; yo, casi desmayado y ella llorando copiosamente
mientras exclamaba: “Lo he matado, que desgracia, he truncado mi vida”.
Fuimos trasladados hasta la clínica más
cercana, nos colocaron en la misma habitación y nos trataron maravillosamente.
Ella se repuso con rapidez, pero yo precisé de mayores cuidados por lo que me
trasladaron al hospital principal de la isla. Allí, me asignaron una espléndida
suite y no dieron opción a Maruxa a renunciar a tan exquisitas atenciones. Al
día siguiente el alcalde, el gobernador civil, las autoridades militares, todos
pasaron a visitarnos y mostrarnos su completa disposición. Hasta el NoDo se
personó para contar nuestra excitante aventura. Maruxa y yo tratábamos de
explicarles que nada teníamos que ver el uno con la otra. Y por casualidad,
supongo, se personó el arzobispo de las islas. Por fin, pensé, podremos salir
de este equívoco.
Pedí hablarle y le confesé que no éramos
matrimonio, a lo que el sacerdote nos indicó que no nos preocupáramos, que él lo
arreglaría todo. Al día siguiente, nos entregaron unos paquetes de una tienda
de confección y nos indicaron que nos vistiéramos con prontitud porque el
arzobispo nos esperaba. Desde la puerta del hospital, un enorme coche nos
trasladó a una coqueta ermita, en la ladera de una colina.
El arzobispo, revestido de toda su pompa y
boato, nos recibió rodeado de numerosas autoridades de la isla. La marcha
nupcial comenzó a sonar, a nuestra llegada.
La sorpresa y nuestra timidez innata hicieron
el resto.
-Y después de tantos años, ¿cómo te va de
casado, Cheto?
-Maruxa, cambió las vacas por las cabras, el
maíz por las olivas y creo que, de casualidad, somos felices.
Paqui García Quesada
me mandó la siguiente historia…
Rumbo a mi hogar
Cada vez que paseo por este lugar
apartado y un tanto misterioso, siento la necesidad de adentrarme en este
parque de inusual presencia, ya que está desierto. Hoy no pude resistir la
curiosidad y mis pasos se encaminaron hacia allí, no sin cierta precaución. Al
entrar noté la fragancia de las damas de noche, y mi cuerpo y mi mente parecieron
volar a otro lugar; cerré los ojos para estar presente, y al cabo de unos
instantes, al abrirlos me encontré frente a mí a un hombre de mediana edad,
moreno y de ojos negros profundos, dijo que
se llamaba Adán y me invitó a sentarme en un banco junto a él, dijo que
era el guardián de aquel lugar y de todas las confesiones íntimas que estaban
ya acomodadas en las copas de aquellos setos estratégicamente colocados,
sus palabras me hicieron estar atenta, qué quería decir este hombre... La voz
de Adán era tan dulce y sonaba tan amistosa que al mirar sus ojos y ver tanta
sinceridad, no pude evitar contarle mi historia.
Cuando tenía veintinueve años, y
ahora tengo cincuenta, me consideraba afortunada; tenía una pareja que me
quería, buenos amigos y una carrera, pero tengo que matizar que siempre
había estado obsesionada con la belleza física, me miraba al espejo todos los
días y me gustaba la imagen que veía reflejada, gastaba una buena parte de mi
sueldo en cremas, salones de belleza, en cuidar mi pelo y mi piel, e iba a las
mejores tiendas a comprar lo último en moda, porque me gustaba destacar, ser el
centro de atención y así cuando iba por la calle tanto hombres como mujeres me
miraban y yo me sentía feliz.
Pero unos días antes de cumplir treinta años,
ocurrió algo que cambió el resto de mi vida. Me levanté como todos los días
llena de vida y de ilusión, pero al acercarme al espejo, la imagen que vi
reflejada era distinta, tenía unas pequeñas líneas, unos pequeños
surcos apenas perceptibles alrededor de mis
ojos, de mis bellos ojos. Observé mi rostro con horror, cómo podía ser si yo me
estaba cuidando; me estaban saliendo arrugas.
Lo que para otra mujer
posiblemente fuese algo normal por la edad, para mí fue el principio de mi
destrucción. Vivía tranquila, pero en cuanto empecé a prestar atención a esos
detalles, empezó una espiral descendente de autodenigración, de
violencia hacia mí misma y hacia los otros, de sentirme muy mal, deprimida,
sola y poco querida.
A partir de aquel cumpleaños, cada mañana al
levantarme miraba con resentimiento mi rostro reflejado en el espejo, iba
al armario y me vestía con lo primero que veía, cuando llegaba al trabajo,
observaba a mis compañeros por el rabillo del ojo, que se burlaban a mi
espalda. Ahora sé que toda aquella situación no fue real, sino producto de mi
imaginación, de mi mente enferma.
Procuraba estar todo el día ocupada en el
trabajo, siempre de mal humor, llenando todo mi tiempo para no pensar y evitar
hacer frente a mis emociones. Las relaciones con mi marido cada día iban a
peor, me llené de celos, todo esto debido al bajo nivel de autoestima creado
por mis paranoias, llegué incluso a tomar pastillas para no enfrentar mi
realidad. Así estuve hasta que un día encontré a una amiga que había estado en
la India, me contó su experiencia; que había aprendido a hacer meditación, como
una forma de estar presente en el día a día, y me explicó cómo la mente puede
apoderarse de una persona y llevarla al más grande de los sufrimientos. Presté
mucha atención a sus palabras, leí libros, investigué hasta que la venda cayó
de mis ojos, para mí esto fue como el salvavidas que te arrojan cuando estas a
punto de ahogarte.
Ahora puedo decirte Adán, mirando atrás,
que al darme cuenta de lo que mi mente me había hecho, y junto a mi fe en Dios,
mi vida cambió y aprendí una gran lección que de otra forma no hubiera sido
posible, sufrí mucho, sí, pero ahora camino relativamente feliz, valorando la
vida, sabiendo que todo cambia. Ya no le doy importancia a lo que es pasajero,
sino que cultivo mi interior, las relaciones, ahora disfruto la belleza de un
paisaje, de una flor…
Me miró con una sonrisa dulce, quizás
compasiva, asintió con la cabeza y se alejó adentrándose en el parque,
respiré profundo inhalando aquella fragancia, me levanté del banco de piedra en
el que habíamos estado acomodados, me coloqué mi viejo bolso de piel en el
hombro y seguí rumbo a mi hogar.
Virginia
Hernández Jaldo me dijo que…
Quizás sea eso
Esta mañana caminaba ensimismada,
contemplando la belleza del cambio de estación reflejada en la naturaleza al
llegar el otoño. Me deleito aspirando el olor a tormenta suspendido en el aire.
Observo cómo las hojas de los árboles mudan su color y van cayendo, alfombrando
las aceras en un mosaico de infinitas tonalidades rojas, parduzcas, doradas,
aún verdosas. Ese tenue y melodioso crujir me acompaña, me devuelve a la niñez,
y allí está mamá llevándome al colegio cogidas de la mano. Una triste sonrisa
aflora a mis labios, mientras mis ojos se humedecen en tan grato recuerdo, es
esa confrontación de los pensamientos alegres atormentados por la dura
realidad.
Cuando contemplo a mis hijos, tan
chiquitines aún, pienso en lo felices que habrían sido disfrutado de su abuela,
pero aún más lo habría sido ella, que siempre soñó ilusionada en llenar la casa
de nietos. Adoro escuchar las sonoras carcajadas de bebé, que me reconfortan el
alma, soy tan feliz que casi me parece imposible sentirme así, y entonces me
acuerdo de mamá, y de nuevo mi corazón se desgarra, las lágrimas anegan mis
ojos; la felicidad que hace un momento sentía, se ha tornado en desdicha. La
ilusa esperanza aflora a mi ser creyendo estar en un mal sueño, una pesadilla
de la que pronto despertaré, y allí estará ella sonriéndome y tendiéndome sus
brazos, dejando de lado el sombrío recuerdo.
Quiero volver a verla, besarla y
abrazarla, contemplar de nuevo su mirada limpia, sincera y bondadosa, escuchar
su voz y reírnos otra vez disfrutando de la vida, dándole gracias a Dios por
cada nuevo día. Sigo siendo la misma niña pequeña que necesita a su madre, y
hablo con ella cuando tengo buenas noticias, cuando hay problemas, cuando
necesito consejo… Porque sí, porque la quiero, porque vive en mí.
Quizás sea el final estival, el
día más oscuro, el frescor acuoso en el ambiente, el que hoy ha entristecido mi
corazón, y busca refugio en la cálida compañía de un amigo que escuche mis
tristes palabras y esté a mi lado en estos momentos de pesar... quizás sea eso.
Estas son algunas de las historias que estas gentes
sensibles me han contado, lo más importante de este cuento, es que descubras ,
en tu ciudad, dónde está tu ZONA FRANCA.
Fabián Madrid