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Verano de 1992 |
Si su padre estuviera aquí, observándola en silencio, en algún momento lo rompería al decirle "Marinita cuatro ojos capitán de los piojos" y sé que se mirarían y se sonreirían mientras yo, al margen de su complicidad, descubriría en cada uno el reflejo del otro. Da igual que mirara a mi derecha o a mi izquierda, lo que encontraría son unas cejas perfectamente dibujadas enmarcando unos ojos grandes, despiertos, que, junto a unos labios que parecen coloreados, me contarían, cada día, sin necesidad de una palabra, sus alegrías o sus tristezas. Una nariz pequeña, que ella acariciaría con sus dedos índice y corazón en un gesto de impaciencia, de concentración, mientras leyera, nos hablara, nos mirara, soñara. Y aunque diera un salto por el resto de su cuerpo, me detendría en sus manos pequeñas, muy pequeñas, y exactas. En las de él podría ver las huellas que, tal vez, dejaría el paso del tiempo en las de ella y me entretendría acariciando la una, la otra, la de los dos a la vez. Y continuaría, callada, estudiando su parecido; escuchando cómo sus voces hablaban en la misma clave, acompasadas. Hasta que al final los vería abrazarse para conformar un par sin fisuras, tan solo con un mínimo espacio para mí. Y no me importaría que mi sitio fuera pequeño. Por que, en ese instante, serían míos, aunque no lo supieran, serían míos; hasta que se levantaran, se despidieran y fueran de otros.
Para ella, para que deje de lloriquear.
El primer intento lo podéis encontrar aquí